Sociólogo y politólogo.  Profesor de la Universidad Autónoma de Madrid (2003/2022)

Acerca del populismo: Polarización, hegemonía y ambigüedad ideológica

Acerca del populismo

Polarización, hegemonía y ambigüedad ideológica

Antonio Antón

Cuaderno de trabajo

Universidad Autónoma de Madrid

CUADERNO DE TRABAJO

Departamento de Sociología

Universidad Autónoma de Madrid

TÍTULO: Acerca del populismo: polarización, hegemonía y ambigüedad ideológica

AUTOR: ANTÓN MORÓN, Antonio

Profesor honorario

Correo electrónico: antonio.anton@uam.es

http://www.uam.es/antonio.anton

Madrid, febrero de 2015

Índice

1.      Construcción de identidades y cultura popular

2.      Polarización sociopolítica y hegemonía cultural y política

3.      Ambigüedad ideológica de la teoría populista

4.      Articulación, hegemonía, pluralidad y valores universales

5.      Igualdad, democracia y unidad popular frente a élites dominantes regresivas

6.      Podemos no es totalitario

Bibliografía

Acerca del populismo: polarización, hegemonía y ambigüedad ideológica

El criterio más frecuente para distinguir la izquierda de la derecha es la diferente actitud que asumen las personas que viven en sociedad frente al ideal de la igualdad.

(Norberto Bobbio, 1995).

El populismo es, simplemente, un modo de construir lo político.

(E. Laclau, 2013: 11).

Populismo: doctrina política que pretende defender los intereses de la gente corriente, a veces demagógicamente.

(Diccionario María Moliner).

Este texto analiza la teoría populista, fundamentalmente, a partir de la valoración crítica de los planteamientos de Laclau (2013). Abordamos varios aspectos relacionados con la perspectiva de polarización sociopolítica emancipadora frente a las actuales élites dominantes y su carácter antisocial, oligárquico y autoritario. Definimos cómo se construyen las identidades colectivas y se conforma la cultura popular, el significado de la polarización social o pugna sociopolítica y la hegemonía cultural y política, así como las características e insuficiencias de la teoría populista, en particular su ambigüedad ideológica. Exponemos algunas conclusiones sobre la importancia de la igualdad, la democracia y la unidad popular para abrir un camino transformador hacia una sociedad más justa, democrática y sostenible medioambientalmente. Y terminamos con la influencia del populismo en Podemos, rechazando su descalificación de ser totalitario.

1. Construcción de identidades y cultura popular

Diversos portavoces de Podemos han planteado la sustitución de la dicotomía izquierda/derecha por otras polarizaciones y han resaltado la importancia de la elaboración de un nuevo discurso. Ya hemos explicado las insuficiencias del eje izquierda/derecha, aunque también la vigencia de la igualdad, y hemos valorado las otras dicotomías propuestas (Antón, 2014c). Ahora vamos a abordar su visión constructivista y lo específico de su aportación. Partimos del criterio compartido de realzar el papel de la cultura y la subjetividad de los actores sociales y políticos, sin caer en el voluntarismo.

Cabe una precisión previa para delimitar el significado de la palabra discurso[1]. Conviene distinguir este concepto, usualmente referido al conjunto de opiniones de un grupo social, de su experiencia social y política y su impacto en las relaciones sociales. La práctica sociopolítica y cultural de los distintos actores y cómo interiorizan y encarnan sus ideas y valores es lo que genera la transformación de las relaciones sociales. Si sobrevaloramos el discurso, como ideas, y su capacidad constructiva de lo social, dejamos en un segundo plano el aspecto principal en la articulación social: la gente, los sujetos. Vamos a contar con ello para hacer una reflexión más general sobre la conformación de las identidades colectivas, aspecto ya tratado en la explicación sobre el nuevo enfoque teórico de la protesta social (Antón, 2014a) y en el análisis de la formación de las clases sociales (Antón, 2014b).

Visión constructivista y lo específico aportado por Podemos

Alguno de sus dirigentes lo formulan así:

(La) visión constructivista del discurso político permitió interpelaciones transversales a una mayoría social descontenta, que fueron más allá del eje izquierda-derecha, sobre el cual el relato del régimen reparte las posiciones y asegura la estabilidad, para proponer la dicotomía ‘democracia/oligarquía’ o ‘ciudadanía/casta’ o incluso “nuevo/viejo”: una frontera distinta que aspira a aislar a las elites y a generar una identificación nueva frente a ellas (Íñigo Errejón, “¿Qué es Podemos?”, Le Monde Diplomatique nº 225, julio de 2014).

La interpelación a la mayoría social descontenta es positiva. Ese potencial sujeto, al que dirigirse y reclamar su atención, señala la base principal susceptible de apoyo de las fuerzas políticas alternativas. Se ha constituido frente a los recortes sociales, las graves consecuencias de la crisis y su injusto reparto, la política de austeridad y la prepotencia gubernamental y de la Troika. Son rasgos fundamentales que configuran la experiencia y la cultura de la corriente social indignada. Se ha generado una nueva conciencia popular en esos temas clave, diferenciada de las élites dominantes. Está apoyada en la práctica social y el comportamiento de una amplia ciudadanía, en su participación y legitimación de la protesta social progresista, y está basada en los valores democráticos y de justicia social. No solo es una base social de izquierdas o de composición de clase trabajadora; es más amplia: progresista, democrática y popular. En esa nueva actitud sociopolítica participan personas que se autodefinen de centro progresista, incluso algunos de centro-derecha o votantes de esos partidos. Sin embargo, la mayoría de ellas se auto-ubican ideológicamente en la izquierda, sin darle a esa palabra el significado de una ideología compacta y cerrada o una vinculación de lealtad fuerte con un determinado partido político. Igualmente, participan sectores de las clases medias y, particularmente, jóvenes ilustrados con bloqueo en sus carreras laborales y profesionales. Elementos centrales de esa actitud progresiva, aparte de los valores democráticos, son la defensa de los derechos sociales y laborales y la igualdad en las relaciones sociales y económicas, así como el importante papel de lo público: Estado de bienestar, regulación de la economía, empleo decente y equilibrio en las relaciones laborales, protección social y servicios públicos de calidad.

Esa transversalidad  relativa, referida a la actitud ideológica y la composición de la ciudadanía descontenta, no supone una estrategia electoral atrapalotodo, con una orientación difusa. Se excluyen a las clases dominantes, la oligarquía o la casta, que se sitúan como el adversario a combatir, y se desconsidera la base social conformista con las políticas regresivas y autoritarias o irrespetuosas con los derechos humanos. Estamos hablando, pues, de un proyecto transformador, emancipador y popular, que va dirigido no solo a la gente que se considera de izquierdas sino a la mayoría de la gente crítica, indignada o descontenta. Y presenta un perfil no solo de izquierdas (tradicional) y menos para situarse (o que lo sitúen) a la izquierda de Izquierda Unida o como extrema-izquierda. Se identifica con un nuevo impulso transformador adecuado a las tareas de cambios fundamentales, giro socioeconómico y democratización del sistema político, y se enfrenta a los poderes establecidos. Ha elaborado un mensaje político con un lenguaje que ha conectado con la percepción de un amplio sector de la ciudadanía progresista y sus demandas discursivas y representativas para fortalecer su pugna sociopolítica y electoral.

El nuevo discurso -ciudadanía y democracia frente a casta y oligarquía-, elaborado con una visión constructivista permite a los líderes de Podemos, autores de esas consignas, ‘interpelar’ a esa mayoría social descontenta. Tiene una ambiciosa aspiración: ‘aislar a las élites’ (dominantes) y generar una ‘identificación nueva’ anti-casta o anti-oligárquica. Se enlazan mecanismos básicos de la contienda política: nuevo discurso y liderazgo, base social descontenta, sobre la que se construye una identificación popular con sus mensajes y su representación, así como aislamiento cultural y deslegitimación ciudadana de las clases dominantes.

¿Cuál es el rasgo que se infravalora? El que la conciencia popular de esa corriente indignada, en gran parte, ya estaba formada a través de la experiencia masiva de la crisis y sus graves consecuencias sociales, las políticas regresivas y la prepotencia gubernamental, contestadas por todo un ciclo de la protesta social, cívica y democratizadora. Desde el año 2008, con la crisis económica y la ampliación del desempleo masivo y, particularmente, desde el año 2010, con la aplicación generalizada de las políticas de austeridad y la imposición de ajustes antisociales, se ha producido el empeoramiento vital y de derechos de una mayoría ciudadana, su percepción de la desigualdad y la injusticia, así como su desacuerdo con los poderosos y su gestión regresiva y autoritaria de la crisis. En ese proceso, sociopolítico y cultural, han participado millones de personas, miles activistas o representantes asociativos y distintos grupos y movimientos sociales. El choque de esa involución social y democrática, promovida por los poderosos, con la cultura y expectativas previas de la mayoría de la población ha generado una polarización sociopolítica y cultural. La mayoría de la gente se ha reafirmado en sus valores democráticos y de justicia social. Frente a las dinámicas dominantes hacia la resignación y el sometimiento se ha desarrollado la indignación cívica y la deslegitimación ciudadana de las capas dirigentes, económicas e institucionales, que han actuado con prepotencia.

Por tanto, la acción comunicativa de un discurso y unos líderes, sin contar con este proceso, pueden quedar sobrevalorados en su aportación para la generación de la capacidad identificadora del campo propio y la aisladora del campo adversario. Es insuficiente al margen de las dinámicas de fondo de la cultura popular, las condiciones y expectativas vitales, la experiencia en el conflicto sociopolítico y la articulación del conjunto de tejido asociativo y movimientos sociales. Es razonable, a la vista del éxito obtenido, la pretensión de reforzar la legitimación del discurso y el liderazgo de Podemos y sus dirigentes. Es fundamental para encarar la siguiente fase de consolidación y ampliación de las fuerzas alternativas. Pero se trata también de precisar el valor de lo aportado para evaluar los esfuerzos, mejoras y dinámicas necesarios para avanzar en ese objetivo transformador. La vinculación de los mensajes y el liderazgo con las demandas y aspiraciones de la ciudadanía descontenta o crítica se debe realizar superando una relación esencialista o ahistórica de ambos componentes. La activación de una respuesta colectiva está mediada por los procesos del conflicto social y político, la experiencia, la cultura y la disponibilidad de la mayoría progresista de la sociedad, así como la propia acción y la organización de sus sectores activos y más representativos. En particular, tiene relevancia para adoptar una posición receptiva y unitaria con los distintos actores, especialmente, por su representatividad y peso político, entre Podemos e Izquierda Plural, sin olvidar la dinámica principal de la movilización sociopolítica y la articulación social de una ciudadanía activa.

La irrupción de un electorado indignado ha sido posible por el proceso, amplio y profundo, de conformación de una identificación popular, por parte de un sector significativo de la población, con unas características definidas: percepción del carácter regresivo del poder, amplitud de la respuesta cívica con una diferenciación cultural y sociopolítica respecto de las élites dominantes, consolidación de una cultura democrática y de justicia social, y articulación variada de un movimiento popular progresista, compuesto de múltiples grupos sociales, un amplio tejido asociativo y una diversa representación social unitaria que ha servido de cauce y expresión de grandes movilizaciones ciudadanas. Es el rasgo que aparece poco realzado al destacar, fundamentalmente, el componente constructivo del discurso y el liderazgo de una formación política sobre una base social descontenta pero solo receptora de interpelaciones. Se dejarían así en un segundo plano el papel de la propia ciudadanía activa como agente crítico y con la interrelación de distintos actores, así como su propia conformación experiencial e identificadora, a través del rechazo a la austeridad y los ajustes regresivos de unos gestores políticos prepotentes y una reafirmación en valores democráticos, solidarios e igualitarios.

Lo nuevo o añadido por el fenómeno Podemos a ese bagaje de cultura popular, actitudes progresistas en lo social y participación cívica es haber construido un cauce político para que se pudiese explicitar el apoyo electoral y la simpatía más amplia hacia un nuevo liderazgo político con un discurso crítico. Sus mensajes han sabido interpretar esas ideas fuerza de la ciudadanía indignada y les han permitido a sus representantes públicos recibir un reconocimiento político y electoral significativo. Dicho de otro modo, la visión constructivista ha contribuido, específicamente, a este último hecho, sobre la base de que ya estaban edificados los fundamentos y la experiencia de una nueva polarización sociopolítica y cultural. Y se han configurado no solo a través de discursos sino por la participación cívica, masiva y colectiva en el conflicto social, incluido el esfuerzo de activistas, grupos y organizaciones sociopolíticas.

Articulación de procesos amplios y complejos con mensajes acertados y sintéticos

La orientación y los mensajes de la corriente popular crítica se han ido expresando con dos elementos clave: democracia frente a la prepotencia de gobernantes y oligarquías; giro socioeconómico progresista y derechos sociolaborales frente a recortes, austeridad y reparto injusto de los costes de la crisis. Es la base identificadora de la protesta social y la indignación ciudadana que han conllevado la desafección hacia los gestores del bipartidismo y, en particular, del partido socialista, así como cierto desplazamiento electoral hacia una referencia alternativa. Justo ahí sectores descontentos se han encontrado con un liderazgo político y un discurso suficientemente apropiado y expresivo de esa conciencia crítica. Y ambas dinámicas se han visto reforzadas. Por un lado, el impacto positivo en el proceso sociopolítico, reafirmándose y ampliándose el electorado indignado en su actitud transformadora. Por otro lado, la confianza política de una parte significativa de esa ciudadanía, con su delegación en una nueva representación política.

Hemos realizado una amplia investigación sobre este proceso de indignación y resistencias colectivas y la configuración de una ciudadanía activa ante la crisis (Antón, 2011, y 2013), así como una primera aproximación sobre las identidades colectivas y el impacto de la precariedad (Antón, 2006a). También hemos dado un paso más al profundizar en el marco social y teórico para interpretar los fundamentos y las características de la protesta social y los movimientos sociales (Antón, 2014a). El nuevo enfoque teórico adoptado consiste en revalorizar la experiencia popular, su participación en la pugna sociopolítica emancipadora, su diferenciación o polarización de ideas, actitudes y posiciones frente a las dinámicas desiguales y dominadoras. Es el componente fundamental para explicar las identificaciones colectivas y encauzar los procesos de contienda sociopolítica (McAdam, Tarrow y Tilly, 2005; Thompson, 1979, y 1981). El factor clave es la articulación de los actores y sujetos colectivos, la ‘agencia’ o acción humana, relacionada de forma bidireccional con el resto de la realidad social. Ese proceso de formación de los campos sociopolíticos está condicionado por componentes estructurales y procesos enmarcadores que influyen en el significado de esas dinámicas y ayudan a clarificar las estrategias de cambio igualitario.

No obstante, hemos expuesto las insuficiencias interpretativas tanto de las teorías estructuralistas como de las culturalistas, así como los límites de la simple combinación más o menos equilibrada de ambas dos. El riesgo es infravalorar el factor humano, las dinámicas sociales, los actores sociopolíticos o el sujeto complejo y diverso, con sus tres rasgos principales: 1) su experiencia vital de la desigual posición, socioeconómica, sociopolítica y cultural, de las distintas capas sociales, minoría poderosa y mayoría de la sociedad; 2) las ideas, los valores y la cultura existentes, democráticas en lo político, progresistas o justas en lo socioeconómico, que han ido configurando el sentido común de su acción y sus actitudes frente a la involución social y democrática promovida desde el poder en esta crisis sistémica; 3) las mediaciones institucionales y, en particular, las capacidades articuladoras y movilizadoras de los movimientos sociales y la representación política.

La acción comunicativa es fundamental en estos tiempos (Habermas, 1987), así como el análisis de los discursos, las teorías interpretativas y la actividad ideológica y cultural. Pero, el resignificar, crear un nuevo sentido común y enfocar el hecho social desde un marco interpretativo específico no se realiza en el vacío. Tampoco se consigue sin conexión con las condiciones sociales y la experiencia popular de desigualdad y rechazo a la austeridad gestionada por las actuales y prepotentes élites dominantes, hasta ahora solo parcialmente corregida. Esas ideas o símbolos clave, no solo emociones, ayudan a reinterpretar los datos y la experiencia. Proporcionan un nuevo significado no distante de la conciencia y la experiencia previa.

Hemos señalado algunos excesos que se pueden producir con un enfoque constructivista o idealista, rígido y unilateral. No obstante, aunque tengan algunos rasgos comunes, conviene distinguirlos claramente del constructivismo ideológico conservador o reaccionario con una base material de poder financiero, institucional y mediático. Su crítica la realiza muy bien Krugman (2012) al describir el sesgo de clase que conlleva el discurso enmascarador del Tea Party estadounidense y el fundamentalismo económico del núcleo duro del partido republicano. Esa posición reaccionaria promovida desde el poder oligárquico construye símbolos para manipular la conciencia social, garantizar o mejorar su estatus quo y descalificar al contrario, las capas desfavorecidas y sus agentes. Lo realizan mediante la polarización sesgada al definir al ‘otro’ con rasgos falsos o deformados para deslegitimarlo –o reprimirlo- mejor. Es la misma filosofía utilizada por los neofascismos europeos y las corrientes xenófobas y fundamentalistas para combatir las dinámicas realmente igualitarias y emancipadoras.

En definitiva, hay que superar el determinismo estructuralista, económico e institucional, y el constructivismo o idealismo, culturalista y elitista. Y valorando los dos elementos, estructura y cultura, en su justo término, conjuntarlos con el factor de la experiencia socioeconómica y político-cultural de las distintas capas y actores de la sociedad y sus capacidades transformadoras. Se trata de otro plano de la mirada social que no se queda en la combinación de base material y superestructura cultural sino que parte de la práctica social y la subjetividad de la ciudadanía, con sus interacciones internas y el papel de sus agentes, representantes y sectores activos. El asunto no es secundario y no solo afecta a la interpretación de la realidad. Es importante para establecer las condiciones y dificultades para consolidar un nuevo espacio sociopolítico y electoral, arraigado en la mayoría de la sociedad, así como poder afinar los discursos y avanzar en la formación de liderazgos alternativos y capacidades unitarias y transformadoras.

La vinculación mecánica y total entre liderazgo y discurso con el pueblo presenta dificultades para el adecuado reconocimiento de otros actores y mediaciones. No favorece la mejor articulación de la compleja relación con las fuerzas políticas afines que han tenido un papel positivo en la acción contra los recortes sociales y el establishment y por la democracia y una salida justa de la crisis. Esa dependencia teórica de no realzar el valor sociopolítico del peso y la articulación de esa representación social y política, dificultaría la conveniente convergencia y acentuaría la competencia, siempre presente, entre las élites asociativas o políticas, como impulso para defender sus intereses inmediatos.

Seguidamente, al evaluar las insuficiencias de los fundamentos teóricos del populismo, volvemos a reafirmar este enfoque relacional y dinámico. Se trata de interpretar mejor los procesos sociales y la contienda política y cómo integrar los componentes estructurales y los mensajes y la capacidad comunicativa de nuevos liderazgos, atendiendo a las mediaciones fundamentales de los distintos actores y sujetos individuales y colectivos.

2. Polarización sociopolítica y hegemonía cultural y política

En esta coyuntura crítica se ha reforzado la pugna sociopolítica y cultural entre dos actores principales: 1) El bloque de poder liberal-conservador que persiste en una gestión regresiva y prepotente de la crisis sistémica, que afecta especialmente a España y las sociedades del sur europeo; 2) una ciudadanía descontenta e indignada, en desacuerdo con las consecuencias injustas de la crisis y la estrategia de austeridad (flexible) y recortes sociales, junto con un movimiento popular progresista, una ciudadanía activa en defensa de los derechos sociolaborales y la democratización del sistema político. Entre medio hay sectores sociales significativos, pero se puede decir que estamos ante un prolongado conflicto social, con un posicionamiento crítico de la mayoría de la sociedad frente a elementos sustantivos del poder establecido y su gestión.

El aumento de la desigualdad social, la imposición de la pérdida de derechos sociolaborales y la prepotencia institucional han sido los elementos iniciales de la polarización socioeconómica promovida por los poderosos. Frente a ello ha respondido un amplio sector de la sociedad, desde los valores democráticos y de justicia social, y se ha producido una polarización sociopolítica. El establishment, con su ofensiva para imponer un nuevo reequilibrio a su favor de riquezas y poder, no ha conseguido la legitimidad y el consenso suficientes entre la población. Frente a la minoría poderosa y su gestión antisocial y autoritaria, el proceso de su deslegitimación popular es muy amplio. En esta fase ha pasado al primer plano de la realidad social, incluida en la percepción ciudadana, la existencia de una contraposición de intereses, demandas y dinámicas sociopolíticas y culturales.

La interpretación más realista es el reconocimiento de esta doble tendencia, la conformación de esta polarización en los dos planos: socioeconómico o de la cuestión social, y sociopolítico y cultural. Esta visión dicotómica o binaria, no exclusiva o rígida, es la que mejor explica los principales hechos de estos dos ámbitos fundamentales y la configuración de los dos polos más relevantes del conflicto social, en esta fase histórica concreta.

Valor de la polarización según su papel emancipador, democratizador e igualitario

No toda polarización o conflicto son buenos, desde el punto de vista de la emancipación y la igualdad. Acabamos de decir que la polarización en el ámbito socioeconómico (desigualdad), promovida por la oligarquía económico-financiera y reforzada por las élites gobernantes, ha sido muy negativa para las clases populares, con mayor empobrecimiento y subordinación. Los grupos poderosos también construyen polarizaciones para ampliar su fuerza y legitimidad y aislar a grupos descontentos: a un lado, el poder establecido, sus representantes legítimos y la inmensa mayoría de la sociedad; en el lado opuesto, las minorías ‘radicales’ o ‘antisistema’, incluso aunque gocen de una amplia legitimidad ciudadana. Trasladada la polarización a otros ámbitos como las relaciones interétnicas, entre naciones o, simplemente, entre individuos, además de no ser realista, induce en el plano normativo a unas relaciones desiguales u opresivas por parte del más fuerte.

La polarización la inicia una parte que rompe el equilibrio o estatus quo existente para aumentar sus ventajas o su poder frente a otra parte, o bien reducir sus desventajas y subordinación. Los consensos y acuerdos o los acatamientos se deshacen para forzar un nuevo reequilibrio de fuerzas, control de recursos y poder. Hasta ahora no hemos entrado en la caracterización de las partes contendientes y sus proyectos respecto de unos objetivos sociopolíticos o criterios éticos fundamentales: la igualdad y la libertad; o con otras palabras, la justicia social, los derechos humanos y la emancipación. Ello supone que no basta señalar la lógica de la polarización o el antagonismo, sino que lo más importante es definir su sentido respecto de los procesos emancipadores e igualitarios, es decir, valorarlos según su significado sustantivo o finalidad ética para la población.

Desde el punto de vista histórico-filosófico no toda la realidad encaja en una visión binaria ni tampoco unitaria. Tampoco en el plano político o normativo lo mejor es siempre y en todos los casos promover el conflicto o el consenso. Descartamos la visión absoluta, esencialista y ahistórica, de las dos interpretaciones extremas: siempre todo pasa por el antagonismo de dos partes (uno se divide en dos); o todo confluye en una realidad unitaria (dos se unen en uno). La primera hunde sus raíces en la dialéctica hegeliano-marxista y maoísta (hay que rebelarse contra la opresión); la segunda en el pensamiento conservador y liberal, así como el aristotélico-confuciano (la virtud está en el medio; lo mejor es la armonía). En el plano histórico-social, desde una óptica emancipadora, la primera constata la realidad de desigualdad y relaciones de dominación y, en ese ámbito, considera necesario la oposición a ellas, mediante la resistencia y el conflicto cívico para llegar a un nuevo equilibrio más equitativo, estable y legítimo. La segunda arranca de los rasgos comunes o intereses compartidos de los seres humanos y grupos sociales, pone el énfasis en la cooperación y el consenso y apuesta por la armonía. La primera prioriza un cambio cualitativo en las relaciones de fuerza entre dos (o más) grupos sociales, particularmente entre poderosos y capas subordinadas; la segunda plantea la continuidad de los mecanismos y estructuras sociales como base del orden y la cohesión social y, en el mejor de los casos, con un progreso cuantitativo o gradual. Pero las formulaciones extremas de ambas teorías totalizadoras generalizan estos esquemas, dicotómico o unitario, a todo tiempo, tema y lugar y de forma absoluta.

Por tanto, no toda la realidad social e histórica o la naturaleza están polarizadas por antagonismos (lucha de clases como ley del materialismo histórico, y dialéctica de la naturaleza) y hay que analizarla por ese prisma binario, rígido y que suele llevar al sectarismo. Pero no por ello hay que relativizar el conflicto y las contradicciones, incluso la visión trágica de la elección entre dos males, optando por el menos malo aunque conlleve también algunos efectos negativos. Tampoco hay que caer en la idea de armonía, consenso o unidad con sometimiento, ya sea en nombre de la cohesión social, identitaria o nacional. Ni siquiera admitiendo cierta diversidad y pluralidad subordinada al supuesto marco común (hegemónico), o para poner siempre el valor de la unidad por encima de todo contexto y circunstancias.

Esa doble lógica, binaria o unitaria, no implica necesariamente un determinado contenido sustantivo u orientación ideológica. Depende del contexto y el carácter de los actores presentes: frente a qué, quién, por qué y cuándo se enfrenta una parte a otra, o bien se unen y comparten proyectos en determinadas condiciones. Así, desde la óptica conservadora o reaccionaria, la primera visión polarizada puede servir para aumentar la división social, favorecer la concentración de riqueza y poder todavía más en el polo oligárquico y aislar a la mayoría de la ciudadanía o segmentos relevantes. Con la segunda visión, unitaria, se reforzaría la continuidad de las estructuras de desigualdad a través del mantenimiento del orden social, el consenso político y la hegemonía cultural de las capas dominantes. La óptica del poder considera natural la realidad polarizada de las desiguales estructuras sociales, económicas y políticas, y pone el acento en la legitimidad social de esa dinámica desigual con el refuerzo del consenso político y cultural. Se construye una imagen embellecida en torno a la unidad política o la responsabilidad de Estado, para que la población acate la desigualdad existente,  evitar el cambio y continuar con la división social de fondo.

Por otro lado, conviene diferenciar entre análisis de la realidad, planes inmediatos y objetivos globales. Comprobar la existencia de dos (o más partes) partes contrapuestas o simplemente diferentes no implica necesariamente una determinada posición normativa. La primera corresponde al realismo analítico; la segunda, a los objetivos y la acción sociopolítica. A partir de la constatación de una realidad bipolar se puede optar por la pugna y el conflicto o por la cooperación y el consenso.

La tradición del liberalismo social (Dahrendorf, 1994) reconoce los fundamentos del conflicto social moderno y trata de regularlos para asentar la democracia (liberal). El liberalismo en general admite la existencia de distintos intereses y demandas, la necesidad y conveniencia de articular grupos de presión (lobbies), movimientos sociales y partidos políticos que los representen. Aunque su finalidad es garantizar la continuidad del actual régimen económico (capitalista) y político, con desigualdades socioeconómica y de poder. Sus bases jurídicas y constitucionales aseguran la prioridad jerárquica de la propiedad privada y el dominio subsiguiente, es decir, la preponderancia de la libertad económica del mercado (los propietarios) respecto del resto de libertades individuales y colectivas y, por supuesto, de la igualdad social. Esa visión del conflicto, subordinado a la articulación ordenada de la sociedad y con la continuidad de la misma hegemonía del poder, es insuficiente. Igualmente, es limitada la posición normativa funcionalista (Durkheim) de alcanzar la cohesión social o una sociedad integrada, con una sobrevaloración de la capacidad hegemónica y práctica de una moral dominante basada en la solidaridad orgánica o la cooperación de las distintas clases y grupos sociales, sin modificar las dinámicas injustas de fondo.

La polarización sociopolítica no es absoluta y en toda la historia. Ya hemos criticado los errores e inconvenientes de su generalización a todos los ámbitos de la sociedad (y la naturaleza). También hemos hecho alusión crítica a la idea de la lucha de clases, como ley que anuncia la inevitabilidad histórica de la victoria de las clases trabajadoras sobre las clases burguesas y la instauración del socialismo y el comunismo. Caben, al menos, otras dos hipótesis extremas: barbarie, como decían los fundadores del marxismo –hoy diríamos destrucción de la humanidad o del planeta-, y prolongación del equilibrio inestable, político-económico y geoestratégico –como evidencia el siglo XX-. No hay ninguna ley que garantice un futuro en determinado sentido.

Pongamos un ejemplo, citando las dos más grandes polarizaciones del siglo XX, las dos guerras mundiales. Ambas han sido las pugnas más cruentas y con consecuencias más desastrosas para la humanidad, pero su significado ético y político es muy diferente. La primera fue una guerra entre dos bloques imperialistas (Alemania y sus aliados centrales por una parte, y Francia y Reino Unido, junto con la Rusia zarista y, al final, EEUU, por otra). Se exacerbaron sus respectivos nacionalismos, los intereses imperiales de sus élites y se incorporó a cada frente el grueso de la socialdemocracia, con una fuerte crisis interna. Tenía un carácter injusto e injustificable. La posición justa era evitar la polarización entre las potencias, con graves consecuencias para sus poblaciones, e iniciar un proceso pacifista e internacionalista por la paz y la libertad (que junto con la reivindicación del pan facilitó la revolución socialista en Rusia).

La segunda guerra mundial, sin embargo, tenía para los pueblos aliados un carácter justo, de emancipación frente a la tiranía totalitaria. La movilización general contra las potencias fascistas del Eje (Alemania, Italia y Japón) de las fuerzas aliadas (liberal-democráticas y soviéticas), con EE.UU. y la URSS a la cabeza, y los diversos frentes populares y resistencias antifascistas, era éticamente justa. La resistencia y la guerra contra el nazismo, el totalitarismo fascista y el imperialismo japonés estaban justificadas. Tenían un sentido muy relevante de liberación. Los estados aliados, como parte liberadora, tenían derecho a convertirse en fuerza hegemónica, representar al conjunto de la humanidad, destruir los regímenes más autoritarios, destructivos y odiosos de la historia, alumbrar un nuevo equilibrio internacional y promover nuevos estados democráticos, culminando con una nueva ética o cultura a través de la ONU: los derechos humanos universales. Nadie discute la legitimidad de esa lucha, ensalzada por el cine de Hollywood, aunque se le puedan poner muchas objeciones parciales.

Como se sabe, enseguida se conformó una nueva polarización político-económica y de áreas de influencia entre las potencias occidentales y el bloque soviético. Una guerra ‘fría’, salpicada de conflictos calientes en muchas partes del mundo y ligadas a procesos de descolonización. Terminó con el hundimiento del bloque soviético, la implantación de la hegemonía occidental y la generalización de la globalización económica. Es la época de un relativo consenso internacional con reequilibrios con las potencias emergentes y numerosos conflictos periféricos hasta la llegada del terrorismo yihadista. En este caso, como ha ocurrido con los atentados yihadistas recientes en Francia, la sociedad democrática, incluidos sectores musulmanes, se moviliza contra los asesinatos de una minoría fundamentalista y violenta, con rasgos fascistas, y en defensa de la libertad de expresión (Sami Nair: Fascismo, diario El País, 16-1-2015).

Por otra parte, en las sociedades europeas se extienden problemáticos conflictos interétnicos y se acentúa la importancia del diálogo y la convivencia intercultural y la integración social.

Existen otras dos polarizaciones clásicas. Una de carácter socioeconómico: el desarrollo del capitalismo con la gran apropiación de recursos y poder de una minoría y la ampliación de la desigualdad y la subordinación para la gran mayoría de la población. Ya hemos comentado que durante estos dos siglos esa dinámica ha sido compatible, en diversas etapas, con la mejora global de las condiciones de vida de la sociedad, incluidas las clases trabajadoras, y su carácter injusto ha sido relativizado. Pero debemos convenir que en las épocas de mayor polarización económica, desigualdad y segmentación, como la actual, la valoración ética, social y democrática debe ser crítica, al menos, por sus efectos más perniciosos para las capas populares. La otra polarización convencional, relacionada con la cuestión social, es la pugna de dos siglos de la izquierda social y política por disminuir esa desigualdad y ensanchar los derechos y libertades de las clases populares. Esta polarización en el campo sociopolítico, en defensa de las capas subalternas y sus derechos sociales y democráticos y para reequilibrar su subordinación en el campo socioeconómico e institucional, es positiva y justa y tenía un componente universalista de mejora para toda la sociedad.

En las décadas ‘gloriosas’ del pacto keynesiano, tras la segunda guerra mundial, con el gran desarrollo capitalista, pleno empleo, redistribución pública y Estado de bienestar, se produjo una mejora del bienestar de la población respecto de épocas anteriores. Ese avance, respecto de las generaciones anteriores, en términos de capacidad adquisitiva, servicios públicos y sistemas de protección social, dejó en un segundo plano de la conciencia ciudadana la persistencia de las desigualdades de diverso tipo. Es la etapa del debilitamiento del conflicto social abierto, de su regulación e institucionalización y de un gran consenso social y político, aunque con la rivalidad respecto del bloque soviético y entre las izquierdas y las derechas europeas.

Tras la mundialización y las políticas neoliberales de primeros años ochenta y de forma acelerada en los noventa, se empezó a resquebrajar ese equilibrio. Pero fueron en primera instancia, los núcleos de poder conservador (Reagan y Thatcher), precisamente con aires populistas reaccionarios, quienes ante los primeros síntomas de la crisis de finales de los setenta impulsaron las políticas neoliberales para romper el equilibrio anterior en beneficio de las oligarquías económico-financieras. Ello en perjuicio de la mayoría de la población y con el debilitamiento de las fuerzas progresistas y el refuerzo de la hegemonía de las derechas. Y en un contexto de pulso contra el bloque soviético, de globalización económica y revolución tecnológica. Se inició un lento y prolongado deterioro de los equilibrios keynesianos anteriores dando paso a la reestructuración regresiva del Estado de bienestar y el modelo social y laboral europeo. La capacidad de reacción igualitaria y popular fue limitada con un fuerte deterioro de las fuerzas de izquierda. Por una parte, por el proceso de la socialdemocracia europea con su giro al centro, incluido su incorporación con matices a esa gestión socioeconómica e institucional que todavía permitía una pequeña redistribución pública y una legitimidad democrática de su representación política. Por otra parte, por el amplio descrédito entre la izquierda social europea de la realidad y las tradiciones autoritarias de los regímenes del llamado ‘socialismo real’, referencia de gran parte de la izquierda comunista que entró en un proceso de crisis de orientación y arraigo popular. Frente al desequilibrio neoliberal se opuso escasa resistencia cívica, es decir, no se produjo una relevante polarización sociopolítica, aunque se ampliaba una significativa deslegitimación social hacia esas dinámicas de segmentación social, subordinación, desprotección pública y debilitamiento de los derechos sociales y laborales.

En España durante la transición política pasamos de la polarización entre dictadura y fuerzas antifranquistas al consenso constitucional y económico (Pactos de la Moncloa), que predomina en todo este periodo en el ámbito político. Se construye un régimen democrático aunque con importantes insuficiencias, en particular por su débil Estado de bienestar. Hay una gran hegemonía del bipartidismo gobernante, parcialmente cuestionado por el nacionalismo periférico, sobre todo vasco y catalán, sin terminar de conseguir un completo consenso en la articulación territorial, y por la limitada representación institucional de las izquierdas plurales y alternativas. Pero cierta polarización se trasladó al campo sociopolítico con amplias movilizaciones sociales. Aparte del movimiento feminista y ecologista, dos pugnas más globales han tenido lugar: la sindical, desde las significativas huelgas y resistencias contra la reconversión industrial, en los primeros años ochenta, hasta la mayor huelga general, la del 14 de diciembre de 1988, contra la precariedad laboral y por el giro social de la política económica del gobierno socialista, aunque con otros procesos de diálogo y paz social; y la pacifista, especialmente el movimiento anti-OTAN, y hasta llegar a las grandes movilizaciones contra la guerra de Irak o la actividad de solidaridad y cooperación internacional. Esa experiencia de confrontación sociopolítica frente a las situaciones y políticas más antisociales y prepotentes de los grupos dominantes, ha mantenido viva a una significativa izquierda social y distintos movimientos y grupos sociales progresistas y alternativos (Antón, 2006b).

Con la actual crisis socioeconómica y las políticas de austeridad e imposición institucional, el poder establecido ha dado un paso más en la ruptura del equilibrio precedente, ya muy desventajoso para las capas subalternas y de origen inmigrante. Ahora impone una polarización o desigualdad socioeconómica más profunda y con un ritmo acelerado: mayor concentración de riqueza y poder en el polo de la minoría dominante, y mayor subordinación y desigualdad para la mayoría popular.

Pero lo específico de esta coyuntura crítica es el desacuerdo y la oposición de una mayoría cívica frente a esa deriva antisocial y antidemocrática, con una fuerte deslegitimación hacia las élites gestoras de esa estrategia impopular. Se abre la posibilidad de un cambio social y político significativo que permita reorientar la gestión socioeconómica y democratizar las instituciones políticas, con una perspectiva de salida más equilibrada de la crisis sistémica. Es decir, emerge una pugna sociopolítica y cultural, en dos planos: de legitimidad y de movilización social. Este es el marco central para elaborar un pensamiento realista y crítico que analice esta nueva polarización sociopolítica y refuerce las dinámicas para el cambio social y político emancipador.

Estamos ante un conflicto de fondo entre una ciudadanía progresista y unas élites económicas y políticas con una actuación antisocial y prepotente. Nace de la resistencia y la oposición cívica, masiva, pacífica y con valores democráticos y de justicia social, frente a unos planes regresivos e injustos de una minoría poderosa que perjudica a la mayoría de la población. Este conflicto social, político y cultural, particularmente en España, se articula con muy diversas demandas y actores, pero ha sido capaz de expresarse con grandes movilizaciones comunes y una representación social relativamente unitaria para esos momentos. Sus objetivos son justos, democráticos, igualitarios y emancipadores, frente a la prepotencia autoritaria y la involución social promovida desde los poderes establecidos. El otro gran conflicto, el territorial, tiene puntos de conexión.

Sin embargo, este proceso no está distorsionado por otras polarizaciones problemáticas, como en Francia y otros países, desencadenadas por tendencias xenófobas o neofascistas. Así, esta visión de una realidad de polarización social, política y cultural es más ajustada que la contraria, la visión unitaria de ver la sociedad de forma uniforme y sin grandes divisiones o conflictos. También es más acertada que las visiones postmoderna y liberal extrema de interpretar la realidad social como un continuum de fragmentos o individuos, sin dar relevancia al conjunto de la sociedad ni a los agrupamientos más amplios o conflictos más globales. Y, además, este enfoque facilita las claves para apoyar las dinámicas democráticas e igualitarias y combatir las tendencias regresivas y autoritarias.

Las alternativas son, fundamentalmente, entre dos opciones: transformación o continuismo, conflicto social o consenso, pugna sociopolítica o pacto social, indignación y resistencia cívica o sometimiento y resignación. En fin, la acción por la igualdad y la democracia contra la desigualdad y la dominación oligárquica; la unidad popular frente a los poderosos. Es una dinámica binaria no exclusiva. Los polos principales, a veces, no tienen unos contornos precisos, se complementan con otros elementos intermedios o difusos. Supone también acuerdos parciales o consensos básicos en determinadas áreas o momentos, donde predomina la mediación y el equilibrio. Además, esta realidad emergente de la polarización del conflicto social es percibida e interpretada de forma distinta por los diferentes actores sociales, políticos y mediáticos y está sometida a una pugna cultural por darle un significado y un nombre.

Ambos campos sociopolíticos existen y están contrapuestos, al igual que su sentido particular para sus principales componentes. Falta por consolidar ese significado, con un marco interpretativo y un mensaje, lenguaje o símbolo, que faciliten una identificación clara y aceptada mayoritariamente, incluido el nombre. Cada uno de los dos polos principales también es internamente heterogéneo y de acuerdo a  esa diversidad se utilizan palabras con distintos matices. Se ha ido construyendo socialmente la idea o el concepto de fondo: arriba, poderosos con prepotencia y ventajas; abajo, subordinados y desfavorecidos, con desventajas. En el aspecto analítico hay que definirlo mejor. En el plano de la conciencia social falta por denominarlo mejor y con un lenguaje más común. Es una pugna también en los ámbitos teórico y comunicativo.

Existen intereses y demandas que consideramos comunes a toda la humanidad y que deberían formar parte de un acervo compartido: desde la sostenibilidad del planeta, pasando por el respeto de unas normas básicas de convivencia social, intercultural e interétnica, y llegando a la importancia de la democracia, la laicidad y el reconocimiento de los derechos humanos universales. Son pilares fundamentales para generar una dinámica integradora, no segmentada o dividida. Pero volveríamos a caer en el idealismo al sobrevalorar la capacidad para la cohesión social de una cultura sin abordar directamente las dinámicas desiguales, opresivas o autoritarias, o infravalorando la acción ciudadana, con polarización y conflicto, frente a ellas. Es la práctica social, el comportamiento y la acción humana de las personas en desventaja, y las que se solidarizan con ellas, la palanca transformadora de una realidad desigual. Esta visión de la dinámica doble no es absoluta, o sea, es relativa; pero es la más adecuada a esta fase histórica y con las variables económicas y sociopolíticas expuestas. Se acerca más a una nueva mirada, un nuevo enfoque (paradigma) sobre la pugna sociopolítica en esta etapa; o bien, una teoría de alcance medio que sirva para la elaboración de una estrategia emancipadora para salir de la crisis sistémica y construir una sociedad más justa, democrática e igualitaria.

En conclusión, para valorar el significado ético y político de una polarización o pugna sociopolítica y cultural hay que enjuiciar el carácter de sus dos polos fundamentales (aparte de los sectores intermedios), las relaciones de dominación/subordinación entre ellos y el sentido emancipador e igualitario de unos o el dominador/explotador de otros. O bien, si desde el punto de vista de la justicia social y la libertad, no hay buenos ni malos. Es decir, no hay dos polos homogéneos y opuestos entre sí o, en caso de conflicto, si sus motivos o intereses no están justificados y son todos malos. Aparte están los intereses comunes o compartidos, los criterios universalistas y la adecuación de los medios. No obstante, en este breve repaso histórico solo nos interesa destacar la ambivalencia de la polarización y también del consenso. Y que ambas lógicas hay que interpretarlas a la luz del análisis de la posición relacional de cada componente y capa social, sus dinámicas a favor o en contra de la igualdad y sus tendencias al autoritarismo/dominación o la democracia/emancipación. Es la posición social y las demandas articuladas en torno a esos ejes básicos las que dan sentido a una pugna (o un acuerdo) determinado. Y también explican el significado y la legitimidad de la conquista de la hegemonía de una parte popular frente a la otra parte oligárquica (ilegítima), hasta conseguir su objetivo: derrotarla y vencerla, superar la división y la desigualdad e imponer democráticamente un nuevo equilibrio más justo, una sociedad más libre e igualitaria.

La visión uniforme y la fragmentada, hoy y en este ámbito, son irreales

Hay que despejar las otras dos visiones convencionales, dominantes hasta ahora en el mundo académico, mediático y político: la uniforme o liberal-conservadora y la fragmentada o postmoderna. Entre sí pueden ser complementarias. La uniforme pone el acento en una visión unitaria e indiferenciada de la sociedad, excluyendo la importancia de los grandes bloques sociales, aunque admitiendo la individualización y fragmentación de la sociedad. Es funcional con la continuidad del orden social y económico y el consenso político, así como con la hegemonía cultural y la legitimidad del poder dominante. La visión fragmentada, partiendo de la gran diversidad y multiculturalidad de la sociedad, admite cierta unidad global, aunque débil; ignora o critica los proyectos y relatos de emancipación social y es incapaz de articular grandes procesos de cambio, con la convergencia de intereses y demandas de las capas y grupos subalternos.

Ambos enfoques impiden el análisis realista y, lo que es más importante, no facilitan una orientación adecuada para la transformación social igualitaria y emancipadora. Su consecuencia es que relativizan la existencia de los dos (o varios) polos y el proceso que los opone y, por tanto, las dinámicas transformadoras y de cambio. Esas dos visiones, uniforme o indiferenciada y fragmentada o individualizada, son simplificadoras y reduccionistas. Solo se detienen en una parte de la realidad e infravaloran el resto que, en estos momentos, es lo sustancial: la pugna sociopolítica por la democracia y la igualdad. Por tanto, deforman la realidad de la desigualdad, obscurecen los factores y las dinámicas de cambio y dificultan la transformación social y política en un sentido emancipador e igualitario.

Puede analizarse la sociedad en su conjunto y ver sus elementos comunes a toda la humanidad y, al mismo tiempo, explicar sus componentes fundamentales, según las desigualdades o polarizaciones existentes. Una visión integradora de la sociedad, como posición normativa, debe tener en cuenta las dinámicas disgregadoras, segmentadoras, excluyentes y de conflicto y no falsear la realidad según sus deseos. La movilización popular progresista es un factor clave para debilitar el poder oligárquico. El conflicto social, en ese caso, trata de superar la profunda desigualdad existente en la sociedad, con una fuerte polarización social y económica, de riqueza y poder. Cumple, por tanto, una función integradora, solidaria y universalista para el conjunto de la sociedad. Incluso facilita la auténtica liberación respecto del poder oligárquico, impidiendo el ejercicio inmenso de su poder arbitrario y antidemocrático, es decir, regulando la libertad absoluta del mercado (financiero) y poniéndolo al servicio de la gente y de la ética de la justicia social. Los poderosos y sus medios de comunicación a esa posición de reducir las desventajas sociales y los privilegios de unos pocos la llaman dictadura, totalitarismo o populismo, cuando es solo disminuir las grandes desigualdades de recursos y poder, mediante la democracia. Su monopolio del poder y su ejercicio arbitrario son sus prioridades.

La formación de polos diferenciados, económicos y políticos, es un hecho social. Está clara la actuación del poder financiero, causante de la crisis e impulsora de la desigualdad social y la concentración de poder y riqueza, así como la del poder político-institucional de los organismos y Gobiernos de la UE, con fuertes políticas de austeridad en los países periféricos. Y también es una realidad evidente la existencia de una ciudadanía indignada frente a las políticas de ese poder y un movimiento popular progresista, de resistencia cívica, cultura democrática y valores igualitarios; así como la permanencia de sectores intermedios. Igualmente, hay que considerar, dentro de cada parte, su diversidad interna, al igual que las fronteras difusas o porosas entre las mismas. Y desde luego, valorar que en la base de cada clasificación lo que existen son personas concretas. Al contrario, difuminar esos dos hechos encadenados, élites dominantes y ciudadanía activa, así como su conflicto, supone infravalorar las dinámicas de cambio social y político frente a la continuidad del establishment.

Dicho de otro modo, dado el inmenso poder institucional y de riqueza de las élites dominantes y su fuerte dinámica de desigualdad y prepotencia, la única actitud realista, éticamente justa y políticamente imprescindible, es la de activar a la mayoría de la ciudadanía en un largo y firme proceso de confrontación emancipadora frente a los poderosos. Es la única posibilidad de frenar estos desequilibrios derivados de la imposición de la involución social y democrática y abrir una ventana de esperanza para caminar hacia una sociedad más libre e igual.

Al no reconocer o infravalorar esa polarización se contempla una sociedad indiferenciada o uniforme, compuesta de individuos y grupos sociales fragmentados, en competencia o cooperación, pero sin agrupamientos más globales con intereses y demandas contrapuestas. Existiría un conjunto social con nombres colectivos (sociedad, ciudadanía, pueblo, humanidad…) y luego solo individuos y grupos pequeños o particulares, o bien extremos minoritarios. Las clases sociales, dominantes y elitistas, por un lado, y populares y masivas, por otro lado, no existirían, y serían conceptos deformadores de la realidad.

La idea fundamental de la tercera vía socio-liberal es que hay una mayoría ‘centrada’ de clases medias y una minoría de izquierda radical. Se trata del actual consenso europeo conservador, liberal y socialdemócrata que estaría desafiado por ‘extremistas’ de derechas y de izquierdas, que pretenden englobar bajo el concepto de populismo. Ese establishment plantea, de forma interesada, sus disyuntivas apropiadas para legitimar su estatus y su legitimidad. Una polarización forzada es entre la aceptación del mercado, tal como se gestiona actualmente, frente a lo que consideran su rechazo radical. Pero esta expresión es utilizada peyorativamente para señalar su supuesto carácter extremista, minoritario o contraproducente, cuando hoy las posiciones alternativas al neoliberalismo y la austeridad apuestan por la regulación del mercado, las garantías de los derechos sociales y laborales y el refuerzo del Estado de bienestar, y tienen gran apoyo social, superior al de este capitalismo financiero, especulativo y desbocado. O bien, otra dicotomía tendenciosa es la oposición entre posiciones revolucionarias o antisistema (catalogada de opción ilusa o autoritaria), frente a la estabilidad (como continuismo legitimador) de la actual estructura de poder y estatus. Pero, ahora, la actitud ciudadana más significativa es la crítica a los poderosos por su gestión regresiva y la aspiración de transformación social y profundización democrática.  Desde luego, esa dinámica cívica puede tener un fuerte impacto transformador progresista, pero su caracterización por los portavoces afines al establishment de extremista, revolucionaria o autoritaria no se adecua a la realidad y la conciencia de la mayoría de la ciudadanía, y solo buscan deslegitimarla.

Por tanto, en el plano político-ideológico las disyuntivas reales se plantean entre, por un lado, la política de austeridad y la prepotencia y continuidad de los grupos de poder económico e institucional y, por otro lado, la indignación cívica, el conflicto social y la alternativa política por el cambio socioeconómico y la democratización política, con amplio apoyo popular. La realidad actual, la nueva cuestión social y de cambio sociopolítico, no encaja en la sesgada disyuntiva entre, por una parte, estabilidad y consenso mayoritario, con posibilismo político y supuesto bienestar y progreso, y por otra parte, radicalismo minoritario, irreal, dogmático, destructivo y autoritario, al que hoy se le etiqueta de populismo.

Esa visión ideologizada, dominante en la mayoría de los grandes medios de comunicación, además de no ser realista, tiene una influencia normativa negativa: la prioridad sectaria de la deslegitimación de posiciones críticas y de izquierda y la dificultad para el empoderamiento cívico por la transformación de las estructuras socioeconómicas y de poder. No sirve para clarificar los dilemas principales, tal como venimos explicando: por un lado, políticas regresivas de austeridad, debilitamiento de los derechos sociolaborales y el Estado de bienestar, retroceso democrático y gestión autoritaria de la élite dominante (financiera e institucional, de España y la UE); por otro lado, la resistencia cívica, el rechazo popular, la indignación ciudadana, la protesta social y sindical, con la crítica a la clase gobernante (incluido la socialdemocracia por su gestión impopular y el incumplimiento de sus compromisos sociales y democráticos), la exigencia de democratización y giro socioeconómico, nuevos actores sociopolíticos y la conveniencia de que se consolide un polo político alternativo a la izquierda del partido socialista. Por tanto, al caracterizar de forma sesgada a los dos polos, el poder dominante, al que se embellece, y la ciudadanía crítica, a la que se infravalora o ridiculiza, se configura un discurso que es funcional con la defensa del actual estatus quo desigual y debilita la conciencia crítica y la actividad articuladora por mayor igualdad y democracia social.

Existe un dilema fundamental de este periodo, sobre el que se han ido definiendo la sociedad y los agentes sociales y políticos. Así, aparece la diferenciación entre una corriente social indignada muy amplia y las clases dominantes -el sector financiero con su mercado desregulado por los Gobiernos y con su consentimiento-, con sus respectivos agentes y discursos. En ese sentido, el adversario son los ‘poderosos’ que instrumentalizan el ‘mercado’ y debilitan lo público y los derechos sociales y democráticos. Enfrente está una constelación de opositores ciudadanos, sobre la base de la justicia social y los valores democráticos, y su representación social y política, con un incremento de su legitimidad ciudadana. El análisis debe ser riguroso y objetivo, la actitud crítica no debe ser complaciente con las deficiencias y errores del propio campo sociopolítico democrático y progresista y, al mismo tiempo, hay que rechazar el marco interpretativo sesgado que induce a una posición ideológica y normativa de conciliación o legitimación del campo regresivo y autoritario.

Podemos decir, con Kerbo (2003), que las élites dominantes pueden encajar una amplia deslegitimación popular y un fuerte ciclo de protesta social. Para ellas puede ser una respuesta previsible ante la profundidad de su apuesta regresiva. Pero, en particular, a la dirección socialista le ha desbordado el proceso de su desafección; no han sido conscientes de que la confianza de la mayoría de su base social estaba fuertemente condicionada por un contrato social progresista o de centro-izquierda y ante su incumplimiento no han sido capaces de persuadirla. No obstante, el auténtico problema para los poderosos viene derivado de la transformación de la persistente indignación social y la firmeza de la ciudadanía activa en inestabilidad de su poder institucional, con la oportunidad de revertir sus estrategias políticas, el estatus de su representación política y el (des)equilibrio socioeconómico e institucional que quieren consolidar. El impacto más significativo del descrédito ciudadano ha sido hacia la dirección del PSOE, por su base social más progresista, pero también afecta a la del PP. Para reafirmar su poder se ven obligados a cambiar algo y como ya es habitual, sobre todo, instrumentalizar la ‘comunicación’ para embellecer los supuestos éxitos propios e intentar neutralizar y deslegitimar los grupos alternativos, especialmente Podemos. Por tanto, la caracterización de este proceso de polarización sociopolítica y sus principales agentes es todavía más fundamental para definir un proyecto de cambio emancipador.

En resumen, existen tres niveles de la realidad social: la sociedad en su conjunto (ciudadanía o pueblo); los grandes bloques sociales (clases dominantes y clases subordinadas, poder oligárquico y ciudadanía crítica –aparte de otros grandes conglomerados-), y grupos pequeños e individuos. Una visión completa y compleja debe analizar todos esos planos y su interacción. En particular, en este periodo ha resurgido una pugna sociopolítica con un campo social, democrático, popular e igualitario, que abre nuevas expectativas para la transformación progresista, social y política. Pero desconsiderar el segundo nivel o deformar su significado supone infravalorar este tipo de polarización sociopolítica y cultural, nacida de la resistencia cívica y democrática, desconsiderar la conformación de este poder regresivo y autoritario y el papel de este actor o sujeto transformador democrático, y dificultar la comprensión y el impulso de las dinámicas de cambio, fundamentales en esta época.

3. Ambigüedad ideológica de la teoría populista

Populismo, con una definición sencilla (Diccionario María Moliner), es la doctrina política que pretende defender los intereses de la gente corriente, a veces demagógicamente. La apelación a las demandas del pueblo, en el sentido de capas populares (la plebe), frente al poder establecido o las élites dominantes es lo más específico de este pensamiento. Para profundizar en esta idea básica, particularmente en la ambigüedad ideológica de la teoría populista, vamos a analizarla teniendo en cuenta la aportación de Ernesto Laclau (2013)[2], reconocido teórico del populismo de izquierdas, algunas de cuyas ideas influyen en dirigentes de Podemos.

Esta definición no dice nada de su contenido sustantivo, de su orientación y papel político-ideológico. La llamada al pueblo aclara algo de su composición interclasista de distintas capas populares (clases trabajadoras y medias, campesinado, pequeña burguesía propietaria, desempleados o precariado…) frente a las élites dominantes. En ese sentido se pone de parte de las clases subalternas, pero no especifica la relevancia, los contornos y el papel de cada grupo social y su representación dentro del conjunto popular. Pretende modificar el poder, pero tampoco precisa las características sustantivas del tipo de sociedad, economía y estado a construir: reaccionarias y autoritarias o democráticas y progresistas. Al hacer hincapié en el sujeto pueblo frente al poder (oligárquico) se deduce que puede tener un componente emancipador de la dominación. Pero eso la teoría populista no lo explicita al considerarse como un enfoque que no entra en el carácter del proyecto transformador.

Sabemos algo del qué (el cambio) y quién sustituye quién (el pueblo, su nueva representación, a la oligarquía anterior), y muy poco sobre el para qué, más allá de una redistribución del poder, es decir, el contenido sustantivo del cambio. Esta teoría se centra en el ‘cómo’ ganar (polarización, hegemonía) los de abajo a los de arriba, y deja en un segundo plano los demás interrogantes. Los fundamentos de su aportación son de orden procedimental: es a partir de las demandas insatisfechas del pueblo como se opera una unificación de las demandas populares, se construye un discurso y una retórica y se articula una hegemonía político-cultural para vencer al poder establecido. Esa apelación al pueblo, a considerar la opinión de la ciudadanía, le da un sesgo democrático y anti-elitista. Luego viene la necesidad y el carácter de su articulación, no siempre bien resuelta.

Por otro lado, hay que distinguir entre teoría populista, con ese componente de indefinición sustantiva, político-ideológica, sociocultural o programática, y movimientos populares reales e incluso personalidades y teóricos que se consideran populistas. Todos ellos apuestan por la defensa del pueblo frente al poder constituido; pero además, y es lo principal para definirlos, son portadores de un contenido sustantivo: orientación, objetivos, valores éticos, dinámica, tipo de relaciones y alianzas. Y esos componentes pueden ser democráticos o autoritarios, igualitarios o injustos, liberadores o dominadores, emancipadores o de subordinación popular, así como con elementos neutros, intermedios y mixtos.

En el primer plano, teórico, podemos decir que no hay populismo de izquierdas o de derechas, su definición se plantea en el campo de la lógica de la acción política, de los mecanismos de  confrontación y acceso al poder. Muchos movimientos populares reales pueden compartir esa lógica. No obstante,  su situación socioeconómica o de subordinación política, el sentido de sus demandas y reivindicaciones, sus valores sociales, éticos y democráticos o, en fin, el significado de su práctica sociopolítica, su experiencia, sus aspiraciones y el modelo social y político a conseguir, son los aspectos más fundamentales y definitorios de su carácter. De esa forma existen dinámicas populistas reales de izquierda o de derecha, nacionalistas o estatistas. La cuestión es que existen movimientos,  tendencias o personas progresistas, igualitarios y liberadores o, bien, reaccionarios, conservadores y autoritarios. Además, se enfrentan al establishment, sin que por ello se les deba clasificar bajo la etiqueta de populismo.

Por tanto, vamos a profundizar en el significado de la teoría populista como lógica política y su relativa indefinición ante los contenidos políticos e ideológicos, para luego analizar la diversidad política de los distintos movimientos llamados populistas. Sus categorías centrales, antagonismo de dos bloques, poder (institucionalizado) y pueblo (emergente), y construcción hegemónica del segundo frente al primero mediante la unificación de demandas populares, son importantes pero insuficientes para identificar su posible doble (o variado) carácter: por un lado, el  sentido emancipador, igualitario y solidario de un movimiento popular o, por otro lado, su significado autoritario, regresivo y divisionista. Para ello habría que considerar los componentes sustantivos de los sujetos de determinado proceso político (igualdad, libertad, democracia, solidaridad, laicidad) que son constitutivos de la realidad de los dos campos principales, poder establecido y pueblo, y su interacción.

En la definición de la teoría populista quedan marginados al centrarse en los mecanismos o procedimientos de acceso al poder. No es una técnica neutra para conquistar y gestionar el poder. Pretende servir a la mayoría popular subordinada frente a la minoría dominante. Pero al no valorar el sentido de cada movimiento popular real, su cultura, sus valores y su orientación programática, así como el tipo de poder al que se enfrenta, no permite juzgar cómo se articula ese pensamiento con el movimiento y se avalúa su trayectoria y significado.

La razón populista como lógica política

La razón populista de Laclau no es propiamente una ideología o una teoría política con una estrategia y un programa definidos. No es una doctrina completa o cerrada como las clásicas provenientes del siglo XIX (liberalismo, socialismo, marxismo, nacionalismo), ni tampoco un proyecto o modelo social y económico, valores éticos e ideales, más allá de impulsar la participación popular y la radicalización de la democracia. Solo propone unos criterios básicos para la acción política: 1) polarización de los de abajo frente a los de arriba; 2) empoderamiento y hegemonía del pueblo frente al poder establecido, y 3) radicalización democrática y participativa (proceso constituyente) contra a la oligarquía. Esos tres ejes, no exclusivos de esta corriente, le dan a esta teoría un perfil ‘popular’, diferenciado de las minorías oligárquicas actuales y sus políticas antisociales. Pero son insuficientes para determinar su significado político, su orientación programática y su evolución.

De hecho bajo ese rótulo de populismo se suelen incorporan una gran variedad de movimientos populares y tendencias políticas con contradictorias posiciones políticas e ideológicas, desde el nazismo, el actual neofascismo europeo y el etnopopulismo hasta el populismo latinoamericano y el partido comunista italiano de Togliatti, pasando por sectores críticos de la actual socialdemocracia europea o el ala izquierda del Partido Demócrata estadounidense.

Antes hemos analizado el tema de la polarización y en otra parte explicamos algunos excesos o unilateralidades. Veamos ahora algunos de los fundamentos de este hilo conductor de su ambigüedad doctrinal y la comparación con otros discursos de las izquierdas para valorar sus insuficiencias.

Esa lógica política hay que referirla siempre a cada contexto y sus actores principales. Su sentido y su capacidad interpretativa y articulatoria están vinculados con el carácter del movimiento popular concreto, con su experiencia sociopolítica, su cultura, su por qué y su para qué. En particular, en situaciones como la actual en España, esos mecanismos adquieren un significado preciso, progresista y democratizador. El fenómeno Podemos es diferente al chavismo venezolano o a la Syriza griega y contrario al francés Frente Nacional de Le Pen.  Quedarse en el antagonismo o la apelación al pueblo todavía deja una gran vaguedad que cada actor rellena con su orientación político-ideológica particular, dándole a esos conceptos un significado contradictorio.

Esas tres dicotomías y sus dobles elementos están interrelacionados con la realidad social y la conciencia popular específicas del actual conflicto social y político en esta crisis sistémica. En España ese enfoque, ligado a una experiencia democrática y una cultura de justicia social y derechos humanos del movimiento popular, así como un talante progresista de las elites asociativas, permite elaborar una determinada orientación política básica. Ésta no es de carácter reaccionario y totalitario como puede ocurrir en otros países, sino de carácter igualitario y democrático, al estar asentada en una dinámica sociopolítica progresiva y alternativa frente a un poder regresivo. La inserción de ese esquema interpretativo y de acción política, con una ciudadanía indignada frente a los recortes sociales, el autoritarismo político y la corrupción institucional, y una ciudadanía activa crítica y progresista, le consolida a este proceso un talante ideológico emancipador: defensa de las capas populares, sus derechos sociales y sus libertades democráticas frente a la desigualdad y la subordinación promovidas por ‘este’ poder institucional y financiero y su estrategia antisocial y autoritaria. Así ha sido visto por una gran parte de la ciudadanía descontenta.

Esa lógica política al asociarse con la dinámica específica de un movimiento popular progresista y sus demandas sociales y democráticas, bloqueadas por las élites dominantes, da como resultado un impulso hacia un cambio social y político igualitario y liberador; y nítidamente democrático y progresista, aunque tenga diversas lagunas. Junto con el proceso de conformación, exigencia y conquista de estas demandas populares, puede aportar una identificación colectiva, cultural o ideológica, mucho más definida en su significado emancipador que las ideologías convencionales, incluidas algunas supuestamente progresistas o de izquierda.  Pero entonces ya se está combinando con el material cultural y relacional existente, conformado por diversos fragmentos y corrientes culturales más o menos eclécticos o coherentes. Sin embargo, como hemos venido señalando, son la situación y la conciencia social de desigualdad e injusticia frente a la gestión regresiva de las élites dominantes, así como la existencia en la sociedad de una amplia cultura de los derechos humanos y la justicia social, una fuerte capacidad expresiva y un amplio tejido asociativo progresista, los factores que condicionan la constitución de este tipo de movimiento cívico y democrático, incluida su articulación política y electoral.

En comparación, este discurso polarizado ha servido para explicar mejor la prepotencia de los adversarios del poder, encauzar una aspiración de defensa ciudadana de los derechos y libertades y estimular el cambio progresista, que los discursos de las izquierdas tradicionales. Lo decíamos antes a propósito del carácter ambivalente de la izquierda oficial. Las direcciones de los partidos socialdemócratas europeos, han deslizado su retórica hacia la tercera vía o nuevo centro, es decir al social-liberalismo. Además, en su gestión institucional de la crisis han aplicado medidas neoliberales, similares a las de la derecha, incumpliendo sus compromisos democráticos y sociales. Su función política y su discurso se convierten en la defensa del poder establecido, no de la mayoría de la sociedad, y sus ideas se ponen al servicio de la disculpa o justificación de una estrategia antipopular. Su pensamiento está muy definido: intenta la  legitimación social de esa política de austeridad y la contención democrática. Pero como pierden credibilidad ciudadana, particularmente entre sus propias bases sociales, buscan elaborar un discurso combinado con elementos retóricos ‘populares’ que le permitan mantener cierta representatividad pública. Su posición ideológica es contradictoria. Se trata, sobre todo, de un discurso defensor del poder establecido, la desigualdad y el estatus quo. Busca su mejor inserción en el establishment, al mismo tiempo que, de forma secundaria, representar algunas demandas sociales.

O sea, la izquierda oficial sí tiene un discurso o ideología coherente, no es ambiguo. Su carácter real deriva de su función de justificación de la desigualdad y la subordinación popular en beneficio del poder y la responsabilidad de Estado. Solo es parcialmente contradictorio o ambivalente cuando tiene necesidad de mayor legitimidad social y debe recurrir a un discurso con elementos progresistas, de forma retórica, para enlazar con la conciencia democrática y de justicia social de sus bases sociales.

Su política comunicativa, por una parte, enmascara sus vínculos con el poder y su gestión regresiva y, por otra parte, debe proponer ideas y proyectos susceptibles de apoyo popular para asegurar su legitimidad representativa. Incluso parte de la intelectualidad llamada progresista, vinculada con la socialdemocracia, han manifestado un ruidoso silencio cuando eran evidentes su gestión antisocial y poco democrática y su discurso justificativo, y ahora se activan con un discurso formalmente democrático para denunciar el supuesto carácter totalitario y demagógico de Podemos y las dinámicas alternativas.

Igualmente, existe una amplia percepción popular sobre la conformación de élites poderosas, antipluralistas y con privilegios, en regímenes soviéticos con tradición comunista e ideología marxista. Esa experiencia hace que casi toda la población no las relacione con los de abajo sino con los de arriba… aunque sea en otro régimen distinto al capitalismo tradicional. Ese discurso anquilosado enmascara un modelo social con subordinación popular y falta de democracia y no tiene credibilidad para defender la igualdad y la emancipación de los de abajo. Para ello sigue siendo necesario un esfuerzo crítico de distanciamiento, renovación y superación de las corrientes de tradición marxista, aun recogiendo determinadas ideas y las experiencias solidarias de la izquierda democrática europea.

En definitiva, las grandes ideologías de estos dos siglos, incluidas las de las izquierdas, no son suficientes para interpretar la nueva problemática social y política. Menos para definir y orientar un proyecto transformador de carácter democrático, igualitario y emancipador. No por ello hay que desechar todo su contenido o no aprender de sus errores. Existen muchos elementos imprescindibles para incorporar en un nuevo discurso, incluido las mejores ideas y proyectos ilustrados, progresistas y de las izquierdas, bajo los grandes valores e ideales de libertad, igualdad y democracia. No son palabras vacías, sino ideas-fuerza que han estado encarnadas en los mejores movimientos sociales y populares de estos siglos y constituyen componentes fundamentales para las fuerzas alternativas.

La teoría populista de Laclau, que recoge aspectos del marxismo menos ortodoxo (Gramsci y Mariategui), junto con elementos postmarxistas, así como las aportaciones de otros pensadores aquí citados, como E. P. Thompson y Ch. Tilly, aportan algunos esquemas interpretativos de la dinámica de la contienda política y el significado de los movimientos sociales y populares. No llegan a conformar una teoría acabada, hoy imposible. Estamos ante una crisis también ideológica o una situación post-ideológica, pero sin llegar a afirmar la idea conservadora del fin de la historia o la idea postmoderna de la invalidez de los relatos y proyectos colectivos. Se trata de elaborar paradigmas de alcance medio. Teorías sociales que favorezcan la interpretación de los nuevos hechos sociales y faciliten su transformación progresiva. Es el marco en que se sitúa esta investigación.

No obstante, la teoría populista, además de ese límite de reducir su contenido a la lógica de la acción política, tiene otras deficiencias. En particular, relacionado con su contenido ideológico o programático, la creencia de que una lógica o técnica de acción política sea suficiente para orientar la dinámica popular hacia la igualdad y la emancipación. O que con un discurso apropiado, al margen de la situación de la gente, se puede construir el movimiento popular. Infravalora la conveniencia de dar un paso más: la elaboración propiamente teórica, normativa y estratégica, vinculada con las mejores experiencias populares y cívicas, para darle significado e impulsar una acción sociopolítica emancipadora e igualitaria. El paso de las demandas democráticas y populares insatisfechas hasta la conformación de un proyecto transformador y una dinámica emancipadora debe contar con los mejores ideales y valores de la modernidad (igualdad, libertad, laicidad…). Estos, en gran medida, se mantienen en las clases populares europeas a través de la cultura de justicia social, derechos humanos, democracia…, cuyo refuerzo es imprescindible.

En resumen, el discurso sobre unos mecanismos políticos (polarización, hegemonía, demandas populares), para evitar ambigüedades que permitan orientaciones, prácticas o significados distintos y contradictorios, debe ir acompañado con ideas críticas, asumidas masivamente, que definan un proyecto transformador democrático, igualitario y solidario. Queda abierta, por tanto, la necesidad de un esfuerzo específico en el campo cultural e ideológico para avanzar en una teoría social crítica y emancipadora que sirva para un cambio social y político de progreso. Desde esa perspectiva, tras el breve análisis de los movimientos populares, profundizamos en el tema de la relativa ambigüedad ideológica de la teoría populista.

Diversidad de la orientación política de los movimientos populares

El significado del proceso de sustitución del poder establecido por el movimiento popular, para la teoría populista, está indefinido ideológicamente, así como el carácter de los dos principales tipos de agentes y si el cambio institucional va en un sentido emancipador e igualitario o en otro opresivo y desigual. La apelación al pueblo no es suficiente para explicar el sentido completo de un movimiento populista y tampoco es un rasgo específico de él. Nos encontramos que, históricamente, ha habido populismos de ‘izquierda’ y de ‘derecha’, incluso de izquierda radical y de extrema derecha o, también, nacionalistas y estatistas, autoritarios y emancipadores. Los movimientos populares considerados populistas tienen un rasgo común: una lógica política que consiste en la polarización de los dos bloques, poder y pueblo, la constitución de éste en sujeto global de cambio, con plena identificación con sus demandas populares, para la conquista de la hegemonía, cultural y política, frente a la oligarquía o poder establecido.

No obstante, esas dinámicas pueden tener suficientes diferencias sustantivas y ese rasgo común ser muy secundario para su identificación. Dicho de otro modo, el conflicto sociopolítico y la hegemonía de unos actores sociales y políticos no son mecanismos analíticos o normativos específicos de la teoría populista. Son compartidos por otras corrientes de pensamiento: desde el marxismo y el hegelianismo hasta el nacionalismo y el fascismo, pasando por la teoría política progresista y social-liberal. Si Maquiavelo, fundador de las ciencias políticas, ya aportaba elementos para la gestión política y la dominación por parte del Príncipe, luego clase dominante y Estado, el populismo pretende ser una doctrina al servicio del pueblo frente al poder instituido. Pero esa idea genérica también es compartida por otras corrientes doctrinales. Antes hemos explicado las teorías que analizan la contienda política y el desarrollo de los movimientos sociales, partiendo de los procesos de polarización social.

Sin embargo, esos mecanismos, en ausencia de la interpretación de la dinámica efectiva y la concreción explícita respecto de una función o un proyecto igualitario, emancipador y democrático, son compatibles con distintos tipos de movimientos sociales y procesos de protesta social. Nos podemos remontar a la rebelión de los esclavos en la antigua Roma. La apelación al pueblo la realizan todo tipo de élites y fracciones del poder para incrementar su legitimidad social o su representatividad parlamentaria. No obstante, no es un indicio suficiente para la evaluación de su sentido reaccionario o emancipador. Tampoco son completamente definitorios otros elementos como el liderazgo o el presidencialismo, utilizados por todo tipo de partidos políticos y grupos sociales, con un impacto mucho más pernicioso cuando se tiene más poder, así como el querer acceder al poder desde una posición subordinada.

Su valoración sustantiva depende de qué tipo de poder se pretende derribar y qué características tiene la fuerza emergente, más allá de poseer una base popular, que también la suelen tener grupos conservadores o reaccionarios, y homogeneizar algunas demandas sociales bloqueadas desde el poder establecido. Con solo esos elementos de identificación, de lógica política, se produce una dispersión del significado de cada movimiento populista real que habría que juzgar por esa orientación de fondo (el qué, por qué y para qué), que precisamente no entra en su definición de populismo (centrada en el cómo) y más allá de su pretensión de disputar el poder.

En la historia moderna, el protagonismo del pueblo, en el que se integran capas populares junto con sectores de la burguesía emergente contra el Antiguo Régimen, la nobleza y la aristocracia, en el contexto de la gran revolución francesa y las consiguientes revoluciones democrático-burguesas, le da a esta palabra un perfil progresista. Es el sujeto colectivo que promueve un cambio institucional democrático-liberal y emancipador de la servidumbre, frente a un poder reaccionario. El pueblo soberano pasa de ser solo el tercer estado a representar el conjunto de la ciudadanía, a toda la población. Se constituye en el sujeto de los nuevos Estados democráticos y, también, de la configuración o consolidación de las nuevas naciones, primero en Europa y luego en los procesos de descolonización.

Sin ánimo de ser exhaustivos, Laclau (2013) considera populistas los siguientes movimientos populares: el populismo ruso del siglo XIX, basado en el campesinado frente al zarismo; el partido comunista italiano en la posguerra mundial, con Togliatti y su propuesta de llevar a cabo las ‘tareas nacionales de la clase obrera’ y constituir un ‘pueblo’; la Larga Marcha de Mao y el partido comunista chino, en los años treinta, con su ‘frente anti-japonés’, incluido la alianza con el Kuomintang; el peronismo de Argentina, desde la década de los cincuenta; el neofascismo xenófobo del Frente Nacional del francés Le Pen y distintos movimientos similares de extrema derecha aparecidos en Europa en los últimos años. Además, por la derecha, con rasgos autoritarios, al populismo se pueden asociar corrientes como la del italiano Berlusconi, el estadounidense Tea Party o la británica Thatcher. En estos casos, abusan del personalismo del líder, el sector dirigente pertenece claramente al poder económico-financiero e institucional, apelan más o menos demagógicamente a distintos fragmentos conservadores de la población, se apoyan e instrumentalizan esas tendencias de parte de la sociedad o el pueblo, pero no se pueden considerar movimientos populares enfrentados al poder oligárquico; en todo caso, serían fracciones oligárquicas que se apoyan en parte del pueblo frente a otras fracciones dominantes que también tienen el apoyo de otra parte del pueblo. En fin, rasgos populistas, como emplazamientos demagógicos al pueblo, ensalzamiento de un líder o componentes pasionales, son utilizados por las élites políticas y financieras del establishment en las propagandas electorales y en la búsqueda constante de su legitimación popular.

Por otro lado, hay que recordar que en varios casos arriba mencionados, como los frente populares italiano o chino (y también la experiencia republicana española frente a la sublevación franquista), participaron no solo fuerzas populares, con base en capas trabajadoras o medias, sino también fragmentos liberales del poder económico e institucional, que cabrían en la definición política de pueblo y su antagonismo con el poder (su peor fracción oligárquica o reaccionaria). O que, en otras experiencias, los movimientos populares de liberación se interrelacionan con intereses nacionales, de prácticamente toda la población –menos una parte oligárquica y los colaboracionistas- contra el imperialismo correspondiente (en Latinoamérica o Vietnam frente a EEUU, en el Este europeo, por ejemplo la polaca Solidaridad, frente a la URSS). Por no hablar de la propia segunda guerra mundial aludida, en que el poder totalitario a derrotar era el eje nazi-fascista (incluido el imperialismo japonés), con su correspondiente apelación populista a sus pueblos. En ese caso, los pueblos aliados estaban compuestos por las poblaciones y sus élites, desde el comunismo soviético hasta el capitalismo financiero anglosajón (casi mundial).

El concepto de ‘fronteras flotantes’ de Laclau tiene sentido para explicar estos casos. Expresa que tanto el poder cuanto el pueblo se construyen políticamente en un contexto determinado y son autónomos de la configuración estricta del poder económico o la estructura social. Supone que incluso una fracción del poder financiero o institucional puede pasar a ser considerado parte del pueblo (o aliado), frente a otra fracción del poder todavía más regresivo. En esta situación no significa que no importe el carácter político-ideológico de una fuerza, sino que la línea de demarcación de amigo-enemigo se fija precisamente por ese significado político o geoestratégico, no por su estatus económico. A esa idea de variación de los límites de cada uno de los dos campos principales podríamos añadir la existencia de sectores ‘flotantes’ o intermedios, que van y vienen o no se definen completamente por ninguno de los dos bandos en conflicto abierto.

Los riesgos autoritarios, en España, proceden del establishment, no del movimiento popular 

El populismo ha adquirido gran relevancia en el debate político, mediático e intelectual, particularmente tras el ascenso electoral de Podemos y la victoria de la Syriza griega, con su impacto frente a la estrategia de austeridad europea, a los que el poder liberal-conservador y su aparato mediático acusa de ser populistas. Propiamente, es una teoría política. Con esa palabra también son identificados diversos movimientos populares y corrientes políticas, a menudo antagónicos. Así mismo, se utiliza como insulto, en el sentido de demagógico, iluso o autoritario, para descalificar a posiciones críticas y defender el establishment. Ante las expectativas de cambio político derivado del ascenso de las fuerzas alternativas en España, se acentúa la pugna cultural y de legitimación de los distintos actores políticos. Lo analizamos desde este ángulo.

Así, el ministro de economía francés Montebourg, cesado por Hollande-Valls, ha sido calificado como ‘populista’ por sus críticas a la austeridad, en un editorial del diario El País (27-8-2014), titulado “Populistas infiltrados”. Incluso, el líder socialista, Pedro Sánchez, también ha recibido tal acusación de populismo desde gobierno del PP cuando, para recuperar una mínima credibilidad social, ha manifestado que fue un error del gobierno socialista la reforma del art. 135 de la Constitución, que pactó con el PP para garantizar la prioridad del pago de la deuda pública en detrimento del gasto social y los servicios públicos para la población.  Llegando al colmo, el exministro socialista Virgilio Zapatero, miembro del Consejo de Administración de Bankia, que ha utilizado profusamente su tarjeta VISA-B para gastos personales, critica de ‘populista’ nada menos que al propio Pedro Sánchez, Secretario General del PSOE, por su reclamación de transparencia y exigencia de responsabilidades a todos los consejeros socialistas por su uso de esas tarjetas negras.

Quien osa cuestionar el consenso regresivo de la austeridad y la hegemonía del poder institucional europeo (troika y élites gobernantes), estaría fuera de la realidad, tendría oscuros intereses desestabilizadores del sistema político y la Unión Europea y, llegando al cinismo, iría en contra del pueblo y la democracia.

Con esa demagogia insultante, grupos que se aprovechan de los recursos públicos en beneficio propio y amparan una gestión nefasta, pretenden demonizar las corrientes críticas y neutralizar las actitudes democráticas. Para ello su calificativo más peyorativo y de moda es populista. Es más, son esas élites dominantes quienes, para esconder sus políticas antisociales y autoritarias, suelen utilizar la demagogia populista, muchas veces vestida de marketing político.

Hoy día, en el ámbito mediático, se suelen identificar con el populismo tres tipos distintos de movimientos descontentos con el poder establecido: 1) el populismo latinoamericano (Venezuela, Bolivia, Ecuador) que ha alcanzado el poder institucional frente a las oligarquías tradicionales, de forma democrática; 2) el populismo de extrema derecha, autoritario, xenófobo y nacionalista; 3) el movimiento progresista de indignación ciudadana contra la involución social y democrática y, en particular, los fenómenos 15-M y Podemos.

Dejando al margen la experiencia sudamericana, tenemos en Europa dos dinámicas que el establishment pretende emparentar bajo el mismo rótulo descalificatorio de populismo, cuando las dos corrientes, neofascista y democrática-radical, son antagónicas en las cuestiones fundamentales. La primera, pretende mayor autoritarismo, división social y jerarquía absoluta del poder oligárquico. La segunda, mayor democracia, unidad popular frente a las oligarquías y más igualdad y participación ciudadana. El proyecto del primer tipo de movimientos, de extrema derecha, pretende empujar más allá las dinámicas antisociales, autoritarias y excluyentes del bloque de poder dominante; el del segundo, cívico, quiere frenarlas y generar un cambio más social, democrático e integrador. Los primeros, aun con una retórica populista y una instrumentalización demagógica de partes del pueblo, están vinculados con fuerzas poderosas del establishment (incluidas las fuerzas de seguridad y del aparato estatal y financiero); los segundos, deben reafirmar su arraigo con una base popular, imprescindible para combatir a los poderosos.

Las diferencias son claras y afectan a la esencia de cada tendencia. El contenido sustantivo regresivo, político y social del populismo de derechas le emparenta con el bloque liberal-conservador. Son dos corrientes convergentes en el proceso de involución social y democrática y su deslizamiento hacia el autoritarismo y la desigualdad. Y enfrente están las nuevas fuerzas alternativas y críticas, con una dinámica democrática y emancipadora.

La oposición a todo ese proceso antisocial e ilegítimo no la ha ejercido la socialdemocracia que, con leves matices, ha participado de esa gestión antisocial, sino una ciudadanía activa y democrática compuesta, como hemos visto, por múltiples grupos sociales, sindicales y políticos alternativos y de izquierda. Estos movimientos sociopolíticos indignados están claramente diferenciados de esas dos corrientes prepotentes: neofascista o extrema derecha, y liberal-conservadora o simplemente de derechas. Y se oponen a ambas. La indignación ciudadana y la activación del movimiento popular y de protesta social, particularmente en España, así como la emergencia del electorado alternativo y el fenómeno Podemos, han tenido un contenido progresista en lo social y económico y democrático en lo político. Es todo lo contrario al carácter reaccionario, autoritario y excluyente, dominante en el populismo europeo. Su referencia política y de alianzas europeas es la formación griega Syriza (Coalición de izquierda radical), organización nítidamente de izquierda democrática, aunque también la emparenten con el populismo, y con un amplísimo apoyo popular que le permite dirigir el nuevo gobierno para remontar la austeridad y el sufrimiento del pueblo griego. Es todo lo contrario al carácter reaccionario, autoritario y excluyente, dominante en el populismo europeo.

Este proceso de resistencia y reactivación popular progresista en España (al igual que en Grecia y otros países europeos), con una gran legitimidad ciudadana, es lo que pone en cuestión la estabilidad institucional del bloque de poder oligárquico, previene una deriva autoritaria y xenófoba, abre una esperanza para un giro social en lo económico y un cambio democratizador en lo político; por tanto, es considerado por los poderosos como el adversario a batir. No es de extrañar que en el intento de  deslegitimar a esta dinámica emancipadora de cambio social y político, las fuerzas que defienden el establishment tergiversen el sentido de este movimiento popular crítico, lo asocien con dinámicas de extrema derecha o simplemente lo declaren irracional, pasional, extravagante e iluso y, para ello, uno de sus descalificativos de moda es el de populista (igual que ayer el de comunista, izquierdista o radical).

Así, según Pedro Sánchez, nuevo Secretario general del PSOE, Podemos es la ‘institucionalización del populismo’. Intenta construir un discurso y una imagen ‘centrada’ con dos extremos que se tocan y son similares, pero poniendo el acento en la descalificación de las fuerzas a su izquierda. Como aquí no existe apenas el neofascismo y tiene poco peso electoral el populismo ultraconservador al que vincular Podemos, esa ofensa pretende emparentarle con el PP, considerándolo aliado de la derecha, cuando es la cúpula socialista la que pone en primer plano los acuerdos de fondo con los conservadores y éstos lo sitúan como su adversario principal y a los socialistas como posible aliado. Para los políticos y los medios afines al aparato socialista ellos serían en centro y la expresión democrática, y los dos ‘extremos’ tenderían al autoritarismo. Pero esa versión sí que es una auténtica manipulación y no convence a la mayoría de la población, ni siquiera a su anterior base ahora desafecta. Resulta que todavía es muy evidente y está fresco en la memoria colectiva que fue la cúpula gubernamental socialista y después la del PP, las que han impulsado una gestión antisocial, impuesta a la ciudadanía frente a su opinión mayoritaria.

En particular, como decíamos, los dos partidos gobernantes, a iniciativa socialista, modificaron la Constitución (art. 135) para poner por delante, de forma prepotente, los intereses de los acreedores financieros respecto de los derechos sociales de toda la población. La nueva dirección socialista, ahora y frente a la opinión de Zapatero, pide su reforma (no su derogación), cuando no tiene responsabilidades de Gobierno y su propuesta solo tiene un impacto simbólico. Aunque seguidamente su Secretario General afirma en TVE (27-11-2014) que el conjunto de la reforma constitucional que propone, incluido el tema federal, desea que sea negociada y pactada con el PP, es decir, que su proyecto de cambio se puede quedar en nada.

La estrategia de austeridad está basada en la racionalidad económica neoliberal, salvaguardar los grandes beneficios empresariales y del capital especulativo, y el supuesto interés del Estado. Y los Gobiernos europeos la pusieron por encima del bien común o el interés general de la sociedad. Eso se llama autoritarismo y separación de dos polos: por un lado, el poder, que impone un reequilibrio a su favor; por otro lado, la gran mayoría de la ciudadanía, con desventajas para ella. Es decir, hay una  imposición a la sociedad de la hegemonía institucional de una élite dominante (polarización negativa), así como, una oposición de una mayoría popular que está en contra de los recortes sociales y reclama servicios públicos de calidad (polarización positiva). El contenido de esas políticas sociales y económicas es regresivo y su sentido político es de prepotencia y autoritarismo. Demuestra la poca sensibilidad social y el escaso respeto a los valores democráticos de las direcciones socialistas, como ha comprobado el Pasok griego con su debacle electoral. Podríamos decir que cuando critican a Podemos (o Syriza) de populismo ‘ven la paja en ojo ajeno y no ven la viga en el propio’ (ver López Aguilar, Debemos, no solo podemos, hablar de Podemos, diario El País, 26 de septiembre de 2014).

Para las capas dominantes todo lo que esté fuera o en contra del núcleo de poder liberal-conservador, con el consenso de las cúpulas socialdemócratas, y sus políticas de imposición de la austeridad y los ajustes regresivos, hay que descalificarlo y marginarlo. Su gestión regresiva y su hegemonía institucional no son cuestionables, obedecerían a la racionalidad económica, serían las únicas posibles. Lo único realista sería que la ciudadanía acepte o se someta a ese poder hegemónico en el plano económico-financiero e institucional, pero con graves deficiencias de legitimidad popular. Y que la ciudadanía se resigne a la dinámica impuesta de involución social y democrática con graves consecuencias para la mayoría popular. La indignación, la crítica y la protesta social progresistas pasarían a ser irracionales, irreales o utópicas y el llamamiento al cambio tendría riesgos de involución totalitaria y, en el mejor de los casos, sería demagógico, pasional o iluso.

En la pugna mediática y de legitimación social la acusación de populismo, dirigida a las expresiones críticas, en particular a Podemos o Syriza y antes al movimiento 15-M, pretende crearles una imagen de demonización y desprestigio, junto con el embellecimiento de las élites dominantes. No obstante, esta dinámica cívica no es ‘populista’; son movimientos ‘populares’ progresistas y críticos con el poder oligárquico y defienden la democracia y la participación ciudadana frente a la desigualdad y el autoritarismo. Sus valores sociales, cívicos y éticos se fundamentan en la justicia social, la igualdad y la emancipación de las capas subordinadas. Son comunes a las mejores tradiciones progresistas y de la izquierda democrática y muy superiores respecto de la degradación moral, política y democrática de las élites poderosas, incluido las cúpulas gobernantes socialistas.

Lógica populista e indefinición de su orientación política e ideológica

La teoría populista mantiene una ambigüedad ideológica o la indefinición doctrinal de su orientación política, lo que da lugar a que bajo esa palabra exista una dispersión de distintos movimientos populistas (o populares) en el eje principal del sentido autoritario-regresivo o emancipador-igualitario. Debido a ese cajón de sastre, con dinámicas sustantivas contrapuestas, desechamos cualquier identificación de un movimiento social democrático como el español con esa corriente de pensamiento o bajo su etiqueta, ya que no define lo sustancial del mismo y genera confusión. Su indefinición respecto a valores centrales de libertad, igualdad y democracia, la incapacita para la identificación con su discurso. Su ambigüedad ideológica deja el campo libre para que su contenido identificador lo rellenen otros o con materiales reaccionarios. Sinteticemos los elementos centrales de la teoría populista de la mano de Ernesto Laclau (2013)[3]. ¿Qué es el populismo según este autor?:

El populismo es, simplemente, un modo de construir lo político (p. 11). Por ‘populismo’ no entendemos un ‘tipo’ de movimiento –identificable con una base social especial o con una determinada orientación ideológica- sino con una ‘lógica política’… La lógica política está relacionada con la institución de lo social… que surge de las demandas sociales y es, en ese sentido, inherente a cualquier proceso de cambio social… presupone la constitución de un sujeto político global… implica la construcción de fronteras internas y la identificación de un ‘otro’ institucionalizado. Siempre que tenemos esta combinación de momentos estructurales, cualesquiera que sean los contenido ideológicos o sociales del movimiento político en cuestión, tenemos populismo de una clase u otra… El lenguaje de un discurso populista siempre va a ser impreciso y fluctuante: no por una falla cognitiva, sino porque intenta operar performativamente dentro de una realidad social que es en gran medida heterogénea y fluctuante  (p. 150-151) (lo subrayado en esta cita y las siguientes es mío).

Aquí tenemos las características centrales del populismo como teoría. Desarrollamos su explicación. Es, sobre todo, una ‘lógica política’, una forma de construir lo político y acceder al poder. Tiene una base popular, sin especificar su composición interna y el condicionamiento de sus intereses materiales, que se enfrenta a un poder (oligárquico o minoritario), sin definir su carácter. No tiene una orientación ideológica determinada, de izquierdas o de derechas (o de centro)[4].

Lo específico del populismo sería la existencia o la construcción de dos bloques diferenciados, uno el poder establecido, otro el sujeto político popular que se conforma con la unificación de las demandas sociales (insatisfechas por el bloqueo del poder). Se parte de las demandas sociales, inicialmente heterogéneas o ‘democráticas’, para construir las demandas ‘populares’, a través de un proceso ‘equivalencial’ de juntar lo común de aquellas e impulsarlas y superarlas en una dimensión global. Básicamente, el populismo son estos dos rasgos encadenados: constitución de dos bloques antagónicos, con claras fronteras (aunque ‘flotantes’) entre poder y pueblo, y construcción de un sujeto de cambio a través de la identificación y la hegemonía de las demandas populares, con el discurso, el liderazgo y la retórica correspondientes[5]. 

No obstante, existe la evidencia histórica de diversas polarizaciones sociopolíticas en dos campos fundamentales contrapuestos, los dos con cierta base popular y con gestión del poder o vocación de ejercerlo. Por tanto, es importante precisar dos cuestiones: 1) los mayores vínculos de cada uno de ellos con los poderosos y fracciones de ellos o con las capas populares; 2) si sus proyectos y tendencias transformadoras van en un sentido progresista en lo socioeconómico y democratizador en lo político o lo contrario, de mayor subordinación popular y autoritarismo del poder. Con esa formulación de pueblo frente a poder establecido, no se terminan de definir los objetivos, los valores y los proyectos de sociedad y sistemas políticos y económicos. El elemento clave para esa teoría es partir de las demandas de abajo, del pueblo, pero no se nos dice cómo se han conformado, a qué intereses y prioridades obedecen y qué función tienen en relación con el avance hacia esos objetivos globales de menor desigualdad y mayor libertad de los grupos subalternos y dominados.

El paso de necesidades e intereses de las clases trabajadoras (incluyendo precariado y desempleados) y clases medias (estancadas o descendentes) a reivindicaciones inmediatas requiere unas mediaciones y una articulación, que solo aparecen en el paso siguiente: de las exigencias básicas y democráticas a su transformación en demandas populares, con una dimensión global y una identidad popular antagónica con el poder o la casta[6]. Esa identidad de antagonismo se asemeja a la conciencia de clase del marxismo que permitía la formación de un conjunto social (clase obrera o trabajadora) diferenciado y opuesto a la clase dominante (burguesía u oligarquía).

Esta teoría populista define un mecanismo o un procedimiento: antagonismo de dos sujetos, el poder popular emergente frente al poder existente. Y luego señala las pautas para la constitución del sujeto (pueblo) para acceder y construir un nuevo poder a través de la hegemonía:

Existen tres categorías que son centrales para nuestro enfoque teórico: Discurso; significantes vacíos y hegemonía, y retórica… Existe la posibilidad de que una diferencia, sin dejar de ser ‘particular’ asuma la representación de una totalidad inconmensurable… Esta operación… es lo que denominamos hegemonía (pp. 92-95)[7]

Laclau no es determinista como las versiones ortodoxas o rígidas del marxismo. Para él lo principal es la existencia dentro de la población de esas demandas iniciales insatisfechas, como una cosa dada. El marxismo dice que de las condiciones materiales de existencia surgen necesidades reales de las clases explotadas y de ahí exigencias o reivindicaciones, que serían justas en la medida que corrijan la desigualdad y la explotación de esas capas subordinadas. Esa primera dinámica de reclamaciones inmediatas (parciales, económicas, sociales o democráticas) permite la articulación de los movimientos obreros y populares y junto con la actividad práctica y teórica de la élite política dirigente (partido comunista) impulsarían la acción transformadora frente al sistema capitalista y por el cambio del poder político.

En el caso de este pensador, las demandas populares aunque son de la gente corriente, es decir, obedecen a intereses de las capas subalternas, dependerían menos de las condiciones materiales del pueblo. En su conformación tendría un papel mucho más fundamental el activismo constructivista o la articulación de una élite que ofrece un discurso y una retórica. Por una parte, con suficiente ambigüedad –significante vacío- para englobar el máximo de descontento y exigencias populares y, por otra parte, para facilitar la construcción de la identificación del pueblo frente al poder oligárquico. Así, el dar nombre a las realidades sería fundamental para conseguir hegemonía[8].

La cuestión es que esa ‘nominación’ tiene que tener un nexo con la realidad social y la experiencia vivida por la mayoría de la población. Es decir, debe representar o expresar un significado relacionado con la mejora de su situación de desventaja o subordinación o, lo que es lo mismo, debe señalar un camino hacia mayor emancipación e igualdad.

Pongamos un ejemplo de esa fuerte pugna por nombrar una misma realidad de dos formas contrapuestas y darle un significado engañoso o real y, al mismo tiempo, legitimador o deslegitimador del hecho referido: reformas (estructurales) o recortes (sociales). Llevamos casi cinco cuatro años con una gran confrontación sociopolítica y cultural que polariza a toda la sociedad, fundamentalmente, en dos campos según cómo se posicionan y utilizan esos dos conceptos que definen las políticas socioeconómicas de la clase gobernante y las élites económicas y los efectos para la mayoría ciudadana. Ambos aparatos dirigentes del PSOE y, sobre todo, del PP, así como los grandes grupos empresariales y mediáticos, están empeñados en llamar ‘reformas’ a sus políticas de austeridad y ajustes regresivos. Utilizan un nombre con un sentido positivo que evoca una mejora para la población, para obscurecer su sentido antisocial. Los distintos agentes y representantes sociales y políticos que están en desacuerdo con esa política han ido popularizando la palabra ‘recortes’ que, de acuerdo con las encuestas de opinión, es acogida mayoritariamente entre la sociedad para definir como retroceso o empeoramiento las medidas gubernamentales y del poder económico-financiero. Hasta ahora, con todo su poder institucional y mediático, las élites dominantes no han sido  capaces de conseguir la hegemonía cultural o la legitimación social entre la mayoría de la población para justificar sus medidas y su interpretación. A pesar de su nombre engañoso (reformas) no tenían credibilidad al no estar sustentado en la realidad vivida (recortes, paro…) por la gente corriente. Además chocaban con su cultura de justicia social que le permite a la ciudadanía crítica enmarcar social y éticamente esas medidas como injustas. La hegemonía de esa interpretación de la mayoría social está basada en su realidad cotidiana, enjuiciada a través de unos valores democráticos e igualitarios adquiridos previamente pero sobre los que ha tenido que reafirmarse para constituir una mayoritaria ciudadanía indignada frente a un poder regresivo y prepotente.

Como hemos señalado, el actual gobierno conservador y el conjunto de las instituciones de la UE están empeñados, para recuperar algo de la legitimidad ciudadana perdida, en una profunda campaña tergiversadora para hacer ver que sus reformas, aun reconociendo que han sido duras, al final serían positivas y, gracias a ellas, ya vienen tiempos de bonanza. Así, insisten en su capacidad comunicativa-discursiva para desactivar la indignación cívica contra los recortes, la desigualdad y el empobrecimiento.  Pero sin una modificación significativa de la situación, el contenido de su actividad constructiva de un mundo irreal para la mayoría ciudadana, es dudoso que consigan una plena legitimación social.

4. Articulación, hegemonía, pluralidad y valores universales

Respecto de la teoría populista de Laclau hay todavía cuatro aspectos que conviene matizar. Junto con la capacidad articuladora de las élites y los discursos que venimos tratando, exponemos los problemas de su concepto de hegemonía, su cierta flexibilidad al valorar la pluralidad de su idea de pueblo y la importancia de los valores universales que trascienden identidades colectivas.

Capacidad constructiva de las élites para conformar un movimiento

En primer lugar, sintetizamos el tema de la capacidad constructiva o articuladora de las élites, ya avanzado antes. El mayor componente de autonomía en la formación de demandas y discursos, defendido por Laclau, tiene la vertiente de que puede dar más capacidad de elaboración (o manipulación) a la élite respectiva. Puede aportar capacidad sintética para expresar y fortalecer unas demandas inmediatas, pero también su discurso puede producir más alejamiento respecto de las necesidades reales de la gente. Dicho de otro modo, la construcción de una demanda con fuerte impacto simbólico no se hace en el vacío, sino como expresión de las aspiraciones sociales que están incorporadas en las reivindicaciones inmediatas, así como en las ilusiones y esperanzas colectivas de una vida mejor. La capacidad constructiva para dar un sentido global muy distinto a una dinámica popular reivindicativa es limitada si este proceso es denso y realmente participativo y su cultura y su tejido asociativo tienen una experiencia democrática y de justicia social y una articulación significativa.

Al contrario, un discurso populista puede escoger un camino contrario o contraproducente para la liberación de las clases subordinadas o potenciar una mayor regresión social o democrática del régimen existente, si la base popular, aun con condiciones materiales muy desfavorables, tiene una cultura y un mundo asociativo conservadores e insolidarios y busca unas certezas inmediatas, parciales y aparentes.

La caracterización ética, ideológica y política de esa élite y los sectores populares más activos se convierte en central para determinar la orientación de ese movimiento y la posibilidad de potenciarlo en un sentido progresista o reaccionario. Al infravalorar este aspecto, la experiencia del pueblo y la articulación de los actores más activos, así como el tipo de orientación de las demandas globales, esta teoría se muestra incapaz de garantizar un enfoque emancipador e igualitario de la movilización popular. Para ello cada movimiento real, para fortalecer su tendencia progresiva, debe incorporar unos proyectos o criterios éticos básicos (por ejemplo, los derechos humanos, la democracia, la igualdad y la laicidad) que realcen su papel y su contenido emancipador y solidario.

La teoría populista prioriza más bien una ‘técnica’ de la lucha política, a utilizar por los distintos grupos políticos en su afán por incrementar su legitimidad popular, conseguir la hegemonía cultural y acceder al poder institucional. La apelación al pueblo delimita una frontera frente al establishment y previene de la posibilidad de compartir y defender intereses oligárquicos. También se puede deducir que de sus condiciones de explotación y subordinación pueden surgir de las capas populares demandas inmediatas para paliarlas. Pero, hay que insistir, su transformación en movimiento popular progresivo, igualitario y emancipador, está todavía por construir. Y depende de las mediaciones sociopolíticas y culturales, más complejas, existentes en la ciudadanía y sus agentes. Laclau las reduce a la construcción de demandas globalizadoras, sin precisar su contenido ni definir su proyecto respecto de esos valores centrales de libertad e igualdad y, podríamos añadir, de solidaridad, laicidad y democracia.

En consecuencia, hay otro elemento clave, ya adelantado al hablar de las identidades colectivas: la elaboración y articulación de demandas globales susceptibles de gran legitimidad ciudadana. La transformación de condiciones y necesidades en demandas y movilización sociopolítica está mediada por el conjunto de actores, las capacidades asociativas y democráticas y las tradiciones culturales y de justicia social de las capas populares y sus representantes. Es lo que va a inclinar el contenido sustantivo de un movimiento popular hacia una orientación político-ideológica u otra. En una situación de crisis e incertidumbre la búsqueda de certezas y seguridad de la población, incluso de los sectores más desfavorecidos, es muy importante, pero los caminos ofrecen trampas ya que no hay un reflejo automático en la conciencia y la actitud social. El mayor nivel de empobrecimiento, subordinación o explotación no genera mecánicamente un superior grado de rebeldía contra sus responsables. La espontaneidad del pueblo no asegura una orientación y una dinámica emancipadoras e igualitarias. Ya hemos criticado las versiones deterministas, económicas y políticas, así como la sobrevaloración culturalista o constructivista y hemos expuesto un enfoque relacional y dinámico para interpretar la protesta social. La mediación de los actores e instituciones, la experiencia relacional y el grado de cultura democrática y de justicia social de las capas populares y sus agentes más representativos son fundamentales.

En definitiva, es clave el tipo de hegemonía político-cultural en sectores relevantes de la ciudadanía para dar sentido emancipador o no a una opción política o movilización social. Pero esa hegemonía se construye a partir de la experiencia de participación cívica en el conflicto social, las tradiciones éticas igualitarias y de derechos humanos y la acción asociativa y divulgativa de los distintos grupos sociales y políticos. A partir de ahí y sobre esa base es cuando operan los liderazgos, los mensajes y los símbolos que consolidan una identificación colectiva y la disponibilidad para la acción emancipadora.

La hegemonía y los procesos de legitimación son fundamentales

En segundo lugar, el criterio de conquista de la hegemonía es central para la acción política. En el ámbito académico y convencional esa palabra significa supremacía o superioridad de grado, jerarquía o autoridad. En los estados democráticos se expresa en las mayorías representadas en las instituciones mediante el sufragio universal y las elecciones a las distintas instituciones políticas. Están condicionadas por dos dinámicas: por una parte, por las movilizaciones populares y tendencias sociopolíticas de fondo; por otra parte, por las restricciones institucionales, económicas y constitucionales que amparan la desigualdad del poder económico y que limitan la democracia.

En el marxismo, particularmente en Gramsci, tiene el sentido de que el pueblo o las clases trabajadoras y las izquierdas sean mayoritarias, o sea, hegemónicas política y culturalmente, desplazando del poder institucional a las clases dominantes. Supone destruir sus bases de poder ilegítimo e instaurar un nuevo poder más democrático e igualitario, junto con la eliminación de los privilegios de las anteriores oligarquías. Por tanto, ese enfoque de conseguir ser hegemónico no significa exclusión o destrucción del ‘otro’, sino de su jerarquía desigual y prepotente, su debilitamiento en tanto grupo privilegiado de poder, la destrucción de la clase dominante en tanto clase hegemónica, no de sus individuos y sus derechos. Y ello mientras la mayoría de la sociedad legitime esa orientación. El marxismo hablaba de ‘dictadura’ del proletariado, como imposición a la burguesía de una posición similar al resto de la población, sin privilegios de poder y con la motivación de ensanchar la participación democrática del pueblo. Pero una nueva clase dirigente, la burocracia o nomenclatura comunista, en nombre de la clase obrera, enseguida incumplió la dinámica participativa y democrática para imponer su dominio también a capas populares, restringiendo la democracia. Como se sabe, al final, ese intento de legitimación social de un nuevo poder fracasó y los regímenes soviéticos, prácticamente, han desaparecido o están desprestigiados.

La desigualdad en el control de los medios de producción y los recursos económicos e institucionales hace que las clases dominantes impongan su dominio. La libertad de la mayoría y la igualdad de todas las personas se deben conseguir con la restricción de la libertad de mercado o la garantía de los beneficios a la gran propiedad privada. Desde el punto de vista democrático, la sociedad y su representación sociopolítica e institucional se deben ponerse por encima de la economía y sus propietarios y regular o legislar a través del estado de derecho un reequilibrio de la prepotencia y libertad absoluta del capital (financiero), en beneficio de la población. Eso supone una pugna durísima de poder y legitimidad, es decir, de conquista de la hegemonía institucional y cultural. Pero esa restricción de la capacidad de negocio o del poder remanente de unos pocos no se debe confundir con la eliminación de sus derechos civiles o políticos.

Para la dialéctica hegeliana la síntesis nace de la tensión entre tesis y antítesis: el enfrentamiento contra la aristocracia, por parte del pueblo emergente, llevaba a la construcción hegemónica de un Estado como institución superadora –síntesis- que debía representar el interés de la sociedad. En la dialéctica marxista era la clase trabajadora en su conflicto con la burguesía la que promovía el paso al Estado socialista, bajo hegemonía del proletariado, como transición donde ambas clases se iban diluyendo para dar lugar a un pueblo libre en el comunismo. Como hemos dicho, el socialismo real configuró una nueva clase dominante, la nomenclatura del partido comunista, que se erigió en nuevo grupo de poder frente a la mayoría de la sociedad que terminó por desautorizarlo provocando en Europa el hundimiento de esos regímenes soviéticos. Por tanto, tampoco nos vale esa tradición donde la nueva hegemonía supuestamente liberadora se transformó en otro proceso de dominación por nuevas élites autoritarias.

Laclau, en la obra citada, va más allá con la palabra hegemonía[9]. Le da un sentido de representación de la totalidad, de la plena identificación del pueblo con toda la sociedad y, por tanto, la exclusión o subsunción del otro, aunque él se refiera solo al poder establecido o las oligarquías dominantes. También es deudor de Hegel pero podía haber cogido una interpretación más matizada del concepto de superación (aufheben), con la eliminación de una parte y la conservación de otra parte para llegar a una realidad nueva. Siguiendo modelos ideales (weberianos), las dos partes del antagonismo serían totalmente excluyentes: No hay totalización (de identidad) sin exclusión (p. 107). Aunque seguidamente matiza el significado de pueblo como componente parcial que aspira a la única totalidad legítima, es decir, admite la realidad de la continuidad de otra parte, aunque no sea perteneciente a esa totalidad legítima[10]. 

Sin embargo, al igual que hemos comentado antes, estas formulaciones denotan falta de sensibilidad democrática y de respeto y regulación del pluralismo, en este caso respecto de los grupos poderosos. Sabemos que el establishment o la oligarquía económico-financiera no se van a dejar arrebatar fácilmente sus grandes ventajas, en términos de poder y riquezas. El poder democrático, con amplia legitimidad ciudadana, se tendrá que emplear a fondo para doblegar su resistencia a reducir su prepotencia y sus privilegios. La polarización y la hegemonía serán imprescindibles para el cambio político pero no es necesario ese sesgo de antagonismo absoluto y totalizador. No hay que confundir la eliminación de una estructura de dominación y los privilegios derivados de la posición de poder de sus componentes personales con la anulación de sus derechos humanos.

Por tanto, hay que revalorizar la libertad, la democracia y la igualdad y, también, el respeto de los derechos universales de todas las personas, incluidas las élites poderosas o corruptas. El imperio de una ley igualitaria y la opinión de la mayoría de la ciudadanía deben prevalecer y ser eficientes, sin establecer excepciones al estado de derecho y las libertades democráticas. Lo contrario abre una ventana por donde la historia nos enseña que han penetrado grandes atrocidades humanas y morales.

Pluralidad y valores universales en el populismo de izquierdas

En tercer lugar, Laclau señala la necesidad de una separación tajante entre un pueblo, cuya identidad y hegemonía se tienen que construir a través de la articulación de demandas populares, y la oligarquía de los poderosos. Es una posición constructivista, no determinista ni mítica. Además, hay que reconocer aspectos flexibles del propio Laclau, al señalar la pluralidad dentro del pueblo y la importancia de valores universales que trasciendan cada singularidad étnica. En la última parte del libro vuelve parcialmente sobre sus pasos más rígidos e insiste en la existencia de distintos populismos, unos de izquierda, otros de derecha, incluso algunos estatistas, incrustados y dependientes del poder del estado. Y reconociendo una consecuencia de su teoría populista, para nosotros especialmente problemática, la indefinición del contenido sustantivo u orientación político-ideológica de un movimiento popular, plantea abiertamente que su superación es imprescindible como elemento fundamental para explicar el carácter (significante) tan diferente de los distintos populismos[11].

Así, llega a distanciarse claramente de los excesos totalitarios del etnopopulismo, expone la necesidad de reconocer al ‘otro’, dentro del campo popular, y se opone a las tendencias autoritarias y uniformadoras[12]. Había sido contundente en la separación y el antagonismo del pueblo respecto de la minoría poderosa, manifestando incluso que ésta debía ser excluida de la comunidad (como clase hegemónica e identidad colectiva). No obstante, ahora, al aplicar el etnopopulismo esas fronteras separadoras y jerárquicas dentro del pueblo ve los peligros de esa posible exclusión de una parte de la población (una etnia, otra capa popular) en nombre de otra parte de la gente, que quiere ser hegemónica o totalizadora en la representación del todo social (como en el ejemplo de los nacionalismos yugoslavos que cita).

Igualmente, este autor matiza la rigidez de sus formulaciones ideales, de fronteras nítidas y un pueblo homogéneo. Y hace hincapié en la heterogeneidad interna del pueblo o el desplazamiento de las fronteras flotantes de los dos campos antagónicos, así como la existencia de contenidos universales que desbordan las fronteras étnicas y son comunes a una pluralidad de identidades. Incluso admite que existe una universalidad no solo de procedimientos (el mecanismo de la polarización o la democracia) sino también de contenidos sustantivos (por ejemplo, nosotros diríamos la libertad y la igualdad o los derechos humanos)[13].

En definitiva, la teoría populista de Laclau tiene varios tipos de deficiencias: 1) al hablar de dos polos antagónicos, exclusivos y excluyentes entre sí, simplifica en exceso; 2) al exponer su concepto de hegemonía totalizadora puede eliminar el reconocimiento de la representatividad y los derechos de la minoría oligárquica que controla el poder; 3) al sobrevalorar el papel del discurso, las nuevas élites y la articulación de demandas populares, infravalora las características sociopolíticas y culturales, la experiencia relacional y las capacidades asociativas de los propios sujetos activos. Pero, sobre todo, 4) la ausencia de un discurso y un proyecto igualitarios y emancipadores y la reafirmación solo de una ‘lógica’ política de fuerzas emergentes frente a poder establecido, no permite aclarar lo sustantivo de un movimiento popular: su orientación y su función regresivas y autoritarias o progresivas y emancipadoras. Y esto es lo principal para definir una dinámica de movilización social y cambio político. La ambigüedad respecto del contenido sustantivo puede permitir introducir en esa clasificación de populismo todo tipo de movimientos contestatarios solo con ese rasgo común de enfrentarse al poder establecido.

Como hemos visto, caben movimientos democrático-radicales contra la aristocracia o los regímenes reaccionarios, movimientos revolucionarios o reformistas de carácter socialista frente al establishment capitalista, movimientos nacionales emergentes frente al imperialismo, las potencias coloniales u otros nacionalismos, movimientos sociales que, como el sindical o el ecologista, también se plantean, junto con otros aliados o sus partidos políticos de referencia, la transformación política o, en general, el movimiento de la izquierda transformadora contra la derecha conservadora. Todos ellos pueden tener una base social popular progresista y enfrentarse a un poder reaccionario, conservador u opresivo.

Por el lado contrario tenemos movimientos emergentes también de cierta base popular y contra el poder establecido pero con dinámicas sociales y políticas, orientaciones ideológicas y valores regresivos y autoritarios, como los diversos fascismos y tendencias de extrema derecha, racistas y xenófobas o ultranacionalismos excluyentes y prepotentes.

Este teórico populista los puede englobar a todos bajo el rótulo de movimientos populistas al reunir ese componente de enfrentamiento político frente al poder establecido. Pero todos ellos tienen otras características todavía más importantes para su definición, tal como valora la ciencia política o sociológica convencional según su contenido sustantivo: democráticos, socialistas, liberales, nacionalistas, reaccionarios y emancipadores o, simplemente, movimientos sociales con exigencias distributivas, de derechos y reconocimiento, por un lado, o dinámicas autoritarias, excluyentes y xenófobas, por otro lado.

Dadas la ambivalencia semántica de la palabra populista, especialmente en Europa, y su instrumentalización mediática, su utilización es contraproducente para la identificación de movimientos populares. Aparte de su base popular y su enfrentamiento con el poder establecido, lo principal es si su dinámica es igualitaria, emancipadora y democrática o no y en qué medida, cuestión que ignora o relativiza esa teoría populista.

Ya hemos dicho que algunos dirigentes de Podemos admiten elementos de esta teoría, como lógica de una acción política para el acceso al poder. No obstante, este fenómeno político-electoral, anclado en una ciudadanía activa progresista y una ciudadanía indignada contra la austeridad y la prepotencia gobernante, no tiene grandes riesgos de un desarrollo autoritario o derechista, derivados de la ambigüedad política e ideológica de esa doctrina. En su orientación están claros sus perfiles democráticos y sociales frente a la gestión regresiva y prepotente de las élites dominantes. Su discurso tiene una dirección emancipadora de las capas populares frente a la actual oligarquía económica e institucional con un carácter regresivo y tendencias autoritarias. El componente antipluralista de esa teoría (la exclusión comunitaria del poder oligárquico y la imposición de una hegemonía totalizadora del pueblo), no parece que haya contaminado o eliminado las convicciones democráticas, igualitarias y liberadoras de su núcleo dirigente. Sus deficiencias y errores, al igual que los de los representantes de las distintas fuerzas alternativas y movimientos sociales, deben estar sujetos al escrutinio público. Es una tarea fundamental de la democracia y de la mejora de la calidad ética, intelectual y política de las élites asociativas emergentes. Particularmente, la sensibilidad democrática y la constitución moral igualitaria y solidaria de los máximos representantes son valores esenciales para la articulación de un movimiento popular emancipador o un proyecto político alternativo dada la experiencia histórica en la que no siempre se han valorado suficientemente.

Un pensamiento crítico debe ser objetivo, evaluar el significado real de los hechos y evitar el sectarismo ideológico. Ante realidades desiguales hay que establecer las prioridades de la crítica según la importancia de su conexión con la realidad, su dimensión moral y su impacto sociopolítico y transformador. No puede ser equidistante entre, por una parte, la mayor gravedad de la actuación antisocial y prepotente del bloque de poder liberal-conservador, junto con la responsabilidad de cúpulas gobernantes socialdemócratas, y, por otra parte, las deficiencias y límites de las actuales tendencias alternativas curtidas en la defensa popular y el refuerzo de la democracia. Los mayores riesgos autoritarios y de desigualdad, así como el debilitamiento democrático han venido y vienen, sobre todo, del establishment. La prioridad de la crítica es contra ese superior peligro para la igualdad, la libertad y la no dominación. Es así como se reafirma la cultura democrática de la gente. A partir de ahí, entre los sectores progresistas y de izquierda, especialmente sus dirigentes, es imprescindible el rigor, la sana crítica, la transparencia y el control colectivo. E, igualmente, las correspondientes modestia y capacidad autocrítica para evitar cometer errores antipluralistas o, simplemente, prepotentes, burocráticos y jerárquicos, y aprender de ellos. Se trata de fortalecer la constitución democrática y ética de la ciudadanía y, particularmente, de sus representantes sociopolíticos y las élites intelectuales.

5. Igualdad, democracia y unidad popular frente a élites dominantes regresivas

La polarización política es un componente distintivo de la teoría populista, pero no solo de ella. Ambos conceptos no son iguales y ese mecanismo también está incorporado a experiencias y doctrinas diversas. La pugna sociopolítica y la aspiración al poder es un hecho social e histórico interpretado por distintos enfoques teóricos. Laclau se apropia de este concepto de antagonismo o confrontación sociopolítica, lo hace suyo y le da un sentido particular para fundamentar su teoría del populismo:

A la pluralidad de ‘demandas’ que, a través de su articulación equivalencial, constituyen una subjetividad social más amplia, las denominaremos ‘demandas populares’: comienza así, en un nivel muy incipiente, a constituir al “pueblo” como actor histórico potencial. Ya tenemos dos claras precondiciones del populismo: (1) la formación de una frontera interna antagónica separando el ‘pueblo’́ del poder; (2) una articulación equivalencial de demandas que hace posible el surgimiento del ‘pueblo’. Existe una tercera precondición que no surge realmente hasta que la movilización política ha alcanzado un nivel más alto: la unificación de estas diversas demandas -cuya equivalencia hasta ese punto, no había ido más allá de un vago sentimiento de solidaridad- en un sistema estable de significación (2013: 99).

Según este pensador, la condición principal para crear un movimiento populista sería generar confrontación entre dos partes, el poder y el pueblo: éste se conforma a través de la articulación y unidad de demandas populares frente a aquel, se hace hegemónico en la sociedad y excluye a las élites poderosas de su dominio institucional. Define al populismo como lógica del antagonismo, y se apropia y reinterpreta esa mirada con un problemático significado específico que vamos a evaluar.

La polarización sociopolítica, la resistencia cívica y democrática frente a un poder regresivo y prepotente, es legítima y necesaria, precisamente para disminuir la desigualdad (polarización y segmentación socioeconómicas) y reforzar la democracia, la libertad y la igualdad. En estos momentos, en España, los dos componentes principales del conflicto son, por una parte, los poderosos o élite dominante y, por otra parte, la ciudadanía indignada y crítica. Esta visión es la más realista y adecuada para facilitar un cambio emancipador. Esta interpretación de dos campos sociopolíticos en pugna no necesariamente hay que explicarla desde la lógica populista. Dicho de otro modo, las deficiencias de la teoría de Laclau, con sus excesos sobre su modelo de antagonismo y hegemonía, no invalidan una interpretación basada en el conflicto social en España y la posición globalmente positiva del movimiento popular progresista frente a la involución social y democrática que pretende imponer el poder gobernante y económico-financiero.

Hemos utilizado algunos conceptos similares a los que usa ese teórico posmarxista: pugna sociopolítica de dos campos (élites dominantes y ciudadanía crítica), hegemonía política y cultural (de los valores democráticos y de justicia social), cambio político y económico (de orientación democratizadora e igualitaria). Son criterios interpretativos de una pluralidad de tendencias teóricas y componentes de las mejores tradiciones intelectuales europeas, progresistas y de izquierda democrática, al menos, desde la ilustración y la revolución francesas. No hace falta recurrir a este pensamiento populista que, aunque es compatible con transformaciones con fuerte contenido igualitario, emancipador o de izquierda, deja demasiadas ambigüedades e ideas rígidas que permiten que bajo su rótulo se amparen también dinámicas totalitarias y reaccionarias, o simplemente difusas y unilaterales.

Hay que señalar que constituiría un error por parte de dirigentes de Podemos, el auto-identificarse o ser condescendientes con algunos teóricos del populismo, sin precisar una posición concreta, todavía más en Europa, donde con la palabra populista se asocia, sobre todo, a los movimientos neofascistas, xenófobos o de extrema derecha. Sus portavoces han manifestado la inconveniencia de la referencia izquierda, contaminada por la gestión antisocial de la socialdemocracia y su vinculación con el poder o por ideas comunistas anquilosadas. Con mayor motivo habría que rechazar la referencia de vínculos de personas significativas de esa organización con el populismo, dada la identificación pública de ese nombre con sectores antipluralistas y autoritarios de los que esa organización se distancia claramente. Parece que Pablo Iglesias, secretario general de Podemos, lo tiene claro (ver entrevista en 20 minutos, 4-11-2014), al declarar que él no es chavista, ni populista y que lo más próximo a lo que se siente es a la socialdemocracia clásica europea no al comunismo, reafirmándose en la defensa de los de abajo frente a los de arriba que, precisamente, debería era la seña de identidad de las izquierdas y hoy abandonada por los partidos socialistas.   

Pero el símbolo queda y es un gran agujero por el que se cuela la tergiversación y el aislamiento de su proyecto que viene incluso del área socialista. Los ejes alternativos de esta formación se basan en la idea de democracia y ciudadanía, enfrentados a los poderosos y a un régimen de poder oligárquico. Junto con las ideas fundamentales de las mejores tradiciones democráticas y populares (igualdad, libertad, democracia, solidaridad, laicidad, derechos humanos), constituyen la base para elaborar un proyecto emancipador que no genere confusión y no dé pretextos para la descalificación y menos por su supuesto carácter no democrático e irrespetuoso con el pluralismo. La firmeza contra el poder establecido no es sinónimo de antipluralismo. (En ese sentido, Pablo Iglesias, portavoz de Podemos, ha sido hábil en el sonado debate televisivo con Esperanza Aguirre, presidenta del PP madrileño, al contrarrestar las acusaciones de totalitarismo y demostrar frente a ella la superioridad de sus convicciones democráticas y de respeto a la libertad de expresión).

En dirigentes de Podemos, tal como reconocen algunos de ellos, entre sus diversas influencias doctrinales existen ciertas ideas del populismo de izquierdas: defensa de los de abajo frente a la casta, fortalecimiento de la democracia frente a un sistema oligárquico, desarrollo del conflicto sociopolítico para buscar la hegemonía política. Hemos señalado el valor positivo de esas ideas fundamentales, no exclusivas de esa corriente de pensamiento, con algunas matizaciones. También hemos comentado insuficiencias de la teoría populista: su ambigüedad ideológica, derivada de su lógica exclusiva para la acción política, y ciertos rasgos antipluralistas, evidentes en algunas afirmaciones extremas o excluyentes. Y hemos recalcado la necesidad de incorporar un contenido sustantivo, un proyecto claramente igualitario, emancipador y democrático.

No obstante, al igual que en todos los grupos alternativos, la posible influencia de rasgos insuficientes o problemáticos se combina en Podemos con talantes de izquierdas, democráticos y transformadores en el sentido emancipador e igualitario, que pueden contrarrestar ideas o posiciones no respetuosas con el pluralismo. Esa organización ha nacido y se asienta en una cultura, unos actores y una dinámica sociopolítica democrática y de justicia social y sus dirigentes se han definido como de izquierdas o demócratas y progresistas. Incluso deficiencias provenientes de algunas de esas ideas populistas más rígidas chocarían, dentro de esas mismas personas y sus bases sociales, con la educación y la sensibilidad democrática de la ciudadanía activa española. Los riesgos de esas distorsiones antipluralistas son pequeños, comparado con la prepotencia e involución democrática de los grandes aparatos políticos del establishment que han impuesto la austeridad y los recortes sociales y de derechos contra la opinión de la mayoría de la ciudadanía. Las líneas rojas que la reciente Asamblea de Podemos (octubre de 2014) ha definido para su orientación y su composición se basan en ideas y personas que respeten los derechos humanos, es decir, son incompatibles con la falta de respeto a las libertades individuales o con posiciones autoritarias, xenófobas o machistas. Las élites gobernantes, y no los dirigentes de Podemos, han evidenciado la fragilidad de sus convicciones democráticas y su inclinación autoritaria y antisocial.

En España, esos riesgos antidemocráticos en las fuerzas alternativas y de izquierda son menores, teniendo en cuenta, precisamente, el tipo de proceso masivo de indignación cívica, así como las características democráticas y progresistas de la protesta social y la ciudadanía activa. Los dos polos de esa pugna están definidos: por un lado, poder regresivo y prepotente; por otro lado, ciudadanía indignada, movimiento popular progresista, democrático y unitario y actores sociopolíticos alternativos y de izquierda (así como sectores intermedios acomodaticios). Está claro el contenido de las demandas populares: democratizador en lo político e igualitario en lo social y económico. La configuración de esa polarización sociopolítica y cultural frente al poder oligárquico está abriendo una nueva oportunidad para el cambio político-institucional y el avance de la democracia y la igualdad. Las características sociopolíticas y culturales de la mayoría de la ciudadanía descontenta y, particularmente, del movimiento popular están basadas en los valores de justicia social y derechos humanos y democráticos. Esa tendencia cívica se ha curtido en la experiencia de rechazo al reparto injusto de los costes de la crisis, la austeridad y la prepotencia del establishment. Y ha garantizado un perfil de movimiento emancipador e igualitario, reacio a cualquier influencia autoritaria o manipulación demagógica. Le falta consistencia y capacidad para ampliar un electorado suficiente para garantizar un cambio de gobierno y abrir un proceso profundo de democratización del sistema político y de giro progresista en el ámbito social y económico. Pero ese el reto inmediato; constituye un motivo adicional para elaborar una política distinta y nuevos liderazgos y discursos y afinar una buena teoría interpretativa que sirva para definir mejor las dinámicas reales y los proyectos alternativos de cambio.

El aspecto principal ahora no es el análisis de la lógica política formal de la polarización y el cambio político, sino quién lo realiza, por qué y para qué. El populismo infravalora las consecuencias de la capacidad de mediación, reorientación o manipulación de las energías populares por parte de distintas élites, más o menos próximas al poder o fracciones de éste. Da por supuesto que el pueblo o sus representantes más inmediatos, con el concurso de unas élites emergentes, siempre van a acertar en su pugna contra el poder establecido. Pero la experiencia histórica nos indica que ha existido la instrumentalización exitosa de amplias capas populares por agentes fascistas, conservadores y autoritarios (por no hablar de la propia demagogia liberal, neoliberal o postmoderna) para promover una mayor involución del viejo o el nuevo poder. Al no definir comparativamente el carácter del poder y la composición y las características del pueblo y sus demandas, el tipo de proceso sociopolítico y dejar de lado su conexión con los proyectos normativos emancipadores y democráticos, el esquema de la polarización se queda prácticamente ciego o indefinido en su contenido sustantivo.

Los riesgos de una teoría incompleta o procedimental son que se puede rellenar de distintos materiales políticos e ideológicos inconfesables, más o menos dependientes de los intereses de otra fracción del poder, aparentemente diferente pero todavía más regresiva y autoritaria que el actual consenso liberal-socialdemócrata, como en el caso de Francia con el Frente Nacional de Le Pen.  O, simplemente, la debilidad de un contenido discursivo o proyecto sustantivo puede dar lugar al inmediatismo de una política basada solo en los equilibrios de fuerza en cada momento o las preferencias más mediáticas.

Caben los intentos de instrumentalización de ciertas élites con la interpelación a partes del pueblo para objetivos de recambio de las actuales élites por otras más reaccionarias, en distintos ámbitos. El PP también estaba en ello, pero parece (renuncia a su ley de aborto y su antidemocrática reforma electoral) que el giro ultraconservador ha tocado techo, se ha resentido de la desafección de parte de su electorado y quiere aparecer de centro. No obstante, para asegurar su continuidad, son probables sus llamamientos demagógicos e intimidatorios a la población, contra el supuesto caos que vendría por las posibilidades del cambio progresista. El neofascismo, el racismo y la xenofobia, incluso el Tea Party español, lo tienen difícil, a efectos de legitimidad ciudadana. Existen tendencias de división y segregación social. No son descartables procesos de desarraigo, competencia intergrupal y desagregación. Pero la sociedad española, a pesar de la grave crisis económica y social, ha dado muestras, hasta el momento, de un fuerte talante cívico, democrático e integrador.

Planteamos un interrogante: ¿el riesgo de polarización reaccionaria y dinámicas atemorizadoras o ultraderechistas supone desechar toda pugna sociopolítica liberadora y renunciar al cambio?: NO, eso supondría la resignación y el sometimiento. Significa rechazar una determinada dinámica de polarización, el populismo conservador, autoritario y de derechas, incrustado en el poder económico e institucional, aunque en la sociedad española no ofrece, de momento, riesgos de amplio desarrollo. El bloque de poder liberal-conservador está unido al poder económico-financiero, y ambos son los responsables de la involución socioeconómica y democrática. Es el objeto de la oposición popular y el cambio político.

En este país el tipo de movimiento popular, sus bases sociales, su orientación, la cultura de la gente activa y los principales agentes representativos indican que este campo social crítico, su articulación en movilizaciones sociales y su transformación en electorado alternativo son positivos para el avance de la democracia, la libertad y la igualdad. La confrontación es cosa de dos (o más) partes. La han iniciado ellos, los poderosos, y hay que aceptar el desafío de revertir su proceso regresivo y prepotente. La capacidad cívica y transformadora de la ciudadanía debería aumentar con mayor reafirmación en la igualdad, la libertad y la democracia, más profundidad en esos valores, persistencia en la unidad popular y superior impacto en el campo institucional y electoral. Evidentemente, la parte contraria, el establishment, va a reaccionar con contundencia y tratará de impedir el cambio político y económico, no solo el cambio gubernamental. Pero no hay que temer al conflicto democrático y pacífico, sino todo lo contrario, es una amenaza para los poderosos y un síntoma esperanzador para la emancipación de las capas populares.

En resumen, esta polarización o pugna sociopolítica está rellena de un contenido sustantivo democratizador y progresista, una articulación de demandas transformadoras y unos actores y sujetos activos que aseguran una dinámica liberadora frente al establishment. Los peligros autoritarios, opresivos y regresivos vienen del campo de la oligarquía, del poder económico-financiero y de las élites gobernantes, que insisten en la austeridad, más o menos flexible o con elementos expansivos, el incumplimiento de sus compromisos democráticos con la ciudadanía y la marginación de las fuerzas alternativas y de izquierda. Los riesgos de ideas y comportamientos autoritarios o antipluralistas, aunque estén mezclados con contenidos y actuaciones alternativos y de izquierdas y procedan de sectores populares, hay que prevenirlos, vigilarlos y criticarlos. Pero hay que aquilatar la importancia de cada problema y desarrollar el pensamiento crítico y la acción educativa y de control a su dimensión real. No siempre el cambio es mejor que el continuismo, si éste representa un poder democrático y las fuerzas emergentes persiguen un régimen autoritario. Fue el ejemplo del levantamiento franquista contra el régimen republicano, el de Hitler contra la República alemana, o el objetivo del Frente Nacional de Le Pen frente a la V República francesa presidida por Hollande. No obstante, los peligros de la involución autoritaria, antidemocrática y antisocial, hoy y en España, están, sobre todo, en el poder establecido, es decir, proceden, fundamentalmente, de las actuales élites dominantes.

En definitiva, la defensa de la libertad, la igualdad y la democracia supone derrotar, democrática y pacíficamente, ese poder regresivo, por parte de fuerzas populares con una vocación emancipadora. Difuminar esos dos hechos encadenados, poder establecido y ciudadanía activa, así como su polarización supone infravalorar las dinámicas de cambio social y político frente a la continuidad del establishment. Poner el acento en la representatividad del actual poder (financiero y político) no en su componente oligárquico, regresivo y prepotente, deja de lado un aspecto central de la realidad actual. No proporciona claves interpretativas para debilitarlo y construir una alternativa transformadora. El cambio es la mejor opción emancipadora frente al continuismo de un poder que acentúa la desigualdad y la prepotencia.

Polarización sociopolítica y hegemonía cultural y política son dos conceptos fundamentales para el cambio democrático. No hay que darles un carácter absoluto y están combinados con acuerdos, mediaciones y objetivos comunes universales. Conflicto social, como resistencia contra la dominación y la explotación, es mejor que armonía y consenso, como rendición, sometimiento y aceptación de la subordinación. Cambio, como eliminación de la capacidad de poder y las ventajas de la parte privilegiada de la sociedad, no es falta de respeto ni desconsideración a los derechos humanos; es garantía de libertad e igualdad para todos y todas. Se trata de derrotar a las clases dominantes, no excluir a sus individuos, sino eliminar su función y su estructura de dominación para que sean personas normales con sus derechos. Por tanto, ese es el camino de avance en la  universalidad y la integración solidaria, en una sociedad más libre e igualitaria. La contundencia en la aspiración transformadora debe ir acompañada en la firmeza en las convicciones democráticas.

Hemos expuesto las características y las deficiencias de la teoría populista, las insuficiencias de los determinismos economicistas  e institucionalista, así como los límites de los enfoques culturalistas e idealistas. Y hemos recogido enseñanzas de diversos pensadores sobre la contienda política y los movimientos sociales, planteando unos criterios básicos para un enfoque teórico relacional y dinámico. Es imprescindible avanzar en un pensamiento crítico que ayude a la transformación social emancipadora e igualitaria.

6. Podemos no es totalitario

La derecha política y mediática está embarcada en una campaña de acoso político contra Podemos. Una de sus acusaciones favoritas es la de ser un partido político populista y totalitario que seguiría el modelo supuestamente dictatorial del gobierno venezolano. Diversos dirigentes socialistas e intelectuales afines han desarrollado también una crítica hacia esta fuerza política, con su identificación con el populismo y su supuesto carácter antipluralista. Nos centramos en este plano político-ideológico, evaluando el sesgo tergiversador y sectario de ese  descrédito infundado.

Se pueden mencionar dos textos significativos, de carácter teórico, publicados en el diario El País. Uno de José Álvarez Junco: “Virtudes y peligros del populismo” (11-11-2014), donde refiriéndose al populismo señala que “su afán por eliminar las cortapisas democráticas abre un peligroso camino a la tiranía”. Otro de José María Ruiz Soroa: “El peligro de una sociedad sin divisiones” (9-1-2015), donde expone que “Podemos no reconoce diversas opciones sino que coloca fuera de juego a quienes considera sus adversarios, de forma que contradice el pluralismo democrático y en ese sentido preciso es totalitario”. Como veremos, esas descalificaciones a Podemos, afirmando un carácter antidemocrático y autoritario, son injustificadas.

Este capítulo tiene cuatro partes. Primero valora la concepción de pueblo de Laclau, referencia intelectual del populismo de izquierdas. Segundo evalúa algunas opiniones críticas sobre Podemos en el plano ideológico y critica su vinculación, como un todo, con el Frente Nacional francés y el populismo neofascista europeo. Tercero, señala la diferenciación entre modo de hacer política y el contenido sustantivo que da sentido a cada movimiento popular, así como las grandes distancias entre populismo de derechas y de izquierdas. Por último, explica la superioridad ética y democrática de las fuerzas alternativas en España respecto de las élites dominantes.

La concepción de pueblo de Laclau y su influencia en Podemos

La teoría populista de Laclau (2013), referencia intelectual de algunos dirigentes de Podemos, tiene varios tipos de deficiencias, explicadas antes y que recordamos: 1) al hablar de dos polos antagónicos, exclusivos y excluyentes entre sí, simplifica en exceso; 2) al exponer su concepto de hegemonía totalizadora puede eliminar el reconocimiento de la representatividad y los derechos de la minoría oligárquica que controla el poder; 3) al sobrevalorar el papel del discurso, las nuevas élites y la articulación de demandas populares, infravalora las características sociopolíticas y culturales, la experiencia relacional y las capacidades asociativas de los propios sujetos activos. Pero, sobre todo, 4) la ausencia de un discurso y un proyecto igualitarios y emancipadores y la reafirmación solo de una ‘lógica’ política de fuerzas emergentes frente a poder establecido, no permite aclarar lo sustantivo de un movimiento popular: su orientación y su función regresivas y autoritarias o progresivas y emancipadoras. Y esto es lo principal para definir una dinámica de movilización social y cambio político. La ambigüedad respecto del contenido sustantivo puede permitir introducir en esa clasificación de populismo todo tipo de movimientos contestatarios, muchos de ellos antagónicos entre sí, solo con ese rasgo común de enfrentarse al poder establecido.

Laclau señala la necesidad de una separación tajante entre un pueblo, cuya identidad y hegemonía se tienen que construir a través de la articulación de demandas populares, y la oligarquía de los poderosos. Es una posición constructivista, no determinista ni mítica. La lógica de conflicto social se enfrenta a la otra lógica de consenso, paz social y legitimación del poder establecido. Además, expone cierta flexibilidad en su concepción de pueblo al señalar su pluralidad interna y la importancia de valores universales que trasciendan cada singularidad étnica. En la última parte de su libro, vuelve parcialmente sobre sus pasos más rígidos e insiste en la existencia de distintos populismos, unos de izquierda, otros de derecha, incluso algunos estatistas, incrustados y dependientes del poder del estado. Y reconociendo una consecuencia de su teoría populista, para nosotros especialmente problemática, la indefinición del contenido sustantivo u orientación político-ideológica de un movimiento popular, plantea abiertamente que su superación es imprescindible como elemento fundamental para explicar el carácter (significante) tan diferente de los distintos populismos.

Así, llega a distanciarse claramente de los excesos totalitarios del etnopopulismo o nacionalismo extremo, expone la necesidad de reconocer al ‘otro’, dentro del campo popular, y se opone a las tendencias autoritarias y uniformadoras. Había sido contundente en la separación y el antagonismo del pueblo respecto de la minoría poderosa, manifestando incluso que ésta debía ser excluida de la comunidad (como clase hegemónica e identidad colectiva legítimas), en una expresión poco afortunada. No obstante, ahora, al aplicar el etnopopulismo esas fronteras separadoras y jerárquicas dentro del pueblo ve los peligros de esa posible exclusión de una parte de la población (una etnia, otra capa popular) en nombre de otra parte de la gente, que quiere ser hegemónica, en su acepción de totalizadora en la representación del todo social (como en el ejemplo de los nacionalismos yugoslavos que critica).

Igualmente, este autor matiza la rigidez de sus formulaciones ideales, de fronteras nítidas y un pueblo homogéneo. Y hace hincapié en la heterogeneidad interna del pueblo o el desplazamiento de las fronteras flotantes de los dos campos antagónicos, así como la existencia de contenidos universales que desbordan las fronteras étnicas y son comunes a una pluralidad de identidades. Incluso admite que existe una universalidad no solo de procedimientos (el mecanismo de la polarización o la democracia) sino también de contenidos sustantivos (por ejemplo, nosotros diríamos la libertad y la igualdad o los derechos humanos).

Laclau, aunque comete excesos respecto de la negación (identitaria) de la oligarquía, reconoce la diversidad interna del pueblo. El sujeto pueblo, según él, debe ser ‘construido’ a través de la conversión de las demandas democráticas en demandas populares globales, con el liderazgo y el discurso adecuados. No hay una concepción esencialista de pueblo que imponga el totalitarismo. Aunque tenga formulaciones extremas, busca el empoderamiento de la gente y su hegemonía respecto de la oligarquía, y establece fronteras claras aunque flotantes con ella.

Otro nivel es el relleno sustantivo que el populismo europeo de ultraderecha hace de la concepción de pueblo, de tipo esencialista y excluyente, y qué sentido le da a la polarización política y la hegemonía totalizadora, poniendo como enemigo del ‘nosotros’ (autóctonos) no al poder establecido sino al ‘otro’ (inmigrantes-extranjeros) u otros países (ultranacionalismo). Pero son aspectos completamente diferentes a las propuestas de Podemos o el populismo de izquierdas.

Por otro lado, aunque algunos dirigentes de esa organización reconocen su vinculación con ideas de Laclau, no supone que asuman su expresión más excluyente para definir su identidad. Tampoco se puede hablar del fenómeno Podemos, el conjunto de sus simpatizantes, activistas y órganos dirigentes, como fanáticos defensores de esa teoría completa, seguidores de experiencias políticas autoritarias y anuladores del pluralismo democrático. Menos todavía cuando, además, insisten en que el suyo es el modelo social y democrático de los países europeos nórdicos de corte socialdemócrata. El énfasis en un tronco común, el populismo, que les daría una constitución ética e ideológica autoritaria, similar al Frente Nacional francés, es una generalización abusiva que no permite un diálogo constructivo.

Hay que diferenciar dos planos: a) teoría populista (lógica política de polarización y hegemonía sobre demandas populares y democratización-participación), y b) movimientos populares reales y su diversidad. Laclau, en la formulación de la razón populista, comete excesos con una concepción excluyente de la oligarquía para alcanzar la hegemonía del pueblo, particularmente, en el plano discursivo e identitario. La aceptación de la lógica política de la polarización abajo-arriba y la hegemonía ganadora del pueblo frente a la casta no significa necesariamente que la dirección de Podemos defienda siquiera las formulaciones extremas de Laclau. Mucho menos, que sean sus posiciones clave para imponer, en la medida que tenga poder, una política totalitaria. Hay que recordar que su tercer eje fundamental es la construcción de la democracia frente a la oligarquía, en este contexto español y europeo, con la reafirmación de su vinculación y su representación de las dinámicas alternativas antiautoritarias y progresistas.

La principal insuficiencia de la teoría populista, valorada como cualidad por sus defensores, es la infravaloración de un desarrollo programático y teórico, así como el tipo de inserción en la dinámica sociopolítica. Considera que el sujeto social pueblo se construye con el simple desarrollo de las demandas populares dentro de esa lógica política. Sin embargo, ante la contingencia de su desarrollo, cada movimiento popular o élite asociativa, a la hora de su política práctica y su construcción e identificación sociopolítica, rellena esa ausencia con los elementos realmente existentes: experiencia popular, cultura cívica, tipo de élites, carácter del poder, discursos…

El aspecto vulnerable principal de la razón populista es la compatibilidad de ese modo de hacer política con dinámicas y proyectos diferentes en su significado profundo respecto de la igualdad, la libertad y la democracia. En las dinámicas sociales concretas se puede combinar con interacciones sociales y contenidos sustantivos (no solo discursos) igualitarios-emancipadores-democráticos o lo contrario (y mixtos e intermedios). Y con un importante papel del tipo de intereses y discursos de las élites, unas autoritarias u otras democráticas, aunque todas apelen al pueblo para conseguir legitimación social.

En consecuencia, la ambigüedad ideológica de la teoría populista deriva de su excesiva confianza en que de la espontaneidad de la gente van a surgir demandas progresistas conectadas con la emancipación y los valores generales de igualdad y libertad. Y que la actividad del discurso y las élites asociativas debe proporcionarles, fundamentalmente, solo una dimensión unificadora: las demandas populares.

No obstante, Laclau constata la diversidad de movimiento populistas reales. La construcción de una fuerza social es más compleja y repleta de mediaciones. Así, al desarrollar una trayectoria y un proyecto concreto, cada corriente política adquiere significados políticos antagónicos o distintos. Su identificación es doble: 1) su modo de hacer política y conquistar el poder, y 2) el significado y la orientación sustantivos de esa dinámica y sus actores. La aspiración al cambio del poder político-institucional está clara y es lo que pretende evitar el poder establecido, demonizando esa pretensión popular. Pero lo decisivo para valorar el papel y el sentido políticos de esa tendencia transformadora es lo segundo. Es decir, hay que evaluar el significado y la orientación de las demandas populares, el tipo de movimiento popular y élites, la cultura cívica y el carácter del poder al que se intenta desplazar. La lógica populista, en este caso, se queda en el modo, en la forma, cuando lo fundamental a valorar es el contenido y su interacción con la forma. En ese sentido, dirigentes de Podemos deben reafirmarse en sus prácticas e ideas democráticas y avanzar en un proyecto transformador y una dinámica emancipadora e igualitaria.

El supuesto carácter antipluralista de Podemos

En los textos citados se da un salto injustificado de emparentar al partido liderado por Pablo Iglesias con la dinámica política representada por Marine Le Pen, el Frente Nacional francés y el populismo de derechas del neofascismo xenófobo o ultra-conservadurismo europeo. Se apoyan en aspectos secundarios y discursivos, cuando la distancia sustantiva con ellos es todavía mayor que con el poder establecido o la casta.

La lógica interpretativa dominante en los medios de comunicación es la unir los ‘extremos’ (de derecha e izquierda) frente a la supuesta centralidad del establishment y el consenso liberal-conservador-socialdemócrata. Ambas tendencias, desde las dos orillas contrapuestas, presionan al poder establecido, pero ese emparejamiento desconsidera el aspecto sustantivo de que el significado y la dirección en que lo hacen, el por qué y el para qué, son de signo contrario. Su sentido político es antagónico: en un caso es reaccionario y opresivo, y en el otro, progresista y emancipador. Unos observan la complicidad con los poderes fácticos, aun con demagogia populista, y otros pretenden su transformación en beneficio real de las capas populares.

Con la selección y la exposición enfática de algunos rasgos comunes de Podemos con el populismo (muchos compartidos con otras corrientes liberales y socialistas, como el hiperliderazgo personal o la centralización organizativa) se asimila todo a una misma dinámica. Los rasgos autoritarios del populismo derechista se muestran para caracterizar al populismo; en ese conjunto se incluye previamente a Podemos, aunque sea democrático-radical, y su imagen queda descalificada con la misma crítica de antipluralismo.

La combinación de esa lógica con la dinámica sustantiva reaccionaria del Frente Nacional francés u otros populismos regresivos y excluyentes sí conforma una tendencia autoritaria. Pero es contraria al significado globalmente positivo, desde el punto de vista democrático, igualitario y emancipador, del movimiento cívico español y la representación social y política alternativa. Al insistir en nombrar a éste o una parte relevante del mismo con la misma denominación de populista, con similar sesgo autoritario, se produce una manipulación. El resultado es, por una parte, la descalificación de fuerzas alternativas democráticas, y por otra parte, la legitimación y el embellecimiento de las actuales élites dominantes, con su prepotencia autoritaria y su estrategia antisocial.

Se magnifican algunos rasgos negativos de Podemos y se asocian con ese modo populista, dicotómico y hegemonista. Pero la posición de promover la movilización popular frente a las élites dominantes y la aspiración a ganar la mayoría social, no necesariamente es simplificadora y totalizadora. Lo contrario sería renunciar al conflicto social, no confrontar con los poderosos y desistir de influir o conquistar el poder. Es decir, llevaría al reforzamiento del actual bipartidismo.

Desde posiciones de ‘centro’ o tercera vía se olvida que las buenas tradiciones de las izquierdas transformadoras no son comunes a las de las derechas, sino su más rotundo y persistente rechazo. El actual consenso liberal-socialdemócrata de la austeridad y la gestión política prepotente pretende descalificar la oposición popular crítica: intenta apropiarse de la representación de los valores democráticos, de fuerte sentido simbólico, cultural y de legitimación, y adjudicar los valores antidemocráticos y la vinculación con la extrema derecha a las fuerzas auténticamente igualitarias y de progreso. En consecuencia, hay que tener una actitud crítica rigurosa para impulsar la igualdad, la libertad y la participación cívica y democrática, y no caer en la deformación y el sectarismo.

La identidad ideológica de un actor se construye con su carácter, su experiencia y su proyecto

El ‘modo de hacer política’, la ‘forma populista’, según la teoría de Laclau, supone la construcción del ‘pueblo como mayoría política nucleada en torno a un grupo subalterno’ en oposición al poder establecido. Pero, siguiendo con este autor, la definición de ese grupo subordinado y la naturaleza de su subordinación constituyen el factor del que depende el carácter ideológico de cada construcción populista: la naturaleza del “nosotros” y el horizonte de liberación propuesto. O sea, compartir esa lógica no conlleva necesariamente en Podemos una dinámica totalitaria (hegemonía excluyente) y sectaria (dicotomía y polarización extremas), aparte de demagógica, similar a la del populismo de derechas.

En España el campo sociopolítico popular se ha ido construyendo sobre la base de una ciudadanía indignada, democrática y progresista, con una fuerte cultura cívica y de justicia social, frente a un poder establecido antisocial y prepotente. Y los ejes del proyecto de Podemos y el resto de fuerzas alternativas suponen una profunda democratización política y una transformación socioeconómica contra la desigualdad y los privilegios de los poderosos, en defensa de los derechos sociales y laborales y de corte socialdemócrata clásico. La identidad resultante de esa tendencia ciudadana y el proceso igualitario y emancipador que conlleva se oponen al poder establecido y, especialmente, al conservadurismo y el populismo de derechas y su carácter reaccionario y totalitario. Hay una diferencia cualitativa entre la experiencia de Podemos (y Syriza) y la dinámica autoritaria del populismo excluyente, reaccionario y xenófobo dominante en Europa. El énfasis en calificar e identificar a esta organización alternativa con esa otra corriente política con tendencias antidemocráticas, aparte del enfoque erróneo de la realidad, crea una dinámica sectaria y debilita, precisamente, un proyecto real de cambio democrático. Sin embargo, hay que admitir que la realidad de Podemos es ambivalente y aunque la tendencia principal, política y cultural sea positiva hay cosas que criticar de forma constructiva para su mejora.

La identificación colectiva por el modo de hacer política es incompleta. La lógica política del conflicto social y la construcción de un sujeto emancipador y hegemónico (aunque no necesariamente totalizador) es compatible con distintos y antagónicos desarrollos políticos: autoritarios o democratizadores, opresivos o emancipadores, excluyentes o solidarios, jerárquicos o igualitarios. El contexto de confrontación entre poder establecido y ciudadanía activa, la cultura democrática del movimiento popular y la orientación sociopolítica progresista de sus élites, al combinarse en España con esa lógica dan un resultado diferente al de Francia, al aplicarse en el caso del Frente Nacional una tradición y un contenido reaccionarios, autoritarios y excluyentes.

Hay que distinguir entre ‘lógica’ y ‘contenido’ político. Lo primero es algo más que la ‘forma’. Lo segundo es el resto de características políticas, económicas y socioculturales según el carácter de los actores, el contexto y su orientación o finalidad. El modo de hacer política, aunque no es estrictamente formal, no es el elemento identificador principal o exclusivo de la naturaleza de una fuerza política. Lo distingue del ‘poder establecido’, con su interés por el consenso (acatamiento o legitimación del poder) y su control del orden social, la neutralización de la justa indignación y resistencia popular. La dinámica de movilización popular frente al poder es un rasgo compartido con distintas corrientes sociopolíticas que ponen el acento en el conflicto social, no en la paz social. Esta mirada polarizada es diferente a la visión unitarista e indiferenciada (o fragmentada) que tiende a llevar una actitud favorable hacia el consenso o la armonía social, con sometimiento o resignación de la parte subordinada.

En España ese enfoque sobre la relativa polarización sociopolítica y el empoderamiento cívico es realista. Ha servido para conectar mejor con un proceso de confrontación democrática de una amplia ciudadanía progresista frente al poder establecido antisocial y autoritario. La experiencia del movimiento cívico español y el fenómeno Podemos consiste en la activación ciudadana frente a los poderosos y la construcción de la unidad y hegemonía popular para ganar la mayoría en las instituciones. Esta realidad tiene un significado antagónico respecto del caso francés del Frente Nacional. Dicho de otra forma: el carácter reaccionario, regresivo y excluyente del populismo neofascista francés está más próximo a la dinámica antisocial y prepotente del poder establecido francés (y español) que a la trayectoria emancipadora, igualitaria, democrática y solidaria de la ciudadanía crítica y activa española y su expresión electoral en fuerzas alternativas y de izquierdas.

El populismo es, sobre todo, un ‘modo’ polarizado de acción política. El populismo de ‘izquierdas’ pretende ser emancipador de los de abajo y defender la democracia frente a los de arriba y la opresión de la oligarquía. Es sustancialmente diferente al populismo de ‘derechas’: imposición de la exclusión del ‘otro’ por el ‘nosotros’, o de los ‘enemigos’ por los ‘amigos’ (o del eje del mal por el del bien). En cada caso, los conceptos de polarización y hegemonía tienen un significado completamente distinto e incluso antagónico entre sí. La lógica política no se puede separar (solo analíticamente) del carácter de los actores, su trayectoria y sus objetivos. Y hay que comprobar si todos ellos avanzan en la igualdad, la libertad, la solidaridad y la integración, o bien en la desigualdad, el autoritarismo, la segregación y la exclusión.

No obstante, al hacer abstracción del carácter de ambos polos (y lo intermedio y mixto), su sentido político, su dinámica y su orientación, se deja de lado lo principal para definir el significado o la identidad de una fuerza o movimiento concreto. Dada la experiencia europea de esa doctrina (Frente Nacional francés, neofascismo europeo), al tildar de populista a Podemos se le traspasa a esta organización la afinidad con toda la carga negativa (incluida la emocional), totalitaria y reaccionaria del populismo de derechas. Es verdad que algunos miembros de Podemos sostienen ideas de populismo de izquierdas, pero también afirman su oposición total al populismo de derechas, a sus tendencias totalitarias. Todavía es más forzada esta vinculación distorsionadora cuando solo se deriva de constatar la existencia de unas ideas llamadas populistas en varios dirigentes o, simplemente, de algunas formulaciones extremas de uno de sus intelectuales de referencia.

Por último, hay que distinguir discurso y política institucional. Hay que diferenciar las apropiaciones discursivas de la representación del conjunto del pueblo, de las dinámicas totalitarias y de exclusión global de partes del mismo. Por ejemplo, estamos acostumbrados a escuchar que los Presidentes de EE.UU. se arrogan la representación del pueblo norteamericano (no solo estadounidense sino incluyendo México y Canadá e incluso de América). O que Susana Díaz, presidenta de la Junta de Andalucía, hable como portavoz y defensora de los andaluces (de todos y todas), y Artur Mas, presidente de la Generalitat, asuma la representatividad de ‘todo’ el pueblo catalán cuando representa a una parte nacionalista. Igualmente, oímos que el Consejo Europeo y el Eurogrupo son la representación de Europa (de la totalidad de sus pueblos, ni siquiera de las instituciones de la UE o la eurozona). No por todo ello deducimos que anulan al resto de pueblos americanos o europeos, o que eliminan políticamente a la parte de la población no aludida verbalmente y se encaminan a la tiranía.

En el plano discursivo, a efectos de expresar una ‘hegemonía’ representativa (totalizadora), una parte se apropia del todo y no reconoce a otra parte. Nominalmente no existe. Es una práctica habitual poco democrática y antipluralista, pero que no hay que confundir con la exclusión total de los derechos de esa parte no mencionada y la imposición totalitaria, coactiva y violenta de su destrucción política (o física).

La visibilidad en el lenguaje de un sujeto, del pueblo o parte de él, así como su reconocimiento discursivo tienen gran importancia simbólica y cultural. No nombrarlo o considerarlo subsumido en otro nombre es una deficiencia democrática que genera desigualdad e indefensión. Existen muchos ejemplos en la vida cotidiana: la invisibilidad de las mujeres cuando se utiliza la palabra ‘hombre’ para nombrar a las personas de ambos sexos (y que suele ir acompañada de otros procesos materiales de marginación). En el ámbito mediático, la ignorancia de la existencia de un actor, sobre todo si es crítico con el poder, es muy habitual; contribuye a su desaparición o falta de reconocimiento en el escenario público. Es fundamentalmente el poder establecido, a través de su inmensa influencia en los medios de comunicación, quien condiciona la difusión de la realidad y sus distintos contenidos y crea los marcos interpretativos más adecuados a sus intereses.

Otro nivel son los procesos de marginación, subordinación o eliminación política, institucional, económica y cultural que cuando son sustantivos se transforman en prepotencia, imposición y totalitarismo. Una realidad intermedia es cuando se arbitran mecanismos institucionales para impedir el reconocimiento de la representatividad de una fuerza política o un movimiento social. Un ejemplo es la propia ley electoral, sin una estricta proporcionalidad entre votos y conformación del Parlamento y el Senado, que supone la exclusión o infrarrepresentación de unas minorías significativas, aspecto que se acentúa con la presión hacia el voto ‘útil’, estrategia habitual del PP y el PSOE para marginar más a las fuerzas alternativas.

Por tanto, entre una falta de reconocimiento solo discursiva y otra de exclusión institucional, social y económica absoluta media un trecho relevante y hay que verificar en qué medida y dimensión se produce la exclusión real para establecer su gravedad. El hecho de que Podemos diga que aspira a la hegemonía representativa de la ciudadanía descontenta (el pueblo) y se dirija contra el PP, sin mencionar al PSOE, no supone que vaya a ilegalizar al resto de partidos, eliminar el pluralismo democrático, apropiarse de todo el poder y legitimidad institucional e imponer el totalitarismo. Es una generalización abusiva cargada de prejuicios ideológicos y políticos.

Superioridad ética e ideológica de las fuerzas alternativas

El establishment defiende el mantra del consenso y la paz social para asegurar su continuismo en el control del poder económico y político. Reaccionan visceralmente contra un modo de hacer política basado en la participación popular en el conflicto social y que busca un cambio de ese equilibrio desigual. Para los poderosos esa pretensión transformadora contra las ventajas y privilegios al poder establecido, siempre es totalitaria, restringe ‘su’ libertad de seguir dominando. Aunque existen experiencias históricas con rasgos populistas de derecha (el nacional-socialismo, o el neofascismo actual), cuyo acceso al poder supuso la implantación del totalitarismo, podemos afirmar que no toda pugna popular frente al poder establecido lleva necesariamente un contenido totalitario o excluyente, ni tampoco liberador. Depende de su sentido ético.

Es evidente que la visión liberal indiferenciada (y la postmoderna fragmentada) de la sociedad y el consenso social y político han servido para legitimar una prolongada hegemonía de unas oligarquías basadas en una fuerte desigualdad y una posición de subordinación popular. En otros casos, con relevante participación cívica se han conformado sociedades democráticas, integradas y menos desiguales.

El populismo europeo dominante, por su carácter reaccionario, regresivo y autoritario, está más emparentado con la derecha conservadora y las élites dominantes de la UE. Podemos es afín al conjunto de movimientos sociales y fuerzas alternativas, democráticos y de izquierda, empezando por el movimiento 15-M y las mareas ciudadanas hasta la Izquierda Plural y Syriza. Poner a Podemos bajo el mismo el rótulo de populismo que al Frente Nacional francés o al neofascismo europeo, cuando son antagónicos en su significado sustantivo fundamental, tergiversa lo fundamental de la realidad, que es su diferencia. Sirve para descalificar y neutralizar las dinámicas alternativas progresistas y democratizadoras; supone sectarismo ideológico y político hacia unas tendencias emancipadoras y anti-oligárquicas. Sobredimensiona los errores de las posiciones críticas por la izquierda o alternativas y prioriza su rechazo. Al mismo tiempo, relativiza las deficiencias y el necesario cuestionamiento de las estrategias impopulares del poder establecido.

En la teoría populista el para qué se infravalora, y Podemos tiene todavía un limitado desarrollo programático. Pero no se puede decir que el presente y el futuro de esa organización y su impacto institucional están tan abiertos o indefinidos como para permitir una evolución en sentido totalitario o reaccionario. El discurso y el proyecto de Podemos, de sus dirigentes, sus activistas y sus bases sociales, es mucho más progresista (claramente a la izquierda o con los de abajo) que las clases gobernantes actuales, incluida la cúpula socialista (que estaría con los de arriba y con posiciones comunes con la derecha). Y así lo ven sus potenciales electores, muchos con una leve pertenencia ideológica respecto de este eje izquierda-derecha, pero definidos frente a los poderosos y corruptos.

En España se ha fortalecido el carácter social, progresista y democrático de la ciudadanía indignada, a través de su experiencia contra la austeridad y los recortes sociales y la prepotencia política de las élites gobernantes, así como por su cultura cívica y de justicia social. Se ha consolidado una ciudadanía activa con una participación democrática en la protesta social y la acción sociopolítica con unos objetivos clave: democracia, derechos sociales… El discurso de Podemos ha enlazado con ello y está más claro y es más democrático y progresista que la gestión del bipartidismo del PP y PSOE. Es decir, su inserción en este contexto de pugna sociopolítica contra este poder establecido antisocial y prepotente, así como las características progresistas del movimiento popular y las élites asociativas, son la base de este fenómeno y le imprimen gran parte de su carácter. El significado del discurso del cambio y de ganar las instituciones para implementarlo tiene un sentido liberador y de progreso, frente a las tendencias realmente autoritarias y regresivas existentes. Por ello y para ello han tenido un importante respaldo cívico a su representación.

Los ejes iniciales de su programa (Más derechos, más democracia), su oposición a la casta por sus políticas de recortes y austeridad, su prepotencia y su corrupción, junto con sus proyectos de transformación socioeconómica, de orientación socialdemócrata clásica, y política, democratizadores y participativos, añaden a esa forma de hacer política un perfil nítido social y democrático. La polarización sociopolítica y la hegemonía cultural, con el objetivo de ganar la mayoría en las instituciones, adquieren un sentido emancipador. En el plano político e ideológico son más progresistas y respetuosos con los derechos humanos y sociales que el partido socialista y no digamos que la derecha. Y conllevan una dinámica democratizadora, más firme y consecuentemente opositora, contra las tendencias autoritarias, antisociales y reaccionarias de las élites dominantes.

La ambigüedad ideológica, en términos clásicos de izquierda-derecha (y centro), de su esquema político es relativa. Es oportuna para evitar la asociación con el partido socialista y su gestión antipopular, desligarse de las peores tradiciones comunistas o burocráticas y atraerse apoyos de sectores descontentos con la deriva regresiva del bipartidismo y auto-ubicados ideológicamente en el centro o la derecha. Pero sus objetivos de defender y representar las demandas de los de abajo, con mayor igualdad y democracia, lo vinculan con lo mejor de las izquierdas transformadoras.

En definitiva, la reafirmación en la defensa de la gente, hoy expresada en una ciudadanía indignada y crítica, y la incorporación de la cultura cívica de los derechos humanos, sociales y democráticos, presente en la ciudadanía activa y el tejido asociativo español, le dan a estas fuerzas alternativas un perfil igualitario y emancipador frente a la dinámica prepotente y antisocial de las élites poderosas. La representación de esa dinámica de cambio político hacia un modelo más social y democrático confiere a las fuerzas alternativas una mayor legitimidad ciudadana. La vinculación parcial con el populismo, incluido el nombre, no les beneficia, sino que les perjudica, ofreciendo un flanco débil ante sus adversarios, con inmenso poder mediático.

La lógica del conflicto social frente al actual poder establecido y la construcción democrática y participativa de un sujeto popular que aspira a representar a la mayoría social, deben estar íntimamente imbricadas con las demandas populares progresistas, su experiencia y su cultura cívica, el respeto a su diversidad interna y un proyecto igualitario y emancipador. En ese sentido, Podemos y las fuerzas alternativas en España, construidas sobre una base popular progresista necesitan reforzar su talante democrático y la dinámica emancipadora. Pero, comparativamente, mantienen una superioridad no solo política sino también ética e ideológica respecto de la derecha y la socialdemocracia, cuya gestión gubernamental impopular ha incumplido sus compromisos sociales y ha demostrado la fragilidad de sus valores cívicos y democráticos.

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[1]  Para Laclau y Mouffe (1987) “una estructura discursiva no es una entidad meramente ‘cognoscitiva’ o ‘contemplativa; es una práctica articulatoria que constituye y organiza las relaciones sociales (p. 109). Y continúan: “A la totalidad estructurada resultante de la práctica articulatoria la llamaremos discurso” (p. 119).  Si el discurso es, sobre todo, práctica (articulatoria o hegemónica) se convierte en una afirmación tautológica y no se clarifica el papel específico de las ideas o la subjetividad que las personas incorporan en sus relaciones sociales. Gramsci, según valoran bien estos autores, sin abandonar el determinismo realzaba el papel de la cultura popular. En nuestra investigación, siguiendo a E. P. Thompson, se da un paso más en la crítica al determinismo sin caer en el idealismo, revalorizando la ‘experiencia popular’ en la formación de los sujetos y su acción sociopolítica y relacional, incluyendo su cultura y su participación en el conflicto social. Por tanto, los actores o sujetos incorporan en su práctica social un determinado discurso que, a su vez, la modela y le da sentido.

[2] E. Laclau (1987, y 2013) se considera así mismo postmarxista, crítico con el determinismo economicista o estructuralista del marxismo ortodoxo y el vanguardismo de partido como representación de la clase obrera, tanto en la versión leninista cuanto en la de la IIª Internacional (Kaustky). Sus influencias más significativas vienen, por una parte, de Gramsci y su valoración de la importancia de la hegemonía política y cultural y la configuración de un bloque popular-nacional frente a las clases dominantes, y por otra parte, del psiquiatra Lacan, con la relevancia de la subjetividad, el discurso y el concepto de ‘sobredeterminación’, y los filósofos Foucault y Derrida, con la importancia del poder y sus ideas posestructuralistas.

[3] Es el caso de Iñigo Errejón (ver su Obituario de Ernesto Laclau, en diario Público, 14-04-2014). Un debate clarificador titulado “Podemos y populismo” en el programa televisivo Fort Apache, moderado por Pablo Iglesias, se puede ver en: https://www.youtube.com/watch?v=-q9oxr54X_Y&utm_content=bufferdfac1&utm_medium=social&utm_source=facebook.com&utm_campaign=buffer%20

[4] Laclau (2013) dice que conviene diferenciar el papel de la construcción discursiva de la división social del contenido político que, en ciertas circunstancias, juega ese rol, y cuya función puede ser desempeñada por significantes de signo político completamente opuesto… la necesidad ontológica de expresar la división social fue más fuerte que su adhesión óntica a un discurso de izquierda (p. 115). Con un lenguaje algo abstracto explica el desplazamiento de parte de voto comunista hacia el Frente Nacional de Le Pen, buscando seguridades (reaccionarias y falsas) que ese sector volátil ya no encuentra en el discurso de esa izquierda (que había prometido avances y certezas, pero incumplidas).

[5] El autor lo precisa en la siguiente cita: Punto de partida para aproximarnos al populismo: La unificación de una pluralidad de demandas en una cadena equivalencial;  la constitución de una frontera interna que divide a la sociedad en dos campos; la consolidación de la cadena equivalencial mediante la construcción de una identidad popular que es cualitativamente algo más que la simple suma de los lazos equivalenciales (p. 102).

[6] Así, esos contenidos no se incorporan como delimitación fundamental para sus partidarios: Hasta el momento, sabemos que el populismo requiere la división dicotómica de la sociedad en dos campos –uno que se presenta a sí mismo como parte que reclama ser el todo-, que esa dicotomía implica la división antagónica del campo social, y que el campo popular presupone, como condición de su constitución, la construcción de una identidad global a partir de la equivalencia de una pluralidad de demandas sociales. Sin embargo, el significado exacto de estas conclusiones permanece necesariamente indeterminado hasta tanto se establezca con mayor precisión qué es lo que está involucrado en la construcción discursiva, tanto de una frontera antagónica como de una articulación particular de equivalencia y diferencia que denominamos ‘identidad popular’ (p. 110).

[7] Y continúa: En una relación hegemónica, una diferencia particular asume la representación de una totalidad que le excede (figura retórica, sinécdoque: la parte que representa al todo)… Podemos concebir al populismo como una de las formas de constituir la propia unidad del grupo… “el pueblo” no constituye una expresión ideológica, sino una relación real entre agentes sociales. En otros términos, es una forma de constituir la unidad del grupo (p. 97).

[8] Todo nuestro enfoque sobre el populismo, como hemos visto, gira en torno a las siguientes tesis: 1) el surgimiento del pueblo requiere el pasaje –vía equivalencial- de demandas aisladas, heterogéneas, a una demanda ‘global’ que implica la formación de frontera políticas y la construcción discursiva del poder como fuerza antagónica; 2) sin embargo, como este pasaje no se sigue de un mero análisis de las demandas heterogéneas como tales –no hay una transición lógica, dialéctica o semiótica de un nivel al otro- debe intervenir algo cualitativamente nuevo. Es por eso que el hecho de ‘nombrar’, la ‘nominación’ puede tener el efecto retroactivo que hemos descrito. Este momento cualitativamente diferenciado es lo que hemos denominado ‘investidura radical’ (p. 142).

[9] Un primer desarrollo de su concepto de hegemonía se expone en Laclau y Mouffe (1987). Según ellos, va más allá de Gramsci y permite bosquejar una nueva política para la izquierda, fundada en el proyecto de una radicalización democrática (p. 3). Y declarándose en un “terreno claramente posmarxista”, afirman que puede llegar a ser un instrumento útil en la lucha por una democracia radicalizada, libertaria y plural (p. 4). Es un tipo de relación política (p. 160) que persigue la “revolución democrática”: La tarea de la izquierda no puede por tanto consistir en renegar de la ideología liberal-democrática sino al contrario, en profundizarla y expandirla en la dirección de una democracia radicalizada y plural (p. 199; en cursiva también en el original). Desde el principio, asocian este concepto a una “estrategia socialista” y a una “práctica democrática”, frente a una “práctica autoritaria”, y superando la simple “alianza de clases” (con hegemonía obrera y en su nombre del “partido”) de la socialdemocracia clásica y el comunismo.

[10] Para Laclau la consigna leninista de ¡Todo el poder a los soviets! es un ejemplo genuino de populismo, con definición de fronteras claras de los dos polos y exclusión del zarismo y la burguesía de esa totalidad institucional. Pero incluso esa idea se refiere a la composición del poder ‘legítimo’, no de la exclusión de la comunidad o sus derechos. Así, se podría entender la siguiente cita: En el caso del populismo ocurre lo opuesto: una frontera de exclusión divide a la sociedad en dos campos. El “pueblo”, en ese caso, es algo menos que la totalidad de los miembros de la comunidad: es un componente parcial que aspira, sin embargo, a ser concebido como la única totalidad legítima (p. 107).

[11] De nuestro análisis se deduce que el punto nodal en la constitución de un ‘pueblo’ permanece en buena medida indefinido. Podemos tener un populismo en torno al Estado nacional –siguiendo el modelo jacobino-, un populismo regional, un etnopopulismo, etc. En todos los caso la lógica equivalencial va a operar de igual modo, pero los significantes centrales que unifican la cadena equivalencial, aquellos que constituyen la singularidad histórica, van a ser fundamentalmente diferentes (p. 238).

[12] En el caso del ‘etnopopulismo’ tenemos un intento por establecer, en cambio, los límites mismos de la comunidad. Esto implica una serie de consecuencias… no hay una plebs (plebe) que reclama ser un populus (pueblo), porque plebs y populus se superponen exactamente. El ‘otro’ opuesto es externo a la comunidad, no interno. El principio étnico establece desde el comienzo mismo qué elementos pueden entrar en la cadena equivalencial. No hay posibilidad de pluralismo para un etnopopulismo. Las minorías pueden existir dentro del territorio así definido, pero la marginalidad debe ser su condición permanente una vez que el principio étnico ha definido los límites del espacio comunitario. La ‘limpieza’ de poblaciones enteras constituye siempre una posibilidad latente cuando la construcción de la comunidad procede de líneas puramente étnicas. Y las propensiones autoritarias de esta lógica política son evidentes… Una tendencia a la uniformidad es la consecuencia necesaria (p. 244).

[13] La emergencia del pueblo depende de las tres variables que hemos aislado: relaciones equivalenciales representadas hegemónicamente a través de significantes vacíos; desplazamientos de las fronteras internas a través de la producción de significantes flotantes; y una heterogeneidad constitutiva que hace imposibles las recuperaciones dialécticas y otorga su verdadera centralidad a la articulación política. Con esto hemos alcanzado una noción plenamente desarrollada de populismo (p. 197). Es perfectamente posible construir un pueblo de tal manera que muchas de las demandas de una identidad más global sean ‘universales’ en su contenido y atraviesen una pluralidad de identidades étnicas (p. 246). Demandas de diferentes grados de universalidad pueden entrar en la misma cadena equivalencial y puede surgir algún tipo de universalidad hegemónica. Pero esta última está compuesta por reclamos ‘tanto’ sustantivos ‘como’ de procedimiento (p. 247).

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