Sociólogo y politólogo.  Profesor de la Universidad Autónoma de Madrid (2003/2022)

El populismo a debate

El populismo a debate

Antonio Antón

Departamento de Sociología

Universidad Autónoma de Madrid

Título: El populismo a debate

Autor: Antonio Antón Morón

Página web: http://www.uam.es/antonio.anton

Twitter: @antonioantonUAM

Profesor Honorario de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM) - Departamento de Sociología. Licenciado en Sociología y Ciencias políticas por la UNED. Doctor en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid (sobresaliente cum laude). Ha realizado diversas investigaciones y es especialista en Políticas públicas y Estado de bienestar, Movimientos sociales, acción colectiva y cambio social, Sociología del Trabajo y Sociología de la Educación. Colabora con distintos medios de comunicación y ha publicado numerosos artículos y más de una quincena de libros. Entre los últimos están: Reestructuración del Estado de bienestar (2009); Resistencias frente a la crisis. De la huelga general del 29-S al movimiento 15-M (2011); Ciudadanía activa. Opciones sociopolíticas frente a la crisis sistémica (2013); Poder, protesta social y cambio institucional (2015); Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos (2015), y La democracia social hoy. Un nuevo ciclo sociopolítico por la democracia y la igualdad (2016).

Editado por Rebelión

Madrid, noviembre de 2017

Índice

1.   Introducción: Necesidad de una reflexión crítica

1.1. Interpretación realista y teoría crítica

1.2. Una nueva dinámica democrática y de progreso

1.3. Insuficiencias estratégicas de la lógica populista

2.    Republicanismo, transversalidad y teoría alternativa

2.1. Dificultades para una teoría alternativa

2.2. El debate sobre el republicanismo populista

2.3. Republicanismo y transformación del poder

2.4. Carácter ambivalente del Estado y estrategia de cambio

2.5. A vueltas con el sujeto (clase o pueblo)

2.6. El debate sobre la transversalidad

3.    Aportaciones e insuficiencias del enfoque populista

3.1. Límites de la teoría populista sobre el sujeto: su ambigüedad ideológica

3.2. El idealismo discursivo

3.3. La teoría populista es incompleta

3.4. Populismo de ‘izquierda’ y ‘radicalización democrática’, complementos sustantivos

3.5. Comprensión concreta frente a ecumenismo interpretativo abstracto

3.6. Conclusiones: Superar la teoría populista

4.    Crítica a la interpretación populista de ‘pueblo’

4.1. Introducción

4.2. El populismo como antagonismo compatible con distintas ideologías

4.3. Discurso, estructura y experiencia

4.4. Oposición al populismo de derecha extrema

4.5. Importancia del sujeto: Hermenéutica social y realismo crítico

4.6. Diferenciar los distintos populismos por su sentido

4.7. Pugna por el sentido y/o por el poder

4.8. Crítica al idealismo discursivo o posmoderno

4.9. Conclusiones: Un nuevo enfoque crítico, social y realista

Bibliografía

1.   Introducción: Necesidad de una reflexión crítica[1]

Hace casi una década se inició una crisis sistémica (socioeconómica, política, territorial y europea), con un amplio movimiento de protesta social en España (2010-2014) y un prolongado ciclo electoral (2014-16), con una recomposición del sistema político y la consolidación de las llamadas fuerzas del cambio. De ello he realizado una explicación detallada (Antón, 2009; 2011; 2013a; 2015b; 2016a). La interpretación de este proceso, por su novedad y la profundad de sus cambios, es compleja. Pero, además, supone la necesidad de una revisión crítica y una reelaboración teórica.

1.1 Interpretación realista y teoría crítica

El reciente movimiento ciudadano en España es una respuesta al deterioro de la situación socioeconómica para la mayoría de la sociedad, provocada por el sistema económico y financiero, y agravada por una gestión política regresiva y con déficit democrático. Ambas dinámicas e instituciones han sido criticadas por la mayoría de la sociedad, que se ha reafirmado en una cultura cívica democrática y de justicia social. Por un lado, ante el bloqueo o la colaboración gubernamental y de otras instituciones europeas e internacionales con esas políticas injustas. Por otro lado, la existencia de distintos agentes sociopolíticos progresistas y la indignación ciudadana se han fortalecido, han dado cobertura y legitimidad a una acción colectiva de sectores populares relevantes. Así, se ha consolidado una significativa representación electoral e institucional, las llamadas fuerzas del cambio, que junto con un nuevo Partido Socialista, refuerzan las expectativas de un cambio de progreso.

Por tanto, son unilaterales las interpretaciones que ponen el acento de esta corriente sociopolítica solo en su carácter democratizador o frente al sistema político o a aspectos más concretos como la ley electoral, desconsiderando sus contenidos socioeconómicos, es decir, cuyas demandas se realizan  frente al sistema económico o a aspectos particulares como los recortes sociales, el paro, los desahucios o las reformas laborales. En sentido inverso, son también unilaterales las interpretaciones que señalan a este movimiento popular como exclusiva reacción frente a las graves consecuencias de la crisis económica, el papel especulativo de los mercados financieros o la desigualdad social producida por la política de austeridad. Estas posiciones excluyen las estrategias y la gestión regresivas de las élites dominantes e instituciones políticas, con rasgos autoritarios y un fuerte deterioro de su legitimidad democrática. Los dos ‘sistemas’, económico y político, están interrelacionados y los pilares actuales de ambos, su carácter antisocial y oligárquico, se han cuestionado por la ciudadanía indignada. Todo ello, junto con una amplia protesta social, la emergencia de nuevos sujetos sociopolíticos y el cambio político, requiere una revisión crítica de las principales teorías sociales y un nuevo esfuerzo analítico.

A partir del análisis de las particularidades de este nuevo fenómeno, desarrollado en otra parte (Antón, 2011, 2013a; 2015a), expongo los fundamentos de un nuevo enfoque interpretativo y valoro la particularidad del discurso populista. Dos ideas básicas sobre la conformación del sujeto sociopolítico en España debo destacar desde el inicio: la importancia de la polarización o pugna sociopolítica y cultural y su motivación basada en la justicia social y la democratización política. 

En una amplia investigación he analizado los límites de las interpretaciones clásicas sobre la protesta social, los sujetos sociales y las dinámicas sociopolíticas y culturales (Antón, 2014a, y 2015b), así como la transformación del trabajo, la reestructuración del Estado de bienestar, la situación de precariedad laboral, las identidades juveniles y el devenir del sindicalismo (Antón, 2000; 2006a; 2006b, y 2009).

Aquí, tras esta breve introducción, expongo las ideas básicas sobre la construcción del sujeto colectivo. Pero, este análisis ha requerido dar un paso más en la reflexión teórica: revisar las teorías convencionales que presentan diversas insuficiencias y limitaciones. En particular, las más influyentes en el seno de las izquierdas y fuerzas alternativas como el marxismo, las teorías sobre los movimientos sociales y la contienda política y el discurso populista (Antón, 2015a; 2016b).

El presente trabajo es un paso más en esa dirección de aportar reflexiones para avanzar en una teoría alternativa desde la valoración crítica del populismo como doctrina influyente en dirigentes de Podemos, eje de las fuerzas del cambio. Las necesidades prácticas y estratégicas de las fuerzas alternativas son muy grandes y la capacidad teórica pequeña; además, está acompañada de una gran fragmentación e inadecuación con la realidad actual, con la correspondiente dificultad para ejercer una función de ‘desvelamiento’ o interpretación crítica que sirva para la transformación.  

Parto de la exigencia colectiva de una elaboración y un debate teórico específico, vinculado con el cambio político pero superador del inmediatismo de la acción social y política cotidiana. Nos atañe, particularmente, a la intelectualidad progresista, lamentablemente, la mayoría de ella condicionada por esquemas del pasado e intereses del presente. El objetivo no es elaborar una teoría completa o una mezcla ecléctica de las teorías disponibles. La oportunidad es dar un impulso a la teoría social y política crítica que favorezca la transformación sociocultural, económica e institucional y facilite la cohesión de las fuerzas del cambio. La interpretación la hago desde la hermenéutica social (Alonso, 1998; Beltrán, 2016) y el realismo analítico e histórico (McAdam, Tarrow y Tilly, 2005; Thompson, 1977; 1979; 1981; 1995).

La hipótesis de partida son las dificultades para elaborar una nueva teoría alternativa crítica, los límites del campo teórico progresista, particularmente en la (ciencia, sociología o filosofía) política con vocación transformadora. La proliferación de muchas nominaciones y alternativas (populismo, marxismo, nueva socialdemocracia, anticapitalismo, republicanismo…) expresa su fragmentación y la pugna discursiva, a veces entre la rigidez y el eclecticismo, con resultados escasos. La consecuencia es la distancia existente entre esa debilidad discursiva y la experiencia, las responsabilidades y las tareas prácticas y estratégicas de las nuevas fuerzas del cambio.

Este texto es un intento explicativo de esa problemática. El análisis se realiza por su impacto y su influencia con la construcción de este nuevo sujeto político. Deja al margen la valoración del agotamiento del pensamiento socialdemócrata como desvelamiento crítico y su deslizamiento hacia el socioliberalismo.

Valen muchas ideas de distintas tradiciones de izquierda, progresistas e ilustradas, pero la selección de las aportaciones más adecuadas y el rechazo de las inadecuadas es una tarea delicada que afecta a su relación con la realidad actual y la legitimidad de los representantes de cada corriente política y de pensamiento.

La conclusión que adelanto es la necesidad de un esfuerzo teórico específico, crítico, riguroso, respetuoso y constructivo que partiendo de las dificultades actuales y aceptando la pluralidad existente ponga el acento en la elaboración de un nuevo pensamiento sociopolítico alternativo, basado en la democracia y la igualdad social. Supone la superación de esquemas pasados y acentuar su carácter realista y objetivo, con la perspectiva de una transformación profunda o radical. Su desarrollo debe estar ligado a esa función principal de la teoría crítica: interpretar y comprender la realidad para ayudar a transformarla. Por tanto, más que etiquetas, relacionadas con doctrinas pasadas y que la hacen rehén de prejuicios establecidos, lo importante es la capacidad explicativa de las nuevas realidades y, particularmente, de las tareas del cambio.

En consecuencia, esta actividad de reflexión discursiva, no exclusiva de los intelectuales o los dirigentes partidarios, debe ser relevante para el conjunto de activistas sociales y políticos. Debe ayudar a comprender la realidad y a la transformación democrática e igualitaria de la sociedad. Especialmente, debe facilitar el debate y la unidad de las fuerzas del cambio y avanzar en la pugna cultural y política frente a las corrientes dominantes, reaccionarias y liberal conservadoras. El mantenimiento de estas deficiencias teóricas, que se pueden hacer extensibles a la mayoría de países europeos, tiene un mayor coste en España, dada la mayor dimensión de las necesidades prácticas del cambio social y político. Dicho de otro modo, el avance de las nuevas fuerzas alternativas necesita de una mejora sustancial del desarrollo y el debate teórico alternativo.

Las influencias ideológicas en Podemos son muy diversas. Y mucho más si se amplía el análisis al conjunto de este conglomerado político, con sus confluencias e IU, y si incorporamos dinámicas progresivas similares en Europa. Todo ello nos ofrece un panorama complejo y diverso, con pugnas competitivas por la preponderancia o hegemonía de unas posiciones ideológicas u otras, al mismo tiempo que con posiciones eclécticas, intermedias o mixtas entre pensamientos distintos.

No obstante, la emergencia del conflicto social y político y de nuevas fuerzas del cambio, además de la necesidad de un nuevo análisis concreto y una elaboración política y estratégica (Antón, 2013, y 2016a), está exigiendo un avance en la reflexión teórica. Los criterios, enfoques y doctrinas existentes, en el ámbito académico y fuera de él, se han quedado envejecidos y, muchos de ellos, obsoletos o contraproducentes; es decir, oscurecen más que clarifican la realidad y su transformación progresista. La situación es de cierto atraso analítico, con dificultad en el desarrollo de las capacidades interpretativas y normativas de un pensamiento político crítico y transformador. Convive con la fragmentación de enfoques y la inercia acomodaticia por la utilización de esquemas anteriores disponibles sin explicar las particularidades del contexto presente y el ineludible marco europeo. Se debilita su función de aportar lucidez a la experiencia práctica y la acción social y política por la democracia y la igualdad.

En definitiva, por un lado, hay un escaso y sesgado debate teórico en Unidos Podemos y sus aliados y, en general, en el ámbito intelectual progresista y de izquierdas. Ello en un ambiente mediático y político hostil. Por otro lado, es importante la discusión en este ámbito teórico, con grandes insuficiencias, comparado con la dimensión de los problemas políticos y estratégicos de las fuerzas del cambio en España y en Europa. La conclusión es un desafío: hay que superar los límites de las actuales teorías alternativas, con un talante riguroso, unitario y constructivo.

Aquí, por su relativa novedad e importancia me centro en una valoración sintética de la teoría populista (Laclau, 2013) y sus principales límites (ambigüedad ideológica e idealismo discursivo), iniciada en otra parte (Antón, 2015a) y siguiendo el enfoque de E. P. Thompson (1981). Así, profundizo en algunas de sus características y aportaciones, específicamente la conexión entre el republicanismo institucional y el marxismo-populismo, donde confluyen dos de los pensamientos más significativos de Unidos Podemos y sus confluencias, aliados y apoyos (Antón, 2016b).

1.2 Una nueva dinámica democrática y de progreso

La articulación del movimiento popular en España ha conformado una dinámica transformadora de progreso y democratización. En otros países, parte del descontento popular ha sido canalizado hacia el apoyo a un cambio regresivo-autoritario-segregador, dominado por expresiones populistas de extrema derecha autoritaria y xenófoba. Sobre todo, en el caso de Francia, se han generado tres fuerzas ascendentes frente a las viejas élites gobernantes: la derecha extrema (Frente Nacional de Le Pen), el –gran- centro neoliberal (Republicanos en Marcha de Macron, con sus apoyos entre la derecha y parte del partido socialista), y la nueva izquierda (Francia Insumisa, basada en el Frente de Izquierdas, de Mélenchon) (Antón, 2017b).

En ese sentido, en España, la identificación de Podemos (y sus aliados) es clara como representación política y partícipe de un amplio movimiento ‘popular’, democrático, alternativo y de progreso, por mucho que se le quiera asociar con movimientos populistas antipluralistas. Pero asociarlo al populismo, aunque algunos de sus dirigentes se inspiren en ese enfoque, es negativo. Aparte de que, como dice Íñigo Errejón, uno de los líderes de esa formación política, es una palabra no ganadora (prefiere otras como transversal o nacional-popular), también genera una confusión interpretativa de este fenómeno. Y, sobre todo, su lógica política procedimental, con su indefinición y su idealismo, es insuficiente para el desarrollo de las tareas estratégicas del movimiento popular.

El papel del discurso y el liderazgo de una élite realista y ambiciosa (Podemos y sus aliados) ha sido fundamental para construir una nueva representación política y recibir el apoyo electoral de más de cinco millones de votos. Pero, como se ha explicado en otras partes (Antón, 2011; 2013a; 2015a, y 2015b), la conformación de un electorado indignado desafecto con la gestión antisocial del Partido Socialista de la crisis sistémica ya se expresó en diciembre de 2011, en las elecciones generales. Su pérdida de 4,3 millones de votos (la mayoría hacia la abstención) sumados a los resultados de Izquierda Unida (1,7 millones) nos dan los seis millones de votos alternativos diferenciados del PSOE que, en su conjunto, se mantienen durante estos seis años.

Esa expresión sociopolítica y electoral se consolidó en el proceso de protesta social progresiva de los años 2012 y 2013 contra los recortes del Gobierno del PP, con un amplio tejido asociativo y de liderazgo social, simbolizado por el movimiento 15-M, las mareas y diversas plataformas y movimientos sociales. Lo que existía entonces era una ‘orfandad’ representativa en el ámbito político-institucional. Y es lo que los nuevos líderes de Podemos y sus aliados, junto con esa amplia base de activistas ligada a esa dinámica sociopolítica, han construido en el prolongado ciclo electoral de los años 2014-2016: una nueva representación político-institucional consiguiendo la confianza política y el voto delegado de gran parte de esa tendencia social de fondo.

Los componentes identitarios o socioculturales de esa amplia corriente social crítica estaban prácticamente conformados antes de la existencia de Podemos: justicia social y democratización (incluido el problema territorial). Aunque siempre ha habido dos niveles de firmeza en su defensa y de impacto político-electoral. Un nivel más definido que llamo ciudadanía activa, en torno a esos cinco o seis millones de personas, que no llegan al 30% del electorado. No obstante, ese sector más participativo ha tenido el consentimiento o aval de otro porcentaje similar en los procesos de contestación sociopolítica frente a los poderosos y sus políticas regresivas, con posiciones comunes respecto a las grandes demandas cívicas de mayor democracia y mejores derechos sociales y laborales. Aparte de los distintos grados de firmeza o intensidad en un proyecto social y democrático de cambio, la distinción más clara se produce en el ámbito político-institucional. Si en términos electorales, el grueso de la primera tendencia, especialmente la gente joven, es votante de Unidos Podemos y convergencias, la mayoría de la segunda se inclina por el Partido socialista (y algo a Ciudadanos, así como a otros grupos nacionalistas).

Por tanto, sumados ambos sectores, existe un campo social amplio, que según numerosas encuestas de opinión, llega a los tercios, que llamo ciudadanía indignada o sectores progresistas y de izquierda. Esa tendencia sociopolítica comparte los ejes básicos democrático-progresivos contra el autoritarismo y los recortes sociales y la legitimidad de la exigencia de un cambio de progreso, de más democracia y mejores derechos sociales y laborales, con empleo decente. Con un segmento social, en torno a un tercio, liberal-conservador, las fluctuaciones de ese sector intermedio (mal llamado centrista) son decisivas para dar legitimidad e imprimir un cambio real de progreso. Ahí, el corrimiento de la dirección de Ciudadanos a su alianza con la derecha conservadora les permite a ambos mantener casi la hegemonía institucional. Lo específico o nuevo ha sido la configuración de esa cuarta parte de la población (casi un tercio contado con sectores nacionalistas de izquierda y segmentos abstencionistas) descontenta y desafecta de los aparatos de la socialdemocracia, en busca de nuevos referentes y partidaria de un cambio sustantivo.

En consecuencia, ante esa relativa orfandad representativa, en los ámbitos político y electoral, faltaba el reconocimiento explícito y la estructuración político-organizativa de una representación político-institucional. El mérito, sobre todo, de Podemos y las convergencias, es haber acertado al afrontar esa tarea. Y dejando al margen falsas expectativas idealistas, derivados de la sobrevaloración de las dinámicas políticas de cambio y/o de los efectos de su liderazgo y su discurso, lo conseguido, en términos más realistas, es positivo. Rozan el techo (provisional) de su base social más definida, la ciudadanía activa, joven y urbana, de clases trabajadoras y capas medias estancadas, la mayoría precarizadas o frustradas en sus expectativas de movilidad social ascendente, bienestar público y participación democrática.

Es difícil la implementación de grandes desplazamientos electorales para garantizar una salida de progreso, sin importantes transformaciones sociales, culturales e institucionales. Sería necesaria una variación sustancial de las principales tendencias sociopolíticas, en primer lugar, una reactivación cívica y un ensanchamiento de la corriente social crítica y solidaria frente a las graves consecuencias de la crisis sistémica (social, institucional y territorial) y la gestión liberal-conservadora y autoritaria de las derechas. Y, de momento, no hay signos de mayor activación o movilización social y sindical.

Por otro lado, la posibilidad de una mayor colaboración entre Partido Socialista y fuerzas del cambio (Unidos Podemos y convergencias) sitúa en el plano institucional y electoral (2019-2020) la expectativa del desplazamiento de las derechas de las instituciones, un giro de la política liberal-conservadora dominante y la conformación de una alianza de progreso que dé respuesta a las tres grandes crisis: socioeconómica, político-institucional y territorial. No obstante, está complementada por una pugna por la hegemonía política de cada uno de ellos y la credibilidad de su respectivo perfil social y democrático. Así, a pesar del bloqueo global (y dejando al margen el conflicto del proceso en Catalunya) se mantiene y se fortalece la expectativa de cambio por la vía electoral-institucional.

No obstante, el contorno de los apoyos a las fuerzas del cambio y su equilibrio con un nuevo Partido Socialista es, relativamente, estable. Éste ha sufrido el desgaste político y la desafección de la mitad de su anterior electorado, derivados de una gestión gubernamental de la crisis sistémica antipopular, así como poco respetuosa con su contrato social y democrático con la ciudadanía. La ausencia de un compromiso abierto con los planes liberal-conservadores y su cierto distanciamiento  de las derechas supone el freno a su deterioro; pero está por ver el alcance y profundidad de su renovación. Podemos y sus aliados, como decía, a corto plazo también tienen un techo y un suelo predecibles.

Las variaciones de los campos electorales a corto plazo parecen limitados, aunque dados los resultados muy ajustados y paritarios entre ambas fuerzas y con respecto a las derechas pueden tener algunos efectos significativos en el control institucional y, sobre todo, en la dinámica subjetiva de los respectivos electorados a la hora de encarar el cambio gubernamental.

Por ejemplo, no es indiferente que, en el año 2019, las fuerzas del cambio hegemonicen el gobierno de la Comunidad de Madrid (junto con otras Comunidades significativas) o, por el contrario, pierdan la gestión de alguno de los grandes ayuntamientos del cambio y queden en manos del PSOE o, peor, de las derechas. Por tanto, en ambos casos, los aciertos y errores en la gestión política y discursiva concreta pueden tener repercusiones relevantes. O sea, los actuales campos sociales y electorales tienden a estabilizarse, dentro de los márgenes de los cambios cualitativos en la sociedad producidos, especialmente, estos últimos diez años. Pero modificaciones pequeñas pueden alcanzar resultados institucionales y políticos relevantes y muy distintos. La pelea política y discursiva puede ser dura.

Pero la mirada debe ser doble. Por un lado, el aprovechamiento al máximo de las oportunidades de esa onda larga con la persistencia de una amplia tendencia sociopolítica crítica y unas opciones realistas de cambio. Por otro lado, remover las bases estructurales e históricas de sus límites para alcanzar hegemonía y modificar el relativo estatus quo de esos equilibrios con una estrategia trasformadora, e impedir la normalización de la primacía institucional de las derechas. O sea, caminar, al mismo tiempo, con luces cortas y luces largas.

1.3 Insuficiencias estratégicas de la lógica populista

Lo que me interesa destacar aquí es que la lógica populista –antagonismo e idealismo voluntarista-, relativamente funcionales en la etapa precedente (2014/16) –no tanto en la anterior, 2008/14-, presentan mayores insuficiencias para abordar la etapa que comienza. En España, dadas las características específicas del movimiento popular (Antón, 2015b) era más adecuada que otros enfoques, particularmente frente al socioliberalismo y el determinismo economicista, para ese momento: enlazar con la amplia corriente social progresista contra los poderosos configurada en la fase anterior, así como para la tarea específica de articulación de una nueva representación política, conformar Podemos y los aliados y convergencias. No obstante, los mecanismos existentes y las tareas han cambiado y exigen madurar las estrategias y revisar críticamente esa teoría. Los avances principales no vienen derivados del enfoque populista sino del acierto analítico y político concreto de sus dirigentes, con influencias teóricas e ideológicas diversas, así como por la voluntad de cambio de miles de activistas.

Las fuerzas del cambio han conseguido objetivos fundamentales en la articulación de los tres ámbitos de institucionalidad: consolidar una amplia representación política en los tres niveles (local, autonómico y estatal), algo asimétrica territorialmente, pero con más del 20% del electorado; una gestión institucional hegemónica en varios de los grandes ayuntamiento del cambio, con lo que supone de mejora para el conjunto de la ciudadanía y como demostración de capacidad política y gestora, y una formación política, las llamadas fuerzas del cambio, Unidos Podemos y convergencias, junto con candidaturas municipalistas, sometida a un proceso complejo de articulación.

Esa dinámica del traslado del instrumento del avance para la sociedad hacia ese marco de delegación institucional, representativa y política, ha conllevado, de forma previsible, una cierta desactivación del campo específico de la participación activa en iniciativas sociales autónomas en el ámbito de la propia sociedad, el tejido asociativo o los movimientos sociales, incluido el sindical o laboral. Aunque se mantiene, especialmente en la mayoría de gente joven, una significativa conciencia cívica, la ola de preocupación por los asuntos públicos y su seguimiento, particularmente en las redes sociales (con menor impacto de los grandes conglomerados mediáticos). Sin embargo, el grueso de las aspiraciones y expectativas de cambio de esa amplia base social, con repercusión entre los sectores progresistas y el resto de la ciudadanía, han estado concentradas en la canalización institucional de la democracia representativa, con el largo ciclo electoral y la construcción de una nueva formación política con su reflejo en las instituciones políticas.

La importante marea cívica, expresada en el periodo anterior (2008/2010 hasta 2014), con la respuesta popular a la crisis sistémica y su gestión autoritaria y regresiva, de indignación cívica y protesta social progresista, junto con el bagaje sociopolítico y cultural democrático-igualitario de una amplia ciudadanía crítica, ha expresado los grandes avances y cambios en el marco político-institucional y, al mismo tiempo, los límites de su profundidad expansiva y transformadora. Por tanto, con una relativa estabilidad de las tendencias sociales de fondo y los equilibrios representativos con sus condicionamientos, supone la necesidad de nuevos instrumentos político-institucionales para encarar el proceso siguiente: consolidar las fuerzas y los apoyos institucionales pero, sobre todo, conseguir un avance cualitativo en la capacidad política y organizativa en las tres esferas. Estamos en un tercer ciclo de reajuste político-institucional, distinto a los dos anteriores, y diferente a la larga etapa democrática.

El horizonte del cambio está puesto, sobre todo, en el marco electoral o político-institucional de los años 2019 (elecciones locales, autonómicas y europeas) y 2020 (previsiblemente elecciones generales y expectativas de cambio gubernamental). Pero estos casi dos años de interregno pendiente son decisivos para encarar ese desafío. Lo específico es que el cambio institucional real (salvo una imprevisible moción de censura ganadora o una crisis política profunda por el asunto catalán) no es inminente y los mecanismos electorales se sitúan en el medio plazo. Y la acción política tiene que tener un doble sentido: inmediato, de condicionamiento de las políticas liberal-conservadoras y mejora de la situación de la gente, y a medio plazo, de camino persistente y garantías para el cambio institucional con un sentido democrático y de justicia social.

En las estrategias políticas de Podemos y sus aliados se han ido produciendo correcciones, algunas significativas, derivadas del cambio de situación y la maduración de las propias estrategias, incluido el debate de Vistalegre II con sus relatos dispares (Antón, 2017b; Villacañas, 2017b). Por ejemplo, en la concreción del nivel de antagonismo o colaboración y la actitud ante el Partido Socialista, ya iniciado tras las elecciones municipales y autonómicas de mayo de 2015, donde se priorizó, por parte de las fuerzas del cambio y, en parte, por el propio PSOE, el objetivo de echar al PP de esas instituciones territoriales.

En Podemos y sus aliados se iniciaba un cambio de actitud general: admitir que, a corto-medio plazo, el cambio institucional y, específicamente, gubernamental para aplicar un programa de progreso, no era posible de forma generalizada solo por el propio autodesarrollo, sobre todo si el resto de los otros tres grandes partidos formaban un bloque continuista en las políticas fundamentales. Así, ha existido (y todavía existe) un riesgo evidente, el  proyecto continuista y la normalización de la primacía institucional de las derechas, con el aval socialista (el plan susanista y de los barones y poderes fácticos): la llamada triple alianza, con reedición de la alternancia bipartidista renovada y el aislamiento de las fuerzas del cambio y una alternativa de progreso.

Pero ese proyecto continuista ha salido tocado por dos motivos: por un lado, por la resistencia y la consolidación del bloque del cambio a pesar de las campañas políticas y mediáticas de desprestigio y acoso; por otro lado, por la rebelión de la mayoría de la militancia socialista partidaria del distanciamiento del Partido Socialista respecto del Partido Popular y el afianzamiento de una posición de izquierdas (por definir) y de acercamiento a Podemos y sus aliados (por concretar). No obstante, la nueva dirección socialista, con la crisis catalana, ha vuelto a priorizar su pacto con las derechas. Por tanto, las fuerzas del cambio deben distinguir los dos niveles, territorial y estatal, porfiar en el distanciamiento del Partido Socialista del intento restaurador del bipartidismo renovado de simple alternancia y buscar fórmulas apropiadas para avanzar en la democracia y el progreso social con menor aislamiento político.

Cuando los líderes alternativos se encontraron con la hegemonía socialista en diversas Comunidades Autónomas, adoptaron con flexibilidad la prioridad estratégica del desalojo del PP con apoyos a la investidura socialista en varios gobiernos autonómicos, con acuerdos mínimos. E igualmente por la presión unitaria, tuvo que hacer el Partido Socialista para investir alcaldes alternativos en grandes municipios. En ese ámbito local, con competencias fundamentales de gestión de los servicios públicos, las constricciones y los compromisos socialistas respecto del poder establecido y sus políticas de austeridad eran menores y algo diferenciadas. Eso ha permitido acuerdos básicos de gobernabilidad frente a las derechas.

Igualmente, ante los resultados en las elecciones generales del 20-D-2015, los dirigentes y las bases de las fuerzas alternativas aceptaron el principio democrático de reconocer la representatividad de las dos formaciones y apoyaron la oferta de un gobierno alternativo de progreso, con un programa negociado y una gestión compartida, con la presidencia gubernamental del Secretario General del PSOE.

Como se sabe, la nueva actitud colaborativa de Podemos y sus aliados solo fructificó parcialmente en el ámbito territorial pero no en el gubernamental. La causa principal de ese fracaso fue la preferencia del Partido Socialista por su pacto con Ciudadanos y un plan continuista que prolongaba las consecuencias de la crisis socioeconómica y el continuismo institucional y territorial. Además, llevaba aparejada la finalidad de la subordinación de las fuerzas del cambio y su marginación. Esa estrategia continuista, presentada como transversal entre el centro-izquierda y la derecha renovada, es la que no permitió echar al PP; tampoco tras el 26-J, en que Ciudadanos apostó claramente por el continuismo de Rajoy y sus políticas (similares a las de su pacto con el PSOE). Pero esta interpretación fue objeto de una gran polémica pública y el relato tergiversado que se impuso en los grandes medios de comunicación era otro: la causa era la actitud sectaria e irresponsable de la dirección de Podemos (particularmente, de Pablo Iglesias) hacia el Partido Socialista que impedía echar al PP del Gobierno.

Lo que se ventilaba era un reforzamiento del continuismo estratégico de las políticas socioeconómicas e institucionales, incluido el tema catalán que ha alcanzado un significado central, con perjuicio para las condiciones de la gente y el cierre de la dinámica de cambio; solo existía la ventaja relativa de un recambio o alternancia de élite gobernante, pero que buscaba la vuelta a un nuevo bipartidismo renovado. El fundamento alternativo se basaba en insistir en el emplazamiento hacia el Partido Socialista con el único plan realmente de cambio de progreso y ruptura con las políticas liberal conservadoras: un programa gubernamental compartido y negociado según el equilibrio político derivado del reconocimiento mutuo de la representatividad casi paritaria de ambas formaciones, sin la preponderancia de la alianza socialista con Ciudadanos. Se trataba de dejar abierto y vivo el proceso de cambio de progreso y la no subordinación completa de las fuerzas del cambio a ese eje hegemonista de gran centro con su plan continuista socioeconómico y de relaciones de poder en el marco del consenso liberal europeo.

En consecuencia, aparte de las deficiencias en aspectos parciales y en su implementación comunicativa, el análisis de las tendencias principales y la estrategia de conjunto de Unidos Podemos y convergencias, avalada muy mayoritariamente por sus bases inscritas, apuntaban adecuadamente. Aunque fue incomprendida por una parte de la gente progresista y motivo de una gran campaña mediática de aislamiento político, principalmente, del ámbito socialista, la firmeza en la orientación transformadora de las fuerzas del cambio y su consistencia política y organizativa, vistas en perspectiva, han dado sus frutos: han contribuido a evitar la consolidación de ese continuismo estratégico, impedir la normalización institucional de las derechas, superar el bipartidismo renovado con una simple alternancia y favorecer el giro hacia la izquierda del Partido Socialista. Y todo ello ha permitido mantener abiertas las opciones del cambio real de progreso, beneficioso para las mayorías sociales, y ha impedido el aislamiento social de las fuerzas alternativas y su proyecto transformador autónomo (Antón, 2016b, y 2017b).

El nuevo PSOE, en caso de confirmarse su giro hacia la izquierda y su preferencia de acuerdos con Unidos Podemos y convergencias, abría nuevas expectativas para el cambio institucional, vía electoral y alianza de progreso, no exento de dificultades e insuficiente voluntad política. No obstante, esa expectativa se ha bloqueado por su actitud ‘uninacional’ y de apoyo a las medidas autoritarias del Gobierno de Rajoy ante la crisis catalana. En todo caso, superando el periodo involutivo de la Comisión gestora socialista, con su compromiso con la gobernabilidad del Partido Popular de Rajoy y su preferencia por los acuerdos con las derechas, vuelve a tener sentido la colaboración entre  las fuerzas del cambio y un Partido Socialista renovado con el objetivo estratégico de desplazar la primacía gubernamental liberal conservadora y abrir un nuevo ciclo institucional de progreso con políticas favorables a la mayoría social.

En definitiva, el componente discursivo y la legitimación del nuevo liderazgo alternativo debían conectar con ese nuevo campo sociopolítico progresista y de izquierdas, adquirir suficiente credibilidad para conseguir su delegación representativa y aprovechar la oportunidad de un reequilibrio político-institucional. El haber conseguido dar un paso significativo en esa dirección es el extraordinario mérito de los líderes de las nuevas fuerzas del cambio, provenientes y enraizados en la protesta social de progreso y con un discurso alternativo y transformador en confrontación con los poderosos. Eran adecuados el enfoque de la polarización política (igualitaria y democrática) y una prioridad ambiciosa y voluntariosa de un nuevo discurso y liderazgo que conectasen con la realidad del conflicto sociopolítico y rellenasen el hueco de la orfandad representativa en el ámbito político-institucional.

Pero haciendo una metáfora, hay que clarificar el papel de cada elemento, aunque tenga efectos en la legitimidad mayor o menor de los liderazgos: lo que se había conformado era una ‘marea cívica’ frente a los poderosos con esos valores de fondo democrático-igualitarios, y lo adicional construido sobre esa corriente social ha sido una ‘tabla de surf’, representativa y delegada, sobre todo, para la gestión institucional, aunque imprescindible para la consolidación de esa capacidad articuladora de la dinámica sociopolítica de cambio.

Es importante este problema interpretativo de distinguir y valorar los dos componentes: corriente sociopolítica y representación político-institucional. No es secundario explicar y promover su interacción. Afecta, precisamente, a las tareas estratégicas actuales y cómo encararlas. Qué hacer y cómo para mantener, consolidar o ampliar el campo social y electoral (la marea, ahora más convertida en brisa marina aunque con corrientes de fondo) por una opción de cambio de progreso real o sustantivo. La marea, la dinámica sociopolítica de fondo de ese sujeto de cambio, con menor capacidad expresiva en el ámbito de la movilización social, está condicionada por diversos mecanismos estructurales, socioeconómicos, político-institucionales y culturales. Y, especialmente, está influida por las relaciones de fuerzas sociales y políticas, engarzadas en el poder y/o la sociedad. Y es el aspecto que no se suele tratar adecuadamente desde el enfoque populista, tal como expresa Robert Jessop (2017). Es el principal déficit para comprender las características de la nueva etapa y elaborar una estrategia transformadora de ese doble plano: las tendencias sociopolíticas de fondo y la gestión representativa y de liderazgo.

La configuración de la formación política y su papel de refuerzo mutuo con su base social casi conformada es más fácil, al ser accesible a mecanismos internos, aunque precisa de otras características ideológicas y organizativas democráticas, realistas e integradoras. La articulación, ampliación y activación de una base social diversa y autónoma, un heterogéneo tejido asociativo o de agrupamiento laboral y sociocultural, compuestos e influidos por distintos actores y condicionamientos, es una tarea mucho más compleja y persistente. Tiene resultados netos inmediatos en experiencia sociopolítica, mejoras concretas para la gente y empoderamiento cívico. Pero, sobre todo, produce efectos políticos a medio plazo: participación en el proceso general de cambio social y político. Pero necesitan una función estimuladora más sutil, permanente y mediadora. El enfoque populista de líderes de Podemos (al igual que el de otras teorías del conflicto presentes entre las fuerzas del cambio) contenía elementos básicos (polarización y constructivismo) con componentes funcionales o positivos para esa tarea de conformar una alternativa política de cambio frente al continuismo liberal-conservador y el socioliberalismo adaptativo.

Pero, recordemos, el resultado específico de esta última etapa ha sido, sobre todo, construir una nueva representación político-institucional en un marco delimitado por la experiencia del movimiento popular en España en un contexto determinado. Y ha dado lo que ha dado en dos planos diferentes. Por un lado, el fin del cierre bipartidista y su normalización socioeconómica e institucional en torno a una gestión autoritaria y antisocial de la crisis sistémica. Es decir, se ha mantenido, con sus ritmos y condiciones específicos, la oportunidad de promover un ciclo transformador con el horizonte de justicia social y democratización institucional; ello en un difícil marco europeo de hegemonía liberal conservadora pero con nuevas dinámicas sociales y políticas democráticas y de izquierda renovada. Por otro lado, una significativa representación comprometida con el cambio sustantivo de progreso, constituida por Unidos Podemos,  convergencias y candidaturas municipalistas, similar en su representatividad ciudadana a la del Partido Socialista, ahora con un nuevo proyecto (retórico) de ‘izquierdas’ y sin responsabilidades gubernamentales, o sea, con posibilidad de colaboración (nuevamente bloqueada por su apoyo al Gobierno de Rajoy en la aplicación del artículo 155 de la Constitución, cesando al Govern y recortando el autogobierno catalán).

No obstante, es la dinámica de esas variables sociopolíticas y contextuales, en el marco del carácter de la gestión de la crisis sistémica y su evolución, así como la actitud de la ciudadanía activa, las que siguen conformando la corriente social de fondo. Y sobre esas mayorías sociales incide la acción política de las nuevas élites políticas del cambio, ya sea discursiva, de gestión institucional o de articulación asociativa y movilizadora.

La especialización representativa o gestora de las fuerzas alternativas puede dejar de lado la vinculación directa con la sociedad, considerarla pasiva o simplemente receptora de discurso y utilidad de la gestión de los servicios y prestaciones públicas (limitada todavía). O simplemente, resignarse y declararse impotente y sin competencias en esa tarea colectiva de activación cívica con otros actores sociales para ensanchar y consolidar la base social y la dinámica de cambio. El concepto de partido-movimiento parece que quiere significar la necesidad de la formación política, desde la autonomía de cada cual, de conexión con las dinámicas populares progresivas, la vinculación con el asociacionismo de base y el estímulo de la participación democrática y el empoderamiento cívico. Sin embargo,  todavía es algo impreciso y, sobre todo, necesita de experimentación práctica, arraigo entre la gente descontenta o crítica y persistencia.

El idealismo postmoderno, de revalorizar el impacto del discurso y el liderazgo, así como el posibilista institucionalismo elitista, infravaloran esa ardua tarea de arraigo social y activación cívica por abajo; se suelen quedar en un intento de legitimar su función representativa sin asegurar, práctica y teóricamente, los procesos de cambio. El impacto de esa insuficiencia es mayor en esta nueva fase al desactivarse los anteriores y amplios procesos participativos en la contienda sociopolítica y, al mismo tiempo, tener que abordar transformaciones simbólicas y estructurales de amplia repercusión ciudadana y respecto del poder. La no superación de esos límites de enfoque y perspectiva estratégica conlleva la incapacidad para interpretar adecuadamente, con rigor y desde un pensamiento crítico y realista, los factores favorables y desfavorables de la transformación social y política y la dificultad para definir las prioridades estratégicas. Conllevan la repercusión de deficiencias más ostentosas o desorientaciones en la acción política inmediata.

No tienen fundamento los vaticinios o deseos divulgados en distintos ámbitos políticos y académicos de la disolución de esta dinámica de cambio progresista en sus dos vertientes: amplia corriente sociopolítica de fondo y relevante representación político-institucional. Infravaloran las causas estructurales, históricas y sociopolíticas de su aparición y consolidación en el nivel que ha alcanzado en España (y otros países del sur europeo e incluyendo Francia y Reino Unido): el importante rechazo cívico a una gestión autoritaria y antisocial de la crisis sistémica (socioeconómica, institucional y territorial) y la defensa de la justicia social, los derechos humanos y la democratización política.

Igualmente, muchos medios resaltan en exceso la fragilidad, los errores y las insuficiencias de este conglomerado político, aventurando su agotamiento o explosión, cual burbuja coyuntural que va a explotar en cualquier momento, dejando vía libre al tradicional bipartidismo corregido. O bien, aseguran el fin del descontento popular y el éxito de la normalización o la hegemonía cultural y política liberal conservadora con el asentamiento institucional y el consentimiento popular a su gestión y su salida a la crisis sistémica, basada en el incremento de la desigualdad social y la subordinación de las mayorías ciudadanas. Su plan está basado en un modelo social regresivo, con pocos derechos sociales y laborales y precarizado, y un modelo político autoritario o de democracia débil, sin hueco para las fuerzas transformadoras progresistas y de izquierda de cierta relevancia e influencia.

Pero, los dos fenómenos juntos tienen suficiente solidez política y estructural para mantenerse, al menos en torno a los equilibrios actuales. El plan sistemático del poder establecido y sus aparatos mediáticos para reducirlos de forma prepotente ha fracasado en sus distintas fases y mecanismos desde el lejano 2010/2011. La dinámica del cambio se ha frenado de acuerdo a las relaciones de fuerzas en presencia. El problema a plantear y resolver es cómo romper el relativo estancamiento y statu quo en los equilibrios conseguidos y persistir en el horizonte de dar un paso cualitativo de apoyos sociales e influencia político-institucional tras los objetivos de un cambio sustantivo y de progreso en la gestión de la todavía persistente crisis sistémica. Para ello, para mejorar la práctica política, organizativa y de alianzas, hay que afinar la estrategia, los discursos y el liderazgo y, por tanto, los enfoques teóricos.

2.   Republicanismo, transversalidad y teoría alternativa

La hipótesis de partida son las dificultades para elaborar una nueva teoría alternativa crítica, los límites del campo teórico progresista, particularmente en la (ciencia, sociología o filosofía) política con vocación transformadora. La proliferación de muchas nominaciones y alternativas (populismo, marxismo, nueva socialdemocracia, anticapitalismo, republicanismo…) expresa su fragmentación y la pugna discursiva, a veces entre la rigidez y el eclecticismo, con resultados escasos. La consecuencia es la distancia existente entre esa debilidad discursiva y la experiencia, las responsabilidades y las tareas prácticas y estratégicas de las nuevas fuerzas del cambio.

La primera parte es un intento explicativo de esa problemática y sus dificultades para superarla. El análisis se realiza por su impacto y su influencia con la construcción de este nuevo sujeto político. Deja al margen el agotamiento del pensamiento socialdemócrata como desvelamiento crítico y su deslizamiento hacia el socioliberalismo y la legitimación del orden existente. La segunda parte se centra en algunas de sus características y aportaciones, específicamente la conexión entre el republicanismo institucional y el marxismo-populismo, donde confluyen dos de los pensamientos más significativos de Unidos Podemos y sus confluencias, aliados y apoyos. La tercera parte, explica un aspecto particular, el análisis del carácter ambivalente del Estado y su implicación para una estrategia transformadora. Finalmente, la cuarta parte trata de la conformación del sujeto de cambio.

2.1 Dificultades para una teoría alternativa

Valen muchas ideas de distintas tradiciones de izquierda, progresistas e ilustradas, pero la selección de las aportaciones más adecuadas y el rechazo de las inadecuadas es una tarea delicada que afecta a su relación con la realidad actual y la legitimidad de los representantes de cada corriente política y de pensamiento.

La conclusión que adelanto es la necesidad de un esfuerzo teórico específico, crítico, riguroso, respetuoso y constructivo que partiendo de las dificultades actuales y aceptando la pluralidad existente ponga el acento en la elaboración de un nuevo pensamiento sociopolítico alternativo, basado en la democracia y la igualdad social. Supone la superación de esquemas pasados y acentuar su carácter realista y objetivo, con la perspectiva de una transformación profunda o radical. Su desarrollo debe estar ligado a esa función principal de la teoría crítica: interpretar y comprender la realidad para ayudar a transformarla. Por tanto, más que etiquetas, relacionadas con doctrinas pasadas y que la hacen rehén de prejuicios establecidos, lo importante es la capacidad explicativa de las nuevas realidades y, particularmente, de las tareas del cambio.

En consecuencia, esta actividad de reflexión discursiva, no exclusiva de los intelectuales o los dirigentes partidarios, debe ser relevante para el conjunto de activistas sociales y políticos. Debe ayudar a comprender la realidad y a la transformación democrática e igualitaria de la sociedad. Especialmente, debe facilitar el debate y la unidad de las fuerzas del cambio y avanzar en la pugna cultural y política frente a las corrientes dominantes, reaccionarias y liberal conservadoras. El mantenimiento de estas deficiencias teóricas, que se pueden hacer extensibles a la mayoría de países europeos, tiene un mayor coste en España, dada la mayor dimensión de las necesidades prácticas del cambio social y político. Dicho de otro modo, el avance de las nuevas fuerzas alternativas necesita de una mejora sustancial del desarrollo y el debate teórico alternativo.

Las influencias ideológicas en Podemos son muy diversas. Y si se amplía el análisis al conjunto en este conglomerado político, con sus confluencias e IU, a la lógica del ‘conflicto’ político, de influencia de la nueva socialdemocracia (P. Iglesias) o el populismo republicano (I. Errejón), añadiríamos otros pensamientos y dinámicas ideológico-políticos progresistas con matices propios: eurocomunista gramsciano (ICV, Mónica Oltra-Compromís), movimentista y soberanista (Ada Colau-Barcelona en Comú, En Marea), nacionalista de izquierdas (Xosé Manuel Beiras-Anova, Joan Baldoví-Compromís), marxista-troskista (Teresa Rodríguez, Miguel Urban),  ecosocialista (ICV, Equo) y marxista-comunista (Alberto Garzón-IU); o, en fin, posiciones libertarias o autogestionarias e ideas postmodernas en distintas corrientes… Y si incorporamos dinámicas progresivas similares en Europa o con puntos en común, nos encontramos con el eurocomunismo renovado y radical (Syriza griega, Bloco portugués…), el socialismo crítico (en corrientes laboristas o de izquierdas del Reino Unido -Corbyn- y Francia –Hamon- y menos en Alemania, Italia y España), el eco-pacifismo (Verdes alemanes) o el ‘populismo’ postmoderno (M5Estrellas, italiano).

Todo ello ofrece un panorama complejo y diverso, con pugnas competitivas por la preponderancia o hegemonía de unas posiciones ideológicas u otras, al mismo tiempo que con posiciones eclécticas, intermedias o mixtas entre pensamientos distintos. La existencia de ciertos esquematismos y rigideces doctrinales se combina con la ausencia de preocupación intelectual o discusión teórica serena y argumentada y la inercia del simple activismo práctico. La tendencia dominante es la de un perfil ideológico suave y el predominio del realismo y el pragmatismo político, lo cual es positivo respecto de las dinámicas más cerradas y dogmáticas del pasado. Al mismo tiempo, también existen reacciones fanáticas o intolerantes junto con sectarismos ideológicos y corporativos.

No obstante, la emergencia del conflicto social y político y de nuevas fuerzas del cambio, además de la necesidad de un nuevo análisis concreto y una elaboración política y estratégica, está exigiendo un avance en la reflexión teórica. Los criterios, enfoques y doctrinas existentes, en el ámbito académico y fuera de él, se han quedado envejecidos y, muchos de ellos, obsoletos o contraproducentes; es decir, oscurecen más que clarifican la realidad y su transformación progresista. La situación es de cierto atraso analítico, con dificultad en el desarrollo de las capacidades interpretativas y normativas de un pensamiento político crítico y transformador. Convive con la fragmentación de enfoques y la inercia acomodaticia por la utilización de esquemas anteriores disponibles sin explicar las particularidades del contexto presente y el ineludible marco europeo. Se debilita su función de aportar lucidez a la experiencia práctica y la acción social y política por la democracia y la igualdad.

La exigencia colectiva es la de una elaboración y un debate teórico específico, vinculado con el cambio político pero superador del inmediatismo de la acción social y política cotidiana. Se trata de contrastar las opiniones, de forma rigurosa y respetuosa, actualizando y superando las doctrinas viejas, y estableciendo ciertas bases comunes de un pensamiento social y político más crítico y adecuado a la nueva fase histórica, que sirva para consolidar un proyecto de cambio. Nos atañe, particularmente, a la intelectualidad progresista, lamentablemente, la mayoría de ella condicionada por esquemas del pasado e intereses del presente. La oportunidad es dar un impulso a la teoría social y política que favorezca la transformación sociocultural, económica e institucional y facilite la cohesión de las fuerzas del cambio. 

No se trata de buscar o imponer la hegemonía de una escuela de pensamiento u otra y menos hacerla oficial, sino de avanzar en el entendimiento y la convivencia en la diversidad teórica o ideológica, encauzando el debate plural y la coherencia discursiva de forma unitaria y argumentada.

En definitiva, por un lado, hay un escaso y sesgado debate teórico en Unidos Podemos y sus aliados y, en general, en el ámbito intelectual progresista y de izquierdas. Ello en un ambiente mediático y político hostil. Por otro lado, es importante la discusión en este ámbito teórico, con grandes insuficiencias, comparado con la dimensión de los problemas políticos y estratégicos de las fuerzas del cambio en España y en Europa. La conclusión es un desafío: hay que superar los límites de la actual teoría alternativa, con un talante riguroso, unitario y constructivo.

2.2 El debate sobre el republicanismo populista

Uno de los pensadores más interesantes del panorama intelectual español es el filósofo Carlos Fernández Liria, uno de los teóricos de referencia de la dirección de Podemos. En su reciente publicación (2016), objeto de estas líneas, pone el acento en el republicanismo institucional del que pivota su tipo de populismo particular o heterodoxo (en el ámbito cultural), y que intenta conciliar con su marxismo (en el ámbito económico). A pesar de la rotundidad de su título y de destacar la ‘dimensión populista’ (emotivo-pasional) de la acción pública, el aspecto central es la revalorización del pensamiento ilustrado y el republicanismo institucional como eje de la acción política, diferenciado del núcleo teórico populista de E. Laclau como lógica política.  Su resumen: más Kant y menos Laclau.

Su libro se ha presentado en medio de la división entre partidarios de P. Iglesias e I. Errejón, el drástico cese del anterior Secretario de Organización, y el intento de la dirección de Podemos de definir un perfil teórico-político. El primero en lo que él denomina ‘nueva socialdemocracia’, el segundo confirmando los postulados populistas de Laclau. En este incipiente y, a veces, bronco intercambio polémico han participado otros autores como J. C. Monedero (2016), con otras posiciones particulares críticas con Laclau.

Además, cabe citar a Luis Alegre, su alumno más aventajado y prologuista de su libro; es secretario general de Podemos en la Comunidad de Madrid, filósofo y próximo a Iglesias en la pasada crisis interna en Madrid respecto del sector vinculado con Errejón. Ambos filósofos han colaborado en otro libro sobre Marx (Alegre y Fernández Liria, 2010). La disputa teórico-política se entrelaza con la organizativa, cuestión ésta que queda al margen de esta reflexión.

Fernández Liria, a su defensa actual del republicanismo (institucional), incorpora la ‘dimensión populista’ (pasional), habiendo evolucionado desde un anterior marxismo ortodoxo (estructuralista-althusseriano). Hay que recordar que Laclau (y Ch. Mouffe), el teórico del populismo, había sido, primero, marxista-estructuralista y luego se definió como ‘post-marxista’ y populista. Hace unos meses nuestro autor publicó otro libro (2015), donde se reafirma en estos dos autores marxistas (parcialmente contradictorios). Constituye una mezcla de ideas marxistas con la llamada ‘dimensión populista’, aunque diferenciada de la posición de populismo ortodoxo de Laclau al que menciona críticamente, y sobre los que no voy a entrar ahora. Es, pues, una referencia teórica, con rigor académico, que legitima ideas clave para dirigentes y activistas de Podemos, muchos de ellos ex o semi-marxistas o con influencias populistas.

Por tanto, tras este pequeño enmarcamiento y con ocasión de este libro y la apertura de un debate sobre el perfil ideológico de Podemos, expongo algunas reflexiones sobre el republicanismo institucional que persiguen contribuir al esclarecimiento de algunos temas teóricos y estratégicos que subyacen.

Su texto recoge un aspecto relevante: la ‘dimensión populista’, la importancia de lo pasional o emotivo y, más ampliamente, de la subjetividad, la identidad y la sexualidad. Además, insiste en la importancia clave de ‘republicanizar’ al populismo, es decir, incorporar a las instituciones políticas el movimiento popular, gestionar desde ellas el cambio político y hacer frente al auténtico problema: el económico (o capitalismo). Todo ello revalorizando los valores de la ilustración que asocia, fundamentalmente, con el Estado de Derecho.

Son de interés las correcciones de Fernández Liria a la teoría de Laclau. Su propuesta, como se avanzaba, es: más Kant y menos Laclau; o sea, más ilustración y menos teoría populista. Es decir, los ejes de su pensamiento serían tres: 1) más republicanismo –o nueva socialdemocracia- en lo político-institucional, con criterios ilustrados; 2) persistencia del marxismo (estructuralista) en el análisis económico, y 3) revalorización de la dimensión  populista-pasional en lo político-cultural, dejando al margen el núcleo duro de la teoría de Laclau, la polarización política en la construcción del sujeto-pueblo frente al poder oligárquico.

A mi modo de ver dos son sus mayores aportaciones que conviene matizar: a) la visión instrumental de las instituciones ‘republicanas’ (democrático-liberales) del Estado ‘moderno’, con el riesgo de acentuar su cierta neutralidad político-ideológica respecto de la cuestión social y el conflicto político y, por tanto, considerar que el poder institucional, los actuales regímenes democráticos, deje de ser objeto fundamental de pugna y transformación profunda; b) la importancia del componente ‘subjetivo-pasional’, que asocia a la dimensión nueva del populismo frente a la exclusiva racionalidad de una parte de la ilustración, la derecha liberal y la ‘vieja’ izquierda. Ambas posiciones, republicanismo y dimensión subjetivo-cultural, son positivas respecto de la tradición anterior estructuralista-determinista y la del llamado izquierdismo economicista y antisistema. Forman parte del debate histórico sobre el cambio social y político y es bueno volver sobre ellas para valorar sus límites.

La primera, la configuración del Estado democrático como institución defensora del interés general, constituye el bagaje de la Ilustración, y fue desarrollada por el liberalismo político, la socialdemocracia clásica y, parcialmente, por el eurocomunismo. La segunda, la dimensión emocional, hunde sus raíces en el empirismo de la ilustración británica frente al racionalismo de la ilustración francesa, pasando por la posición intermedia de la ilustración alemana (Kant), así como el romanticismo y el nacionalismo; fue ampliada por algunas tendencias ‘psicológicas’ de izquierda (desde la Escuela de Frankfort, hasta Marcuse, la explosión del Mayo francés, las corrientes feministas y la ‘nueva’ izquierda). Aunque ahora la destaca o se asocia al populismo, no es exclusiva de él, como bien explica D. Innerarity (2015).

Por otra parte, en las últimas décadas, la crisis del marxismo y el agotamiento del post-estructuralismo (con sus dispersas y contradictorias tendencias), expresa las dificultades para elaborar una teoría social y política realista y, al mismo tiempo, emancipadora. De ahí, que resurja la vuelta a las teorías pasadas, incluido el propio marxismo, para intentar paliar el vacío interpretativo existente. En todo caso, existen aportaciones diversas, algunas de las propias tradiciones ilustradas y progresistas, desde las que avanzar en un pensamiento crítico. No es deseable aferrarse a una ideología completa y cerrada, pero sí es imprescindible un pensamiento que sea riguroso y adecuado para comprender el mundo y facilitar su transformación. En este contexto de nuevas energías sociales, junto con una trayectoria intelectual limitada y fragmentada, hay que situar el interés de las aportaciones teóricas, como las de este republicanismo institucional con elementos de marxismo-populismo, así como sus insuficiencias, para intentar dar un paso más en un esfuerzo teórico y crítico.

2.3 Republicanismo y transformación del poder

No me detengo en el análisis de la teoría populista, que trato extensamente en otra parte (Antón, 2015b). Me centro en el primer aspecto destacado: el carácter del Estado y su transformación. Tiene que ver más bien con la tradición ilustrada institucionalista y la propuesta socialdemócrata. Fernández Liria corrige o complementa la ‘ambigüedad ideológica’ de la teoría populista de Laclau destacando, acertadamente, la importancia del contenido republicano-ilustrado. Mi crítica a la teoría de Laclau va en el mismo sentido, y es un punto de acuerdo con esa revalorización democrática y de los (mejores) valores ilustrados. La lógica política populista (polarización y hegemonía) da poca relevancia a la necesidad de un contenido sustantivo para expresar el significado del conflicto político, el sentido de un movimiento popular; en mi caso, defiendo la democracia (republicana) y la igualdad (social y económica), como componentes fundamentales de un proyecto de cambio. La reforma del poder debe ser democrática, profunda y firme.

No obstante, Fernández Liria propone un republicanismo ‘institucional’, en una interpretación algo restrictiva de la democracia o la democratización, como participación popular en las instituciones e imperio de la ley. Pero ese concepto va más allá de la expresión de la simple incorporación de las fuerzas transformadoras a las instituciones políticas. Además, democracia (republicanizar) es fundamentalmente igualdad jurídica y de derechos civiles y políticos y, en el mejor de los casos, posibilidad de acceso al poder gubernamental de las fuerzas del cambio, regulación de la plurinacionalidad y construcción europea más participativa.

El republicanismo defiende la ampliación de la dinámica participativa de la ciudadanía. Es una mejora respecto de la democracia exclusivamente liberal o fundamentalmente vía electoral, al insistir en la participación y articulación de la gente en los distintos ámbitos, políticos, sociales y culturales. En ese sentido, lo más avanzado, aunque insuficiente, es el llamado ‘republicanismo cívico’ -de Philip Pettit (1999) o Hannah Arent (1993)-, referencia retórica en el primer Gobierno de Zapatero, tras las grandes movilizaciones contra la guerra de Irak y su conversión en exigencia de cambio gubernamental. Igualmente, es un avance adjetivar al populismo con la palabra ‘republicano’ (o progresista o de izquierdas), para diferenciarlo claramente del populismo autoritario, regresivo o de derechas, ya que incorpora explícitamente ese componente participativo-democratizador, aun con el énfasis en la gestión institucional.

Sin embargo, hay que dar un paso más: esa democratización o republicanismo debe ser profundo (o radical según Mouffe) y se debe completar con el cambio de políticas y modelos sociales y económicos, así como con el reequilibrio de las estructuras de poder institucional. Todavía más en esta época de crisis social y económica y predominio de políticas regresivas de ajuste y austeridad con graves consecuencias sociales para la mayoría de la población.

Así, necesariamente, la democracia (republicana o participativa) debe ir acompañada de dos dinámicas combinadas. Por una parte, de la igualdad social (en las estructuras sociales, incluida la de género y la interculturalidad) y la igualdad económica (incluido en el ámbito laboral), con un modelo de desarrollo sostenible ecológicamente. Por otra parte, del cambio en las estructuras desiguales del poder político, no solo representativas sino fácticas. Es cuando aparece la principal dificultad transformadora y, para vencerla, se necesita la construcción de fuerza social, contrapoder cívico o, si se quiere, empoderamiento ciudadano, con sus correspondientes instituciones y su coparticipación en las estructuras administrativas y estatales.

Por tanto, el republicanismo, para evitar caer en una normativa solo procedimental, se debe completar con dos condiciones estratégicas: la alternativa sustantiva de una ‘democracia social y económica’ avanzada, como igualdad fuerte; la conformación de un sujeto transformador autónomo, más allá de la participación electoral. Se trata de superar la concepción ‘liberal’ (jurídica) de la igualdad y la democracia y no quedarse solo en republicanizar (o democratizar) sino en consolidar las garantías transformadoras socioeconómicas y político-culturales ante los bloqueos del poder oligárquico, tal como desarrollo en otra parte (Antón, 2016b).

Este énfasis republicano es positivo y adecuado al momento reciente, ya que representa el proceso de incorporación de la dinámica de protesta social de los últimos años a las instituciones mediante la conformación de una nueva representación política (Unidos Podemos, junto con candidaturas municipalistas y confluencias). ‘Republicanizar el populismo’ significaría institucionalizar el movimiento popular para garantizar una gestión pública justa. Así mismo, expresa el cambio de los equilibrios institucionales derivados de la deslegitimación de la clase política gobernante anterior y su sustitución parcial por la nueva representación emergente, particularmente en grandes ayuntamientos, los parlamentos autonómicos y el Congreso de Diputados.

Sin embargo, el 26-J ha demostrado que ese avance democrático-institucional es insuficiente, ha tocado (casi) techo. La institucionalización del movimiento y su amplia base indignada, en gran medida, ya se ha producido y ha señalado sus límites para continuar con el proceso transformador. Es necesaria la ampliación y el refuerzo de la ciudadanía crítica. Se abre un nuevo ciclo largo, con el consiguiente reajuste estratégico y la combinación de las tareas del cambio en los campos sociales, culturales, políticos e institucionales. En ese sentido hay que dar un paso más en la reflexión teórica.

En esta vertiente de estrategia transformadora aparecen nuevas cuestiones. Es acertada la crítica a la valoración marxista rígida del Estado ‘burgués’, como solo un instrumento del sistema  capitalista, al que derribar mediante un proceso revolucionario (Jessop, 2008). No obstante, es un error contrario la idea de la separación completa de Estado y estructura económica capitalista. La oposición de intereses se daría en el orden económico capitalista; al mismo tiempo, el actual poder político-institucional, es decir, los modernos Estados occidentales, tendría potencialidades para transformarlo o someterlo. Esa visión de la neutralidad del Estado ante el capitalismo imperante deriva el conflicto sociopolítico de fondo al campo económico, con la idea optimista de un marco político más favorable.

Es verdad que la democracia política y el Estado social y de derecho, incluido las instituciones comunitarias de la UE, son avances importantes, desde los que poder regular el poder económico y financiero, favorecer la cohesión social y combatir la desprotección y la desigualdad social. La evidencia última, con la estrategia dominante de la imposición de la austeridad, demuestra lo contrario. Pero el conflicto no es solo economía-Estado, siendo éste neutro, sino que el poder oligárquico y las élites dominantes (el sujeto) tienen un fuerte control aunque no absoluto, ya que está condicionado por la pugna ciudadana y los procesos de legitimación social. Pero los poderosos dominan o están imbricados con las estructuras económico-financieras y político-institucionales, aun con la convencional separación de poderes.

Por tanto, en esa posición subyace una idea unilateral: la infravaloración de la capacidad oligárquica del control político-institucional y, por tanto, la necesidad de la transformación (democratización) del Estado y el reequilibrio de poder entre las fuerzas sociales y políticas. El conflicto estrictamente sociopolítico quedaría en un segundo plano, al igual que la construcción de sujetos sociales y fuerzas políticas que condicionan y conforman nuevas capacidades e instituciones. Es un tema ya antiguo, debatido en la vieja socialdemocracia y cierto eurocomunismo, y que al no priorizar el proceso relacional e histórico no superaría el reduccionismo determinista del marxismo-althusseriano.

Voces de otras corrientes marxistas, particularmente, de influencia gamsciana (Jessop, 2017a), son más sugerentes, aunque quedan lejos el contexto de la primera posguerra mundial y las estrategias (o metáforas) de guerra de posiciones y guerra de movimientos. El último desarrollo teórico-estratégico, más elaborado, fue el del eurocomunismo italiano de los años setenta con su propuesta de ‘compromiso histórico’ como acuerdo del PCI con el poder económico y la derecha democristiana para un ‘nuevo modelo de desarrollo’, que ha terminado con su plena integración en el sistema político. Se puede decir que, desde la vertiente comunista europea, junto con la crisis del marxismo soviético y el estéril determinismo althusseriano francés, en gran medida se agota ahí la reflexión teórica y la capacidad práctica sobre la transformación sociopolítica, económica e institucional en Europa.

Mientras tanto, el pensamiento socialdemócrata clásico de la segunda posguerra mundial se va deslizando, desde los años ochenta y, más claramente, desde los noventa, hacia el socio-liberalismo o estrategia de tercera vía o nuevo centro. No ofrece una alternativa de cambio. No me detengo en ello.

Las izquierdas transformadoras y las fuerzas progresistas se quedan sin referencias teóricas y estratégicas, realistas y consecuentes, con las que hacer frente a la hegemonía neoliberal y la globalización, en un marco de desactivación del movimiento popular. Al mismo tiempo, aun con amplios procesos de deslegitimación popular hacia sus élites, el poder liberal-conservador dominante impone una gestión regresiva de la crisis socioeconómica y política y una construcción europea autoritaria e insolidaria que conlleva su disgregación. Esa tendencia solo se rompe parcialmente por la experiencia y las ideas provenientes de los nuevos procesos de protesta social y movimientos sociales… hasta la emergencia de la actual dinámica del conflicto social y político, particularmente en el sur europeo, con una dimensión más sistémica y progresiva.

Se pone en el orden del día la prioridad de una reflexión teórica-estratégica, cuya necesidad aparece crudamente con la experiencia griega del año pasado, sobre la que se ha profundizado poco y se han sacado escasas y ponderadas enseñanzas, y que expongo en otra parte (Antón, 2016c). Pero el análisis del marco europeo, el carácter del poder liberal-conservador y la subordinación con matices de la socialdemocracia europea, es fundamental para elaborar una estrategia de cambio en cada país que, necesaria y especialmente en el sur, tiene que estar imbricada con la reforma institucional europea, la solidaridad de las fuerzas progresistas y la construcción de otra dinámica social y económica más justa y democrática.  El republicanismo es una buena fuente de inspiración, pero insuficiente.

2.4 Carácter ambivalente del Estado y estrategia de cambio

Dos cuestiones son fundamentales para desarrollar un proyecto de cambio sustancial: la caracterización del poder político y la conformación del sujeto de cambio. De ello dependen las estrategias transformadoras, su consistencia práctica y sus bases teóricas.

En primer lugar, hay que partir del reconocimiento del carácter doble (o triple) del Estado democrático europeo: a) instrumento de dominación de una oligarquía económico-financiera e institucional y garantía de la reproducción de su poder y la desigualdad; b) mecanismo de protección y bienestar social con las prestaciones y servicios públicos y expresión de cierto equilibrio social e intergeneracional, junto con instituciones y cauces representativos; entre medio, c) aparato de administración, regulación y gestión más o menos neutras, incluida la seguridad colectiva de la población. A ello hay que añadir, en el conjunto del marco institucional europeo, una mayor autonomía del poder económico-financiero e institucional, representado por Merkel y el Gobierno alemán, con la imposición de una estrategia liberal-conservadora, el debilitamiento de las garantías democráticas y sociales y la cristalización de dinámicas disgregadoras y de subordinación de las capas populares, sobre todo en los países más débiles del sur.

El llamado Estado de bienestar europeo o social y de derecho era el resultado del equilibrio, desigual pero estable, en el conflicto social y político entre las tendencias liberal-conservadoras y las progresistas y de izquierda, en la segunda posguerra mundial (Antón, 2009). Como se sabe, en cada Estado, especialmente en el sur europeo (por no hablar de la desigualdad mundial), la última característica, social y democrática, se debilita en detrimento de la primera, el poder oligárquico regresivo. En el ámbito europeo (y mundial), asistimos a un intento de consolidación del bloque de poder liberal-conservador con unas democracias débiles y un retroceso de los derechos sociales y democráticos. Esa involución es doble: socioeconómica y democrática-institucional.

En definitiva, los Estados y el poder político tienen un carácter doble: por un lado, el componente democrático-representativo, incluso el social (con instituciones de protección y bienestar social); por otro lado, su papel como instrumento de poder, dominación y control… de las élites dominantes. La ciudadanía, sus libertades y derechos, y las Constituciones están mediatizados por esa desigualdad de poder. Es un campo fundamental de la lucha política, no solo de la economía o la ideología, como tienden a expresar las posiciones deterministas o idealistas.

Por tanto, es unilateral la idea de no valorar al Estado (en la sociedad y la economía capitalista) como ambivalente, aunque sea democrático, social y de derecho. La posición defensora de su neutralidad es de raíz liberal. La consecuencia es que podría ser utilizado, por igual, por las fuerzas dominantes y por las alternativas. Así, se infravalora la conformación de un sujeto popular de cambio, con autonomía y relación conflictiva con el poder real. El problema es que el conflicto principalmente estaría en las relaciones económicas (y la cultura), no en las estructuras político-institucionales que serían ‘vacías’ o neutras para utilizar por los distintos agentes. Desde luego, las estructuras de poder local (ayuntamientos…) o de gestión social (servicios públicos…) son más maleables; sin embargo, las grandes instituciones (Gobierno central -alta burocracia y fuerzas de seguridad-, la Troika y el Consejo europeo o el G-20) están muy imbricadas y controladas por los ‘poderosos’.

Pero, en segundo lugar, la política (alternativa) no es exclusivamente gestión institucional neutra sino utilización de los recursos e instituciones en favor de las mayorías sociales y, sobre todo, empoderamiento de la ciudadanía, construcción de sujeto popular para condicionar al Estado y, al mismo tiempo, transformarlo. La representación popular y cívica debe aspirar a los dos componentes: mejorar la situación inmediata de la gente, y garantizar el avance de fondo a medio y largo plazo. Se puede utilizar la convencional expresión democrática ‘desde dentro y desde fuera del Estado’, o si se quiere, desde las instituciones políticas y representativas y desde la ‘calle’ o el tejido asociativo autónomo constituido en la propia sociedad. La sociedad, en gran medida, está institucionalizada, pero hay que distinguir el núcleo de poder oligárquico a cuestionar. El poder no solo es económico, las élites ‘dominantes’ también controlan el poder político-institucional (y el cultural-mediático). La tarea alternativa es la trasformación profunda económica y del ‘poder’ institucional, eso sí, conformando amplios electorados críticos y con instrumentos democráticos.

La apuesta por la utilización de las instituciones es funcional con el proceso electoral actual de convertir el movimiento de protesta en electorado indignado y la constitución de una nueva élite representativa y política (Unidos Podemos y los aliados y confluencias), reforzando su gestión institucional y/o desde las instituciones parlamentarias. Era necesario y positivo este proceso complementario de representación institucional del movimiento popular y el conjunto de bases sociales indignadas. Todo ello frente a las tendencias ‘movimentistas’ que infravaloraban esta función básica de la gestión política e institucional. Y también frente a ideas ‘extremistas’ o anti-institucionales, bien desde un pensamiento embellecedor de las potencialidades populares o de cierto marxismo ‘revolucionario’ y su consideración del Estado como Estado ‘burgués’ a destruir por la alternativa de los ‘soviets’, la ‘comuna’ o el ‘empoderamiento individual sin Estado’...

Sin embargo, de esa crítica justa al izquierdismo e idealismo no se puede pasar al embellecimiento del actual Estado y la actividad institucional o, lo que es lo mismo, a la infravaloración de la tarea de la activación popular, con esa combinación que desde décadas tienen los movimientos sociales: activación cívica y presión desde fuera del poder y presencia institucional (incluso con las fórmulas sindicales de cogestión o concertación social).

Hay que superar el determinismo, y también la simple separación de esferas: capitalismo (relaciones económicas de dominación) e instituciones-cultura (Ilustración-Estado de Derecho), a utilizar por la ciudadanía. El análisis de su interacción debe ser concreto. Son fundamentales y positivos muchos aspectos de la Ilustración -incluso del liberalismo político- (por ejemplo, las clásicas libertad, igualdad y solidaridad, aparte de la democracia y el laicismo…). Pero el significado de la heterogénea tradición de la Ilustración es, cuando menos, contradictoria respecto del desarrollo capitalista y la construcción del nuevo Estado liberal o representativo del siglo XIX: tiene puntos de conexión con el poder económico capitalista, aunque también admitan avances sociales y democráticos derivados de las luchas populares (y tuviese el componente antiautoritario frente al Antiguo Régimen). La Ilustración y el derecho también dan prioridad a la propiedad privada, al orden social y económico con subordinación de las mayorías ciudadanas, a la ‘estabilidad política’ y la responsabilidad de ‘Estado’. O sea, son ambivalentes desde el punto de vista de un proyecto igualitario-emancipador.

Por ello, tal como explica otro autor de referencia, Viçens Navarro (2015), insisto en su reforma sustantiva y la ‘democratización’ del Estado, rehuyendo de formulaciones tajantes e irrealistas como la de ‘crisis orgánica del Régimen’ que puede dar la impresión falsa de un hundimiento inminente y generalizado de la estructura de poder dominante. Se puede hablar de ‘crisis’, incluso se puede denominar como ‘sistémica’, ya que afecta a los campos social, económico e institucional. Pero en una acepción del concepto crisis no como derrumbe del sistema o el Régimen, sino como su dificultad para cumplir sus funciones básicas y posibilidad de cambio, en la medida de que se constituyen fuerzas transformadoras.

En realidad, ante la amplia y profunda deslegitimación de la clase política gobernante, por sus políticas regresivas y autoritarias, lo que se ha producido de momento es, sobre todo, la transformación de la representación política con la expresión institucional de las nuevas fuerzas del cambio. La ‘ventana de oportunidad’ no hay que interpretarla de forma determinista por la apertura o cierre del poder, sino como reequilibrio de fuerzas que abre nuevos procesos transformadores. Es una relación comparativa entre poder continuista y fuerzas del cambio y, por tanto, cambiante.

En definitiva, el nuevo republicanismo institucional es una actualización de un fenómeno que se produjo a finales de los años setenta por el eurocomunismo (enfrentado parcialmente al bloque soviético) y desde finales del siglo XIX por la socialdemocracia en diferentes momentos, con su tesis de la neutralidad del Estado y la incorporación plena a las instituciones políticas y parlamentarias del movimiento ‘obrero’ o popular, con un papel subsidiario.

A pesar de sus limitaciones, las aportaciones de Gramsci sobre la hegemonía cultural y política de las fuerzas populares, que Fernández Liria destaca, podría equilibrar esa tendencia economicista e institucionalista a la vez. Pero, sobre todo, exige un nuevo enfoque sobre el poder y su transformación, tal como refleja esta cita suya: Sin asegurarse el monopolio del ejercicio de la violencia, la democracia no tiene ninguna posibilidad de hacerse oír (2015: 116).

La dirección de Podemos y sus alianzas se ha legitimado por la construcción de una nueva y amplia representación político-institucional, a partir de un movimiento popular externo y crítico con la clase gobernante y con demandas a las instituciones políticas y económicas. Una vez acabado este ciclo electoral y si, como parece, no consigue conformar un Gobierno alternativo de progreso, se pondrá en primer plano la necesidad de una estrategia de activación cívica y su combinación con la acción política desde las instituciones representativas (parlamentos) y la experiencia gestora en otras instituciones locales y socioculturales. Es decir, desde fuera del gran poder político-institucional y gestor (más si contemplamos el contexto europeo y mundial) y como condicionamiento a las instituciones. Para ello habrá que reforzar la dimensión democrática o republicana y el carácter social progresivo, en favor de las mayorías populares.

2.5 A vueltas con el sujeto (clase o pueblo)

Últimamente se han publicado varios textos sobre este importante tema, entre ellos sobre la aportación de E. P. Thompson y, en otro plano, del propio Viçens Navarro. Para mí esos autores son una referencia intelectual mejor que otras corrientes de pensamiento, relevantes entre gente progresista: socioliberal (Giddens), marxista-determinista (Althusser), culturalista (Touraine), o populista (Laclau). El aspecto teórico y político principal del momento actual es qué tipo y cómo se conforma el sujeto transformador de cambio progresivo, democrático-igualitario. No sé, de seguir viviendo Thompson, cómo habría continuado su labor analítica sobre estas nuevas realidades del conflicto social y político; algunos de sus criterios interpretativos me parecen fundamentales. Por otro lado, en general, estoy de acuerdo con V. Navarro.

Por mi parte, modestamente, he pretendido contribuir a ese debate con el análisis del impacto de la crisis y la austeridad en las capas populares, la experiencia cívica del conflicto social en España y los conceptos de resistencia cívica, ciudadanía activa, movimiento popular progresista y corriente social indignada para interpretar este proceso de cambio social y político, hasta llegar al fenómeno (Unidos) Podemos como expresión del cambio político-electoral-institucional. Ello me ha llevado a explicar los límites e insuficiencias de las teorías convencionales sobre los movimientos sociales, los determinismos (economicista e institucionalista) y el discurso populista. En total, desde el 2008, con el comienzo de la crisis y la indignación cívica, he publicado siete libros sobre este tema específico, reseñados en la bibliografía. En camino va otra contribución a un libro colectivo (con otros autores, entre ellos, Santiago Alba), sobre la construcción del sujeto de cambio -clase o pueblo- en este siglo XXI.

Pues bien, el hilo conductor es ese análisis histórico-relacional de la conformación del sujeto de cambio en España (en el marco del sur de Europa y la UE), de la actitud y las capacidades transformadoras de las fuerzas sociales y políticas en presencia. En su definición como sujeto colectivo introduzco dos elementos clave de la reciente experiencia popular y sus demandas: democratización y carácter social o igualitario. Pretendo superar así la ambigüedad del populismo, realzando el carácter sustantivo ‘progresivo’ del sujeto comprometido con el cambio. Dicho de otra forma -y es precisamente uno de los escasos puntos débiles del artículo sobre la clase trabajadora de V. Navarro (2016, y 2017) y algunos analistas-, no hay que confundir ‘gente trabajadora’ desde el punto de vista sociodemográfico o de estatus económico y sujeto sociopolítico (clase o pueblo), como actor en un determinado contexto y significado. Hay que rechazar el mecanicismo y el idealismo; lo principal, como decía Thompson (1977; 1979, y 1995), es su ‘existencia’, su comportamiento, su experiencia y su orientación; en este caso, necesariamente democrático y además, sin subsumir en lo anterior, lo igualitario. O sea, el objetivo de la igualdad social (no solo jurídica, nacional o de los derechos civiles) tiene un estatus y una autonomía similar a la democratización (incluido el tema de la plurinacionalidad), y no se deriva de ésta (aunque sea radical), como pretende el populismo, que sobrevalora la ‘lógica’ política de la polarización e infravalora los valores e intereses de la igualdad, la libertad o la solidaridad.

Por tanto, ‘trabajadores y trabajadoras’ (asalariados, precarios, parados, inactivos subordinados o clases medias, etc.), pueden (de hecho llevan más de dos siglos) apoyar a la derecha, al centro, a las izquierdas, al fascismo o a populismos y nacionalismos diversos y antagónicos. No ha habido históricamente ni hay una posición homogénea de ‘clase’ o de ‘pueblo’ (Recio, 2017), ni una hegemonía total (salvo en las ensoñaciones del etnopopulismo xenófobo o el marxismo soviético antipluralista). Hay que superar el esencialismo o el determinismo pero también el idealismo discursivo, y reconocer la pluralidad existente de conflictos y legitimaciones.

El objetivo, desde una posición ética emancipadora, es, pues, conformar un sujeto colectivo progresivo, democrático-igualitario, con una amplia base popular y partiendo de sus condiciones materiales, sus demandas, su cultura, su articulación asociativa, política e institucional y su experiencia sociopolítica.  El ciclo largo (crisis, indignación, protesta social y nueva representación político-institucional) parece que ha tocado (casi) techo. Comienza otro ciclo que hay que saber interpretar y combinar esos recursos y dinámicas. Junto con más democracia la otra pata es mejorar la situación real de la gente: terminar con la austeridad, avanzar en una democracia social y económica y promover una Europa más solidaria. Y, al mismo tiempo, ampliar las bases sociales de apoyo a ese proyecto transformador, fortalecer la activación y la participación popular y cohesionar su representación social y política. Es decir, dar un nuevo paso en la conformación del sujeto de cambio, con una perspectiva a medio plazo.

El 26-J nos ha proporcionado una nueva realidad de los equilibrios de fuerzas, ha dejado al descubierto deficiencias analíticas, políticas y teóricas, y es necesaria la adecuación del proyecto de cambio. No es un debate solo teórico sino, sobre todo, estratégico y político, y afecta a la legitimidad de las distintas élites asociativas.

2.6 El debate sobre la transversalidad

La palabra transversalidad (y transversal) ha adquirido una nueva relevancia en el ámbito político, en particular entre dirigentes de Podemos para definir uno de sus ejes estratégicos. Su sentido no siempre queda claro, además de los matices y diferencias entre algunos de sus principales dirigentes sobre su importancia y significado. Se trata de clarificar y avanzar en un debate que debe ser riguroso y constructivo para fortalecer un proyecto de cambio.

El significado lingüístico de transversal es “que se halla o extiende atravesado de un lado a otro” (Diccionario de la RAE) o “que afecta o pertenece a varios ámbitos” (Diccionario María Moliner). Es decir, tiene que ver más con una pertenencia ambivalente, doble o mixta, que con una posición intermedia o centrista.

Aquí me interesa distinguir dos planos que afectan a la transversalidad o a una estrategia transversal: composición sociodemográfica y posición político-ideológica. En el primero se debe responder a cuál es la base social de una fuerza política o social, a quién y con qué prioridades se pretende defender, articular o representar. Tiene que ver con una composición interclasista y representativa de las distintas categorías sociales (de condición socioeconómica, género y edad, étnicas, culturales…). El segundo, normativo, define qué orientación sociopolítica y cultural, qué carácter o significado tienen los intereses, demandas y proyectos, más o menos universalistas o particularistas y más o menos ambiguos o definidos.

Además, hay que hacer referencia realista al actual marco de relaciones desiguales o de dominio/subordinación en las estructuras socioeconómicas y político-institucionales, es decir, a la existencia de un bloque de poder dominante y una mayoría popular subalterna. Igualmente, hay que concretar su significado en relación con las dos grandes dinámicas sociopolíticas contrapuestas: continuismo (regresivo y autoritario) o cambio (progresivo y democrático).

El resultado es una relación compleja de interacción de lo popular (o común) y lo ciudadano. Se debe combinar la representación y defensa de las capas populares, la mayoría social, en oposición a las élites dominantes, con el interés general definido por el camino hacia mayor bienestar individual y colectivo o bien común. Igualmente, interesa su vinculación con una ética universalista que ampara la igualdad y la libertad de los seres humanos, sin privilegios o discriminación por cualquier condición social o cultural. La pugna por la interpretación y la articulación práctica de esos objetivos generales está servida. Es la lucha por la hegemonía político-cultural.

Lo transversal se opone, por una parte, al reduccionismo de clase de algunas corrientes marxistas, más rígidas y economicistas, y por otra parte, al fundamentalismo identitario, el exclusivismo nacionalista y la fragmentación particularista postmoderna. Al mismo tiempo, desde un enfoque popular e igualitario, hay que diferenciarlo del consenso o centrismo liberal.

Por tanto, transversalidad se asocia a una posición político-ideológica que comparte, media o supera los dos polos clásicos en que se ha dividido durante los dos últimos siglos la principal (junto con las tensiones entre nacionalismos/imperialismos) polarización política: izquierda/derecha. La pérdida de vigencia de esta última, en su versión institucional, y la confusión interpretativa que genera, es lo que actualiza un debate ya antiguo, aunque con nuevas formulaciones (como oligarquía y autoritarismo frente a igualdad y democracia, o bien, posiciones liberal-conservadoras frente a opciones progresistas).

Esta expresión se utiliza como alternativa, orientación o principio para ampliar la base social de una fuerza política y ganar representatividad, legitimidad y apoyos electorales. Como decíamos, alude a dos aspectos diferentes aunque complementarios: el significado político o dimensión ética-ideológica, y la composición social o alcance representativo. Tiene sentidos distintos, es decir, es polisémica y ambigua, en la medida que hace referencia a atravesar o compartir con otras partes no definidas, partícipes de diversos planos (o tableros) y cuya función no queda clara, si no se detalla explícitamente. Más motivo para la clarificación de su sentido discursivo y su función política.

Dejamos al margen otros usos en variados campos con significados similares pero ligados a una experiencia y una trayectoria particular y un sentido específico. Por ejemplo, la transversalidad de género, la acción transversal en materia educativa o el carácter interclasista de distintos movimientos nacionales, sociales (feministas, ecologistas, sindicales…) u organizaciones cívicas.

Nos seguimos centrando en el plano político y en algunas referencias teóricas más generales. Dos hechos relevantes han incrementado la importancia de este concepto y la necesidad de precisarlo para clarificar una estrategia de cambio progresista: el giro centrista del socioliberalismo del PSOE (y la emergencia de Ciudadanos), presentado como transversal, y el carácter democrático, social y transversal del nuevo movimiento popular en España, simbolizado por el 15-M, y cuya referencia político-institucional es Unidos Podemos y sus aliados. Con esa experiencia podemos decir que transversalidad no es consenso liberal y que la transversalidad popular es oposición progresista al poder establecido.

Transversalidad no es consenso liberal

El desarrollo del social-liberalismo del nuevo centro (alemán) o tercera vía (británica), dominante en los partidos socialistas europeos desde mitad de los años noventa, constituye un abandono de las posiciones clásicas de la izquierda socialdemócrata y un giro hacia la adopción de medidas neoliberales y retórica centrista. Este nuevo discurso se presenta como transversal a las ideologías: sustituir la tradición socialdemócrata por el liberalismo, o tener un perfil bajo o ecléctico compatible con la ideología dominante en vez de un pensamiento crítico. Y también transversal respecto a las clases sociales: abandonar la prioridad de la defensa de la mayoría ciudadana (las clases populares -trabajadoras y medias-) e incorporar la representación de los intereses del poder económico-financiero y las oligarquías. Así, se supone que se representa a todas las partes y al conjunto, con la responsabilidad de Estado, el consenso europeo y la garantía de gobernabilidad.

Por un lado, esa posición centrista amplía su espectro ‘transversal’, que incluye las élites dominantes, aunque en realidad pierde representatividad –transversalidad- entre la gente joven, progresista y crítica; por otro lado, pone el acento en la moderación, el consenso y el centrismo político para, supuestamente, ampliar influencia entre el tercio autodefinido como centrista, en disputa, y el tercio de capas liberal-conservadoras, representadas por las derechas.

El último ejemplo es el acuerdo PSOE-Ciudadanos de la pasada legislatura, presentado como pacto ‘transversal’ entre la (supuesta) izquierda socialista y la derecha (supuestamente) regeneradora. Había una acepción de transversalidad como centrismo político, con un proyecto continuista (en lo económico, social y territorial) que integra el poder económico-financiero y una parte de las capas populares e intenta legitimar una nueva élite gubernamental. Además, buscaba el aislamiento de Podemos y sus aliados, así como apropiarse e inutilizar uno de sus discursos para ampliar su legitimidad: la transversalidad. Como se sabe, ese plan continuista no fructificó; pero sí creo un impacto político y cultural de cierta confusión, que no es descartable que vuelva en el futuro.  

No obstante, los hechos son los hechos a través de los que se conforma la experiencia y la cultura de la gente. Con la incorporación de los aparatos socialistas a las políticas gubernamentales de austeridad y dinámicas autoritarias, incumpliendo sus compromisos sociales y democráticos, se resquebraja la función legitimadora de esa deriva centrista, se comprueba la amplia desafección popular y la socialdemocracia profundiza su agotamiento político y discursivo. Y por lo que parece, con la actual crisis política y de liderazgo, la mayoría representada en su comisión gestora persiste en su bloqueo de una salida de cambio progresista y su apoyo a la gobernabilidad de las derechas.

En ese sentido, aparece el otro elemento fundamental para comprender el último proceso político e interrelacionar con la lógica de la transversalidad: el conflicto social y cultural y la polarización sociopolítica sobre el que se ha consolidado un amplio campo electoral, una nueva representación política y nuevas capacidades de acción institucional.

Transversalidad popular es oposición progresista al poder establecido

Frente a la deriva autoritaria y regresiva de las élites gobernantes  en su gestión de la crisis sistémica (socioeconómica, político-institucional, nacional y europea), se desarrolla un amplio, masivo, democrático y ‘transversal’ movimiento popular progresista en torno a dos ejes principales: más democracia y mayor justicia social (frente al paro, la desigualdad y los recortes). Se reafirman los valores cívicos y democráticos, así como los derechos sociales. En la pugna sociocultural, se configura la actitud sociopolítica de indignación, sobre todo del mundo juvenil, precarizado y con bloqueo de expectativas, y se expresa la protesta social frente a los poderosos (económicos e institucionales). Y, precisamente, lo hace desde la reafirmación progresista en la cultura previa democrática y de justicia social, muy consistente en el tejido asociativo.

La mayoría de las reivindicaciones populares, de carácter social, económico-laboral y cultural, gozan de una amplia legitimidad social, así como las organizaciones cívicas y los movimientos sociales que los articulan. Según encuestas de opinión, han recibido la comprensión y apoyo persistente de dos tercios de la población dinámicas desde el movimiento 15-M, pasando por la Plataforma contra los desahucios, diversas mareas ciudadana, grandes movilizaciones sociales y múltiples asociaciones voluntarias, hasta el propio movimiento sindical en sus conflictos y huelgas generales contra las reformas laborales. En algunos campos (por ejemplo en defensa de un empleo decente, unas pensiones públicas dignas o una educación con igualdad de oportunidades) el apoyo popular se incrementa más.

No obstante, esta transversalidad de los apoyos a una acción social progresista, en la que hay que profundizar, frente al poder establecido es difícil trasplantarla mecánicamente al campo político-electoral, en el que intervienen otras mediaciones, la capacidad de liderazgo y la credibilidad discursiva y representativa. Es otra reflexión pendiente, que solo apuntamos. En las tendencias electorales aparece un campo más próximo, por afinidad política, de crecimiento y expansión del voto a Unidos Podemos y las convergencias.

Nos referimos al voto progresista que está recalando en la abstención, entre ellos el millón perdido entre el 20-D y el 26-J, así como, según las recientes encuestas, el millón que también pierde el PSOE por su crisis política y su giro derechista. Es el horizonte a medio plazo de conseguir el 30% del electorado y cerca de ocho millones de electores lo que aventura otro cambio cualitativo en los equilibrios institucionales. Y aun sin la posibilidad de ‘ganar’ solos el Gobierno y la necesidad de ampliar acuerdos con otras fuerzas (un nuevo Partido Socialista o parte de él, hoy difícil de prever, o sectores nacionalista progresistas) permite avanzar en la expectativa de un Gobierno de progreso y un cambio institucional sustancial que dé paso a una transformación más profunda, socioeconómica y política.  Y, en todo caso, consolidar un campo sociopolítico progresista, condicionar la gestión liberal conservadora y acceder a posiciones de gestión institucional intermedias significativas.

Los objetivos sociopolíticos y la expresión democrática de esta ciudadanía activa, con una participación e implicación mayor en los asuntos públicos y la acción colectiva, cuantificada en unos cinco millones de personas, tienen una amplia legitimidad entre la mayoría de la sociedad que alcanza a los dos tercios. Se conforma un electorado indignado y progresista con una experiencia fundamental frente a la clase política gobernante (del PP y del PSOE) y los grandes poderes económicos y con dos objetivos globales: mejora de las condiciones y derechos sociales, económicos y laborales (frente a los recortes y el austericidio), y democratización política, institucional y de la resolución de la cuestión nacional. El resultado, un vuelco en el sistema de representación política con la emergencia de Unidos Podemos, las confluencias y las candidaturas municipalistas.

La transversalidad como centralidad no es centrismo; es ser eje del proceso político a través de la representación y defensa de la mayoría popular con unos valores democrático-igualitarios. No es neutralidad o ambigüedad respecto de las ideas y las prácticas conservadoras, reaccionarias, sexistas o racistas. No es partir del punto intermedio de la cultura de la gente para reproducirla como sentido común. Es reconocer toda la realidad y pluralidad existente, conectar con los mejores valores cívicos de la mayoría ciudadana, proyectar un discurso de progreso e impulsar la transformación social y cultural de la sociedad en un sentido (universal) igualitario y solidario.

Así, este proceso socio-histórico nos da pistas de otro contenido de la palabra transversal. No es centrismo, moderación, equilibrio y mediación entre la derecha y la izquierda gobernantes, que no representan a un sector amplio de la sociedad, o entre la gente (común) y el poder político-económico. Expresa compartir proyectos, posiciones y composición social integradora, pero dentro del campo ‘popular’, de las capas subordinadas, de los de abajo o subalternos, frente a los de arriba, la oligarquía o las clases dominantes (por supuesto, con excepciones y situaciones intermedias).

Ante situaciones desiguales de estatus o de poder no debe haber neutralidad, sino solidaridad, apoyo y reequilibrio de condiciones de la gente en desventaja. Y con el criterio universal de articular la igualdad y la libertad. Por tanto, transversalidad (popular y progresista) tiene un significado sustantivo democrático, igualitario y emancipador, en grados diferentes, pero opuesto a comportamientos, posiciones y actitudes autoritarias, regresivas y dominadoras.

La universalidad se debe combinar con la necesidad social

El concepto de transversal puede y debe reunir componentes ‘universales’ (concepto clásico de la filosofía política) para toda la población. Es la tradición de la ética kantiana que dejó su impronta en la declaración Universal de los Derechos Humanos. Pero no es una posición intermedia, neutra o ambigua entre esos dos polos del conflicto: igualdad/libertad frente a desigualdad/dominación. Como tampoco lo era ese nuevo código ético universal, todavía de referencia internacional. Se pactó en la ONU (1948) entre EEUU y países europeos y sus aliados del bloque soviético, precisamente, frente a la dinámica y la experiencia del nazi-fascismo, el autoritarismo, el racismo y las dictaduras que asolaron el mundo, previa y durante la segunda guerra mundial. Pretendía evitar la reproducción del autoritarismo con una nueva hegemonía cultural, democrática y de derecho (y en Europa occidental, además, ‘social’, con el Estado de Bienestar).

Es la dinámica que quieren hacer retroceder las fuerzas neoliberales de los poderosos, la gestión regresiva de la crisis socioeconómica por las clases gobernantes y el nuevo populismo derechista, autoritario y xenófobo. Pero ante la imposición de una involución social, económica, política y democrática, para la ciudadanía se revaloriza la importancia de una alternativa de progreso, basada en los valores universales (republicanos) y la reafirmación de las identidades populares ancladas en la cultura de la justicia social y la democracia (Antón, 2000, y 2009).

Por tanto, lo transversal, desde una mirada progresista y realista, tampoco debe ser una posición neutra o ambigua entre los dos grandes proyectos políticos o dimensiones ideológicas en pugna, basados en la igualdad y la libertad o en la desigualdad y la dominación, y desarrollados en la historia de estos dos últimos siglos; y, convenientemente actualizado, debe recoger lo mejor de la experiencia y las tradiciones progresistas o liberadoras: la democracia, la emancipación y la igualdad social frente al autoritarismo, la subordinación y la regresión. Se supera la simple lógica de antagonismo político entre amigos/enemigos, difusa en su significado político y limitada e insuficiente para conformar identidad popular y procesos progresistas. Ese esquema procedimental del conflicto, además de matizarlo, se debe combinar y complementar con un contenido sustantivo emancipador, inserto en las mejores experiencias y dinámicas democráticas europeas. Así, se afianza la construcción de nuevos actores (o sujetos) sociales y políticos, populares y cívicos, tras un cambio de progreso.

No cabe compartir, mezclar o ser transversal (neutro o equidistante, según la versión liberal y abstracta) entre las dos estrategias y discursos: por un lado, los derechos humanos y sociales, reduciéndolos a unos mínimos, y, por otro lado, las posiciones autoritarias, opresivas y antisociales. En ese plano ético no hay punto intermedio justo. En ese centro discursivo (aristotélico, liberal o confuciano) no está la virtud. La justicia, en una situación de desigualdad y dominación, está en la defensa de la gente común o el pueblo desde un polo del conflicto político-ideológico, los mejores valores ilustrados o republicanos representativos de la modernidad democrática: igualdad, libertad, solidaridad, laicidad, convivencia intercultural… (Antón, 2013b).

Se trata de remover los obstáculos estructurales y las desventajas de la gente normal, la mayoría ciudadana, frente a los privilegios de las capas dominantes, las élites poderosas. No obstante, en este caso, no se defienden solo los intereses o valores de una parte (subordinada o popular), aunque sea mayoritaria y que para ella tenga más valor su protección pública. Junto con el estado de derecho, se aplican valores ‘universales’ favorables al conjunto de la ciudadanía (también de los oligarcas, corruptos y delincuentes), aunque incompatibles con las posiciones y dinámicas antidemocráticas y antisociales.

Transversal: diverso e interclasista

Transversal hace referencia a una característica ‘interclasista’, mestiza, plural y diversa, en cuanto a condición socioeconómica, cultural o de sexo, de la base social que se representa o a la que se dirige. Pero, como decíamos, hay que sobreentender la no equidistancia o la no neutralidad entre poder establecido y mayoría ciudadana, entre agentes dominadores y personas y grupos dominados o discriminados. No se trata de reproducir o conservar el orden existente; se trata de cambiarlo.

Dicho de otro modo, transversal como necesaria amplitud sociodemográfica, flexibilidad asociativa o apertura de miras no debe llegar a representar y defender al poder establecido y las élites dominantes. Solamente, en aquello que son sus derechos ‘universales’, civiles y políticos, incluso en aspectos parciales compartidos (por ejemplo la sostenibilidad del planeta, una mínima cohesión social o un interés nacional). Pero existe una diferencia sustancial respecto de su posición de dominio y su papel de control y gestión de los recursos productivos, económicos, culturales e institucionales. Así, sus intereses directos y sus demandas inmediatas, con una dinámica predominantemente regresiva y autoritaria, también condicionan el significado de estos aspectos compartidos, y adquieren, en su mayor parte, un carácter antagónico respecto de los de la mayoría popular y ciudadana.

Por tanto, hay que oponerse a ese poder establecido y no representarlo (como con las puertas giratorias). La centralidad de ese tablero representativo la configura la prioridad por el arraigo, la representación y la defensa de la amplia mayoría popular y subalterna, que podemos cuantificar en el 80% de la población activa (según criterios ‘objetivos’ neomarxistas o neoweberianos). Ahí están las clases trabajadoras, con una posición y estatus de subordinación -incluyendo el precariado, las personas pobres y desempleadas y la mayoría de sectores autónomos-, y las clases medias técnicas y profesionales –o pequeño burguesía, vieja y nueva- estancadas o empobrecidas (Antón, 2014a).

No obstante, hay que recordar (siguiendo las ideas de E. P. Thompson), que un sujeto social (clase, pueblo o nación) se conforma a partir de su experiencia relacional y socio-histórica respecto de los poderosos, su diferenciación cultural y asociativa frente a las dinámicas regresivas, su comportamiento sociopolítico y democrático en defensa de sus intereses y demandas cívicas. Esta nueva experiencia, cultura y actitud progresista de amplias capas populares en España, ante la crisis sistémica iniciada casi ya hace una década, es lo que construye un factor de cambio, reforzado por una nueva representación política e institucional. Representatividad popular, composición transversal y firmeza democrática y solidaria frente al poder establecido permiten a las fuerzas del cambio ocupar una mayor centralidad en el proceso político.

En la sociedad existe una profunda situación de desigualdad social, económica y de poder, de estructuras opresivas, de falta de garantías públicas para la libertad y el bienestar de la población, particularmente, de las capas más desfavorecidas. Una política progresista debe saber combinar un horizonte universalista (o transversal) en los derechos y garantías para todos y todas y unas medidas reequilibradoras o compensatorias frente a la desigualdad y la discriminación de capas significativas y mayoritarias de la población subalterna. Debe combinar la ciudadanía social universal con el impacto específico o las políticas adecuadas a las distintas ‘necesidades sociales’. Es lo que se aplica en los derechos sociales, como el de la sanidad o la vivienda; o los criterios para defender un plan de emergencia social o unas rentas sociales (Antón, 2000, y 2003). El objetivo o resultado a conseguir es la mayor igualdad de posiciones, estatus y capacidades (más completa que la de oportunidades), el empoderamiento cívico, la no-dominación. Y ello de forma transversal, sin discriminación de sexo, etnia, condición social u orientación política, sexual o cultural y, en particular, sin clientelismo político o corrupción. 

 En definitiva, la transversalidad es un enfoque positivo y sugerente para la ampliación de la base social y electoral de las fuerzas del cambio y su desarrollo discursivo, programático y sociopolítico. Se trata de avanzar en un marco unitario y constructivo de debate y definición programática y estratégica y evitar su uso simplificado como bandera para conformar lealtades orgánicas. Pero exige un esfuerzo suplementario para aclarar los malentendidos, huir del fetichismo de la eficacia de su simple enunciación y afinar el análisis de la complejidad de sus diversos componentes y relaciones. Entre ellos su combinación con el otro elemento fundamental para una estrategia progresista: la apuesta por el cambio, por la oposición a las dinámicas regresivas y autoritarias y en favor de los derechos humanos y sociales, de la democracia y la igualdad (Antón, 2016a).

Aportaciones e insuficiencias del enfoque populista[2]

La teoría populista de E. Laclau (1978; 2013) y Ch. Mouffe (2003; 2007) -y ambos (1987)-, como teoría del conflicto, aporta, respecto de las teorías funcionalistas y el consenso liberal o el determinismo economicista, criterios interpretativos más realistas para analizar el proceso de crisis sistémica, protesta social y conformación de un sujeto sociopolítico de cambio, experimentado esta última década en España. Pero presenta importantes limitaciones, no solo para interpretar el proceso sino, sobre todo, para facilitar una orientación estratégica al mismo.

3.1 Límites de la teoría populista sobre el sujeto: su ambigüedad ideológica

La primera insuficiencia de la teoría populista es su ambigüedad ideológica: El populismo es, simplemente, un modo de construir lo político (Laclau, 2013: 11). O bien,

Por ‘populismo’ no entendemos un ‘tipo’ de movimiento –identificable con una base social especial o con una determinada orientación ideológica- sino una ‘lógica política’ (Laclau, 2013: 150).

En el plano analítico y transformador es central explicar y apoyar (o no) el proceso de identificación y construcción de un sujeto, llamado ‘pueblo’, precisamente por su papel, sentido u orientación político-ideológica, es decir, por su dinámica emancipadora-igualitaria (o nacionalista, xenófoba y autoritaria).

La teoría de Laclau se queda en la lógica política de un mecanismo para alcanzar la hegemonía y acceder al poder: polarización nosotros/ellos como antagonismo. Mouffe (2003), preocupada por diferenciarse del antiliberalismo del hobbesiano-hegeliano y proto-nazi Carl Schmitt (Villacañas, 2008) y de reafirmar la democracia pluralista, lo matiza como ‘agonismo’ entre adversarios que

Reconocen la legitimidad de sus oponentes… y aunque en conflicto se perciben a sí mismos como pertenecientes a la misma asociación política, compartiendo un espacio simbólico común dentro del cual tiene lugar el conflicto (p. 27).

Pero el conflicto es indefinido en su función emancipadora-igualitaria si no se explicita el carácter sustantivo de cada uno de los dos sujetos contrapuestos y el sentido de su interacción. Laclau y Mouffe (1987), frente al autoritarismo, defienden claramente la democratización, inicialmente, como ‘estrategia socialista’ de la izquierda:

La tarea de la izquierda no puede, por tanto, consistir en renegar de la ideología liberal-democrática, sino al contrario, en profundizarla y expandirla en la dirección de una democracia radicalizada y plural (p. 291).

Ambos, originalmente estructuralistas, abrazaron pronto el postestructualismo-postmarxista. Aunque, especialmente Mouffe, expone acertadamente la diferenciación entre populismo de ‘derechas’ y populismo de ‘izquierdas’, con la necesidad de resignificar estos conceptos: En consecuencia, en lugar de abandonarlas (izquierda/derecha) por anticuadas, es mejor redefinir esas categorías (2003: 123).

La interpretación marxista convencional de raíz estructuralista o althusseriana es insuficiente (Antón, 2015a; Thompson, 1981). Laclau pretende superarla, pero cae en otra unilateralidad: la infravaloración de la experiencia vivida y compartida de las capas populares en sus conflictos sociopolíticos con las élites dominantes, teniendo en cuenta su posición de subordinación y su cultura, así como la sobrevaloración del discurso en la configuración del sujeto social. Por tanto, su giro postestructualista tampoco aporta buenas soluciones (Beltrán, 2016; Domènech, 2016).

El estructuralismo mecanicista o economicista, infravalora a los actores reales, sus condiciones, su articulación práctica y sus valores. Lo específico de ese determinismo económico no es tanto la afirmación o negación de la primacía de lo material. El idealismo althusseriano consiste en

Un universo conceptual que se engendra a sí mismo y que impone su propia idealidad sobre los fenómenos de la existencia material y social, en lugar de entrar con ellos en una ininterrumpida relación de diálogo… La categoría ha alcanzado una primacía sobre el referente material; la estructura conceptual pende sobre el ser social y lo domina” (Thompson, 1981: 28-29).

El ser social, el sujeto, incorpora no solo sus condiciones materiales de existencia, sino cómo son vividas y pensadas. La conciencia social forma parte e influye en el ser social, no es solo un mero reflejo de una estructura material (sin sujeto). Y la reflexión compartida de esa experiencia permite interpretarla, elaborar nuevos proyectos de cambio y promover la transformación de la sociedad.

No obstante, la reacción (acertada) contra la primacía del ser social pasivo y la reafirmación post-estructuralista del discurso (problemática), perviven en la teoría populista con otro tipo de idealismo abstracto, con similar hilo conductor: la sobrevaloración del evidente impacto de las ideas o el discurso como causa determinante en la construcción de la identidad y la pugna de los sujetos colectivos, dejando en un segundo plano la experiencia ciudadana de articulación socioeconómica y política. Laclau pretende un cambio social y político a través del desarrollo del discurso (hegemonía cultural) y no acierta con los adecuados criterios teóricos, dinámicas político-ideológicas y estrategias transformadoras para impulsar un proceso igualitario-emancipador.

Hay una diversidad de movimientos sociales con rasgos comunes de tipo ‘populista’ (polarizado) pero son muy distintos, incluso completamente opuestos, por su carácter ‘sustantivo’, su sentido respecto de la libertad y la igualdad de las capas populares. Ese carácter ‘indefinido’ del papel y la identificación ideológico-política de un movimiento popular es el punto débil de esa teoría populista. Es incompleta porque infravalora un aspecto fundamental. Vale poco una teoría que es solo una ‘técnica’ o una lógica procedimental (antagonismo) compatible con movimientos populares contrapuestos por su contenido. La garantía de basarse en ‘demandas’ salidas del pueblo, sin valorar su sentido u orientación, es insuficiente. Ese límite no se supera en el segundo paso de unificarlas, nombrarlas o resignificarlas (con significantes vacíos) con un discurso y un liderazgo cuya caracterización social, política e ideológica tampoco se define. El ‘momento’ populista es secundario; lo principal es si hay crisis política por y con dinámicas igualitarias-emancipadoras.

La particularidad en España es que los límites de esa teoría se han superado y completado por el contenido cultural, la experiencia sociopolítica y el carácter progresista y de izquierdas de unas élites asociativas y políticas, dentro de un movimiento popular democrático con valores de justicia social; es decir, por el tipo de actor (o sujeto) existente.

3.2 El idealismo discursivo

La segunda insuficiencia de Laclau es el ‘idealismo discursivo’, la sobrevaloración del papel del discurso en la construcción de la realidad sociopolítica (Alonso, 2009; Antón, 2015a; Beltrán, 2016; Ricoeur, 1999; Van Dijk, 2000). Este autor, tras el giro discursivo (lingüístico) del post-estructuralismo, parte del proceso de conformación de las demandas ‘democráticas’ de la gente como algo dado; y a partir de ahí expone toda su propuesta (equivalencias, discurso, articulación) para transformarlas en ‘demandas populares’ frente a la oligarquía. Sin embargo, la explicación y el desarrollo de ese primer paso es clave, ya que está condicionado por todo lo relevante para nuestro enfoque: condiciones, estructura, cultura, experiencia, conflictos… de los actores y su sentido emancipador-igualitario. El segundo paso se convierte en ‘constructivista’.

Pero, además, Laclau admite ese constructivismo, esa ‘independencia’ de las condiciones materiales y relacionales de la gente y los actores, porque lo considera una virtud (como superador del marxismo o estructuralismo). Como efecto péndulo de su crítica al determinismo, se pasa a otro extremo idealista, como Touraine (2005; 2007, y 2011) -precisamente, su director de tesis-, que prioriza como causa explicativa el cambio cultural del sujeto individual. En ese eje –estructura/agencia- me pongo en el medio, en su interacción, en la importancia de la experiencia vivida e interpretada, aun con sus límites (Thompson, 1981: 18 y ss.).

Por el contrario, Laclau defiende un ‘espontaneísmo’ articulatorio del pueblo (en el primer paso), combinado con el discurso y el liderazgo (en el segundo paso); aunque no define su orientación y composición, solo que represente o unifique las demandas populares, que todavía no sabemos qué significación ética tienen. No es equilibrado en su interrelación; además, seguiríamos sin superar la ambigüedad de su sentido. Es imprescindible analizar la posición social y política de los distintos segmentos del movimiento popular y su interacción con el poder.

Además de la confianza excesiva en la espontaneidad articuladora (anarquizante), hay que superar también el otro extremo: la suplantación del activismo vanguardista o elitista y del discurso. Existe, por un lado, el clásico partido elitista o de vanguardia y, por otro lado, el ‘movimiento’ con el que se relacionaba (movimiento obrero, nuevos movimientos sociales o el nuevo sujeto pueblo). La función y los mecanismos de mediación o interacción se han modificado, pero siguen sin estar bien resueltos. El concepto de partido-movimiento pretende abordar ese doble papel aunque falta por articular su relación con el resto de movimientos y dinámicas.

Podemos y sus aliados han ‘construido’ una representación política; han conseguido ser reconocidos como representantes políticos por más de cinco millones de personas. Su discurso y su liderazgo, con un plan rápido y centralizado de campaña, han sido suficientes para obtener ese amplio reconocimiento como cauce institucional de una masiva ciudadanía descontenta. Pero ese electorado se ha construido por la existencia de un campo sociopolítico indignado y democrático, conformado por todo un ciclo de protestas sociales progresivas, con un activo movimiento popular y miles de activistas sociales. Se ha conformado una ‘marea’ humana (movimiento) y se ha construido una ‘tabla de surf’ (representación) sin caerse. Ha terminado este ciclo electoral, de reajuste institucional, político y representativo. La nueva etapa es más difícil; la tarea de consolidar un bloque social, ampliar las fuerzas del cambio e impulsar transformaciones políticas y socioeconómicas, exige una nueva articulación de esas dinámicas populares, junto con la nueva representación institucional y nuevos discursos y estrategias. El constructivismo o idealismo discursivo es insuficiente.

Por tanto, hay dos cuestiones entrelazadas: Cómo construir un sujeto social o político (llámese pueblo, clase social o nación) y qué tipo de sujeto (el sentido de su papel y orientación). El proceso de identificación colectiva está unido a los dos elementos y es indivisible (salvo analíticamente). Se basa en su experiencia y cultura; se define por su papel respecto de la igualdad y la democracia, dos grandes valores de la ilustración o modernidad progresista.

3.3 La teoría populista es incompleta

La teoría populista de Laclau es incompleta, como análisis y ‘orientación’ para avanzar en la igualdad-libertad-solidaridad; o, para conseguir hegemonía y conquistar el poder. La ciencia social debe ser neutra en el sentido de ‘objetiva’, crítica (desveladora de las relaciones ocultas de dominación) y con procedimientos rigurosos. Es central la selección del objeto de análisis o los criterios de ‘clasificación’ e interpretación de los hechos. Ello implica cierta vinculación ‘interna’ a uno u otro enfoque ético: defensa de los de arriba o los de abajo y/o de la humanidad.

El carácter de una teoría social o política viene definido por las ideas que explican su finalidad ética-ideológica, sus valores básicos o el enfoque social y crítico: igualdad, libertad… El objetivo de una teoría político-social es el ‘cambio sociopolítico’ –o el continuismo de la dominación- en un sentido emancipador-igualitario –o reaccionario-autoritario o liberal-conservador-; su finalidad es ética, partiendo de un análisis científico (objetivo) sobre la realidad de desigualdad-opresión. La tarea intelectual y política es interpretar para transformar, es mixta. Siguiendo a Marx: “Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”.

Una teoría social debe definir el ‘objeto’ de análisis, su clasificación e interpretación de los ‘hechos’. Debe incorporar el mecanismo, proceso o lógica política de la construcción de un ‘pueblo’ –frente a la oligarquía-, pero también y sobre todo su carácter ‘sustantivo’, su significado histórico-relacional o su sentido ideológico-político. La clasificación principal de las teorías sociales o políticas debe realizarse sobre su significado ético, sobre su papel (positivo, negativo o neutro en las relaciones de poder) para el objetivo transformador (igualdad-libertad), incluyendo su eficacia analítica y normativa.

Por tanto, desde el punto de vista ‘científico’ la teoría de Laclau es unilateral; su objeto principal es importante pero parcial: un mecanismo de identificación colectiva para construir pueblo y ganar a la oligarquía  (polarización y hegemonía). Pero, la teoría social debe analizar o desvelar: 1) un objeto (realidad de desigualdad u opresión, conflicto abajo-arriba, experiencia popular…); 2) su lógica política, el proceso y los mecanismos de cambio, la conformación de los sujetos y la conquista y ejercicio del poder; hacia 3) una sociedad más igual y más libre (objetivo ético-político-ideológico). Este autor se centra en el segundo paso y es insuficiente. En el paso 1) y 2) tenemos movimientos populares (o populistas) diversos y opuestos, reaccionarios-autoritarios-regresivos y progresistas-emancipadores-igualitarios, respecto del paso 3) y el propio 2).

Laclau engloba o clasifica a todos los movimientos populares bajo el mismo concepto de ‘populistas’, atendiendo a una particularidad: su polarización con el poder… para alcanzarlo. En consecuencia, ese punto de partida es insuficiente y no desvela o critica lo principal: el papel sociopolítico-cultural o sentido ético-ideológico de un movimiento popular (y el poder). El aspecto fundamental de la realidad sociopolítica sobre la que clasificar e interpretar a los movimientos populares debe ser su significado en el eje igualitario-emancipador o autoritario-regresivo. No es sobre la vieja tipología izquierda/derecha dada la confusión sobre el significado de izquierda; pero sí sobre su sentido político-ideológico e histórico en relación con la igualdad-libertad o las relaciones de dominación. El análisis (científico) de la ‘realidad’ se debe complementar con una actitud política-ética transformadora. Además, esa realidad se debe seleccionar e interpretar desde un enfoque social y crítico o, si se prefiere, ético-normativo.

3.4 Populismo de ‘izquierda’ y ‘radicalización democrática’, complementos sustantivos

La posición de no diferenciar claramente el populismo de izquierda del populismo de derecha es un ‘inconveniente’. Hay que explicar su inclinación ético-cultural o su sentido político, a lo que se resiste la versión más ortodoxa, más indefinida o ideológicamente transversal. Con esa denominación se completaría la lógica ‘populista’ (similar en abstracto) con el contenido de izquierdas -o derechas- (antagónica en lo sustantivo). Igualmente, se debería añadir como consustancial a ese populismo de izquierda la tarea de ‘radicalización democrática’. Ello corrige la rigidez del último Laclau e incorpora dos ideas (valores, doctrinas y proyectos) básicas y fundamentales, la igualdad y la democracia. No serían significantes vacíos a la espera de su utilización según su función unificadora. Sino alternativas programáticas fundamentales desde las que elaborar la estrategia de cambio y promover la conciencia social y el conflicto político. Incluso son elementos clave de un relato o mito identificador del sujeto político pueblo (progresivo).

Es lo que, en cierta medida y sin valorarlo, hacen dirigentes de Podemos (y sus aliados) que mezclan ese componente discursivo populista con una tradición de izquierda y una experiencia democrática: su activismo social y político previo en movimientos sociales, más abiertos, progresivos y participativos.

Esa incorporación ideológica o de contenido sustantivo al simple esquema o lógica populista es lo que, corrigiendo a Laclau y Errejón, hace Mouffe (Errejón y Mouffe, 2015):

No basta construir una frontera pueblo/casta, como si el pueblo fuera necesariamente a favorecer o promover la igualdad (p. 111)… un proyecto de radicalización democrática requiere el desarrollo de un populismo de izquierda (p. 114)… hay que anunciar qué tipo de pueblo se quiere construir (p. 116).

Con ello se superaría (parcialmente) el problema de la ambigüedad o el ‘vacío’ de las propuestas identificadoras populistas basadas en la polarización. Tendríamos dos componentes ‘sustantivos’ –igualdad, democracia- para completar su estrategia constructiva y procedimental de ‘pueblo’. Algunas de esas reflexiones vienen de lejos (Laclau y Mouffe, 1987). Pero el Laclau de La razón populista (2013) no avanza por ese camino, retrocede; solo duda del carácter insuficiente de su teoría ante los horrores del etnopopulismo (yugoeslavo). Y lo sintomático es que Errejón, ante la insistencia de Mouffe, presionada por la necesidad en Francia de diferenciación con el populismo de Le Pen, avanza poco. La alternativa de ‘construir pueblo’, sin más definición estratégica, es difusa e insuficiente.

El riesgo es priorizar la ‘transversalidad’ (o la patria) político-ideológica (centrista) relativizando la confrontación democrático-igualitaria frente al poder autoritario-regresivo. La reafirmación en relativizar el contenido sustantivo de un movimiento popular y su papel sociopolítico y cultural o, si se quiere, relacional e histórico, es un inconveniente no una ventaja en el doble plano, analítico y normativo. Tampoco facilita el arraigo social.

La identificación con el populismo es problemática por la necesidad imperiosa de diferenciarse del populismo neo-autoritario europeo (y de Trump). Intelectuales próximos a Podemos como Villacañas (2015) o Fernández Liria (2016) se distancian de esa vinculación al antagonismo populista desde los valores del republicanismo institucional. El propio Errejón reconoce que la palabra populismo no es ganadora, aunque mantiene esa referencia como fundamento de su estrategia política y su función diferenciadora del pensamiento marxista dominante en la dirección de IU.

Por otro lado, es verdad que la palabra ‘izquierda’ genera confusión al estar vinculada al giro socioliberal de la socialdemocracia y al comunismo autoritario del Este. Como dice Mouffe, hay que resignificarla para asociarla a los mejores valores democrático-igualitarios de la tradición progresista europea. En todo caso el populismo de izquierdas (o progresista-republicano), útil para la diferenciación con el fenómeno indeseable del populismo derechista, reaccionario y xenófobo, todavía conserva la referencia populista, asociada al antagonismo que, supuestamente, tendría una superioridad interpretativa de la pugna por una nueva hegemonía política, el ‘momento’ populista.

Por tanto, existen dos problemas. El más importante es el contenido de un enfoque o teoría social, basado en la democracia y la igualdad, que hay que desarrollar. El menos importante, aunque también relevante, es el del ‘nombre’, que está por definir. Otros significantes disponibles, incluido la ‘nueva socialdemocracia’ o el ‘republicanismo’, tienen sus insuficiencias y también hay que darles el significado apropiado (Antón, 2016b). La ‘transversalidad’ tiene un límite ideológico (igualdad-libertad-democracia o derechos humanos) y otro político-social (gente subordinada o solidaria) (Antón, 2017a). No es centrismo ni puede ser neutra en los conflictos con esos intereses y valores, aunque sí sirva para superar la idea marxista de ‘izquierda’ política o ‘clase’ trabajadora, que serían restrictivas.

3.5 Comprensión concreta frente a ecumenismo interpretativo abstracto

La posición populista rígida señala que la elección de significantes, discurso clave para la polarización hegemonista, no debe estar condicionada por nada previo o relacional (material o ideológico); solo por su eficacia para convertir las demandas parciales en identificación del pueblo, mediante esa construcción de identidad hegemónica. La teoría de Laclau insiste en la abstracción o infravaloración de la realidad y el contenido sustantivo de un movimiento popular, que considera innecesario o contraproducente para tener más posibilidad de elegir (nominar) una idea ‘populista’, construir ‘pueblo’ y ganar  hegemonía y poder (sin definir su papel y orientación).

El concepto y la función de ‘significante vacío’ son insuficientes; desde su visión constructivista una palabra o consigna puede cumplir funciones ‘unificadoras’ de las demandas democráticas o parciales realmente existentes. Pero esa tarea no la valora desde el punto de vista ideológico-político, de avance o retroceso para la igualdad y la libertad (del pueblo). Prioriza su función ‘identificadora’ a partir de las demandas parciales, dando por supuesto que éstas están dadas y son positivas en su articulación hegemónica frente al poder oligárquico, aunque tampoco asegura su orientación política e incluso admite una pluralidad de efectos contrapuestos.

En ese autor hay también una infravaloración del contenido político-ideológico o ético de un movimiento popular y, en consecuencia, del tipo de cambio político que promueve. Esa pluralidad de realidades en que se concretaría su teoría demuestra una desventaja, no un elemento positivo o conveniente. Es incoherente al juntar tendencias con diferencias y antagonismos de sus características principales. Esa comparación basada en el ‘mecanismo’ común refleja su ambigüedad ideológica y confunde más que desvela la realidad tan diferente, incluso opuesta, de unos movimientos u otros (ya sea Le Pen con Podemos, el nazismo con el PCI de Togliatti, el populismo latinoamericano con la Larga Marcha de Mao o los Soviets, o el etnopopulismo y el racismo con los nuevos movimientos sociales y de los derechos civiles).

¿Para qué sirve meterlos todos en el mismo saco de ‘populistas’?. ¿Para destacar la validez de una teoría por su ‘universalidad’, su amplia aplicabilidad histórica? (Laclau, 1978: 233). Pero, esa clasificación, qué sentido tiene; ¿solo el de resaltar un ‘mecanismo’ constructivo, el del conflicto nosotros-ellos, en oposición al consenso liberal y en vez de la clásica lucha de clases?. Esa diversa y amplia aplicabilidad no demuestra una teoría más científica (u objetiva) sino menos rigurosa y más unilateral respecto de lo sustantivo: su sentido político liberador.

Esa ambigüedad político-ideológica refleja su debilidad, su abstracción de lo principal desde una perspectiva transformadora: analizar e impulsar los movimientos emancipadores-igualitarios de la gente subalterna. Para ello la teoría populista sirve poco y distorsiona. Como teoría del ‘conflicto’ (frente al orden) es positiva en el contexto español, con actores definidos en ese eje progresista-reaccionario. Partir de los de abajo le da un carácter ‘popular’. Pero, lo fundamental de su papel lo determina según en qué medida conecta y se complementa con un actor sociopolítico concreto, con su cultura, experiencia y orientación sustantiva… igualitaria-emancipadora (como en España). Aquí, sus insuficiencias se contrarrestan con el sentido progresivo (justicia social, democracia…) de la ciudadanía activa española y sus líderes, incluido los de Podemos, que se han socializado en la cultura progresista, democrática… y de izquierda (social) (Antón, 2018).

Laclau pone de relieve algunas deficiencias de la clásica interpretación estructural-marxista y su lenguaje obsoleto. Pero tampoco es realista; comparte su idealismo, aunque se va al otro extremo constructivista. Y, sobre todo, infravalora elementos internos sustantivos (éticos o ideológico-políticos) para evitar su conexión con actores autoritarios-regresivos. Es su inconveniente y la crítica principal.

En definitiva, dada la importancia de las necesidades políticas y estratégicas del movimiento popular en España, la diversidad de corrientes de pensamiento entre las fuerzas alternativas y, específicamente, la tarea de cohesión y consolidación de la nueva representación en torno a Podemos y el conjunto de sus aliados y confluencias, es imprescindible un esfuerzo cultural y un debate teórico para avanzar en un pensamiento crítico que favorezca la transformación social. Aun sin luces largas (estrategia global) hay que enfocar mejor con las luces cortas (análisis concreto, arraigo con la gente), contando con la experiencia y las mejores tradiciones de los movimientos emancipadores de los dos últimos siglos.

3.6 Conclusiones: Superar la teoría populista

La apuesta es por una interpretación basada en la interacción entre estructuras y sujetos, por un paradigma social, relacional e histórico que parte del conflicto social, de la conformación de procesos de movilización social y cambio sociopolítico progresista. Se trata de la revalorización del papel de la propia gente, de su situación, su experiencia y su cultura, así como de los sectores más activos y su representación social y política, su capacidad articuladora y sus discursos, es decir, de los sujetos sociopolíticos. Concluyo con dos aspectos: resumen de las aportaciones e insuficiencias de la teoría populista de Laclau y necesidad de un pensamiento crítico transformador.

La teoría política como análisis y guía para la acción (emancipadora)

La teoría de Laclau interpreta dos tipos (y otros intermedios y diferentes) de populismos similares en la lógica y distintos en su contenido, sentido y orientación. También sirve para construirlos y transformar las relaciones de poder. Este pensador no valora solo el análisis, sino la conquista de la hegemonía y el poder. Su teoría es, fundamentalmente, normativa. Pero sin caracterizar el poder y el sujeto transformador, así como su interacción, se queda incompleta, indefinida o ambigua sobre su sentido sustantivo y el significado de su discurso.

Su teoría ‘procedimental’ (formalista), con parecidos mecanismos de amigos-enemigos a los de Schmitt, han sido parcialmente superados por Mouffe (2007); pero puede servir para transformar la realidad en dos (o más) sentidos: autoritario-regresivo y emancipador-progresivo. Es incompleta para la función de orientación, pero también para la de análisis, al no clarificar (desvelar) las dos dinámicas contradictorias, claves para la contienda política. No es antipluralista (crítica convencional desde ámbitos de la derecha y la socialdemocracia) sino ambigua, es decir, que su función depende de según qué contexto, dinámica popular, liderazgo y estrategia la acompañe.

Esa indefinición sustantiva le aporta flexibilidad o capacidad adaptativa con distintos procesos políticos, proyectos dispares e ideologías contrarias. Le confiere, en momentos de crisis sistémica como los actuales, cierto ‘ecumenismo’ o universalidad como dialéctica (hegeliana) del conflicto frente a las teorías liberal-conservadoras del orden. Pero, su lógica de polarización la debe completar con una determinada cultura sociopolítica incardinada en sujetos concretos. La combinación ofrece resultados contrapuestos.

El problema analítico, normativo y estratégico principal es interpretar y favorecer un proceso democrático-progresivo confrontado con una dinámica autoritaria-regresiva. Y la teoría populista no aporta instrumentos interpretativos y transformadores suficientes. Debe complementarse con otros contenidos teóricos, ético-ideológicos y político-estratégicos, ya divididos en la sociedad desde la ilustración, en torno a los dos grandes valores de igualdad y libertad. Es decir, lo principal de un movimiento popular es su carácter democrático-igualitario-solidario. No la intensidad del conflicto sino su sentido.

Esa teoría recoge la pluralidad de formas como se pueden configurar dinámicas populistas. Laclau admite la posible construcción no unívoca del pueblo y su posible fracaso hegemonista. Pero englobar distintos sentidos bajo el mismo rótulo es confuso. Hay que explicar e impulsar la dinámica popular emancipadora-igualitaria, renovando expresiones convencionales (gramscianas) del conflicto social: acumulación de fuerzas transformadoras y cambio hegemonista de las relaciones de poder. 

Este pensador reconocería la construcción ambivalente o contradictoria de un ‘pueblo’ desde el punto de vista ético-político-ideológico (su crítica al etnopopulismo lo refleja). Aunque Laclau (1978) tempranamente se declara partidario de un populismo ‘socialista’ o de clases dominadas –y Mouffe (2003, 2007 y 2015) de un populismo de ‘izquierdas’-, infravalora sus límites interpretativos y normativos en ese campo. Su teoría aporta el análisis de unos mecanismos constructivistas de hegemonía (cultural) pero no se centra en lo principal: la orientación ideológico-política o ética de ese movimiento popular en el plano principal emancipatorio-igualitario-solidario, su conformación realista y, por tanto, del tipo de cambio político y su modelo socio-económico.

Esa ambigüedad ideológica y su idealismo son su insuficiencia sustantiva. Como dice Fernández Liria (2016): Más Kant y menos Laclau. O como señala Villacañas (2015), menos populismo y más republicanismo. Ambos en el sentido de priorizar no el antagonismo como lógica política sino el republicanismo ilustrado como contenido emancipador con un sesgo institucionalista (Antón, 2016b). Por otro lado, Monedero (2016) critica la ineficacia transformadora de su idealismo: Laclau quiere convertir el cambio social en un discurso y, con bastante probabilidad, lo desactiva.

La validez de una teoría social o política (democrática) y sus criterios analíticos y valorativos, incluye la discusión sobre su objeto, enfoque y prioridad, que deben ser ‘conocer para transformar’… en un sentido igualitario-emancipador de las capas oprimidas frente a las oligarquías opresoras. No obstante, este autor clasifica a los movimientos populares según su vinculación con sus criterios procedimentales, no sustantivos, de ‘lógica política’: antagonismo y hegemonía de un sujeto construido discursivamente. Pero el resultado de ese cajón de sastre ‘populista’ es heterogéneo o contradictorio según su contenido u orientación sustantivos (ideológico-políticos o éticos). No clarifica sino obscurece la realidad.

Esa clasificación populista es secundaria (y contraproducente) al asemejar movimientos distintos u opuestos con una particularidad supuestamente común. No sirve como principal guía u opción política, ética o normativa. Es insuficiente construir ‘pueblo’, apoyar movimientos ‘populistas’ o defender el populismo, sin precisar su contenido, su papel y su contexto. Desde la perspectiva de cambio de progreso, es fundamental el ‘empoderamiento’ cívico (o poder popular)… en un sentido ético-político progresivo y el refuerzo de movimientos populares… igualitarios-emancipadores, frente a movimientos ‘populistas’ autoritarios-regresivos.

Esa ‘pluralidad de formas’ (y contenidos) populistas, algunas contrarias entre sí por su sentido político y ético, no valida esa teoría, sino la invalida como análisis y guía adecuados para la acción transformadora… igualitaria. Hay que tener elementos críticos suficientes (ideas, valores, enfoques) para cuestionar la ausencia ‘sustantiva’ en esa teoría.

Un pensamiento crítico transformador

La diferencia con Laclau es doble. Por un lado, al meter en el mismo concepto de populismo fenómenos distintos y contrarios, obscurece más que clarifica la interpretación de esos procesos. No tiene sentido su alarde de superioridad por la universalidad del mecanismo del antagonismo (1978: 233), cuando él mismo reconoce el sentido tan contrario entre el populismo de la clase dominante (o de derechas) y el populismo de las clases dominadas (o de izquierdas).

Por otro lado, y es lo más importante, en su componente orientador, de guía para la acción, su teoría se queda corta, es ambigua, polisémica y confusa. No aporta suficiente orientación en el aspecto más crucial para el cambio político, su sentido democrático-igualitario. Aporta un mecanismo (polarización como identificación del pueblo y construcción de hegemonía) pero no precisa el carácter de los dos polos (pueblo-oligarquía) y su interacción, el contenido o componente principal de esa guía (estrategia o programa) y su impacto ‘sustantivo’ en las relaciones de dominación.

La elección del llamado significante (nominación) se realiza por esa supuesta eficacia articuladora contra-hegemónica (culturalmente), en cómo conseguir apoyo popular y ganar poder; pero se relativiza el carácter de ese sujeto (y del poder), el sentido de su interrelación y el para qué. Ese contrapoder popular es frágil si no está enraizado en una función (ética-ideológica) arraigada y liberadora de la gente subordinada. Al desconsiderar este aspecto, Laclau llama ‘vacío’ a su significante, porque es independiente de la realidad material de subordinación y de la experiencia y los valores de igualdad, libertad o democracia.

A efectos discursivos, puede escoger alguno de ellos, pero solo instrumentalmente si cumple coyunturalmente con esa función identificadora del pueblo. Ese espontaneísmo seguidista de la opinión del pueblo es positivo frente al elitismo de las oligarquías regresivas y autoritarias, desligadas y en contra de las demandas populares, pero todavía es insuficiente y manipulable por otras fracciones oligárquicas para determinar el papel y los objetivos del movimiento frente al poder establecido.

El proceso articulador es más complejo y ‘mediado’ y, sobre todo, debe definir el horizonte en diálogo con la dinámica real. No al estilo de la estrategia y la ideología comunista, determinista y global; tampoco al giro socioliberal. Pero sí con una guía de alcance medio y principios o valores democráticos e igualitarios. Es la línea para discernir los distintos tipos de populismos y construir un pueblo libre e igual.

En definitiva, la cuestión analítica y política principal es si un movimiento popular es regresivo-autoritario o progresivo-democrático (o, bien, etnicista, solidario, nazi-fascista, izquierdista, centrista, soviético-gramsciano, republicano, postmoderno, etc.), y adoptar una posición política sobre ese eje político-ideológico. Luego, dentro del populismo democrático-progresista, vienen las diferencias entre transversalidad ‘político-ideológica’ o ‘popular’, entre confrontación con el poder más débil o más fuerte. Son secundarios otros rasgos como el emocional o el liderazgo (Fernández Liria, 2016; Innerarity, 2015).

La teoría populista de Laclau es una teoría del ‘conflicto’, más adecuada que el mecanismo de uniformización del ‘consenso’ liberal-conservador o el estructuralismo funcionalista, a las que se opone. Pero tiene unos inconvenientes de fondo, particularmente su ambigüedad ideológica, que no le permiten aportar suficiente claridad interpretativa y orientación política a las tareas estratégicas del movimiento popular (en España y Europa). Y la creencia en que tiene la llave de la interpretación de la acción política le obstaculiza para avanzar en la elaboración de una estrategia adecuada. La reafirmación en ella (salvando aspectos parciales) no es un avance respecto de un pensamiento crítico sino un lastre teórico a superar. Su indefinición la complementa con todo tipo de aportaciones contrapuestas, aunque en España está ligada a posiciones progresistas. Su déficit hay que corregirlo con una teoría política que priorice un enfoque social y crítico, un sujeto y un proyecto sustantivo para un proceso emancipador-igualitario. Es una tarea difícil y compleja, la mejor intelectualidad europea está, cuando menos, perpleja, pero dadas las necesidades del cambio político de progreso es necesaria abordarla. Esa es la pretensión de estas reflexiones.

4. Crítica a la interpretación populista de ‘pueblo’[3]

4.1 Introducción

El análisis de los movimientos sociales y la acción colectiva debe tener en cuenta tres elementos: 1) estructura de oportunidades políticas; 2) razones o contenido de las protestas, y 3) cultura sociopolítica. Es fundamental la mediación sociopolítica-institucional, el papel de los agentes y la cultura. Junto con el análisis de las condiciones materiales y subjetivas de la población, el aspecto principal es la interpretación, histórica y relacional, del comportamiento, la experiencia y los vínculos de colaboración y oposición de los distintos grupos o capas sociales, y su conexión con esas condiciones y los contextos históricos y culturales.

En las ciencias sociales existen muchas ideas razonables y hay que partir de ellas. Pero el acento hay que ponerlo en su renovación y en la superación de sus principales errores y límites, en el análisis concreto y la elaboración de una nueva interpretación de los hechos sociales actuales. Ese esfuerzo teórico, analítico y crítico, es necesario para interpretar la nueva realidad sociopolítica, en particular, el proceso de indignación y protesta social y los nuevos reequilibrios del espacio político-electoral e institucional; y es todavía más perentorio desde el punto de vista normativo o de estrategia política.

Aquí, se valora críticamente la teoría populista, dada su relativa novedad y su impacto en dirigentes de Podemos, eje de las llamadas fuerzas del cambio en España. Se explican sus dos características principales: el antagonismo compatible o transversal respecto de distintas ideologías y su idealismo discursivo o post-estructuralista. 

La derecha liberal-conservadora europea es responsable de las políticas autoritarias de ajuste y austeridad; también la mayoría de los aparatos socialdemócratas ha colaborado con ese consenso institucional europeo y de los principales gobiernos. Las élites gobernantes tradicionales han merecido un desgaste de su credibilidad popular y legitimidad ciudadana. La alternancia de esa derecha y esa izquierda oficial ha dejado de ser capaz de encauzar el conflicto social y político. Ante amplias capas populares han aparecido como representantes de los de arriba o la oligarquía con una gestión antisocial, frente a los de abajo o la democracia.

Son expresiones, todavía simples, solo en el campo sociodemográfico, e incompletas, sin desarrollar en el ámbito programático y estratégico. Pero aportan otro enfoque distinto al consenso liberal: la necesidad de generar otra dinámica u otro espacio sociopolítico de defensa y representación de capas populares (democrático-progresistas) frente al poder establecido (autoritario-regresivo). O sea, con la nueva realidad se pone el acento en el nuevo sujeto popular surgido con el nuevo conflicto social y político y, por tanto, en la renovación discursiva.

El amplio descontento social, la indignación cívica y la desafección hacia la mayoría de los aparatos socialdemócratas gobernantes se ha agudizado por su corresponsabilidad en la gestión neoliberal y autoritaria de la crisis sistémica. La decepción ante el incumplimiento de sus compromisos con su base electoral ha sido más fuerte que el de la derecha con la suya. Hablo de crisis sistémica en la medida que confluye una crisis socioeconómica, una crisis político-institucional y una crisis territorial (Catalunya), aparte de otras como la crisis ecológica, la de la construcción europea, la de valores, así como la queja ante la impotencia (o colaboración) de la gobernanza frente a los efectos de la globalización económica y el capitalismo financiero. A ello hay que añadir la persistencia de dos problemáticas fundamentales: la desigualdad entre hombres y mujeres, y las dificultades para la integración social y convivencia intercultural. Crisis no como derrumbamiento del sistema sino como graves consecuencias para la sociedad e importantes dificultades institucionales para la gestión de la misma, así como de oportunidades de cambio.

El alcance y el ritmo del agotamiento del modelo socioliberal (o directamente neoliberal) practicado por la mayoría de las direcciones socialistas vienen determinados, precisamente, por la dimensión, profundidad y persistencia de la imbricación de sus aparatos institucionales con los poderosos y la gestión neoliberal y autoritaria en perjuicio de la mayoría social. Al contrario, los procesos de reafirmación como nueva socialdemocracia y su vinculación con sus bases sociales y electorales están condicionados por la renovación de ese proyecto histórico democrático y social favorable a la ciudadanía.

El problema principal para las fuerzas ‘emergentes’ no viene de la necesidad (imperiosa) de renovar el discurso de las izquierdas tradicionales, sino de construir y orientar el proceso político, es decir, de conformar una dinámica política popular con un proyecto social y democrático o, si se quiere, igualitario, solidario y emancipador. Pero, es aquí donde se produce una bifurcación, especialmente en lo ‘nuevo’, con dos sentidos diferentes: como recomposición y relegitimación del poder establecido regresivo-autoritario, con un modelo restrictivo de la democracia y el bienestar social y con la hegemonía liberal-conservadora condicionada por la derecha extrema; o bien, como dinámica democrática-igualitaria-emancipadora, con auténticos sujetos nuevos y una alternativa institucional y socioeconómica de cambio de progreso, real y sustantivo.

Por tanto, con el punto de partida común de la desafección popular hacia las élites gobernantes, se han abierto al menos dos dinámicas contrapuestas (y habría que añadir una tercera, la del centrismo neoliberal y populista de Macron, con su particular transversalidad liberal): una de carácter reaccionario-regresivo-autoritario y otra de carácter progresivo-igualitario-democrático, que tienen algo que ver con la tradición de dos proyectos tradicionales contrapuestos: una derecha reaccionaria y una izquierda renovada. Es decir, se han conformado en torno a la polarización histórica en los grandes conflictos sociopolíticos y de valores de la modernidad: democracia, igualdad, solidaridad, laicidad…

Y en España se ha generado un nuevo espacio de cambio de progreso y una nueva dinámica de conflicto democrático-popular, con rasgos basados en la justicia social (Antón, 2013b), los derechos humanos y la democratización política que conectan con las mejores tradiciones progresistas, republicanas y de las izquierdas. La vieja dicotomía izquierda-derecha no define bien el análisis de las principales tendencias y las tareas estratégicas democrático-igualitarias; a no ser que se resignifique bien la palabra ‘izquierda’, con la igualdad social como fundamento (Bobbio, 1999) y se adjetive de nueva o renovada.

Pero, al igual que ‘nueva’ socialdemocracia, estos términos cargados de historia hay que utilizarlos con un determinado contexto y un sentido que signifique los mejores valores políticos y culturales de esas tradiciones. Y no siempre hay una capacidad crítica e histórica para evaluar su experiencia y trayectoria y para definir claramente su contenido simbólico y su función legitimadora. Menores contraindicaciones tienen las palabras progreso, progresivo o progresista que utilizo en el sentido de un horizonte de democracia social avanzada. Por ello me inclino por utilizar esos significantes de forma comedida y contextual y no poner el acento en la nominación única e inmediata, pendiente de construir colectivamente, sino en el contenido sustantivo de un nuevo proyecto democrático, igualitario, solidario y emancipador.

Dicho de otro modo, siguen vigentes las dos grandes corrientes de la modernidad, la liberal-conservadora y la democrático-progresiva, ésta última con la seña de identidad de la lucha por la igualdad social. Pero su denominación, especialmente la segunda con la palabra izquierda, no es clarificadora, al incorporar en ella dos experiencias problemáticas, con impacto en la cultura de la gente: por un lado, el socioliberalismo de la tercera vía; por otro lado, el comunismo autoritario del Este.

También se puede utilizar la denominación de ‘republicanismo’ (Pettit, 1999) en la medida que se asienta en los tres grandes valores ilustrados de libertad, igualdad y fraternidad. Las limitaciones aquí vienen por las interpretaciones de la libertad y la democracia más restrictivas o institucionalistas, sin cuestionar a fondo las relaciones de poder y considerando a la igualdad casi solo en el campo jurídico político. Es decir, valdría un republicanismo más participativo, deliberativo y relacional, más en confrontación con el poder establecido y más social. O sea, un republicanismo cívico más vinculado a una democracia social y económica avanzada (Antón, 2016a; Fernández Liria, 2016, y Villacañas, 2017b).

En el terreno político-estratégico, quizá más adecuado que el histórico-ideológico, porque está ligado a la experiencia y el contexto más concreto en España y su relativo carácter novedoso, la clasificación más apropiada es la polarización entre dos dinámicas y proyectos fundamentales: el ‘continuismo político-institucional’ y el ‘cambio real o sustantivo’. Es decir, por una parte, las ‘fuerzas continuistas’, principalmente las derechas, con una estrategia liberal-conservadora autoritaria-regresiva, así como con el intento normalizador del bloqueo institucional del bipartidismo –renovado- con una simple ‘alternancia’ en las instituciones; por otra parte, las ‘fuerzas del cambio’, con un plan transformador de progreso, justicia social y democratización con ‘alternativas’ programáticas y representativas. Este conglomerado de fuerzas del cambio ha ido forjando su identidad política en sintonía con las características fundamentales del movimiento popular progresista y sus demandas, con la ciudadanía crítica y democrática, con un fuerte contenido social igualitario y solidario. 

En definitiva, aunque haya deficiencias en la ‘nominación’ y ésta sea importante, lo fundamental es conformar las dinámicas sociopolíticas emancipadoras con unas características de fondo definidas y diferenciadoras del proyecto liberal conservador y del populismo de la derecha extrema. Y es necesaria la superación del nominalismo, del idealismo discursivo, de la idea de que una realidad solo existe cuando se la nombra o que nombrarla es la condición para su existencia. Tenemos muchas descripciones de esta nueva realidad; hay dificultad para sintetizarla en una palabra, especialmente como proyecto de cambio, pero los significantes cobran significado cuando expresan una realidad según su función, su contexto y su trayectoria. Luego vuelvo sobre este tema del idealismo discursivo.

En conclusión, esta investigación no tiene por objeto el análisis concreto del reciente movimiento popular en España, realizado en otros textos (Antón, 2011; 2013a; 2014; 2015a; 2015b; 2016a, y 2018), sino partiendo de ese contexto político, expuesto aquí sintéticamente, explicar críticamente los fundamentos de la interpretación populista: polarización política, ambigüedad ideológica, idealismo discursivo. La evaluación de este enfoque es relevante en la medida que influye en dirigentes significativos de Podemos, eje vertebrador de las fuerzas alternativas. La valoración la realizo, fundamentalmente, en el plano teórico. No obstante, la finalidad es doble. Por un lado, aportar reflexiones para renovar una teoría alternativa con un enfoque realista y crítico, desde la constatación de una pluralidad de tendencias ideológicas y políticas en las llamadas fuerzas del cambio. Por otro lado, señalar la conexión y las insuficiencias del marco teórico, a la hora de servir de apoyo a la transformación de la realidad, con la finalidad de favorecer una estrategia política de cambio. Es decir, el objetivo es explicar los elementos teóricos que facilitan o perjudican la comprensión de los procesos actuales y la acción estratégica de las fuerzas alternativas progresivas.

4.2 El populismo como antagonismo compatible con distintas ideologías

Lo específico del populismo es la interrelación de dos elementos constitutivos: antagonismo entre dos polos (nosotros / ellos; pueblo / élites) e idealismo discursivo post-estructuralista. En una edad temprana ya lo planteaba Ernesto Laclau (la negrita en las citas es mía):

Lo que transforma a un discurso ideológico en populista es una peculiar forma de articulación de las interpelaciones popular-democráticas al mismo. Nuestra tesis es que el populismo consiste en la presentación de las interpelaciones popular-democráticas como conjunto sintético-antagónico respecto de la ideología dominante (1978: 191).

El tipo de sujeto del cambio o base social populista, así como el del poder establecido, son indeterminados. El carácter político-ideológico de ambos y sus condiciones materiales o sociodemográficas, es decir, sus intereses, demandas, experiencia, cultura o perfil sociopolítico son secundarios. Lo sustantivo es su carácter antagónico, su polarización con el adversario para una ‘transformación sustancial del bloque de poder’: 

Basta que una clase o fracción de clase requiera para asegurar su hegemonía una transformación sustancial del bloque de poder para que una experiencia populista sea posible. Podemos señalar en este sentido un populismo de las clases dominantes y un populismo de las clases dominadas (1978: 202)… Para los sectores dominados, la lucha ideológica consiste en expandir el antagonismo implícito en las interpelaciones democráticas y en articularlo al propio discurso de clase. La lucha de la clase obrera por su hegemonía consiste en lograr el máximo posible de fusión entre ideología popular-democrática e ideología socialista. En este sentido, un populismo socialista no es la forma más atrasada de ideología obrera, sino su forma más avanzada (p. 203).

Ambos populismos tendrán un sentido político y un discurso contradictorios, de ahí su diferenciación temprana en función de si está constituido o favorece a las clases dominantes (como el fascismo o las derechas) o a las clases dominadas (como el socialismo o las izquierdas). Pero, ante todo, el autor destaca el elemento común: el antagonismo como lógica política para transformar el bloque de poder: de una clase o fracción de clase emergente frente a otra clase o capa dominante o establecida.

Por otra parte:

El populismo no es la superestructura necesaria de ningún proceso social o económico (p. 207)… El populismo como inflexión particular de las interpelaciones populares no puede constituir nunca, por tanto, el principio articulador de un discurso político, aun cuando pueda constituir un rasgo presente en el mismo. Es precisamente este carácter abstracto del ‘populismo’ el que permite su presencia en la ideología de las clases más diversas (p. 228).

Es decir, el populismo no es una ideología (liberal, conservadora, republicana, socialista, marxista, reaccionaria o nacionalista…), ni un principio articulador de un discurso político. Es una ‘lógica política’ de confrontación, tal como confirma Laclau (2013) durante las siguientes cuatro décadas, compatible con cada una de esas ideologías o proyectos políticos polarizados. La diferenciación de esa lógica o teoría del conflicto es con la teoría del consenso o la armonía social y política, presentes en el funcionalismo conservador o el racionalismo liberal. La confrontación de esa ‘dialéctica hegeliana del conflicto’ es frente a la visión ‘unitarista’ o de consenso uniformizador:

Negar el carácter ineliminable del antagonismo y proponerse la obtención de un consenso universal racional tal es la auténtica amenaza a la democracia (Mouffe, 2003: 37).

Por tanto, siguiendo con Laclau (1978): el grado de ‘populismo’, por consiguiente, dependerá de la naturaleza del antagonismo existente entre la clase que lucha por su hegemonía y el bloque de poder (p. 230).

Aquí, hace depender el grado de populismo del nivel de radicalidad y generalización del antagonismo, no tanto del ‘carácter’ sustantivo o político-ideológico del proceso de conflicto entre ambos contendientes. Aunque más adelante matiza: No hay socialismo sin populismo, pero las formas más altas de populismo sólo pueden ser socialistas… (p. 231). Es decir, el ‘mejor’ populismo sería el que genera un cambio radical del sistema capitalista y la conformación de una nueva clase hegemónica de tipo popular-democrático o de izquierdas.

Laclau es partidario de un populismo ‘socialista’. Igualmente, Chantal Mouffe defiende un populismo de ‘izquierda’, con una resignificación de esos conceptos. Así,

El verdadero problema con los defensores del ‘centro radical’ estriba, en mi opinión, en su pretensión de que la división entre izquierda y la derecha, un elemento heredado de la ‘modernización simple’, ha dejado de ser relevante en los tiempos de la ‘modernización reflexiva’… El enfoque de la tercera vía es incapaz de aprehender las conexiones sistémicas que existen entre las fuerzas del mercado global y la diversidad de problemas desde la exclusión social hasta los riesgos medioambientales- a los que pretende enfrentarse… En consecuencia, en lugar de abandonarlas (izquierda/derecha) por anticuadas, es mejor redefinir esas categorías (Mouffe, 2003: 123).

Ambos autores son conscientes de la orfandad programática y teórica del populismo al reducirlo a una lógica política de antagonismo y exponen su particular complemento político-ideológico preferente. Sin embargo, sobre todo en Laclau, insisten en utilizar el mismo significante de populismo para englobar todas las variantes de conflictos, incluso las más contrapuestas, por ese elemento común del antagonismo.

En la amplia cita siguiente, Laclau (1978) explica ya que lo populista, como presentación antagonista de las interpelaciones populares, es solo un elemento parcial de una ideología o proyecto transformador:

Se ve, así, por qué es posible calificar de populistas a la vez a Hitler, a Mao o a Perón. No porque las bases sociales de sus movimientos fueran similares; no porque sus ideologías expresaran los mismos interese de clase, sino porque en los discursos ideológicos de todos ellos las interpelaciones populares aparecen presentadas bajo la forma de antagonismo y no sólo de diferencia… esta presencia (del antagonismo) es la que intuitivamente se percibe como constitutiva del elemento específicamente populista en la ideología de los tres movimientos… Queda claro, pues: 1) que lo populista de una ideología es la presencia de las interpelaciones popular-democráticas en su antagonismo específico; 2) que el conjunto ideológico del que el populismo es sólo un momento consiste en la articulación de ese momento antagónico a discursos de clase divergentes (p.205).

Laclau (1978), ya en su época temprana, es consciente de la confusión generada por nombrar, con el mismo significante de populismo, a tendencias sociopolíticas tan contrapuestas y contradictorias como el fascismo o el socialismo. Así,  al final de su libro, expone:

Para concluir, debemos responder a la siguiente pregunta: ¿por qué no limitar el uso del término ‘populismo’ al segundo caso [de derechas] que hemos analizado, y adoptar una terminología diferente para referirnos a aquellas experiencias en que las interpelaciones populares radicalizadas han sido articuladas con el socialismo? Aparentemente éste sería el camino más sensato dadas las connotaciones peyorativas con las que el término ‘populismo’ aparece generalmente asociado. Pienso, sin embargo, que ésta no sería una decisión correcta, ya que oscurecería la universalidad de la premisa básica constituida por la doble articulación del discurso político, y podría conducir a la ilusión de que las interpelaciones populares presentes en el discurso socialista han sido ‘creadas’ por este discurso y están ausentes de la ideología de las clases dominantes. Ésta sería la vía más segura para recaer en el reduccionismo de clase. Por el contrario, afirmar la relativa continuidad de las interpelaciones populares frente a las articulaciones discontinuas de los discursos de clase, es el único punto de partida válido para un estudio científico de las ideologías políticas (p. 233).

En estas ideas, que mantiene desde entonces a lo largo de toda su vida, Laclau prioriza la supuesta superioridad intelectual del populismo como mecanismo antagónico universal, válido para interpretar toda la realidad social (conflictiva), así como su constructivismo discursivo como medio de construir identidad de pueblo. Ello aunque las dinámicas del conflicto signifiquen procesos, intereses y objetivos distintos o contrapuestos, con la inevitable confusión política e interpretativa. El resultado es que realza un componente ‘procedimental’ de su teoría (antagonismo) para revalorizar su aplicación más universal, a costa de mantener un ‘ecumenismo ideológico’ o indefinición política que lo hace más inoperativo en términos interpretativos, programáticos y estratégicos igualitarios-emancipadores (o regresivos-autoritarios). O sea, prioriza la existencia de un mecanismo parcial (la presentación antagónica del discurso o las interpelaciones) como demostración del supuesto estatus interpretativo superior y, por tanto, poder alcanzar por esa vía mayor legitimidad, cuando lo que pierde es capacidad normativa o transformadora.

La consecuencia es el embellecimiento de ese voluntarismo discursivo del antagonismo, de sus efectos identificadores en la construcción de un sujeto de cambio y, por tanto, su trascendencia política. A cambio, infravalora el sentido político del movimiento popular real, cuyo contenido principal lo da el carácter de sus demandas y su comportamiento frente al poder, su práctica social y política interrelacionada con su posición socioeconómica, su diferenciación cultural y su experiencia sociopolítica.

A través de la generalización del método del idealismo dialéctico o postmodernismo antagonista considera Laclau que está en posesión de la verdad de cómo se conforma la historia y los procesos hegemónicos. Igualmente, cree que su posición ofrece mejores garantías de ganar el poder político, pero por parte de un pueblo ‘indeterminado’ y compatible con dinámicas y proyectos con sentidos políticos distintos y contrapuestos. Para él, para ese pensamiento postmoderno, lo sustantivo es secundario, y la lógica procedimental lo fundamental que da razón a todo populismo (de derechas, izquierdas, etnopopulismo, autoritario, democrático, etc.). La prioridad por resaltar, dar pertenencia o identidad a esa afinidad común metodológica distorsiona la configuración del campo de los aliados y los adversarios. Junta en el ‘nosotros’ a amigos indeseables (Trump o Le Pen) y en el ‘ellos’ a posibles aliados (la socialdemocracia crítica o la izquierda tradicional). Pero, además de la confusión analítica, ética y estratégica, ese enfoque procedimental de apariencia ganadora, sin complemento sustantivo, es inoperativo políticamente.

El pronóstico de la adivinación de la historia con la supuesta tendencia imparable de la desafección popular completa de las élites llamadas tradicionales y su sustitución por nuevas fuerzas populistas (izquierdistas, derechistas o centristas), infravalora la pugna real, pero incierta en sus resultados, de las capas populares frente a las auténticas clases dominantes controladoras del poder económico financiero y político-institucional. Se piensa que la hegemonía política se ventila en el campo cultural en el que el populismo (su dimensión pasional) jugaría con ventaja. Se olvidan las diferencias sustantivas en la pugna por conquistar la hegemonía política y cultural entre dos dinámicas históricas diferenciadas.

Por una parte, la dinámica ascendente de la burguesía emergente frente al Antiguo Régimen que construyó su hegemonía política tras, al menos, tres siglos de pugna ética y cultural sobre la base de una estructura económica mercantil propia y avances sucesivos en el control político, institucional y estatal.

Por otra parte, las tendencias populares o socialistas que no tienen, prácticamente, controles económicos previos y solo un poco de capacidades institucionales. Así, deben configurarse como fuerza social, política e institucional, apoyada democráticamente en las mayorías ciudadanas. Para ese bloque histórico, al decir de Antonio Gramsci (1978, y 2011), su cultura y su subjetividad son fundamentales, pero en la medida que se integra con la experiencia y el comportamiento sociopolítico de las mayorías cívicas que es lo que le da consistencia y capacidad transformadora y de poder. La sociedad, el sujeto sociopolítico, la democracia, es lo principal y el punto de partida para el acceso al control institucional-estatal y luego al económico.

Y uno de los grandes problemas actuales es la transformación de los sistemas de gobernanza y la autonomía de los grandes poderes económico-financieros, con la globalización desregulada, que dificulta la capacidad de la acción democrática y la soberanía popular desde las instituciones y el Estado, aunque en nuestro caso europeo esté paliada por la conformación de una Unión Europea con mayores recursos de poder (Jessop, 2008, y 2017a).

La ilusión postmoderna de dilución de las estructuras de poder crearía un escenario ventajoso en el que generar una nueva fase de polarización discursiva entre el populismo de derechas o autoritario-regresivo y el populismo de izquierdas o democrático-progresivo. La estrategia política se simplificaría con la creación de un discurso ganador, articulador o representativo de las demandas populares. No haría falta insistir en el análisis concreto de la situación concreta. Sobraría la realidad (real). La realidad se construiría con y desde la idea previa: estaríamos con el idealismo de Platón frente al realismo y la ética de Aristóteles.

La posición de idealismo rígido no significa desprecio por las cosas materiales y, principalmente, del poder. Expresa la primacía de la idea y la completa subordinación y dependencia del resto de la realidad social. La versión fanática lo considera el medio más directo y voluntarista para aplicar ‘su’ idea y así garantizar el control instrumental del poder y las estructuras sociales. Su problema es que debe partir de una posición institucional y de poder con ventaja y se encamina a una dictadura de la élite, con una autoridad de la que emana el proyecto hegemonista para que encaje en la realización de esa idea o mito. Es la inversión totalitaria del antagonismo idealista de Carl Schmitt que critica José Luis Villacañas (2008). Su finalidad: legitimar el liderazgo propio ante ‘su’ pueblo con la creencia de la posesión de un mecanismo infalible para ganar poder y (supuestamente) beneficiarlo.

Esa teleología abstracta la hemos visto, aparte de las religiones, en el seno de todas las ideologías supuestamente liberadoras: liberalismo, marxismo, nacionalismo, conservadurismo y populismo. Este último reducido a lógica política procedimental y, por tanto, más ecléctico o líquido respecto del contenido de los grandes proyectos de cambio (o continuidad del orden establecido). Pero la otra cara de la moneda es que esa simple lógica política está necesitada de ser complementada por una u otra doctrina política, total o parcialmente y con mezclas distintas, así como por el apoyo fáctico de unos u otros bloques sociales, económicos, nacionales y de poder que están imprecisos y se escogen puntualmente. La enseñanza para corregir ese idealismo postmoderno: realismo crítico,  arraigo con la gente común y calidad ética, democrática y política con los valores universalistas de libertad, igualdad y fraternidad.

4.3 Discurso, estructura y experiencia

En primer lugar, explico la necesidad de superar la pugna entre populismo (progresista) y marxismo (democrático) para situarse en otro marco interpretativo y teórico de la tradición crítica.

La  dialéctica del antagonismo, como ley histórica de origen hegeliano, la pone Laclau, por su supuesta universalidad, por encima de cualquier teoría científica, en particular del marxismo, como se sabe, también de raíz dialéctico-hegeliana. La diferencia con éste sería que la ‘lucha de clases’, como antagonismo también basado en la dialéctica conflictual, sería reduccionista al no valorar la ‘doble articulación del discurso político’: la combinación del componente populista del antagonismo de la formación social con el socialismo como ideología de ‘clase’ (en las relaciones económicas). Da por supuesto que para la clase dominante (burguesía, oligarquía o fracción reaccionaria) respecto de la mayoría popular, o para un Estado (o élite nacionalista) frente a otro, también es válido ese mecanismo de conflicto (aunque con un sentido diferente y contrapuesto) para homogeneizar al pueblo frente a su adversario y derrotarlo.

Las diferencias entre Laclau y Marx no vendrían tanto del componente dialéctico sino de su conexión respectiva con el idealismo o el materialismo. Particularmente, la confrontación principal de esta teoría populista, presentada como postmarxista (o posestructuralista y posmoderna), es con el estructuralismo de Althusser (1967, y 1969) o determinismo económico dominante en el comunismo francés de los años sesenta y setenta.

Pero un punto intermedio en las ciencias sociales es el que pone el acento en la interacción entre estructura y acción (agentes), entre condiciones materiales y realidad subjetiva (Giddens, 1981). Dentro de esa tradición menos determinista y menos idealista, están autores críticos con un enfoque más social e histórico, que revalorizan el sujeto, su experiencia y su cultura, como Gramsci, Thompson, Tilly o Jessop. Es el terreno en que me sitúo, pero tratando de dar un paso más y señalar los límites de la polémica estructuralismo / post-estructuralismo, o bien marxismo (determinista) / populismo (idealista). Además, hay que recordar que según E. P. Thompson (1981) el marxismo estructuralista no es, estrictamente, materialismo sino idealismo. Es decir, estaríamos ante una confrontación entre dos tipos de idealismo: uno, orgulloso de serlo (populismo postmarxista); otro, con la apariencia de materialismo o marxismo estructuralista, diferenciado de Gramsci (Fernández Liria, 2015). La debilidad es la limitada presencia y el escaso reconocimiento de un verdadero pensamiento crítico, realista, social y transformador.

No entro ahora en el trasfondo político de la polémica y la pugna de legitimidades, en la medida que están involucrados, en una parte, líderes de Podemos y, en la otra, dirigentes de Izquierda Unida. Parto de la base de que el debate teórico es muy incipiente y esquemático y está condicionado por la pugna por el liderazgo y su reequilibrio dentro de Unidos Podemos y las convergencias. Afecta a la hegemonía ideológica y a la cohesión de las fuerzas alternativas.

En todo caso, en España, el populismo y el marxismo están vinculados a unas élites insertas en un movimiento popular democrático, progresivo y de izquierdas, y comparten la lógica (dialéctica) del conflicto entre capas populares y oligarquías. Las diferencias vienen en algunas de sus características concretas, especialmente, en su mayor moderación o radicalismo, existente en el interior de las dos corrientes políticas, Podemos e Izquierda Unida. Es decir, hay varios populismos y varios marxismos, así como la influencia de otros pensamientos (republicanismo, socioliberalismo, nacionalismo, anarquismo, eurocomunismo, movimentismo…) y cierto eclecticismo; todo ello con coincidencias y discrepancias tácticas y organizativas transversales a las distintas inclinaciones político-ideológicas.

Ambas tendencias, moderadas (o posibilistas) y radicales (o transformadoras), están presentes en cada una de las dos formaciones y el resto de las fuerzas del cambio. Así, las discrepancias estratégicas se entrecruzan con discursos y fundamentaciones ideológicas y prácticas dispares y con objetivos organizativos y de liderazgo diferentes. Muchas veces, de forma simplificada y tendiendo, en combinaciones, tensiones y treguas variadas, entre la rigidez y el eclecticismo. El debate sereno, unitario y argumentado, diferenciando los distintos planos, se hace difícil. Es ineludible una mejora en los métodos y talantes de la discusión política y, especialmente, de las cuestiones estratégicas y teóricas.

Las orientaciones estratégicas de cada organización política están condicionadas por la cultura política y el pensamiento teórico de sus líderes, pero suelen obedecer más a otros intereses políticos y orgánicos más concretos y a opciones tácticas según los contextos. No obstante, en el ámbito teórico en que se sitúa esta reflexión, la división ideológica en la que me centro ahora es en la otra dicotomía, idealismo / materialismo, la importancia del discurso o de las condiciones sociales y cómo se articula su interacción para la conformación del sujeto de cambio.

Sin embargo, a mi parecer y como cuestión previa, la solución viene por superar esa vieja dicotomía, dominante en el marxismo de los años setenta y en la reacción postmoderna de los años ochenta y noventa. Hoy, esa polémica está agotada y el problema teórico hay que abordarlo desde otra perspectiva más sugerente, realista e integradora (thompsoniana y gramsciana), aunque parcialmente sepultada en estas décadas (por cierto, el líder laborista británico Corbyn ha protagonizado en el Reino Unido un reciente y merecido homenaje masivo a E. P. Thompson, reconociendo la actualidad de su aportación).

Por tanto, el factor clave para el cambio social y político de progreso es relacional e histórico; se refiere al comportamiento, la diferenciación y la conformación del propio sujeto social, su experiencia, participación y actitud respecto de las relaciones de poder y la subordinación, así como a la construcción de hegemonía política y cultural. En ese sentido, aun reconociendo aspectos interesantes de ambas doctrinas, populismo progresista y marxismo democrático, algunos compartidos, me parece más fructífera la posición, sobre todo en estos tiempos de grandes transformación sociopolíticas, de avanzar en un nuevo enfoque diferenciado, crítico y realista, siguiendo el camino abierto por algunos de los autores citados y con un esfuerzo de renovación.

En segundo lugar, señalo el carácter del antagonismo como lógica analítica y política, sus distintos niveles de intensidad y los sentidos políticos diversos y contrapuestos a los que da lugar.

Dejo al margen la valoración  de la dialéctica hegeliana de lucha de contrarios (tesis y antítesis) con la superación (aufhebung) en una síntesis en la que queda suprimida una parte, conservando otra aunque subsumida (en algunas versiones se sustituye el todo por una realidad completamente nueva), ya explicada en otra parte (Antón, 2015b).

En todo caso, es importante recalcar los matices de la propia Mouffe (2007, y 2012) al oponer su ‘agonismo’ democrático al antagonismo excluyente de Schmitt. La cuestión de la compatibilidad de populismo y democracia es fundamental frente al totalitarismo antidemocrático del nazi-fascismo o el autoritarismo reaccionario del etnopopulismo. Hoy día asistimos a un populismo de extrema derecha que, aunque de momento respeta el Estado de derecho y el sistema representativo y sus libertades básicas, empuja hacia un mayor autoritarismo regresivo y segregador que encuentra eco en las derechas liberal-conservadoras. El riesgo es la consolidación de una democracia débil, con grandes poderes económicos e institucionales autónomos respecto de la soberanía popular o con derechos democráticos y sociales restringidos. Por tanto, hay que recalcar, como hace Laclau y Mouffe, la identificación de populismo (progresista, republicano o de izquierdas) con radicalización democrática y pluralismo político, así como su radical oposición al populismo autoritario, insolidario o de derechas.

Primero, aludo a la formulación tajante de Laclau (1978) sobre el antagonismo y su papel fundamental en la configuración de sujetos:

Para que sea posible hablar de interpelación popular-democrática, el sujeto interpelado como pueblo debe serlo en términos de una relación antagónica frente al bloque del poder… (p. 122)… La contradicción pueblo / bloque de poder es la contradicción dominante al nivel de la formación social (p. 123)… Cómo se transforman las ideologías. La respuesta es: a través de la lucha de clases, que se verifica a través de la producción de sujetos y de la articulación / desarticulación de los discursos (p. 123).

Segundo, expongo los matices sobre los límites de ese antagonismo para salvar la democracia y el pluralismo político y no caer en su defensa absoluta que supondría, como en Schmitt, la eliminación o la completa subordinación del contrario, del enemigo:

La especificidad de la política democrática no es la superación de la oposición nosotros/ellos, sino el modo diferente en el que ella se establece. Lo que requiere la democracia es trazar la distinción nosotros/ellos de modo que sea compatible con el reconocimiento del pluralismo, que es constitutivo de la democracia moderna (Mouffe, 2007: 21).

Si bien estoy de acuerdo con su concepción de lo político como discriminación amigo/enemigo, no acepto su rechazo de la democracia liberal pluralista… Según Schmitt el liberalismo niega la democracia y la democracia niega el liberalismo… El agonismo es la relación sublimada de amigo / enemigo por ‘adversario’ en vez de ‘antagonista’ (Mouffe, 2015: 60).

La tarea de la izquierda no puede, por tanto, consistir en renegar de la ideología liberal-democrática, sino al contrario, en profundizarla y expandirla en la dirección de una democracia radicalizada y plural (Laclau y Mouffe, 1987: 291).

Un adversario es un enemigo, pero un enemigo legítimo, un enemigo con el que tenemos una base común porque compartimos una adhesión a los principios ético-políticos de la democracia liberal: la libertad y la igualdad… El ‘antagonismo’ es una lucha entre enemigos, mientras que el ‘agonismo’ es una lucha entre adversarios (Mouffe, 2003: 114).  

El punto decisivo aquí es mostrar cómo el antagonismo puede ser transformado de tal forma que facilite una forma de oposición nosotros/ellos que sea compatible con la democracia pluralista… Mientras que el antagonismo constituye una relación nosotros / ellos en la cual las dos partes son enemigos que no comparten ninguna base común, el agonismo establece una relación nosotros / ellos en la que las partes en conflicto, si bien admitiendo que no existe una solución racional a su conflicto, reconocen la legitimidad de sus oponentes. Esto significa que, aunque en conflicto, se perciben a sí mismos como pertenecientes a la misma asociación política, compartiendo un espacio simbólico común dentro del cual tiene lugar el conflicto. Podríamos decir que la tarea de la democracia es transformar el antagonismo en agonismo (Mouffe, 2007: 26 y 27).

Por otro lado, es interesante clarificar los límites del antagonismo que, según estos autores, sería absoluto o universal, como condición para generar la politización, aunque regulado por procedimientos democráticos consensuados. Así, Mouffe (2007) destaca:

La dimensión antagónica está siempre presente, es una confrontación real, pero que se desarrolla bajo condiciones reguladas por un conjunto de procedimientos democráticos aceptados por los adversarios (p. 28)... La movilización requiere de politización, pero la politización no puede existir sin la producción de una representación conflictiva del mundo, que incluye campos opuestos con los cuales la gente se puede identificar, permitiendo de ese modo que las pasiones se movilicen políticamente dentro del espectro del proceso democrático (p. 31).

Sin embargo, cabe interrogarse: ¿por qué la afirmación de que existe universalmente el antagonismo y es la base sobre la que se asienta la política y el poder y luego la idea de que el agonismo lo ‘regula’ o ‘civiliza’? ¿Y si no hay acuerdo respecto de los procedimientos democráticos a seguir, la pulsión básica de lo primero lleva a la guerra? Debajo de esa posición está el esquema hobbesiano de una antropología pesimista del ser humano y una dialéctica hegeliana de la superación como exclusión total del otro. El ser humano y los grupos sociales, incluido las clases sociales, tienen un vínculo doble de conflicto y cooperación. Está basado en las dos dinámicas básicas: contraposición de intereses y el compartir intereses y proyectos comunes. No hay determinismo unilateral económico, ni político-institucional, ni biológico-pasional. No es inevitable la pulsión utilitaria hacia la guerra o hacia el contrato social. Hay construcción relacional e histórica. En ese sentido, respecto de las tensiones entre las clases dominantes y las clases dominadas o entre dinámicas nacionales de dominación o reafirmación, así como en otras situaciones de opresión y desigualdad se produce una dinámica de conflicto para resolver (o forzar) la ausencia de igualdad y libertad. Pero, al mismo tiempo, la propia realidad social, los seres humanos y los grupos sociales, integra dinámicas y trayectorias compartidas.

El liberalismo, nacido como ideología moral en base al beneficio propio individualista, precisamente frente al bien común aristotélico, pretende compatibilizar esa competencia de disparidad de intereses en un resultado beneficioso para la sociedad. Es el lema de Mandeville (Antón, 1997; Macintyre, 1984), precursor del fundador liberal Smith, de que el egoísmo como vicio privado genera la prosperidad pública, el beneficio colectivo. Acepta la competencia relativa en un orden global supuestamente armonioso, aunque sabemos que el capitalismo reproduce las relaciones de subordinación y desigualdad, aun cuando genere crecimiento económico. Como contrapeso institucional a esa dinámica de conflicto, especialmente dura entre las dos guerras mundiales, se desarrolla el pacto  social keynesiano y la ciudadanía social (Antón, 1999, y 2000) hasta que las nuevas fuerzas neoliberales cuestionan el Estado de bienestar y el modelo social europeo pretendiendo un Estado social de mínimos y una democracia débil (Antón, 2009; 2014b, y 2016a).

En tercer lugar, hay que tener en cuenta el contexto estructural e histórico. El paradigma dominante es el de un nuevo tipo de capitalismo financiero y del conocimiento (innovación tecnológica y gestora), con un reajuste de los mecanismos de control institucional: reajuste de la gobernanza entre distintos niveles (menor peso de lo estatal, aunque sigue siendo fundamental, respecto de -por abajo- lo local-regional y -por encima- lo europeo-mundial) y ámbitos (predominio del mercado y el interés privado de los grandes poderes económicos, en detrimento de la protección social pública y la regulación estatal). Con la crisis económica y la política de austeridad, la estrategia liberal-conservadora acentúa una trayectoria con un nuevo modelo de dominación / subordinación. Está basado en el esfuerzo competitivo de los agentes económicos (schumpeteriano) en beneficio de las élites poderosas, con garantías para su mayor capacidad de dominación, con un incremento de la subordinación popular respecto del poder establecido, así como de la desigualdad social (incluida la de género y la étnico-cultural) y económica con la precarización de la mayoría social.

El plan del poder financiero e institucional, liberal-conservador (junto con el empuje de los populismos xenófobos y autoritarios de derecha extrema), pretende salir de la crisis y estabilizar una nueva etapa de acumulación capitalista, con un fuerte autoritarismo político, una nueva supremacía de capas acomodadas y poderosas y una cultura individualizadora y segregadora de las mayorías sociales en fragmentación. No obstante, ese proyecto de dominación tiene unos límites (de momento) para la acción de los Estados y las instituciones políticas: asegurar una cohesión social básica y una legitimidad democrática mínima para las élites gobernantes junto con el mantenimiento del Estado de derecho y una estabilidad institucional funcional para reproducir ese orden socioeconómico y político (Alonso y Martínez, 2012; Jessop, 2008, y 2017a; Navarro, 2015). En el plano europeo (y mundial) se trata de la conformación de una clase dominante con una redistribución de sus jerarquías según su procedencia nacional, en el caso europeo bajo hegemonía alemana. Frente a esa dinámica y para condicionarla, en el fondo, está la capacidad de respuesta democrática de las mayorías ciudadanas y el desarrollo de dinámicas alternativas de nuevas fuerzas sociopolíticas por el cambio de progreso (Antón, 2016b; 2016c, y 2017b).

Por tanto, al afirmar que “aunque en conflicto [los oponentes] se perciben a sí mismos como pertenecientes a la misma asociación política… compartiendo un espacio simbólico común”, Mouffe (2007: 28) está dando por supuesto, acertadamente, que ello supone pertenencia e intereses comunes, colaboración y unidad, no exclusivamente antagonismo. Y la politización no se consigue solo vía antagonismo con discurso polarizado sino que hay objetivos universales o transversales a asumir de forma normativa. Es el complemento ético kantiano o republicano a la dialéctica hegeliana de la oposición de contrarios, sin caer en el consenso abstracto o la armonía idealista. En el fondo se supera la antropología pesimista (hobbesiana) del ‘hombre e un lobo para el hombre’ que tiende a justificar el estado autoritario para imponer el orden (Leviatán), así como la antropología optimista (roussoniana), de la bondad intrínseca del ser humano y su tendencia a la colaboración, al margen de la estructura social e institucional. 

En consecuencia, el antagonismo (no solo discursivo) es clave para entender el moderno conflicto social, las relaciones de poder y emancipación. Pero no se puede generalizar al conjunto de la sociedad, a las relaciones entre naciones y grupos sociales; y  menos en el interior de las capas populares, entre las que los conflictos, las contradicciones y la diversidad de intereses o identidades son ‘no antagónicos’, no excluyentes, y se deben resolver por la vía del diálogo, la negociación, el acuerdo, la convivencia (ante el desacuerdo) y la democracia. El antagonismo, ni siquiera es la única dinámica que rige la relación entre los dos polos principales de la sociedad (pueblo / poder oligárquico, o clases populares / élites dominantes) sino que, aparte de tendencias intermedias o mixtas, existen intereses y valores compartidos de toda la humanidad, de todos los seres humanos y grupos sociales y nacionales, incluidas las élites dominantes, cuyos derechos y libertades también hay que respetar. De ahí la necesidad de una ética básica y universalista de la democracia y los derechos humanos.

4.4 Oposición al populismo de derecha extrema

En el excelente y exhaustivo estudio de José Luis Villacañas (2008) sobre Schmitt, ideólogo del populismo nazi-fascista o de extrema derecha, le hace una valoración crítica sobre sus fundamentos de la política y el poder: La política vendría después del conflicto y se basaría en la radicalización de las diferencias y las tensiones hasta construir un nosotros / ellos en términos de amigos / enemigos. La concepción del pensador alemán sería idealista y al mismo tiempo radical; debía definir previamente el enemigo total para una construcción identitaria cerrada y homogénea del pueblo del que quedaría eliminado el enemigo. Es un proceso constituyente en el que el sujeto, el orden y el Estado vendrían después del conflicto como realización del pueblo. Pero el aspecto central que destaca Villacañas es su teoría del sujeto como identidad, construido de forma autorreferencial, es decir, que excluye al otro. Es ahí cuando expone, al final de su libro y a título de conclusión, su defensa del kantismo como reconocimiento de la alteridad y la cooperación humana bajo una estructura de derechos compartidos:

Las categorías de Kant ofrecen una alternativa completa a este esquema schmittiano. Frente a un sujeto constituido desde sí mismo, Kant nos ofrece un ser humano atravesado por el imperativo de respeto a la alteridad, constituido a la par que ella y por su relación. De ahí surge un deber racional de cooperación digna con el otro en condiciones de igualdad y libertad, que desconfía de sus propias ilusiones acerca de sí y de su identidad, para centrarse en la estructura de derechos recíprocamente concedidos (p. 291).

            Laclau y Mouffe, según reconocen ellos mismos, son deudores del pensamiento de Schmitt sobre el antagonismo y su idealismo hegeliano. Ya hemos visto la reinterpretación de Mouffe sobre el antagonismo entre amigos / enemigos por ‘agonismo’ entre adversarios para compatibilizar el conflicto nosotros / ellos con el pluralismo y la democracia liberal. Respecto del idealismo, esta vez posmoderno, son más continuistas.

Para Schmitt el pueblo es la nación (alemana) y los enemigos el poder extranjero (comunismo soviético e imperialismo anglosajón) y los ‘otros’ internos (judíos, izquierdistas…). Su propuesta totalizadora conlleva la erradicación del enemigo y la homogeneización y hegemonía del Estado alemán, del Tercer Reich. Es la versión populista de extrema derecha o de las clases dominantes que priorizan la supremacía nacional frente a otros pueblos-naciones a los que someter con la violencia extrema del Estado, con el terror y la guerra. Se formula con un radicalismo extremo, incluso un proceso constituyente total con un pueblo soberano frente a las élites establecidas. Aunque luego, en realidad, la nueva élite emergente del nazismo se imbrica y pacta con el gran poder económico-financiero-industrial y la maquinaria militar y burocrática en un nuevo Régimen político pero con la continuidad de similares poderes fácticos y la represión de las alternativas democráticas y progresistas.

Es el mismo sentido de los populismos actuales de derecha extrema o reaccionaria (Le Pen o Trump), aunque su base electoral mayoritaria no sea de clase obrera. Así, es un tópico decir que la victoria de Trump se debe al apoyo de la clase trabajadora blanca, cuando sólo procedía de ella un 25% de sus votos, similar al porcentaje de otras elecciones de los republicanos, y dos tercios de su electorado procedía de las clases medias y altas (Carnes y Lupu, 2017). No obstante, instrumentalizan el descontento popular, expresan cierta ruptura o radicalismo respecto de objetivos limitados (reemplazar a parte de la clase política anterior) o distorsionados (contra la inmigración u otros pueblos), pero enseguida aparecen como los defensores del poder establecido económico-financiero y militar, así como la supremacía nacional y étnica. Son, como decía Laclau, un populismo de clases dominantes y, en todo caso, un etnopopulismo antipluralista.

La diferencia con el populismo de izquierdas (o de las clases populares) es que en este caso el ‘adversario’ son los de ‘arriba’, las clases dominantes del propio país (aliadas con el imperialismo o capitalismo mundial), y el campo de los amigos son los de ‘abajo’ (incluido la solidaridad con los de otros pueblos). Y la dinámica más popular y democrática conlleva un proyecto más pluralista e inclusivo.

Por otro lado, no todo proceso de conformación de identidades colectivas, incluidas las nacionales, necesariamente, es autorreferencial. Es decir, el ser humano tiene una doble vertiente, individual y social. El vínculo social forma parte de su identidad. La libertad y la igualdad tienen conflictos entre sí, pero se deben integrar en una dinámica emancipadora y solidaria (Antón, 2013b; Innerarity, 2015). Significa que las identidades colectivas pueden tener un doble mecanismo de autoafirmación individual y grupal y de relación social, de pertenencia a grupos específicos y de interacción abierta o compartiendo trayectorias comunes. En ese sentido, Kant (o el individualismo y el cosmopolitismo liberal) no es la única opción defensora de las libertades, la interacción social solidaria y el pluralismo democrático.

Las teorías del conflicto social (de clase o de abajo-arriba) son más realistas que las del consenso neoliberal ante las dinámicas de desigualdad y dominación existentes y como proyecto de liberación de las relaciones de dominación liberal-conservadoras o reaccionarias. Están ligadas a una dinámica y un horizonte popular de certidumbre cívica, seguridad social y bienestar público. Se contraponen con las teorías hobbesianas de la imposición del más fuerte en el ámbito individual o grupal o en el marco de las relaciones internacionales, enfoque nacionalista donde se centra Schmitt. Por tanto, el contenido de ‘pueblo’ construido discursivamente, ya desde Hegel, puede inclinarse más hacia las capas populares (los de abajo frente a los de arriba) o hacia la nación (dominante o dominada) frente al enemigo extranjero, pasando por fórmulas mixtas (como en Gramsci).

No obstante, hay dinámicas nacionalistas y patrióticas más cerradas o más abiertas, así como más integradoras y cooperativas o más segregadoras, excluyentes y competidoras. En particular, en las sociedades actuales, con gran diversidad nacional, étnica y cultural, la actitud principal es la de la convivencia intercultural, el diálogo y los procedimientos democráticos y pacíficos para encarar las diferencias. La prioridad no está en la diferenciación nacional, en la autoafirmación identitaria, sino respetando la pluralidad afirmar las pautas sociales y normativas básicas de la democracia y los derechos humanos, es decir, la cualidad de ciudadanía con valores universalistas.

Por otro lado, hay que diferenciar el alcance y el sentido del antagonismo (de clase) de las capas populares subordinadas por las oligarquías capitalistas respecto del antagonismo entre naciones, cuyas relaciones de opresión o cooperación pueden ser distintas. Así, cuando hay una situación clara de subordinación político-cultural, colonización forzada u opresión nacional por parte de otra prepotente nación-Estado o un imperialismo autoritario se produce un conflicto sociopolítico abierto por la emancipación y la igualdad entre los pueblos.

Por tanto, no estoy hablando en abstracto de la superioridad del conflicto frente a la armonía, como ley natural hobbesiana o bíblica, sino de que la acción sociopolítica (con una antropología realista, una ética universalista y una teoría social crítica) depende de la situación social y económica, el carácter de los polos contrapuestos y las zonas intermedias o mixtas, de los grados y equilibrios de la pugna y la cooperación entre ambos y respecto del contexto histórico-político y cultural. Aunque al idealismo radicalizado y prepotente de Schmitt y al populismo nazi-fascista y de derecha extrema les cuesta tenerlos en cuenta o solo los considera de forma instrumental para la realización de ‘su’ idea, su identidad y su Estado. Tienen una posición prejuiciada de entrada con unos objetivos de primacía de su subjetividad, su etnia y su poder.

Pero desde un populismo de izquierdas o progresista, defensor de las capas populares, la superación del idealismo antagonista es todavía más perentoria para avanzar en su finalidad ético-política. Aunque, en esa medida, empezaría a dejar de ser populismo ortodoxo. El procedimiento abstracto de rígida polarización idealista se corregiría con la adecuación a la realidad, al mismo tiempo que se reafirmaría en su motivación y dinámica emancipadora.

Además, el desarrollo de identidades colectivas a través de la acción política progresiva y democrática, y más o menos diversas, plurales y complejas, es compatible y complementario con la afirmación individual, el empoderamiento cívico y las libertades individuales.

El mismo José Luis Villacañas (2015) después de hacer una valoración crítica del populismo oponiéndole su posición republicana, rescata la experiencia más centrista o moderada de los clásicos populismos americanos –argentino, mexicano y estadounidense- de los años treinta y cuarenta (2017a), para terminar con el análisis de la evolución de Podemos y su ‘lento aprendizaje’ (2017b).

Por otra parte, hay que recordar que para Ch. Mouffe, la Revolución Francesa del siglo XVIII es el mayor ejemplo de populismo antagonista y, habría que añadir, de republicanismo radical frente al autoritarismo del Antiguo Régimen (y de la lucha de clases marxista entre burguesía ascendente –o capas populares- y aristocracia).

En definitiva, hay que combinar los dos ejes de la contienda política: la polarización o pugna ideológico-política ante situaciones de subordinación y conflicto, y la transversalidad o el universalismo al compartir algunos intereses colectivos, derechos humanos y valores comunes, por ejemplo, los democrático-republicanos de libertad, igualdad, fraternidad y laicismo. Las combinaciones son diversas. Sólo la primera, de lógica hegeliana (marxista o populista), sin la segunda lleva a la unilateralidad, el radicalismo y el sectarismo; sólo la segunda, de raíz kantiana (socioliberal o republicana), sin la primera lleva al centrismo liberal, la moderación posibilista o al irrealismo ingenuo (Antón, 2017a). Y entre los dos ejes es imprescindible la interacción y la mediación (McAdam et al., 2005), así como contar con la experiencia popular transformadora (Thompson, 1977; 1979, y 1995; Tilly, 2007, y 2010) y la evaluación de la historia del poder y el cambio político en España y su realidad de ‘nación tardía’ que exige el reconocimiento de su plurinacionalidad (Villacañas, 2014).

En consecuencia, es necesaria una mayor clarificación teórica para avanzar en el debate estratégico, especialmente en Podemos, todavía algo confuso, sobre el significado de: un proyecto transversal (popular o político-ideológico y compatible con el conflicto con el poder establecido), el carácter del nuevo PSOE (si está abajo o arriba, es o puede ser aliado o adversario… o ambos) y las alianzas de las fuerzas del cambio con una actitud doble (de crítica y colaboración) respecto de una socialdemocracia ambivalente, una vez admitido que solo con el autodesarrollo no es posible ganar las instituciones a corto-medio plazo. Pero ese realismo político y la legitimación del liderazgo conllevan un reajuste estratégico y una reelaboración teórica. El enfoque populista tiene limitaciones y es incompleto y aunque en el diseño político y práctico dominan los intereses inmediatos y sus percepciones, la visión teórica y el tipo de proyecto estratégico tienen su incidencia, como mínimo para evitar errores graves e irreversibles.

4.5 Importancia del sujeto: Hermenéutica social y realismo crítico

Esta reflexión matizando el carácter relativo, relacional e histórico del antagonismo (o del agonismo adversarial), debe ser completada con el análisis del otro componente populista: su idealismo discursivo o postmoderno. En primer lugar, vinculado con el antagonismo, empiezo por una valoración crítica. Luego explico mi enfoque social y crítico.

Si la política, según el enfoque populista, se basa en el antagonismo, con la conformación de identidades colectivas contrapuestas y éstas se construyen a través del discurso, nos encontramos con que la radicalización del discurso, la retórica y la comunicación son centrales. Si la construcción de realidad se realiza solo (o fundamentalmente) a través de las ideas, la expresión radical o antagónica de esas ideas se convierte en la tarea política fundamental, infravalorando la conexión con las ‘cosas sociales’ (Beltrán, 2016). Éstas no existirían al margen de su interpretación y nominación. Ese idealismo postmoderno, que viene de Nietzsche, se incorpora a la razón populista de Laclau, matizada por Mouffe.

Lo que me interesa recalcar es que, así, la acción política se desliza hacia la prioridad de la pugna cultural, a conseguir la hegemonía ideológica en base a discursos polarizados y en detrimento de las prácticas masivas de la gente. Los excesos del antagonismo verbal o comunicativo, sin confrontación ni participación de las mayorías sociales, suplen los defectos de la ausencia de empoderamiento cívico y centran el escenario público. El idealismo discursivo antagonista, a menudo, deriva en sectarismo e inoperancia transformadora, y no sirve para la legitimación de los liderazgos.

En la condición postmoderna (o posestructuralista) del populismo la política, como acción para el acceso y la gestión del poder institucional, se convierte en polarización discursiva sobre una realidad contingente y, por tanto, efímera y cambiante. El populismo derechista (con apoyo de poderes fácticos como en Trump) utiliza la simplificación, la mentira y la manipulación para ‘construir la realidad’, convertirla en posverdad y configurar ‘hechos alternativos’. Aquí, habría que recordar la vieja idea materialista de Lenin: “cuando a la realidad la arrojas por la puerta, te entra por la ventana”. A pesar del poderío actual de los grandes medios de comunicación y aparatos políticos y culturales controlados por las clases dominantes, la realidad real de las relaciones sociales y las condiciones de vida de la gente persiste.

Es cierta la relativa incertidumbre e imprevisibilidad de los procesos sociopolíticos, pero la acción política debe estar conectada con las tendencias sociopolíticas y las demandas, los intereses y el ‘mundo de la vida’ de las mayorías sociales. Así, deben tener una conexión fuerte con las dinámicas socio-históricas, políticas y culturales expresadas en la polarización real entre el poder y las capas populares. 

Otro aspecto a destacar es la versátil aplicabilidad del enfoque populista respecto a distintos procesos sociopolíticos. Ese originario método dialéctico hegeliano, aparte de que enseguida aparecieron discípulos de izquierda y de derecha, se refería a dos procesos históricos diferentes. Uno, al desarrollo de la burguesía ascendente (y el capitalismo) frente a la aristocracia y el antiguo Régimen que culminaría en el Estado moderno, con su máxima expresión, la Revolución Francesa. El otro, en el reconocimiento y autoafirmación de la nación-Estado frente a otras naciones, con el despliegue alemán. El primero, lo reconvierte Marx en la lucha de clases entre burguesía y clase trabajadora con la superación del capitalismo hacia un nuevo modelo social y económico: socialismo y comunismo. El segundo, lo retomará Schmitt para establecer la pugna entre amigo / enemigo como base de construcción identitaria etnicista, homogénea y total, de la nación alemana frente a los ‘otros’ y su pretendida superación (eliminación) a través del Tercer Reich; y se extiende a las relaciones internacionales de dominio / resistencia nacional.

Vemos que ya en sus orígenes (por no citar a Heráclito), ese ‘método’ analítico del antagonismo puede estar asociado a diferentes intereses de ‘clase’, nación o grupo social y a distintas estrategias políticas. Pues bien, Laclau retoma ese tronco común dialéctico (frente al kantismo o el liberalismo consensual-competitivo) desde una perspectiva postmarxista, es decir, volviendo al idealismo de Hegel en detrimento del materialismo (histórico) de Marx.

En segundo lugar, mi enfoque, realista y crítico, está ligado a la hermenéutica social y el análisis crítico del discurso (Alonso, 1998, y 2009; Beltrán, 2016; Ricoeur, 1999; Van Dijk, 2000) y al realismo crítico e histórico con la revalorización del sujeto y su experiencia (vivida e interpretada) como agente de cambio de las relaciones de poder y la hegemonía política y cultural (Domènech, 2016; Gramsci, 1978, y 2011; Jessop, 2008; 2017a, y 2017b; Tilly, 1984; 2004; 2009, y et al., 2005; Thompson, 1977; 1979; 1981, y 1995).

 Caben unas precisiones conceptuales, a través de varias citas ilustrativas. La primera para definir qué es la hermenéutica social, diferenciada del análisis del discurso:

La hermenéutica social es la forma de análisis adecuada para analizar e interpretar los discursos y las acciones e interacciones en que se manifiesta el sentido de las ‘cosas sociales’. La hermenéutica social no se interesa solo por el discurso, sino que tiene como objetivo básico la identificación, el análisis, la interpretación y la comprensión de algo que está más allá del discurso, a lo que el discurso (y no solo este) sirve de vehículo: el sentido de las cosas sociales (Beltrán, 2016: 92).

Igualmente, conviene destacar esta cita del Charles Taylor, filósofo canadiense, con postulados de comunitarismo republicano, que explica la relación entre las ideas y el comportamiento de los actores sociales:

Las significaciones y normas implícitas en esas prácticas no solo están en la mente de los actores sino en las propias prácticas, que no pueden concebirse como una serie de acciones individuales y, en cambio, son en esencia modos de relación social, de ‘acción mutua’, y es que tales significados, por ser intersubjetivos, no son creencias o valores subjetivos, sino constituyentes de la realidad social (2005: 170).

Y otra cita de Miguel Beltrán (2016) que incluye una reflexión sobre Taylor y la importancia de los significados intersubjetivos, que están en las prácticas sociales mismas, no solo en las mentes individuales, y que son modos de relación, por tanto, objetivos. Su conclusión es evidente: el sentido es una creación colectiva; el pensamiento, construido socialmente y a través de la reflexividad, interactúa con la realidad y se generan mutuamente:

Los partidarios de la hermenéutica hacen descansar la interpretación y la comprensión de la realidad social en la existencia de significados intersubjetivos, mientras que la tradición positivista los atribuye a los individuos en términos de opiniones, creencias o actitudes subjetivas. Para Taylor, las que llama realidades prácticas no pueden ser identificadas haciendo abstracción del lenguaje que usamos para referirnos a ellas; la realidad social es una realidad con significados, que no son subjetivos, sino intersubjetivos, y que “no están solo en la mente de los actores, sino fuera de ellas, en las prácticas mismas… que son esencialmente modos de relación, de acción recíproca” (2016: 112).

En este detallado repaso sobre el sentido, las ideas y la práctica social, comento otras tres citas referidas al historiador británico E. P. Thompson, que realzan su enfoque que él definía no de marxista sino de materialista e histórico.

Por un lado, destaca la importancia del análisis empírico e histórico de la formación del sujeto social y la prioridad por su problemática:

Ningún modelo puede proporcionarnos lo que debe ser la ‘verdadera’ formación de clase en una determinada ‘etapa’ del proceso… Lo que debe ocuparnos es la polarización de intereses antagónicos y su correspondiente dialéctica de la cultura (Thompson, 1979: 39).

Para él lo central no era la cultura, ni el viraje cultural ahora transmutado en lingüístico, sino la problemática del sujeto en su devenir en el proceso de vida (Domènech, 2016: 127).

Por otro lado, expresa los importantes matices que él mismo explica para revalorizar no solo la experiencia ‘vivida’ sino la experiencia ‘interpretada’ o pensada; con ello enlaza con una de las prioridades del análisis crítico del discurso sobre las mediaciones interpretativas en la conformación de la experiencia:

Yo utilizaba el término ‘experiencia’ de una manera central en este estudio sin definirla de una forma aceptable. Ahora me doy cuenta de que ‘experiencia’ se puede utilizar de dos maneras muy diferentes: por un lado en el sentido que la encontramos en nuestro trabajo histórico, acontecimientos reales que afectan la vida de la gente, su experiencia ‘vivida’, y de otro lado en el sentido de experiencia experimentada, es decir, como se interpreta la experiencia vivida. Entre los dos sentidos existe un gran vacío… considero que este es el talón de Aquiles, el punto débil de Miseria de la teoría (Thompson, 1974, citado en Benítez, 2016: 304).

Y una última cita que realiza una crítica desde una mirada marxista-gramsciana a los límites del populismo de Laclau y Mouffe:

En suma, Laclau y Mouffe han efectuado un valioso servicio teórica y políticamente al contestar el esencialismo y el reduccionismo, pero al hacerlo de un modo unilateral, que pone de relieve los aspectos discursivos de las relaciones sociales, no han logrado proporcionarnos nuevos conceptos para abordar las características no discursivas específicas de las relaciones sociales sedimentadas y los obstáculos planteados a la práctica política por estructuras que se han sedimentado por razones materiales, objetivas, y no meramente porque (todavía) no se hayan deconstruido y hayan contestado discursivamente… Yo estoy proponiendo una tercera opción entre el estructuralismo fatalista y el instrumentalismo voluntarista. Para decirlo de nuevo, esta opción se remite a la concepción estratégico-relacional del Estado como una relación social, una relación entre las fuerzas políticas mediada por la materialidad institucional del sistema estatal (Jessop, 2017b).

Su conclusión realista es que para analizar las relaciones sociales, es necesario desarrollar una tercera opción entre esos dos polos (estructuralismo fatalista e instrumentalismo voluntarista), y poner el acento en la relación entre las fuerzas socioeconómicas y políticas mediadas por las estructuras estatales.

En conclusión, comparto este enfoque realista, social y crítico, diferenciado del populismo idealista y del marxismo determinista. Pone el acento en el propio sujeto, en su experiencia vivida e interpretada, sus condiciones de vida y su cultura, así como su participación en el conflicto sociopolítico con los poderosos en un contexto histórico-estructural y de relaciones de fuerzas sociales y políticas determinado. Por tanto, es un proceso interactivo de conformación de su identidad colectiva a través de su práctica social y cultural, incluida su acción por la hegemonía política respecto del poder.

4.6 Diferenciar los distintos populismos por su sentido

En primer lugar, hay que superar la oposición estructuralismo-posestructuralismo. Dejo aparte la valoración de esa inversión idealista o discursiva y la relevancia de la contingencia -o la modernidad líquida según Z. Bauman (2000)-, típicas del pensamiento postmoderno o post-estructuralista (del Río, 1997). Hay que superar dos polos. Por una parte, el determinismo económico -e institucionalista (Tarrow, 2012)- con su infravaloración de la subjetividad y la cultura del actor concreto. Por otra parte, de signo contrario, el idealismo voluntarista que infravalora la realidad social. En ese conflicto, como he avanzado antes, me sitúo en una posición intermedia pero, sobre todo, en otro plano de esa polarización, a veces falsa (Antón, 2015b).

En el fondo, especialmente en esta época de crisis socioeconómica, política y territorial, hay que revalorizar, por una parte, la importancia crucial de la ‘cuestión social’, la masiva situación de empobrecimiento, desigualdad, precariedad e incertidumbre; junto con la experiencia de subordinación en distintas estructuras sociales e institucionales forman parte de la realidad experimentada por las clases populares. Y, por otra parte, la experiencia interpretada y pensada por la gente, así como su actitud sociopolítica, sus prácticas sociales, sus mentalidades y los valores democráticos y de justicia social en que se sustentan.

En la amplia investigación empírica realizada doy cuenta de esa interacción ineludible en la conformación de una ciudadanía indignada y las llamadas fuerzas del cambio en conflicto con el poder establecido (Antón, 2011; 2013a, 2015a; 2015b; 2016a). Igualmente, he explicado sus precedentes, especialmente la relación entre precariedad laboral e identidades juveniles, así como el contexto estructural de la crisis socioeconómica, las políticas de ajuste y la reestructuración del Estado de bienestar y los sistemas públicos de protección social y pensiones (Antón, 2006a; 2006b; 2009, y 2010). 

Por tanto, de acuerdo con esa interpretación, he desechado (aparte de las doctrinas funcionalistas y liberales), por una parte, el determinismo (economicista e institucionalista) y, por otra parte, el culturalismo o el posmodernismo; es decir, y aunque no solo, el marxismo althusseriano y el populismo laclausiano.

En segundo lugar, trato de señalar la disparidad o incoherencia entre método y contenido sustantivo. El carácter indefinido o incompleto de la razón populista, como técnica de acceso al poder, conlleva la alta variabilidad del sentido político de sus actores. Esa posición es valorada por Laclau, según la cita anterior (1978: 233), como una ventaja demostrativa de su superioridad interpretativa por la amplitud y heterogeneidad de los fenómenos políticos que ampara. Pero aquí defiendo lo contrario, su inferioridad o sus límites para comprender y orientar las dinámicas emancipadoras de las capas populares (del pueblo) para lo que no tiene respuestas y echa mano, dentro de la contingencia histórica, de otras doctrinas sustantivas arbitrarias junto con la diversidad de su ‘traducción’ política y estratégica (Sousa Santos, 2003).

Según la experiencia histórica, muchas interpelaciones populares se realizan desde fuerzas emergentes (o minoritarias y en la oposición política) para conseguir apoyo popular (clases medias y trabajadoras), desplazar al poder establecido previo (oligarquías o clases dominantes) y configurar nuevas élites hegemónicas, incluso con nuevos Regímenes, algunos totalitarios: desde el nazismo, pasando por Reagan y Thatcher hasta llegar a Le Pen o Trump, e incluyendo las guerras inter-imperialistas –Iª Guerra mundial- o entre naciones –etnopopulismo yugoslavo-).

Es decir, ese componente del antagonismo existe más allá de las clases trabajadoras o populares y del movimiento socialista o progresivo; sería transversal en términos sociodemográficos, nacionales y político-ideológicos. En ese sentido, también es útil para interpretar dinámicas de las clases dominantes y otros actores como los nacionalismos, tal como lo teorizó el proto-nazi Schmitt (Villacañas, 2008).

El propio Laclau, ya en la cita anterior de 1978, asocia a Hitler con Mao y Perón y también cuatro décadas después en La razón populista (2013) expone el carácter populista del movimiento soviético de la Revolución de Octubre o el PCI italiano de Togliatti, de ascendencia gramsciana, así como la extrema derecha del Frente Nacional francés o el etnopopulismo yugoeslavo. Bajo el rótulo de populismo subsume todos los movimientos con alguna base popular que han entrado en conflicto con los poderes establecidos, independientemente de su sentido político o su carácter, muchas veces, contrapuesto.

Una clasificación similar es la de Iñigo Errejón (2017). Por un lado, distingue ‘proyectos neoliberales’, dirigidos por las élites tradicionales. Por otro lado, ‘proyectos comunitarios’ que también llama ‘fuerzas populares o patrióticas’. Todo lo que no es del primer tipo, es decir, todo el segundo bloque, lo llama ‘populismo’ como disputa de “un renovado ímpetu de fuerzas que aspiran a movilizar una voluntad popular nueva frente a los partidos tradicionales, sumisos a los poderes oligárquicos y financieros”. Por otra parte, estaría la disputa dentro del populismo entre dos tipos: ‘reaccionario y xenófobo’ o ‘democrático y progresista’. El futuro pasaría por la marginación de las fuerzas tradicionales y el poder oligárquico y sería populista con la pugna entre los dos tipos de populismos. Curiosamente, ese pronóstico del debilitamiento del poder establecido tiene cierto paralelismo con la idea voluntarista del hundimiento del bloque dominante debido, entre otras cosas, al ocaso de la clase media (Rodríguez, 2016), aunque con menor optimismo que este último sobre la aceleración de un proceso de ruptura radical del sistema. Pero veamos los problemas de ese diagnóstico de un desarrollo populista imparable.

Es verdad que algunos fenómenos como el de Trump y Macron han apelado al ‘pueblo’, han supuesto una novedad y, en el caso francés, una renovación parcial de la clase política desde postulados estrictamente liberales y una transversalidad centrista. Pero (al igual que el fenómeno del Brexit al que se opuso el líder laborista Corbyn, con la solidaridad de Podemos), sería abusivo interpretarlos como contrarios a los ‘poderes oligárquicos y financieros’. Todo lo contrario, son procesos de relegitimación de los auténticos poderes establecidos, con solo la modificación o recambio de unas élites gobernantes desgastadas, para neutralizar las dinámicas de empoderamiento cívico y cambio de progreso y consolidar las oligarquías de los poderosos y sus políticas antisociales. Es una pugna (no indiferente) entre tendencias dominadoras que apelan al pueblo.

Tiene sentido recordar la vieja tipología de Laclau de populismo de clases dominantes y populismo de clases dominadas. Los dos pueden constituir fuerzas políticas emergentes con base popular. Pero, las primeras son dependientes de otras fracciones oligárquicas, reconstruyen y relegitiman el poder establecido, a veces con la colaboración o fusión con las viejas élites institucionales y casi siempre, con el grueso del poder económico. Ambas son fruto de unas crisis políticas de legitimidad social o desafección popular, así como de la impotencia institucional de las clases gobernantes frente a tareas o retos nacionales que las viejas élites no han sido capaces de resolver. Pero el sentido de su acción política y su discurso son distintos y, a menudo, contrapuestos, como por ejemplo en el caso de las tres fuerzas ascendentes en Francia: El Frente Nacional de Le Pen, de extrema derecha, Los Republicanos en Marcha de Macron, de centro (neo)liberal, absorbiendo a parte de la derecha y del Partido Socialista, y la Francia Insumisa de Mélenchon, de izquierda alternativa.

Así, se abre una dinámica de reestructuración del sistema político, incluso a través de un nuevo proceso constituyente o cambios revolucionarios (o reaccionarios). La experiencia más radical y totalitaria fue la del nazi-fascismo (y el imperialismo japonés y la dictadura franquista). Pero otras experiencias clásicas americanas de los años treinta y cuarenta combinaron democracia y populismo para afrontar importantes retos de identidad nacional frente al enemigo externo para lo que era necesaria una amplia movilización popular y nacional; fueron los casos del peronismo argentino y el populismo del PRI mexicano, frente a debilidad estructural y la dependencia estadounidense, así como el populismo progresista del New Deal de Roosevelt, frente al riesgo de guerra con el nazismo y el imperialismo japonés (Villacañas, 2017a).

En tercer lugar, explico la importancia de señalar el distinto carácter sustantivo de los diversos populismos. Dejo aparte el análisis del grado de recambio de la clase política o el sistema institucional (pequeño en el caso de Trump, algo mayor con Macron), así como la intensificación del antagonismo político y la renovación o el radicalismo discursivo. Las referencias principales de la polarización política para caracterizar al populismo son la actitud del ‘nosotros’ y del ‘ellos’ en relación con la democracia, la igualdad o justicia social y la solidaridad inclusiva o integración social y convivencia intercultural y nacional. Estoy hablando de los tres grandes valores de la ilustración progresista o republicana: libertad, igualdad y fraternidad.

Por tanto, el carácter de cada populismo no lo define solo el tipo de adversario con el que se confronta sino, sobre todo, el tipo de proyecto y su implementación práctica por las fuerzas propias, del nosotros; es decir, el sujeto de cambio se conforma a través de la experiencia (vivida e interpretada) de la interacción socioeconómica y político-cultural, mediada por la distinta posición de los diferentes actores del poder y las capas populares. La posición socioeconómica y el marco institucional tienen relevancia a la hora de articular las demandas populares y, por tanto, el tipo de actividades y experiencias en el conflicto social y político, así como en la diferenciación y la pugna con los poderosos.

El sentido no se construye, fundamentalmente, desde el discurso de una élite que lo divulga entre una masa fragmentada y es capaz de articularla como sujeto, como pueblo. Se conforma con la práctica masiva de las mayorías sociales, con  su experiencia vivida e interpretada; y en ese proceso de interpretación y pensamiento intervienen las mentalidades previas y los nuevos discursos e ideas de los distintos agentes. Por tanto, el sentido no se deriva solo o principalmente de una pugna cultural donde es decisivo el discurso de una élite política o intelectual. La hegemonía cultural y política se conforma a través de la interacción de las capas populares con su práctica social diferenciada y su comportamiento o costumbres en común frente al poder o las élites dominantes. 

En cuarto lugar, no tiene sentido meter en el mismo saco de populistas a fenómenos ética, política y democráticamente contrapuestos: a Trump con Sanders, a Le Pen con Mélenchon, a la extrema derecha europea (del centro y norte de Europa) con Podemos, el Bloque de Izquierdas portugués o la Syriza griega (de los países periféricos del sur con su especificidad alternativa) (Sousa Santos, 2016). Todas las fuerzas políticas nuevas y viejas (incluso en el nazismo) tienen bases populares (al igual que las derechas tradicionales y la socialdemocracia); la cuestión es su grado de imbricación con las oligarquías, que es muy diferente, y su sentido político igualitario-emancipador o segregador-opresivo.

Igualmente, hay que distinguir entre patriotismo (o neo-imperialismo) reaccionario, autoritario y excluyente y patriotismo (o nacionalismo y movimiento nacional-popular) progresivo, democrático y solidario. Utilizar el mismo significante para ambas dinámicas contrapuestas, en un proceso complejo lleno también de co-soberanías más o menos compartidas y con diversidad interétnica y cultural, también confunde más que clarifica las tendencias políticas principales en confrontación.      

Por tanto, tal como explico en otra parte (Antón, 2015b), esa mezcla de distintas dinámicas políticas nombradas bajo el mismo significante de populismo confunde más que aclara lo sustantivo de esos movimientos con componentes populares desiguales pero con un carácter muy distinto, desde el autoritario-regresivo-opresivo hasta el democrático-igualitario-emancipador. Lo importante es si en una crisis política, como oportunidad de cambio, predominan las tendencias en el sentido del refuerzo del poder establecido neoliberal y reaccionario o del avance hacia la democracia social; de involución hacia mayor desigualdad social, segregación y autoritarismo, o bien, de progreso democrático e igualitario, de solidaridad y convivencia intercultural. Los de arriba, el poder, tienen dificultades para gobernar, y los de abajo lo desafían y aspiran a sustituirlo; pero hay que definir la orientación política de sus dinámicas y proyectos respectivos.

Hay que analizar la profundidad de la relación de fuerzas entre ambos, el ‘nosotros’ y el ‘ellos’, la intensidad de su pugna, pero sobre todo su sentido político y ético-ideológico; es decir, el carácter de los dos polos en conflicto, el tipo de interacción y hacia dónde camina. El que tengan un aspecto secundario o procedimental en común –antagonismo e idealismo- no legitima una teoría basada en la aplicabilidad universal de ese componente. El hacerlo es a costa de generar confusión sobre el sentido de cada uno de ellos, el grueso de sus aspectos contrapuestos y su conflicto. Es decir, perjudica una interpretación ajustada y, sobre todo, obscurece la actitud y la posición política a adoptar ante cada uno de los dos (o más) fenómenos tan contrarios.

Esa diferenciación entre distintos ‘populismos’ llegó a ser una necesidad estratégica central en los años treinta y cuarenta estableciendo una frontera clara entre fascismo y antifascismo, entre autoritarismo racista-segregador y democracia solidaria-integradora, entre sometimiento totalitario y liberación popular (y nacional). Al principio hubo su confusión tanto en las filas liberales (con la idea de que los extremos se unen), cuanto entre sectores de izquierda (el enemigo común de las fuerzas emergentes –fascismo y comunismo- sería el capitalismo –ahora las élites tradicionales-). Pero enseguida se impuso una diferenciación adecuada del nosotros / ellos; por una parte, los ‘aliados’ (desde EEUU y la URSS hasta los demócratas y partisanos europeos y asiáticos) y, por otra parte, los ‘adversarios’ (el eje nazi-fascista-imperialismo japonés). Confluían los intereses y proyectos compartidos del realismo anglo-americano y el giro de frente popular de la IIIª Internacional Comunista, frente al totalitarismo de extrema derecha, pretendidamente hegemonista. Luego, como se sabe, la polarización pasó a la pugna de la guerra fría entre los dos bloques político-estratégicos, que ha culminado con la desaparición del bloque del Este y la hegemonía occidental neoliberal.

Pues bien, tras el pretendido consenso mundial y europeo, estamos en otro ciclo de cuestionamiento cívico del bloque de poder liberal-conservador (con el apoyo de la mayoría de aparatos socialdemócratas), por parte de una amplia corriente popular, con un reajuste de los sistemas políticos y la representación ciudadana. Pero vuelve el doble sentido de antaño de las fuerzas emergentes, su alcance y, sobre todo, la orientación transformadora. El cambio, a veces, se reduce a reajustes en la composición de la clase política gobernante, con un continuismo del bloque de poder institucional y económico (como en EE.UU, con un discurso nacionalista y segregador, y en Francia, europeísta y liberal). Su funcionalidad es suplir la deslegitimación popular del continuismo neoliberal de la anterior clase gobernante generando otros focos o dinámicas que consoliden la estabilidad del poder establecido. Y, a pesar de algunas apariencias (impacto discursivo) o retoques parciales (reformas proteccionistas o regeneradoras), garantizar que persista la involución regresiva y autoritaria, como proyecto dominante, y la estabilidad del bloque auténtico de poder, sin llegar al totalitarismo o la anulación de la democracia liberal y el Estado de derecho.

No obstante, con el ascenso del populismo de derechas, reaccionario, autoritario y xenófobo, vuelve a ser central para las fuerzas alternativas esa diferenciación y oposición, poniendo el acento en la confrontación de dinámicas y proyectos sociales con ese populismo reaccionario, no los puntos secundarios en común.

En quinto lugar, poner por delante el prurito intelectual de descubrir o poseer una supuesta teoría más universal, con un nombre polisémico y confuso, es contraproducente con la tarea analítica y normativa de oponerse desde la posición democrática-igualitaria de unos movimientos populares al sentido autoritario-regresivo de otros populismos (dependientes de fracciones oligárquicas). El poner el énfasis solo en lo ‘nuevo’, mezclando todo tipo de fuerzas ascendentes, considerando de forma teleológica que todo lo emergente es bueno y el futuro siempre va a mejor, es un error.

Ayer ese optimismo histórico lo utilizó el marxismo para aventurar que el socialismo iba a ganar. Hoy lo hace el populismo, para afirmar que el futuro pasa por su hegemonía, sin precisar su carácter sustantivo. Persiste la promesa del liberalismo y el capitalismo benefactor de la sociedad. También la inevitabilidad de su eficacia ganadora la utiliza la socialdemocracia. Pero, desde el realismo histórico, ni siquiera podemos afirmar que va a ganar el bien de la humanidad, aunque sea fundamental explicitar ese objetivo desde el punto de vista ético-normativo.

Por tanto, utilizar ese determinismo histórico de estar en el campo ganador para justificar la propia teoría interpretativa o normativa y el consiguiente liderazgo, sin precisar su sentido, tiene poco recorrido científico y de legitimidad y puede llevar a gente progresista a la desorientación estratégica o al oportunismo político. La confianza en ser los elegidos es un motor de motivación (desde el nacimiento de las religiones)… pero también de frustración. Esa instrumentalización de la supuesta superioridad intelectual la usó el comunismo, con su teoría determinista de que la historia avanzaba, inevitablemente, en esa dirección de la sociedad comunista, cuando era un recurso retórico para ganar adeptos ofreciendo la certeza de ser ganadores. Conviene atenerse a los hechos, ser realistas, y, eso sí, tener voluntad transformadora. Es aquella idea gramsciana de ‘pesimismo de la inteligencia y optimismo de la voluntad’.

Laclau, partidario de la contingencia histórica, se deja arrastrar por esa función legitimadora sin fundamento empírico: el populismo, como lógica política, es bueno porque es ganador. Y para darle verosimilitud intenta justificarlo incluyendo hechos contrapuestos, o sea, con trayectorias políticas incoherentes entre sí. Con esa lógica utilitarista, las mínimas derrotas o dificultades se convierten en fracasos y, lo que es peor, en desarticulación de una fuerza sociopolítica emancipadora. En ciencias sociales, la fe en el método, al menos cuando estamos explicando el cambio sociopolítico, no se puede separar de su contenido sustantivo y hay que clasificar los procesos según su ‘sentido’ político.

Pero, incluso la deriva postmoderna de predecir y desear el desarrollo de ambos populismos (de derecha e izquierda), con la expectativa de la desaparición de las élites establecidas (la vieja derecha liberal-conservadora y la socialdemocracia) con su conexión con el poder, tiene otra consecuencia problemática. Esa evolución, desde luego, legitimaría el liderazgo populista de cada uno de los dos bloques; en ese sentido, haría más legítima y fácil la estrategia ‘discursiva’ (idealista), al difuminarse la existencia del poder. Pero, lo iluso es confiar en la disolución del poder, de las estructuras económicas e institucionales controladas por las clases dominantes, aunque la representación política tradicional esté en crisis. La recomposición o restauración del sistema político sería imperioso para el bloque de poder. Y ahí es cuando viene el ‘realismo’ del populismo de derechas como instrumento de condicionamiento y participación en el poder establecido.

La posición idealista de obviar al bloque de poder, con sus estructuras políticas y económicas de dominación (Jessop, 2017a), llevaría a las fuerzas alternativas a una estrategia política inoperativa, ya que el poder (las estructuras económico-financieras e institucionales) seguiría estando ahí, en todo caso bajo la cobertura de  esa nueva clase populista o reaccionaria de derechas. Por tanto, el populismo progresivo, con sus armas discursivas, no tendría capacidad de respuesta estratégica e intelectual para resolver los retos del cambio. Volveríamos, en lenguaje gramsciano, a la necesidad de la pugna por la hegemonía política y cultural entre el bloque de poder y el bloque social e histórico de las clases populares (a construir en ese conflicto).

4.7 Pugna por el sentido y/o por el poder

Frente a una idea determinista, que pone el acento en la inercia estructural y, por tanto, en la idea de la imposibilidad transformadora (o su contraria, la inevitabilidad de la victoria del socialismo o el populismo), es bueno destacar la capacidad de cambio derivada de la pugna sociopolítica. Así, puedo admitir que “en la política las posiciones y el terreno no están dados, son el resultado de la disputa por el sentido” (Errejón, 2015: 46). Pero conviene hacer varias matizaciones para no infravalorar los condicionamientos de la realidad y no caer en el voluntarismo o el idealismo. Primero, qué significado le damos a la palabra sentido y el tipo de disputa y resultado y, sobre todo, qué tiene que ver la subjetividad (el sentido común de la gente) con las posiciones (socioeconómicas e institucionales) y el terreno (contexto de las relaciones sociales de dominación / subordinación y las experiencias cívicas).

Desde una posición realista y crítica podríamos destacar que el aspecto principal del resultado es producido por la disputa, por el tipo de comportamiento o conflicto, poniendo el acento en esa ‘experiencia’ popular con una finalidad, significado o justificación (sentido) determinados. Una idea conocida y clarificadora del propio Marx, en Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte (1852), es la siguiente: “Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo aquellas circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado”.

Por tanto, para clarificar mejor el significado de la posición habría que cambiar la palabra sentido por poder, es decir, la mentalidad por una relación social. Así, las posiciones (político-institucionales a las que se llegan) y el terreno (el contexto y la relación de fuerzas) son el resultado de la disputa (el conflicto y la participación de los grupos sociales en los que interviene su cultura o sentido) por el poder (que es lo específico de la política). Y todo ello, las posiciones y el terreno, son circunstancias que condicionan los márgenes de actuación y el resultado de la disputa. Desde una lectura idealista, aparte de desechar la influencia de las circunstancias, lo decisivo a considerar sería el sentido como ideal, pero no el compartido por la gente, por su actitud o mentalidad, sino por el discurso externo propuesto por una élite.

Estamos en una dicotomía entre realidad estructural y papel de las ideas, típica del conflicto estructuralismo-posestructuralismo. En el tuit siguiente está más claro: “No son los ‘intereses sociales’ los que construyen sujeto político. Son las identidades: los mitos y los relatos y horizontes compartidos” (Errejón, 2-4-2016) (desarrollado en Errejón, 2016). O bien, en esta otra afirmación de Pablo Iglesias en el programa de TV La Tuerka, sobre Podemos y el populismo (noviembre de 2014): “La ideología es el principal campo de batalla político”. Estas interpretaciones son típicamente populistas, en el sentido de postmodernas o idealistas que vienen de lejos: 

Todas las luchas, tanto obreras como de los otros sujetos políticos, tienen, libradas a sí mismas, un carácter parcial, y pueden ser articuladas en discursos muy diferentes. Es esta articulación la que les da su carácter, no el lugar del que ellas provienen. (Laclau y Mouffe, 1987: 278).

La articulación no es la del propio movimiento popular o las relaciones sociales que en su interacción generan una dinámica interactiva y una cultura sino que el agente articulador de una realidad amorfa es el discurso que les imprime el carácter. En esas ideas se vuelve a oponer, por un lado, posición sociopolítica y económica de la gente (pasiva) en una determinada estructura o contexto, a la que no se le da ningún papel importante en la conformación de la actuación de un sujeto sociopolítico, o lo que es peor, la realidad del propio sujeto (fragmentado o desarticulado) impotente; por otro lado,  la articulación que está derivada del discurso como el factor activo o determinante que conforma el resultado de la política, la construcción de pueblo y el acceso al poder.

Estas ideas posestructuralistas, aunque hay diversidad de matices, se asientan en la crisis del determinismo estructuralista o mecanicismo economicista de cierto marxismo que defendía que las condiciones objetivas (la realidad de explotación de las clases trabajadoras) crean las condiciones subjetivas (su conciencia social y política) surgiendo su acción transformadora o revolucionaria del capitalismo. Los años setenta señalan los límites de esa teoría y, aprovechando interesadamente la generalización de los llamados nuevos movimientos sociales y sus dinámicas de protesta y reconocimiento, se llega al otro extremo postmoderno de la sobrevaloración de la cultura o las ideas (Antón, 2015b; Touraine, 2005; 2009, y 2011). Y finalmente, a la muerte del sujeto de cambio y a la constatación de la única realidad lingüística, la nominación, que sería la que determina su existencia (Domènech, 2016).

No obstante, como he adelantado, esa dicotomía es unilateral. El ‘lugar’, la posición social o el contexto relacional no generan el carácter a las luchas; pero tampoco lo hace la ‘articulación’ a través del discurso que construiría ese sentido. Siguiendo a Thompson (1977; 1979; 1981, y 1995) hay que superar esa polarización abstracta para situar en primer plano la interacción del sujeto con sus condiciones reales de existencia, incluida su subjetividad. Es la ‘experiencia’ vivida y pensada (interpretada) de la gente en la que se interrelacionan (articulan) esas realidades materiales, culturales y asociativas. Y en esa experiencia, por supuesto, interviene su comportamiento, su práctica en las relaciones sociales y económicas de mayor o menor explotación y subordinación. Es la propia gente la que le da sentido a su relación social desde una determinada cultura.

Por tanto, esas formulaciones unilaterales, priorizando las ideas como factores de construcción de identidad y cambio, no son realistas, son idealistas. Tienden a infravalorar la realidad concreta, material y cultural, de la gente y su interacción sociocultural. Sitúan el motor de la activación en el discurso externo que es el que tendría la responsabilidad de dar sentido o carácter a la práctica sociopolítica de los distintos actores, sus mentalidades y su identidad colectiva.

Para terminar esta sección señalo el acercamiento con un planteamiento realista de Ch. Mouffe (2007) en su crítica hacia el pensamiento socioliberal o de tercera vía:

Para nosotros la radicalización de la democracia requiere la transformación de las estructuras de poder existentes y la construcción de una nueva hegemonía. Desde nuestro punto de vista, la construcción de una nueva hegemonía implica la creación de una ‘cadena de equivalencias’ entre la diversidad de luchas democráticas, viejas y nuevas, con el fin de formar una ‘voluntad colectiva’, un ‘nosotros’ de las fuerzas democráticas radicales. Esto puede realizarse solo por la determinación de un ‘ellos’, el adversario que debe ser derrotado para hacer posible la nueva hegemonía (p. 59)… nos separamos del enfoque liberal de la neutralidad del Estado… reconocemos el rol decisivo que juega el poder económico en la estructuración de un orden hegemónico… El rechazo de Beck y Giddens al modelo adversarial como una forma obsoleta de estructurar el campo político es una consecuencia de su incapacidad para reconocer la constitución hegemónica de la realidad social. A pesar de hacer algunos gestos hacia la afirmación de la naturaleza discursiva de lo social, pasan por alto un aspecto crucial de este proceso: el rol de las relaciones de poder en la construcción de todas las formas de objetividad (p. 60).

Aquí, el único matiz es el protagonismo excesivo de la llamada ‘cadena de equivalencias’ para la construcción de hegemonía que formaría voluntad e identidad colectiva desde las que se transformaría la realidad y se radicalizaría la democracia. El proceso encadenado es idealista o postmoderno: Las transformaciones ‘objetivas’ del orden hegemónico, de las relaciones de poder político y económico dependen y vienen detrás de la hegemonía cultural a la que se accede mediante el discurso. Sin embargo, para las capas populares, sin gran poder económico e institucional, es importante su subjetividad, sus ideas y su cultura… pero en la medida que forman parte de su actitud y su comportamiento, es decir, en la medida que construyen una fuerza social con el arma que tienen a su disposición: su masividad como mayoría social y su utilización democrática. En definitiva, cuando esa intersubjetividad mayoritaria está cristalizada como objetividad material y relacional y que a su vez la refuerza.

Mouffe critica bien la pretensión esencialista del marxismo estructuralista: 

Sólo en el contexto de una teoría política que tenga en cuenta la crítica al esencialismo, crítica que considero constituye la contribución decisiva del llamado enfoque ‘postmoderno’, es posible formular los objetivos de una política democrática radical (2003: 35).

Sin embargo, esta autora se reafirma en el enfoque postmoderno sin considerar que no toda la modernidad es esencialismo, ni solo desde lo postmoderno es ‘posible formular los objetivos de una política democrática radical’.

Lo común a todos los llamados populismos es la ‘presentación antagónica’ de las interpelaciones populares, no el carácter sustantivo de dichas interpelaciones. Además, Laclau pone el acento en la presentación (discursiva), no en el proceso sociopolítico que conlleva o el grado de conexión real con la gente, ya que se parte de lo dado de su existencia. Es más, habla continuamente de ‘forma de presentación’, no de proceso real, experiencia o prácticas sociopolíticas de antagonismo. Así, el acento lo pone en la presentación (performativa) del discurso, se supone que por una élite o liderazgo, que sería lo decisivo.

Por tanto, el populismo es una ‘articulación’ de ese ‘momento antagónico’ a ‘discursos de clase divergentes’. Pero el resultado de esa articulación, la combinación de polarización con el discurso (no los intereses, proyectos y dinámicas) de una clase dominada es completamente diferente a la articulación del antagonismo con el discurso de una clase dominante. Así, da lugar a una posición y una dinámica contrapuestas: al llamado por Laclau populismo de la clase dominante (u oligárquico-opresivo) o, bien, al populismo de la clase dominada (o popular-emancipador).

O sea, cuando el populismo, como solo el momento (o el mecanismo) de antagonismo, se complementa con su ‘articulación’ a cada uno de los dos discursos de clase específicos, el sentido concreto de esa combinación con cada uno de ellos es completamente contrapuesto, antagónico. Ya sea haciendo referencia a los intereses y demandas de clase distintas, en la versión marxista, o con la nueva terminología postmarxista de Laclau, a las posiciones antagónicas entre el pueblo (o clases dominadas) y la oligarquía (o clases dominantes), dentro del concepto y la realidad populista aparecen tendencias y proyectos contrapuestos.

Así, si se pone el acento en lo común de ambas dinámicas políticas (el antagonismo) y se utiliza el mismo significante (populismo), las trayectorias populares se definen por un aspecto secundario, sin valorar su sentido político o solo destacando una parte de él; por ejemplo, un carácter nacional compartido frente a un carácter social contrapuesto y obscurecido, como sucede en el proceso catalán. Las diferencias vendrían de su grado de ‘intensificación’ o radicalización, no de su carácter u orientación. Por tanto, si se incorpora el conjunto de los dos componentes (momento antagónico y discurso de ‘una’ de las dos grandes clases antagónicas –pueblo / oligarquía-), se empieza a rellenar la razón populista, como lógica o técnica formal de polarización, de contenido y de diferenciación sustantiva: populismo de clase dominante, autoritario, regresivo o de derechas frente a populismo de clase dominada, democrático-emancipador o de izquierdas-progresivo.

Ésta es la clasificación básica que Laclau admite ya en el año 1978 pero, en vez de avanzar, relativiza en 2013. Es decir, la diferenciación positiva de populismo de izquierdas y populismo de derechas, que sobre todo desarrolla Mouffe, valora el sentido político de cada movimiento popular. Una interpretación rígida del populismo como lógica de antagonismo, con la intención de demostrar su universalidad aplicativa y, por tanto, de legitimación intelectual, tiene el riesgo de la distorsión de su sentido político. Así, si se queda en ese esquema procedimental mantiene la abstracción y la estrategia política debe elaborarse desde otros parámetros, no desde ese enfoque teórico. En la medida que se le pone el adjetivo calificativo (de izquierdas, progresista, republicano, etc.) se corrige según su contenido y empieza a complementar y contrapesar el significado del nombre populismo, llegando a la posibilidad de que este concepto populismo pase a un segundo plano respecto del verdadero sentido político adjudicado por cada uno de los adjetivos que lo califican.

Por tanto, su aplicabilidad analítica y normativa se reduce a un campo abstracto, adecuado al escepticismo por la contingencia y la problemática del conocer, pero que dificulta una comprensión concreta de la realidad. Y, especialmente, no facilita suficientemente el proceso de emancipación de las capas populares, objetivo ético ideológico fundamental.

Como explica Mouffe (2015), hay que calificar los distintos populismos, al menos los principales, como populismo de derechas y populismo de izquierdas, haciendo referencia al contenido fundamental de la actitud ante la igualdad social. También respecto a otras características políticas importantes: populismo izquierdista y de extrema derecha, o bien, nacionalista, estatista, soviético, gramsciano, republicano, reaccionario, centrista, progresista, democrático, autoritario, etc.

Es decir, dada la ambigüedad consustancial del núcleo duro del enfoque populista, definido por su posición procedimental del antagonismo nosotros / ellos, su carácter y su denominación debe explicitarse por el sentido político de los dos polos (las clases dominantes o los de arriba y las clases dominadas o los de abajo). O sea, por el carácter de cada uno de los dos adversarios principales y el tipo de su interacción o conflicto: el de izquierdas o democrático-progresivo, defensor de los de abajo frente al poder de los de arriba; y el de derechas o reaccionario-autoritario, defensor de los de arriba (aun con aspectos parciales hacia los de abajo a efectos de relegitimación). Y ello está condicionado por las dinámicas y los ‘nombres’ tradicionales incorporados en la experiencia y la cultura popular y el debate político y teórico.

Esa calificación de ‘populismo de izquierdas’ aclara algo sustancial, el sentido del proyecto de cambio; es una fórmula intermedia o transitoria que rápidamente, alternando las palabras, puede traspasarse hacia la denominación ‘izquierda populista’, rebajando el peso del componente populista. En sentido estricto, populismo se relaciona con la posición conflictual del antagonismo entre nosotros / ellos (o amigos / enemigos), particularmente de fuerzas emergentes frente al poder establecido: la oligarquía o los de arriba (u otra fracción oligárquica u otra nación). No obstante, el carácter y la composición de ese poder y el de la nueva élite no se definen, aunque esta última está más obligada a apelar al pueblo para ensanchar su legitimidad y capacidad de acceso al poder y mantenerlo. El conflicto puede tener diversos grados de intensidad; es decir, puede ser más o menos moderado o radical en las formas de la confrontación, e independientemente de la profundidad de los cambios socioeconómicos o de poder planteados.

4.8 Crítica al idealismo discursivo o posmoderno

Termino con una valoración crítica a este planteamiento populista de idealismo discursivo o postmoderno con varias citas desde los enfoques thompsoniano y gramsciano. En primer lugar, de Xavier Domènech (2016):

De hecho, en el paso del estructuralismo al posestructuralismo hay una profunda lógica, ya que al eliminar los sujetos, finalmente, las estructuras pierden cualquier anclaje con la realidad hasta llegar a su negación más allá de la esfera de las mismas estructuras. Lo que antes se pretendía una representación fidedigna de lo real en la forma de estructuras, se invirtió convirtiendo lo real significativo en una representación fidedigna de las estructuras. Se había disuelto el nexo entre lo uno y lo otro, el propio sujeto, y en el proceso se perdió también el sentido de la relación entre el conocimiento de la realidad producido por los sujetos, que no ‘representa’ la realidad sino que la explica, y la misma realidad. En ese sentido, la disolución del sujeto no habría llevado a la consumación del carácter científico de las ciencias sociales, sino a su disolución final en una narrativa. Ahora la nueva ruptura epistemológica partiría también de la negación del sujeto, en este caso ya no vista como una construcción del humanismo burgués, sino como una construcción de la modernidad occidental, y de una única estructura superviviente. Esta última estructura  no sería otra que la lingüística, que ‘opera como una variable independiente de las dos instancias que pone en relación, la realidad social y la conciencia subjetiva’ donde ‘lo que los individuos hacen no es reconocer el mundo, sino convertirlo en una entidad significativa mediante los protocolos lingüísticos’ (pp. 125-126)…

En Thompson no hay dos campos de determinaciones sino la realidad de un sujeto colectivo que ‘vive su realidad material y en ese vivirlo lo percibe y lo interpreta en un sentido u otro, incluso en varios sentidos a la vez, a partir de sus legados, tradiciones, materiales a su alrededor, resignificados y transformados  en su vivir’. O dicho de otro modo, en el debate sobre qué es lo primero, el ser social o la consciencia social, presentado de nuevo como una dualidad, se olvida demasiado fácilmente que “la ‘conciencia’ jamás puede ser otra cosa que el ser consciente, y el ser de los hombres es su proceso de vida real” (Marx, La ideología alemana (1846: 18). El ser consciente se establece así no como una conciencia separada de un ser social, sino como una entidad en sí misma que forma parte de esa misma vida social. Marco en el que deviene central, para entender cómo se forma la clase, el campo de su ‘experiencia’, como espacio de percepción e interiorización de lo vivido y espacio de reacción ante lo vivido. Es decir, en el caso que nos ocupa, como un espacio donde se forma y se comprende la clase obrera (p. 138)…

[Entre los argumentos de Thompson] El primero de ellos fue señalar el campo de la ‘experiencia’ como espacio central de la relación entre clase y conciencia de clase. En el segundo superaba esa misma dualidad entre el espacio ‘objetivo’ y ‘subjetivo’, invirtiendo con ello el modelo ‘clásico’. Para él la secuencia, si es que puede hablarse realmente de secuencia en su caso, no era clase, conciencia de clase y lucha de clases, una entidad objetiva que devenía en identidad y luego operaba en el campo del conflicto, sino en todo caso lucha de clases, conciencia de clase y clase (p. 139).

Y podemos rematar con el propio Marx, en La ideología alemana (1846) o en La miseria de la Filosofía (1847), en una formulación historicista y no determinista: Los diferentes individuos solo forman una clase en cuanto se ven obligados a sostener una lucha común contra otra clase.

Desde mi punto de vista, el enfoque realista e histórico de E. P. Thompson, tal como he desarrollado en otras partes (Antón, 2014a; 2015b, y 2018) y anteriormente, es de los más sugerentes para explicar los procesos de conformación de los sujetos sociales y políticos y cómo superar la dicotomía estructuralismo-posestructuralismo desde una óptica relacional de las propias capas populares y su experiencia y junto con una actitud transformadora.

Superando el esquema dicotómico anterior, el proceso real no sería interpretable adecuadamente desde el enfoque idealista-postmoderno (discurso, identidad y lucha popular) ni el determinista-estructuralista (clase, conciencia de clase, lucha de clases) –que también sería idealista siguiendo a Thompson (1981)-. La conformación del sujeto como factor de cambio y la dinámica sociopolítica habría que interpretarla desde el realismo crítico, relacional e histórico (thompsoniano): experiencia relacional (participación en el conflicto social, posición en las relaciones sociales y ‘costumbres en común’ y diferenciadas), conciencia social (pensamiento, subjetividad e interpretación de la gente común y las élites) y sujeto sociopolítico (construido a través de su práctica relacional y cultural). Las tres facetas forman un conjunto social interconectado e inseparable, solo analíticamente.

Por último, recordar que el autor de esas citas es, actualmente, uno de los líderes más significativos de las fuerzas del cambio (coordinador de En Comú Podem, los comunes en Catalunya).

En segundo lugar, desde un pensamiento marxista-gramsciano renovado, Robert Jessop (2017b) critica, en esta larga entrevista de C. Prieto y J. C. Monedero de la que extraigo varias citas, algunas insuficiencias del idealismo postmoderno del populismo de Laclau y Mouffe:

Porque el análisis del discurso no puede proporcionar los medios para leer las coyunturas y decidir cursos factibles de acción respecto a diferentes horizontes espacio-temporales de acción… Laclau y Mouffe tienden a ignorar estas constricciones en pro de lo que podríamos denominar una afirmación ‘panpoliticista’ de que estructuras sedimentadas y consideradas inmediatamente obvias pueden ser repolitizadas. Esto reduce lo social a lo político e implica que la política es tan solo cuestión de generar el discurso correcto…

Al intentar prescindir de toda traza de esencialismo, Laclau y Mouffe vacían la economía y lo político de cualquier contenido teórico determinado. En vez de analizar los efectos de las formas sociales, las contradicciones, los dilemas, las tendencias a la crisis, etcétera específicos, sostienen que la relación capital es una pura relación política contingente. Esto hace que sus análisis económicos y políticos sean superficiales y que se basen en terminología convencional extraída del lenguaje ordinario, de los debates sobre las diversas políticas y de los paradigmas predominantes.

En resumen, a pesar de todo el autoproclamado radicalismo y bravuconería posmarxistas, este planteamiento no puede proporcionar las herramientas conceptuales o identificar los mecanismos necesarios para efectuar la crítica de la economía política o de las sociedades «modernas» en general. A lo sumo, puede contribuir a los análisis de la formación de la identidad y la subjetivación, que son discursivamente constituidos, y de las prácticas sociales mediadas primordialmente por el trabajo mental…

Al mezclar discursos y prácticas materiales y subsumir ambos bajo la rúbrica de prácticas discursivas y al tratar lo discursivo como coextensivo con el todo social, Laclau y Mouffe son incapaces de distinguir en términos materiales entre prácticas económicas, instituciones y formaciones capitalistas y no capitalistas…

Estas referencias no necesitan mucho comentario. Me parecen clarificadoras. He resaltado en negrita (al igual que en las citas anteriores y posteriores) las ideas más significativas que reflejan las limitaciones del enfoque populista de Laclau y Mouffe. Así, por efecto péndulo de su acertada crítica al esencialismo y el reduccionismo del determinismo economicista, pasan al extremo contrario de infravalorar la realidad social, económica e institucional o subsumirla en una concepción discursiva y contingente de la política. Ese enfoque idealista o postmoderno les dificulta la interpretación y, sobre todo, la elaboración de una teoría y una estrategia transformadoras enraizada en esa realidad.

En tercer lugar, para mayor abundamiento, selecciono y comento varias referencias elaboradas desde la sociología del conocimiento para clarificar el significado del ‘sentido’ político y la constitución de la realidad social, de la mano del sociólogo y colega Miguel Beltrán (2016):

El sentido no es algo que cada actor social otorga a las ‘cosas sociales’, sino que es un sentido ‘socialmente puesto’: lo crea la sociedad como tal, o alguna de sus partes y grupos, y lo transmite con el resto de la cultura a cada miembro de la sociedad o del grupo de que se trate, de suerte que dicho miembro no se inventa el sentido de las cosas, sino que lo encuentra en ellas y lo comparte con quienes forman parte de la ‘comunidad de sentido’ de que se trate. Porque, siendo un fenómeno intersubjetivo, puede no serlo para todos los miembros de la sociedad, sino solo para los de algún determinado grupo social… El conflicto social provoca sentidos diferentes para diferentes grupos sociales, de suerte que las ‘cosas sociales’ pueden no tener el mismo sentido para quienes interactúan a su alrededor y dentro de ellas (p. 91).

El sentido que interesa a la sociología es una creación colectiva, no individual. Al ser compartido es intersubjetivo, esto es, objetivo, con lo que se produce una suerte de ‘objetivación de la subjetividad significativa’ (p. 118).

El sociólogo aceptaría que el pensamiento crea (construye) (cierta) realidad (social), y que la realidad (social) crea (o al menos influye, condiciona y a veces determina) (cierto) pensamiento… realidad y pensamiento juegan entre sí, generándose mutuamente. El pensamiento genera realidad tanto por medio de su construcción social como a través del fenómeno de la reflexividad, y la realidad social genera pensamiento en la medida en que éste no se produce en el vacío, sino en el seno de la estructura social (p. 142, final del libro).

La palabra ‘significado’ se refiere al contenido discursivo del análisis de un texto; el significante ‘sentido’ contiene un criterio, juicio o significado colectivo que está en un discurso pero, sobre todo, en una práctica social. Y puede estar más o menos expreso o latente en el comportamiento del grupo social. Al tener por objeto el sentido de los hechos sociales la interpretación es más compleja y debe considerar a ambos procesos, discursivo y práctico-relacional, incluyendo no solo las mentalidades y la dinámica social sino su socio-génesis, su evolución y los factores que la condicionan. En esa comprensión de la interacción de los dos elementos y su trayectoria está la base interpretativa de la hermenéutica social, más completa, multilateral e interactiva que el idealismo postmoderno o el determinismo estructuralista. 

4.9 Conclusiones: Un nuevo enfoque crítico, social y realista

La caracterización del ‘momento’ populista como expresión del conflicto de nuevas fuerzas populares frente a las viejas élites tradicionales, aparte de la acertada clasificación en un campo o en otro de dichas fuerzas, es un asunto analítico y normativo secundario. Visto desde el poder establecido es un problema de descenso de la legitimidad pública de la élite política normalizada o clase gobernante, es decir, de su necesidad estratégica de recomponer su credibilidad y, por tanto, su poder. Es una situación de crisis política, más o menos profunda, que puede llegar a la transformación del régimen político (y económico y nacional). Como todas las crisis, son una oportunidad para el cambio al estar debilitadas las estructuras de poder.

Pero, dentro de las dinámicas sociopolíticas emergentes y sus pugnas y equilibrios con el poder establecido (la clase o fracción dominante) para establecer una nueva hegemonía, hay que explicar dos cosas: la profundidad del cambio y el doble (o diverso) sentido transformador. Es decir, si las tendencias ‘nuevas’ solo llegan a una remodelación superficial de las élites gobernantes y el sistema político o alcanzan modificaciones profundas de los núcleos del poder institucional, socioeconómico y nacional-territorial. Y respecto de su trayectoria y orientación si van en un sentido democrático-igualitario-solidario o en un sentido autoritario-regresivo-segregador (o con fórmulas intermedias o mixtas según qué aspectos).

Fenómenos populistas se han producido en regímenes políticos inestables, es decir, sin la hegemonía de una clase gobernante potente y creíble, y que ha incumplido su función colectiva. O sea, que ha frustrado con su gestión los fundamentos de legitimidad ciudadana y cohesión política y nacional derivados del cumplimiento del contrato social o pacto colectivo de seguridad y bienestar colectivo.

Por tanto, junto con la base social de descontento popular emerge una o varias dinámicas de reajuste o recomposición de esa clase política o régimen institucional, con mayor o menor nivel de ruptura o continuidad con el viejo orden y la vieja élite política gobernante. Estos procesos se pueden dar, no solo en países desestructurados institucionalmente, sino en los Estados más avanzados y/o democráticos (como EEUU., Reino Unido y Francia, o bien, Holanda, Austria y Suecia); al igual que en otro momento los Estados ‘modernos’ del Eje (Alemania, Italia y Japón) aun con fuertes fracasos históricos respecto de sus expectativas imperiales o hegemónicas y un pasado de gran descontento social, a menudo, con importantes movimientos de izquierdas. Así, el contexto es diferente al del típico populismo latinoamericano con unas clases gobernantes más frágiles y fragmentadas, aunque con unos desafíos nacionales, institucionales y de cohesión social también relevantes.

Dos elementos de fondo son comunes: crisis de legitimidad de las élites político-institucionales y grandes retos geoestratégicos, socioeconómicos y nacionales. La vieja clase política (o el sistema institucional) es incapaz de abordarlos bien y necesita una mayor movilización popular y de recursos estructurales para recomponer la nueva élite y la nueva hegemonía o reequilibrio del poder. El populismo, por tanto, es una lógica de acción política antagonista y discursiva frente a las viejas élites políticas con la tarea de instaurar un nuevo orden hegemónico o supremacista.  

Hasta ahora, prácticamente, no he definido el sentido de las oportunidades de cambio con esa crisis y la nueva movilización política. No obstante, lo principal para el poder establecido y las fuerzas emergentes y, especialmente, para el análisis y la posición política y estratégica de progreso es el peso (u oportunidad como relación de fuerzas) de la tendencia hacia una salida igualitaria-democrática-solidaria frente a otra reaccionaria-regresiva-autoritaria. Es decir, los procesos históricos y los campos políticos se definen, fundamentalmente, por su sentido sustantivo, no procedimental. La tarea de las fuerzas del cambio de progreso es el debilitamiento del poder establecido de las clases poderosas (incluido la presión derechista-xenófoba) y el empoderamiento ‘popular’ democrático-igualitario. Ese es el eje principal de la polarización en los últimos siglos, por supuesto con diferencias en cada campo y con zonas intermedias y transversales.

Y no es un asunto menor el papel contradictorio y ambivalente que juega la socialdemocracia u otros actores intermedios (pertenecientes a los de arriba y a los de abajo y, según qué temas y momentos, al medio), así como la necesaria diferenciación entre la derecha y la extrema derecha. Otra cosa es la ‘composición social’ de una fuerza oligárquica, de derecha o extrema-derecha, que puede apoyarse en sectores populares o de clase trabajadora (descendentes) o su supuesto perfil ‘social’ pero divisionista y segregador respecto de otras capas populares (inmigrantes, extranjeros). Y aunque cuenten, desigualmente, con apoyos ‘populares’ o sean más o menos patrióticos o ‘protectores’. O sea, su valoración política y ética no depende, sobre todo, de su composición y su perfil (que son un síntoma significativo), sino del ‘sentido’ de su trayectoria sociopolítica y cultural y su proyecto de sociedad, aspectos que conforman su identidad real.

Los poderes establecidos liberal-conservadores y todo su aparato académico y mediático no ven mal esa caracterización polisémica de los distintos populismos: son todos los que cuestionan la gobernabilidad de su poder, del ‘sistema’ político. Si ayer se les llamaba radicales o antisistema, hoy se denomina populistas. Enlaza con su lógica de mezclar y desprestigiar a ‘ambos extremos’. Pero esa delimitación de campos, poder liberal-conservador frente a ‘extremistas’ o antisistema de ambos colores –izquierdistas y derechistas- es nefasto desde una óptica transformadora progresista. No deja ver los grandes conflictos políticos y de valores por la igualdad, libertad y fraternidad contra los que, a veces, hay coincidencias entre la extrema derecha y la derecha liberal. Por tanto, desorientan sobre las estrategias políticas y las alianzas emancipadoras.

En definitiva, hay que superar (aparte de las teorías funcionalistas, liberal conservadoras o socioliberales) el enfoque populista, del simple antagonismo ligado al idealismo discursivo postmoderno, así como el determinismo economicista, de la sobrevaloración de las estructuras económicas e institucionales que se imponen a la propia gente como actor sociopolítico y conllevan un inevitable futuro. Hay que desarrollar un enfoque realista, social y crítico con el acento puesto en la importancia del propio sujeto, de sus condiciones de vida y sus contextos relacionales de dominación y subordinación, de su experiencia y su subjetividad, de su práctica social y su diferenciación cultural y política. Sobre esa faceta interpretativa se podrá elaborar una estrategia de cambio de progreso más clara y acertada.

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[1] Los capítulos tres y cuatro de este texto son un desarrollo de las Comunicaciones académicas presentadas en la sección de Movimientos Sociales de dos Congresos de Sociología recientes celebrados en la Universidad de Zaragoza (junio de 2017) y la Universidad Complutense de Madrid (septiembre de 2017). El capítulo dos es una reelaboración de diversos artículos publicados en estos meses.

[2] Reelaboración de la Comunicación a la III Conferencia Internacional de sociología de las políticas públicas y sociales: GLOBALIZACIÓN, DESIGUALDAD Y NUEVAS INSURGENCIAS, Universidad de Zaragoza, 1 y 2 de junio de 2017.

[3] Desarrollo de la Comunicación a las IV Jornadas Internacionales de Sociología de la Asociación Madrileña de Sociología (AMS): Análisis y propuestas de la Sociología actual. Universidad Complutense de Madrid, 21 y 22 de septiembre de 2017.

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