Sociólogo y politólogo.  Profesor de la Universidad Autónoma de Madrid (2003/2022)

Cambios en el Estado de bienestar

Cambios en el Estado de bienestar

Antonio Antón

Cuaderno de trabajo

Universidad Autónoma de Madrid

CUADERNO DE TRABAJO

Departamento de Sociología

Universidad Autónoma de Madrid

TÍTULO: Cambios en el Estado de bienestar

AUTOR: ANTÓN MORÓN, Antonio

Profesor honorario

Correo electrónico: antonio.anton@uam.es

http://www.uam.es/antonio.anton

Currículo (resumen)

Profesor Honorario de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM) - Departamento de Sociología. Licenciado en Sociología y Ciencias políticas por la UNED. Doctor en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid (sobresaliente cum laude). Ha realizado diversas investigaciones y es especialista en Políticas públicas y Estado de bienestar, Movimientos sociales, acción colectiva y cambio social, Sociología del Trabajo y Sociología de la Educación. Colabora con distintos medios de comunicación y ha publicado numerosos artículos y más de una quincena de libros. Entre los últimos están: Reestructuración del Estado de bienestar (2009); Resistencias frente a la crisis. De la huelga general del 29-S al movimiento 15-M (2011); Ciudadanía activa. Opciones sociopolíticas frente a la crisis sistémica (2013); Poder, protesta social y cambio institucional (2015); Movimiento popular y cambio político. Nuevos discursos (2015); La democracia social hoy. Un nuevo ciclo sociopolítico por la democracia y la igualdad (2016), y El populismo a debate (2017).

Madrid, enero de 2018

Índice

Introducción             .           .           .           .           .           .           .               Pág. 5

1.                  Desigualdad social e injusticia        .           .           .           .           Pág. 8

1.1               El concepto de desigualdad social

1.2               Deslegitimación de la desigualdad social

1.3               Relevancia de la nueva ‘cuestión social’

1.4               Mínima recuperación con máxima desigualdad

1.5               La justificación neoliberal de la desigualdad

1.6               Justicia social frente a desigualdad

1.7               Insuficiencias de la justificación del liberalismo social

1.8               El valor de la igualdad. Igualdad débil o fuerte

2.                  Desmantelamiento del Estado de bienestar         .           .           Pág. 30

2.1              Medidas regresivas y segmentación de la política social

2.2              Fuerte recorte de las pensiones públicas

2.3              Conciencia popular frente a los recortes sociales

2.4              Renta básica: universalidad del derecho, distribución según necesidad

2.5              Perspectivas de la reforma social

2.6              Alcance del desmantelamiento, percepción y acción colectiva

2.7              Una prolongada pugna sociopolítica

3.                  Igualdad y libertad: fundamentos de la justicia social    .           Pág. 58

3.1      Concepto de justicia: principios normativos

3.2      Una interpretación social y crítica

3.3   Tipos de justicia: solidaridad, igualdad jurídica o derechos humanos y méritos

3.4      Dimensiones de la justicia: redistribución, reconocimiento y representación

3.5      Desigualdad, bienes primarios (Rawls) o capacidades (Sen)

3.6       Un reformismo fuerte: ampliar la igualdad y la libertad

4.            Cambios en las clases sociales         .           .           .                       Pág. 77

4.1        Vuelven los sujetos y las clases sociales

4.2             Límites de las teorías convencionales y esfuerzo interpretativo

4.3             Clases sociales: características objetivas

4.4        Clases medias, clases trabajadoras e identificación de clase

4.5        Clases, actores y conflicto social

5.                  Alternativas sociopolíticas frente a la crisis sistémica     .           Pág. 99

5.1        Cuestiones de enfoque sobre el papel de los factores sociopolíticos

5.2        Cambios sociopolíticos y de mentalidad

5.3        Dos proyectos para afrontar la crisis sistémica

5.4        El continuismo de la austeridad: autoritaria o ‘flexible’

5.5        El camino hacia una alternativa justa y progresiva

6.      Democracia social y desigualdad          .           .           .           .           Pág. 112 

6.1 Desigualdad social e injusticia

6.2 Capitalismo regresivo frente a democracia social

6.3 Una igualdad fuerte, clave para el progreso

6.4 Carácter de la democracia social

6.5 Democracia social, palanca del cambio

Bibliografía    .           .           .           .           .           .           .           .           Pág. 123

Introducción[1]

La existencia de una gran desigualdad social, particularmente en España, ya ha sido reconocida en los ámbitos académicos, políticos y mediáticos. Esa realidad y su incremento, derivado de las consecuencias de la crisis económica y las políticas de austeridad, es evidente entre la ciudadanía. No obstante, la interpretación de su importancia, sus causas y las responsabilidades institucionales están sometidas a un fuerte debate. Por tanto, hay que profundizar en sus características y su evolución, así como en los recortes sociales y el proceso de desmantelamiento del Estado de bienestar, que  agudizan su impacto negativo entre la mayoría de la población.

Pero el aspecto más relevante es que este proceso regresivo es valorado como injusto por amplios sectores de la sociedad. La desigualdad, la injusticia social, ha llegado a ser intolerable. Lejos de los intentos de las élites gobernantes de justificar sus medidas antisociales, como inevitables o necesarias, se ha generado entre la mayoría popular una actitud de indignación hacia la imposición de esa involución social y democrática. Lo que se ventila es la legitimación de los distintos actores en pugna, los fundamentos que justifican unas posiciones u otras y, sobre todo, los criterios normativos, las políticas y los cambios institucionales necesarios para superarla y poner las bases de una democracia social.

Frente a la explicación dominante en el ámbito institucional, gubernamental y europeo, de que la actual estrategia liberal-conservadora es la vía imprescindible para el crecimiento económico, entre la mayoría social existe el escepticismo de que sirva para aumentar el suficiente empleo decente y la mejora del bienestar de la gente, así como el convencimiento realista de que beneficia, sobre todo, a los de arriba. Su conciencia crítica resalta su carácter antisocial y prepotente y alcanza también a la desconfianza social y la limitada credibilidad ciudadana de la clase política gobernante. Se produce una gran desafección cívica hacia el bipartidismo, responsable de esa gestión impopular de la crisis económica. Ésta se ha convertido, por una parte, en crisis social, por la prolongación del paro masivo, el agravamiento de la desprotección social y sus consecuencias sociales, y, por otra parte, en crisis político-institucional, con la amplia exigencia ciudadana de regeneración y democratización del sistema político. Así mismo, se ha abierto una brecha significativa entre los países del norte, acreedores, y los del sur, deudores y más vulnerables, con el incremento las tendencias insolidarias e impositivas de las instituciones de la Unión Europea.

La reafirmación crítica de la mayoría de la población española, que no se ha resignado ni sometido, ha sido posible por la amplia cultura democrática y de justicia social existente. Se desarrolla una pugna ética y cultural entre dos interpretaciones básicas sobre la gestión económica e institucional: su ilegitimidad o su justificación. La deslegitimación de la desigualdad injusta es clave para generar su rechazo popular y una dinámica de cambio igualitario y solidario.  

Por tanto, es necesario una profundización del significado de la justicia social, de los fundamentos de igualdad y libertad, para explicar el sentido de la actitud cívica de una ciudadanía indignada. Se trata de establecer las bases normativas de una democracia social, un modelo de sociedad más igualitario y solidario. El horizonte propuesto es el refuerzo de los derechos sociales, con un Estado de bienestar más avanzado socialmente, en una Europa más democrática e integrada.

En este proceso de conflicto social se han ido configurando nuevos actores y sujetos sociopolíticos. Por una parte, se ha hecho más evidente entre la población, el carácter regresivo y autoritario de las élites dominantes que han sometido a la mayoría de las sociedades, particularmente del sur europeo, a un retroceso de su bienestar, sus derechos sociolaborales y la calidad democrática de sus sistemas políticos. Por otra parte, se ha conformado una nueva corriente social, una ciudadanía crítica y descontenta, que está en desacuerdo con esa deriva impopular. Además, se ha producido un amplio proceso de protesta social, un significativo movimiento popular con una gran legitimación social que reclama una orientación más social y democrática.

Se ha establecido una fuerte pugna entre ambas tendencias de fondo, el bloque de poder liberal-conservador y una ciudadanía activa progresista. Se expresa una nueva polarización sociopolítica y cultural respecto de sus respectivos proyectos,  demandas y discursos. Este nuevo empoderamiento cívico, con componentes distintos a los anteriores movimientos sociales, se articula con una amplia preocupación y participación en los asuntos públicos y a través de sus correspondientes representaciones sociales y políticas. Aparte de su dimensión social y cultural, tiene un amplio impacto en las preferencias electorales y representativas que supone un profundo reequilibrio del mapa político e institucional.

Dos opciones básicas existen ante la situación de crisis sistémica, socioeconómica, política e institucional, particularmente en el sur europeo. Continuidad de una gestión liberal-conservadora, regresiva y prepotente, con una salida lenta de la crisis con mayor desigualdad y hegemonía del actual bloque de poder, aunque se combine con algún elemento de flexibilidad. O bien, una estrategia de cambio del actual orden económico y político, poniendo en primer plano los intereses y demandas de la mayoría de la población y sus derechos sociales. Supone una profunda democratización del sistema político, un nuevo reequilibrio de las fuerzas emancipadoras y de izquierda frente a la oligarquía dominante y el avance solidario del modelo social europeo. Significa que el aspecto principal de las estrategias de los movimientos sociales, las fuerzas de izquierda y los grupos alternativos es la confrontación con la estrategia de austeridad y las dinámicas conservadoras, la activación movilizadora, participativa y electoral de la ciudadanía tras un proyecto de cambio progresivo, igualitario, democratizador y sostenible medioambientalmente.

Este texto explica las características de este proceso. Los dos primeros capítulos son analíticos e interpretativos y se centran en la nueva cuestión social. Señalan la realidad de la desigualdad social, la percepción ciudadana de injusticia, el proceso de recortes sociales y desmantelamiento del Estado de bienestar, con el deterioro de los servicios públicos y los sistemas de protección social, así como las perspectivas de la reforma social e institucional. El tercero expone los conceptos básicos de igualdad y libertad, como principios fundamentales de la justicia social, con un peso decisivo en la conformación de una cultura cívica que la mayoría social ha tenido que reafirmar para definir su actitud de rechazo de esa realidad injusta. El cuarto trata sobre las clases sociales, la configuración de campos sociopolíticos y la formación de los sujetos colectivos para clarificar las nuevas realidades de la conciencia popular y la acción colectiva, evaluar las interpretaciones teóricas convencionales y explicar mejor la actual pugna sociopolítica. El quinto, ante las dificultades de los sistemas económico y político y la construcción europea, señala las opciones sociopolíticas frente a la estrategia de austeridad que, a pesar de los pequeños cambios actuales, prolonga sus efectos negativos para la mayoría de la población, especialmente del sur europeo, y expone la apuesta por una gestión progresiva y una salida más equitativa y equilibrada de la crisis. Y el sexto y último, presenta el carácter de democracia social, como perspectiva de un Estado de bienestar avanzado y democrático y su relación con la desigualdad.

En definitiva, frente a la injusticia social, derivada del fuerte incremento de la desigualdad y la prepotencia de las élites dominantes, se ha reforzado una conciencia cívica y democrática entre la mayoría de la sociedad. Se ha expresado una significativa ciudadanía activa, con nuevos actores sociales y políticos y su exigencia de cambio. La alternativa es una democracia social, un giro socioeconómico progresista y una democratización del sistema político, en el marco de una Unión Europea más social, solidaria, democrática e integrada.

1. Desigualdad social e injusticia[2]

La desigualdad económica es el mayor desafío de nuestro tiempo.

(B. Obama, discurso del 4-12-2013).

Nuestra incapacidad para hacer frente al elevado desempleo tiene mucho que ver con los intereses de clase… No creo que los intereses de clase sean todopoderosos.

(P. Krugman, diario El País, 13-4-2014).

La desigualdad social y, específicamente, la desigualdad socioeconómica, está adquiriendo, de nuevo, una gran relevancia para la sociedad. Ha pasado al primer plano de las preocupaciones de la población y se refleja en el ámbito político. Ha sido reconocida como importante problema por personalidades mundiales como Obama y el Papa Francisco, así como por instituciones internacionales nada sospechosas de izquierdismo como el Banco Mundial y la OCDE. Al mismo tiempo, investigaciones críticas (Milanovic, 2012; Piketty, 2014; Stiglitz, 2012) han cobrado mayor relevancia mediática. Podemos decir que, desde el año 2013, se ha convertido en uno de los temas más significativos entre la opinión pública y reconocido en los medios de comunicación.

Según un sondeo sobre desigualdad (ver diario El País, 6 de enero de 2014), en España, el 90% de la población opina que la brecha entre ricos y pobres ha crecido, el 89% que la actual situación económica favorece a los ricos y el 75% que la brecha entre ricos y pobres es un gran problema (los porcentajes respectivos para otros países significativos son: Grecia, 88%, 95% y 84%; Italia, 88%, 86% y 75%, y Alemania, 88%, 72% y 51%). La evidencia de esa realidad, la relevancia de la nueva cuestión social, se impone en las distintas esferas.

No obstante, existen desacuerdos sobre su dimensión, sus características y sus causas, cómo afecta a los distintos sectores sociales y cómo se está configurando la nueva estratificación social, los ganadores y los perdedores. Y, sobre todo y conectado con todo ello, qué posiciones normativas y dinámicas de cambio sociopolítico se están generando para deslegitimarla frente a los planes neoliberales para reforzarla o infravalorarla.

Aumentan la pobreza y la exclusión social, así como las distancias entre países e individuos ricos y pobres. Pero, con la crisis económica y las políticas de austeridad dominantes, también se ha agravado la desigualdad socioeconómica y se han ampliado las brechas sociales en el conjunto de las sociedades desarrolladas y, particularmente, en los países europeos periféricos, como España.

La investigación sobre la desigualdad social también es fundamental para estudiar la estratificación social, para conocer la sociedad y saber no solo cuánto y cómo se distribuye sino, sobre todo, quién consigue qué y porqué. Igualmente, una descripción empírica del crecimiento y las características de la desigualdad en España, utilizando diversos gráficos y tablas de los principales indicadores, se detalla en otra parte (Antón, 2014a). Exponemos la importancia de la desigualdad social en un plano más general y los enfoques que la justifican o la critican. En primer lugar, tratamos la clarificación de su concepto, la conveniencia de la deslegitimación de la desigualdad y la relevancia de la nueva cuestión social. En segundo lugar, criticamos las principales interpretaciones liberales que justifican la desigualdad y explicamos el valor de la igualdad y su significado fuerte o débil.

1.1 El concepto de desigualdad social

Desigualdad social es un concepto relacional o comparativo. Significa la existencia de distintas oportunidades en el acceso, posesión, control y disfrute de recursos y poder, derivadas de diferentes condiciones, contextos y trayectorias. En el consenso ético básico de las modernas sociedades democráticas se establecen las garantías de las libertades y los derechos civiles, políticos y sociales. Algunos factores condicionantes del trato desigual suelen ser considerados, al menos formalmente, ‘no legítimos’, como el origen étnico-nacional, el sexo u otras opciones ‘culturales’. Se trata del pensamiento ‘correcto’, derivado del reconocimiento de los llamados derechos universales, basados en la Declaración de los Derechos Humanos de la ONU (1948), impulsada por los países ‘aliados’ en la guerra contra el nazismo y el fascismo. A ella podemos añadir los posteriores Pactos de Derechos Económicos y Políticos (1966), firmados por los países más relevantes, y la Carta de la Tierra (2000), en donde personalidades mundiales definían los derechos medioambientales.

La ilegitimidad pública de otras relaciones desiguales o ventajas comparativas, desde el pensamiento liberal dominante, es más ‘discutible’; por ejemplo, los privilegios de los sistemas de herencia, propiedad, control, estatus y familia, ya que su justificación está condicionada por las pugnas culturales, sociales y políticas entre diversos sectores socioeconómicos y de poder con distintas fundamentaciones éticas.

En todo caso, una vez apuntada la complejidad valorativa de distintos tipos de desigualdad, aquí partimos de que la desigualdad social hace referencia a relaciones sociales de ventaja o privilegios frente a desventaja o discriminación; o bien, a dinámicas de dominación, explotación u opresión de unos segmentos de la sociedad frente a posiciones de subordinación o sometimiento hacia otros sectores o capas sociales. En este análisis que pone de relieve las grandes desigualdades socioeconómicas y su carácter estructural, se considera que esa situación es inmerecida e injusta para la mayoría de la población. Es condenable social y éticamente desde una perspectiva democrática, igualitaria y solidaria.

Con el término ‘social’ incorporamos no solo las desigualdades derivadas de las relaciones o estructuras socioeconómicas, sino todas las ‘relaciones sociales’: las de dominación, que imponen subordinación, así como las que denotan reciprocidad o cooperación. Las tres desigualdades ‘sociales’ fundamentales son la socioeconómica, la de sexo y la nacional o étnica, con las correspondientes relaciones de poder o autoridad. Las tres y su interrelación son relevantes para la conformación de la estructura social, que se ve atravesada por ellas. Hay otras divisiones que podemos considerar menores, aunque en algunos casos y momentos sean especialmente significativas. Algunas son estrictamente sociales, como la edad. Otras destacan por diversos componentes ‘culturales’ o políticos, como las creencias religiosas, las adscripciones ideológicas o las opciones sexuales. En otro plano están los problemas medioambientales o la sostenibilidad del planeta que también afectan de forma desigual a la población mundial.

La palabra ‘cultural’ se refiere normalmente a la subjetividad o conciencia social: ideas, creencias, sentimientos, valores, identificaciones, mentalidades… Pero, además, en este ámbito de la sociología (y también en el de la antropología), también incluye la conducta social: costumbres, hábitos, estilos de vida… Estos aspectos de las relaciones sociales y las identidades (individuales y colectivas) son un componente fundamental del hecho social.

En las relaciones sociales y culturales se pueden establecer divisiones no jerárquicas basadas en la cooperación o la reciprocidad, derivados del contrato social y la combinación más o menos asimétrica de derechos y deberes. La propia división social del trabajo entre distintas profesiones y oficios está fundamentada por la diferente función económica e institucional, por la especialización productiva, y puede llevar aparejada la necesidad de la cooperación (según señalaba Durkheim), además de la competencia. Igualmente, en el plano cultural puede haber diversidad de opciones y preferencias que no conllevan relaciones de desigualdad, subordinación o dominación. Por tanto, no todas las ‘diferencias’ o divisiones conllevan desigualdad o establecimiento de jerarquías ilegítimas. Entonces se hablará de ‘diversidad’.

Partimos del análisis de la desigualdad socioeconómica (y de poder) en la distribución, posesión y control de bienes, recursos, status y autoridad, aunque se alude también a algunos elementos transversales por sexo y nacionalidad, cuyos datos empíricos, como se ha dicho, se detallan en otro texto (Antón, 2014a). En la segunda parte, abordaremos la interrelación de la desigualdad con los criterios de justicia social, así como con la conciencia colectiva y el comportamiento social.

1.2 Deslegitimación de la desigualdad social

Existe un amplio rechazo ciudadano y masivas resistencias populares frente a la situación de desigualdad social, reforzada por la crisis socioeconómica y la política dominante de austeridad. Sus expresiones más directas son el paro masivo, la reducción del poder adquisitivo de los salarios medios y bajos y el recorte de los servicios públicos –sanidad, enseñanza…- y la protección social –pensiones y desempleo-. Afecta a la deslegitimación de los poderes públicos, por su gestión regresiva, pone el acento en la exigencia de responsabilidades de los causantes de la crisis socioeconómica y plantea un cambio de rumbo, más social y democrático. Es crucial el desarrollo de la pugna cultural por la legitimidad de la actuación de los distintos agentes respecto de la desigualdad social.

Para profundizar en su análisis y la oposición a la misma, hay que responder a varios interrogantes: a quién beneficia la distribución de rentas, recursos y poder; cuál es la nueva dinámica de segmentación social, y cómo se está configurando una cultura popular y una práctica social democratizadora y de resistencia frente a la involución institucional y socioeconómica. Pero con la realidad percibida, ya existe un mayor conflicto social entre, por una parte, los bloques de poder financieros y políticos, con la gestión antisocial e ineficaz de las principales instituciones económicas y políticas, y, por otra parte, las corrientes sociales indignadas, los movimientos de protesta social progresista y las izquierdas sociales y políticas.

El debate político, social y académico sobre la desigualdad, sus consecuencias y sus causas, se conecta con el análisis e implementación de qué actitudes y reacciones se están produciendo en la ciudadanía, qué agentes sociales y políticos están interesados en su reducción y qué estrategias y medidas son las apropiadas para revertirla y construir un modelo económico y social más igualitario y un sistema político e institucional más democrático. El establishment económico e institucional continúa con una gestión antisocial y autoritaria, y aunque reconoce parcialmente la realidad de la desigualdad social y el malestar ciudadano, intenta eludir sus responsabilidades y desviar el camino, socialmente más adecuado, para revertirla.

Dada la gran legitimidad ciudadana de la reducción del paro y la creación de empleo decente, así como el gran apoyo popular a los derechos sociolaborales, la protección social y el Estado de bienestar, el Gobierno conservador del PP (y sectores afines) intenta anclar su política haciéndola pasar como medio necesario e inevitable para esos objetivos. Las medidas de destrucción de empleo, las reformas laborales o la reducción de la protección al desempleo dice que son mecanismos para ‘crear empleo’, intentando generar división entre la gente empleada y parada. Los recortes sociales en protección social –pensiones-, educación o sanidad y el proceso de deterioro de los servicios públicos los presenta como medios para la ‘sostenibilidad’ del Estado de bienestar.

Pero sus ideas de que el empleo (de mañana) se crea con el mayor desempleo de hoy, o que el Estado de bienestar se asegura desmantelándolo, no son aceptables para la mayoría ciudadana, a pesar de la gran ofensiva mediática. Esa disociación discursiva y ética de pretender justificar unas medidas regresivas como medios (negativos) para unos fines (positivos) de bienestar no termina de cuajar en la mayoría de la población, que manifiesta su desacuerdo por su carácter injusto y antisocial. Tampoco los portavoces progubernamentales son capaces de imponer la idea de que son sacrificios parciales y provisionales, en aras de un futuro mejor o para el interés general. Es más realista la idea, que sigue compartiendo la ciudadanía indignada, de que esas políticas regresivas son más coherentes con sus auténticos fines: por un lado, la reapropiación de riquezas y poder por las oligarquías económicas y políticas, y, por otro lado, la ampliación de la desigualdad de la mayoría de la población, con una posición más precaria, subordinada e injusta.

Igualmente, las principales instituciones internacionales, como la OCDE, aun reconociendo elementos extremos de la desigualdad, pretenden neutralizar las opciones para su transformación, eludir las responsabilidades del mundo empresarial e institucional y situar su pretendida solución en los sobreesfuerzos individuales de la población: la ‘empleabilidad’, echando la responsabilidad del desempleo masivo en la inadaptación profesional de trabajadores y trabajadoras; o bien, a la opción de más esfuerzo educativo de los jóvenes, cuando existe una generación muy cualificada académicamente sin poder encontrar empleo decente y se redobla la desigualdad de oportunidades ante los auténticos problemas educativos.

Siguiendo esas orientaciones, la Ley Wert (y previsiblemente la inmediata reforma universitaria) profundiza la dinámica segmentadora y elitista y debilita el carácter integrador de la escuela pública (Antón, 2013d). En un campo tan sensible para el desarrollo de capacidades e igualdad de oportunidades del alumnado, se acentúan las tendencias regresivas: fracaso escolar y abandono educativo prematuro, segmentación de las redes escolares y prioridad a la privada-concertada, división temprana de itinerarios, desdén institucional hacia alumnos con dificultades educativas y origen socioeconómico bajo e inmigrante, mayor segregación por sexo, retroceso de la laicidad, infravaloración de una formación profesional de calidad…. Se favorece a las élites y los privilegios de la Iglesia Católica y se refuerza el control social y el autoritarismo en la escuela, como ya viene aplicando el Gobierno de la Comunidad Autónoma de Madrid.

Grandes instituciones y Gobiernos europeos, al mismo tiempo que insisten en la continuidad de la austeridad, con sus efectos desigualitarios y de empobrecimiento, particularmente en el Sur, intentan sortear los procesos de deslegitimación popular. Los minusvaloran mientras no sean intensos y profundos. El mayor riesgo para los poderosos es la aparición de dinámicas de resistencia popular y democrática que puedan tener también un reflejo electoral, con mayor representatividad de las izquierdas o nuevas agrupaciones críticas, y que cuestionen la estabilidad de su hegemonía política e institucional. Es cuando el poder establecido redobla su ofensiva política, autoritaria y mediática, frente a la reafirmación de la legitimidad ciudadana y la capacidad movilizadora y representativa de los movimientos sociales progresistas o agentes sociopolíticos que, al amparo de una amplia cultura cívica, cuestionan sus estrategias y su gestión liberal-conservadora. Se establece una pugna cultural y sociopolítica, soterrada o abierta, con gran desigualdad de poder y de futuro incierto, entre la ciudadanía activa, con fuerte apoyo popular, y la oligarquía de los poderosos, mientras permanecen confusos, pasivos o temerosos, sectores significativos de la sociedad. El proceso de deslegitimación de la desigualdad social, en España y a nivel europeo y mundial, ya ha comenzado. Falta consolidarlo y fortalecer la dinámica por la igualdad.

1.3  Relevancia de la nueva ‘cuestión social’

La cuestión social, con nuevas características, está adquiriendo de nuevo gran relevancia en la sociedad. La desigualdad socioeconómica se incrementa, pese a las interpretaciones liberales o posmodernas que aventuraban su superación o irrelevancia. Veamos algunos elementos que explican su dimensión y la importancia de sus implicaciones.

En primer lugar, se ha puesto de manifiesto la gravedad de la crisis socioeconómica y la reducción de empleos y rentas salariales, con paro masivo y descenso de la capacidad adquisitiva de los salarios medios y bajos. Esos ajustes en el mercado de trabajo conllevan una amplia transferencia de rentas hacia el capital, los beneficios empresariales y las élites económicas. Se han acompañado de una reestructuración regresiva del Estado de bienestar, con su segmentación y privatización parcial y la contención del gasto público social o su reducción por habitante. Al mismo tiempo, se han promovido reformas ‘estructurales’ y fiscales que disminuyen las transferencias de rentas y prestaciones sociales para capas populares y desfavorecidas y deterioran la calidad de los servicios públicos. Por tanto, se ha ampliado la desigualdad social y sus graves consecuencias para la mayoría de la población, con procesos de empobrecimiento, segmentación y desvertebración social.

Se produce en el contexto de una crisis sistémica, profunda y prolongada, y políticas regresivas de los gobiernos e instituciones europeas. La estrategia liberal conservadora es la dominante en la UE. Pone el énfasis en las medidas de austeridad que acentúan el estancamiento económico, con paro masivo, recorte de los derechos sociolaborales, mayor desequilibrio en las relaciones laborales, restricción del gasto público social, deterioro de los servicios públicos y los sistemas de protección social –pensiones y protección al desempleo- y una desigual distribución de los costes de la crisis, en beneficio del poder financiero que es quien la causó. Todo ello profundiza las brechas sociales y el impacto negativo para la situación económica y sociolaboral, las trayectorias vitales y las perspectivas inmediatas de la mayoría de la sociedad y, especialmente, de los jóvenes.

En segundo lugar, frente a la idea dominante en las instituciones internacionales sobre las características y causas de la desigualdad, que apuntan a factores impersonales como la globalización, la financiarización de la economía o la innovación tecnológica, hay que destacar la responsabilidad de sus causantes directos con el apoyo e instrumentalización a su favor de esos fenómenos: el poder financiero y los grandes inversores junto con la clase gobernante, desreguladora y gestora de la austeridad. Los rasgos principales y la causa inmediata del aumento de la desigualdad socioeconómica han venido por el incremento del desempleo, los bajos salarios y los recortes sociales y de la protección social. Y han obedecido a una consciente estrategia liberal-conservadora y antisocial del poder establecido, financiero, empresarial y político-institucional que, aprovechando esas circunstancias desfavorables para la población, han apostado por un reequilibrio de poder y distribución de rentas a su favor.

En tercer lugar, el significativo incremento de la desigualdad socioeconómica y la inaplicación de estrategias políticas adecuadas para revertirla están influyendo, especialmente en los países del sur europeo, en la deslegitimación de los bloques de poder, financiero e institucional, representado por Merkel y la Troika (Comisión europea –CE-, Banco Central europeo –BCE- y Fondo Monetario Internacional –FMI-). La clase gobernante, especialmente en los países europeos periféricos, aparece como responsable de una gestión regresiva que perjudica a la mayoría de la población. Se percibe como problema no como solución. La disminución de la credibilidad ciudadana de los gestores gubernamentales y la pérdida de la confianza popular en los líderes políticos se acentúan al dar la espalda a la opinión mayoritaria de la sociedad, por incumplir sus compromisos con la ciudadanía y sus respectivos electorados y dejar en un segundo plano el interés de las personas y sus demandas.

En cuarto lugar, la desigualdad socioeconómica y la política de austeridad y recortes sociales y laborales se están confrontando con una amplia conciencia popular democrática y de justicia social. Se percibe la menor funcionalidad del sistema político, que desarrolla rasgos autoritarios, para satisfacer las demandas populares. Así, el descontento social y la indignación ciudadana que produce la desigualdad y la crítica al carácter regresivo y poco democrático de la gestión gubernamental de las derechas, están generando un mayor desarrollo y legitimidad de la protesta social progresista, junto con la activación de una masiva acción colectiva, canalizada por distintos agentes sociopolíticos. Se prolonga el deterioro de la cohesión social, los derechos sociales y la integración sociocultural, se profundiza la mayor subordinación e incertidumbre de franjas amplias de la población y empeora su situación material. Se generan menores garantías para las trayectorias laborales y vitales de los jóvenes, particularmente de capas medias y bajas y, especialmente, de origen inmigrante. Todo ello desacredita a las élites económicas y políticas, sometidas a una exigencia cívica de regeneración y reorientación de su papel. Por tanto, existe una interacción entre el empeoramiento de las condiciones socioeconómicas de la población y la percepción de su carácter injusto, con el amplio rechazo popular, y la significativa exigencia de cambio social y político.

En consecuencia, para la sociedad, la desigualdad social se ha convertido en un problema fundamental. La actitud crítica de la mayoría de la ciudadanía ante ella, la amplitud de las protestas sociales progresistas y la acción de los diferentes agentes sociales y políticos han cobrado una nueva dimensión: cuestionan la política de austeridad y los abusos de los mercados y el poder financiero y amplían la falta de legitimidad de la gestión institucional dominante.

No obstante, la cuestión social presenta unas características distintas a las de otras épocas históricas, se produce en un contexto europeo y mundial particular y la conformación de las distintas fuerzas sociopolíticas tiene rasgos específicos. Se ha aludido a que ésta es una crisis sistémica, interpretada no como derrumbe, sino como dificultad de los sistemas o el poder, económico, político e institucional europeo, para cumplir su función social de asegurar el bienestar de la población y su legitimidad ciudadana. Pero, además de sus consecuencias negativas, es también oportunidad para el cambio, para potenciar opciones sociopolíticas transformadoras, frente al fatalismo que pretenden imponer los poderosos, con su discurso de la inevitabilidad de sus políticas regresivas y la demonización de las dinámicas, fuerzas y alternativas que resisten y apuestan por el cambio.

En definitiva, adquiere especial relevancia la nueva ‘cuestión social’, con elementos comunes con otros momentos históricos de crisis e incertidumbre (Castel, 1997). Pero, tiene unas características específicas y un impacto sociopolítico particular, en el marco de unas tendencias sociales ambivalentes. La problemática de la desigualdad social, las condiciones materiales de la población (empleo, vivienda, educación, salud, protección social…) y los derechos sociales, económicos y laborales han pasado a primer plano de la actualidad. Son un foco de preocupación pública y sociopolítica, interpretado mayoritariamente desde una cultura cívica, frente a (o en combinación con) otras tendencias segregadoras o de competencia individualista e intergrupal. O bien, ante el incremento de las brechas sociales, se refuerzan dinámicas nacionalistas entre los países del Norte y del Sur o en el interior de los mismos. Todo ello está ligado a una doble tendencia: por una parte, al intento de reafirmación del poder financiero neoliberal, junto con una gestión política antisocial y poco democrática y el desvío de sus responsabilidades; por otra parte, a la persistencia de una cultura ciudadana democrática y de justicia social, la amplia indignación popular y la masiva protesta social de una ciudadanía activa.

Este conjunto de elementos constituye una nueva realidad social para cuyo análisis no son suficientes las interpretaciones dominantes y las teorías clásicas anteriores. Ello exige un esfuerzo de rigor analítico, elaboración de otros conceptos y un nuevo lenguaje. Supone un emplazamiento también para los pensadores progresistas, para avanzar en una nueva teoría social crítica que, en conexión con el debate social y la acción colectiva, permita una mejor interpretación de estas dinámicas y facilite instrumentos normativos para su transformación.

En consecuencia, se está produciendo un incremento de la desigualdad que afecta a la cohesión de las sociedades, la calidad democrática de sus sistemas políticos y las relaciones internacionales. Esta situación mundial de retroceso de condiciones y derechos socioeconómicos, laborales y democráticos, es particularmente significativa en los países europeos periféricos, como España, objeto principal de este análisis. No obstante, la mayoría de la sociedad, desde una cultura cívica de justica social, manifiesta su desacuerdo respecto a la estrategia liberal-conservadora de austeridad que sufre un fuerte proceso de deslegitimación social. Por otro lado, las izquierdas europeas no tienen referencias alternativas internacionales y, aun reconociendo las distintas condiciones históricas, los modelos menos desiguales y más democráticos, con todas sus limitaciones, se concentran en los países ‘desarrollados’ de la vieja Europa. La cuestión es que los poderes financieros e institucionales europeos y mundiales, representados en la llamada Troika (BCE, FMI y CE), apuestan por la reducción de esa relativa igualdad y protección pública del modelo social europeo, y se está generando una involución social y democrática, con dinámicas más autoritarias.

A partir de diagnósticos como el de M. Draghi, presidente del Banco Central Europeo –BCE- que dice que el modelo social europeo es insostenible, la estrategia liberal-conservadora trata de imponer un proceso de recortes sociales y laborales y desmantelamiento del Estado de bienestar, particularmente en los países europeos periféricos, e impedir su desarrollo en los países emergentes. Para las capas dominantes significa que los países europeos deberían acercarse a esa media mundial de desigualdad, desprotección social, fragilidad de servicios públicos y desamparo para la mayoría de la población y abaratamiento de costes laborales, no al revés. Su modelo liberal es el Estado de mínimos, con privatización e individualización de los riesgos y la subordinación de la población trabajadora. La pugna en Europa por acabar con la austeridad y promover la igualdad, una gestión política democrática y una salida justa de la crisis, con el horizonte de una democracia social avanzada, se convierten en un desafío para todas las fuerzas progresistas.

1.4 Mínima recuperación con máxima desigualdad

Con la expectativa de un leve y lento crecimiento económico, los poderosos se aprestan a garantizar sus distancias y privilegios, a consolidar la desigualdad social y su poder. La insistencia de las derechas es que aunque haya ‘mejoría’ económica tienen que continuar con las ‘reformas (recortes) estructurales’, buscando mayores garantías para su hegemonía institucional. Su proyecto es ampliar la desigualdad socioeconómica e intentar legitimar su gestión. Estamos en una pugna sociopolítica y distributiva que afecta a condiciones y derechos sociales y democráticos y al Estado de bienestar. El bloque de poder liberal-conservador, con una gestión regresiva, antisocial y autoritaria de la crisis, quiere imponer un modelo económico y social más desigual y una democracia más débil. Participamos de una fuerte pugna cultural en la que se ventila la legitimación o no de este proceso, con sus discursos y sus gestores (élites institucionales y capas gerenciales), o bien si se abre una dinámica más justa y democrática, con una ciudadanía más activa y una representación social y política más robusta y crítica. Se trata de evaluar la desigualdad socioeconómica, su carácter injusto e ilegítimo, desde los valores de la justicia social, con la perspectiva de un modelo de sociedad más igualitario y solidario y un Estado de bienestar más avanzado y democrático.

Aumentan las brechas sociales y, cada vez más, en la sociedad se perciben como una dinámica injusta. La realidad de desigualdad social, y su percepción, enfrentada con la cultura ciudadana de justicia social, genera indignación popular y deslegitimación de las políticas, agentes e instituciones que la promueven. Existe un amplio rechazo ciudadano al desempleo masivo, el empobrecimiento e incertidumbre de la mayoría de la población y el deterioro de derechos, prestaciones y servicios públicos, derivados de la crisis económica y la estrategia liberal-conservadora de la austeridad. Esta actitud cívica se asienta en los valores de igualdad, solidaridad y democracia. Esta conciencia democrática y de justicia social es progresista y mayoritaria. Lleva aparejada la oposición a los recortes sociolaborales y la exigencia de democratización del sistema político. Es un factor clave para consolidar una ciudadanía activa, acabar con las políticas regresivas y antisociales y promover el cambio social e institucional. Por ello, la interpretación de la desigualdad y su carácter injusto es fundamental en la fuerte pugna cultural, mediática y sociopolítica entre los poderosos, que pretenden justificar su necesidad y su consolidación, y las corrientes populares progresistas, que la cuestionan y aspiran a su cambio.

Fruto del incremento de la desigualdad socioeconómica, la acumulación de riqueza en la cúpula financiera y la desregulación institucional, se produjeron las burbujas inmobiliarias y financieras; su estallido ha generado la mayor crisis económica y social en muchas décadas. Las medidas neoliberales de ajuste regresivo y la socialización de las pérdidas privadas han incrementado la desigualdad, el empobrecimiento y la incertidumbre para la mayoría de la sociedad, particularmente en los países europeos periféricos.

El proyecto liberal-conservador dominante trata de garantizar mayores privilegios económicos y políticos para las élites financieras y gobernantes, consolidar la desigualdad social y la subordinación de las capas populares, así como neutralizar la participación ciudadana y una acción política progresista, reguladora o redistributiva. Supone, por tanto, un deterioro democrático del sistema político y una fuerte ofensiva cultural por evitar la significativa desconfianza popular en esa gestión regresiva. Su freno es una consistente contestación ciudadana progresista, un amplio movimiento de resistencia popular, al menos en el sur de Europa, con un reflejo relevante en el campo político y electoral, y una significativa influencia en el norte. Los límites o líneas rojas de la gestión de las derechas dominantes son, de momento, el evitar un deslizamiento irreversible hacia una grave crisis social, una fuerte desvertebración política e institucional o una ruptura de la Unión Europea. No está clara la eficacia de su estrategia de no caer en esos abismos, aunque no sea pretendido. Serían aspectos difíciles de manejar y que, en todo caso, conllevarían el fracaso de las actuales élites gobernantes respecto de su fuente de legitimidad: el bienestar de la población en una Europa democrática, social e integrada.

Por ello la acción contra la desigualdad debe complementarse con un avance en el modelo social y el Estado de bienestar europeo y en el fortalecimiento de la democracia, con el respeto de la representación política y las élites gestoras a las demandas ciudadanas. La solución: una salida equitativa a la crisis, un nuevo contrato social y político democrático y progresista, una cultura cívica igualitaria y solidaria.

Por un lado, hay que evidenciar la gravedad de la desigualdad socioeconómica, su persistencia y sus causas, frente a los intentos de minusvalorarla, considerarla transitoria o eludir las responsabilidades de sus causantes. Y, por otro lado, se debe ampliar la deslegitimación social y ética de la desigualdad, cuestionar los argumentos y discursos que pretenden justificarla, para fortalecer la actitud cívica de la ciudadanía y el rechazo popular a la misma. Sobre lo primero, se están publicando diversos estudios, que han tenido un gran impacto en la opinión pública, y por mi parte lo he tratado en otros trabajos. Aquí, nos centraremos en lo segundo, explorando las distintas concepciones (progresistas/igualitarias o regresivas/desigualitarias) que pugnan por la hegemonía ideológica o cultural en la sociedad.

Desigualdad es un concepto comparativo. Hace referencia a las ‘distancias’ entre distintas categorías sociales: individuos, segmentos, grupos o países. Pero para valorar la percepción de su gravedad y su carácter injusto hay que combinarlo con otro hecho dinámico: la comparación con la situación anterior de cada individuo y estrato social. Uno de los temas más complejos para analizar es la relación entre crecimiento económico y desigualdad, con la combinación de dos dinámicas: mayores bienes, junto con mayor desigualdad. El énfasis en lo primero pretende justificar lo segundo, aunque lo segundo no debe despreciar lo primero.

El discurso de la derecha sobre la inminente, continuada y generalizada recuperación económica es un engaño: aspectos parciales mejoran, pero el grueso de los que afectan directamente a los ciudadanos se mantienen o empeoran. Una de sus pretensiones es evitar la deslegitimación de unas políticas gubernamentales y unos agentes económicos e institucionales que han ampliado la desigualdad, el descenso socioeconómico de la mayoría de la sociedad y el deterioro democrático de las grandes instituciones públicas. Existen algunos indicadores económicos menos negativos. Se sale de la gran recesión aunque, en el mejor de los casos y si no hay otros contratiempos, habrá solo una leve y lentísima mejoría económica y de empleo, como aventura el FMI y la Comisión europea. Según pronostican sus portavoces, en España tendríamos, al menos, una década por delante de sufrimiento. Aunque a su término tampoco nos espera la reversión de mayor igualdad, protección pública o derechos sociolaborales. La posible salida conservadora de la crisis pretende asegurar el desequilibrio impuesto en las relaciones de poder económico y empresarial, continuar con el proceso de desmantelamiento del Estado de bienestar (insostenible para M. Draghi, del BCE) y consolidar el autoritarismo político con una democracia débil. Todo ello con especial impacto para los países europeos mediterráneos.

No obstante, de no acabar de inmediato con la política de austeridad, permanecerán un similar nivel de desempleo masivo, el descenso de la capacidad adquisitiva de salarios, pensiones y prestaciones de desempleo, mayor precarización y sometimiento de la población trabajadora y peores y segmentados servicios públicos. Un elemento clave, la posibilidad de creación limitada de empleo (temporal y a tiempo parcial), se instrumentaliza para profundizar en la precarización y la pérdida de derechos sociolaborales del conjunto y fortalecer el poder y los beneficios empresariales.

Ese discurso liberal-conservador pretende legitimar la estructura y la dinámica de desigualdad. Considera que el enriquecimiento de las élites es ‘merecido’ por sus habilidades inversoras y especulativas, junto con el tráfico de influencias y su poder. Y también que el empobrecimiento y el paro masivo, que afecta a personas de las capas populares, también es ‘merecido’. Así no habría que cambiar nada, las dinámicas desiguales estarían justificadas, haciendo abstracción de las distintas situaciones de ventajas y desventajas, de origen, contexto y trayectoria, de las desiguales relaciones de poder y condiciones que están influyendo en las diferentes capas de la sociedad. Pasa por alto las distintas oportunidades y capacidades iniciales y en su desarrollo en que se encuentran los distintos individuos y grupos sociales. Con esa idea, las élites dirigentes, económicas y políticas, intentan pasar página del incremento de las brechas sociales y las posiciones de subordinación de la mayoría de la población, derivadas de las estructuras desiguales, la crisis económica y las políticas de austeridad. Pretenden hacer olvidar las causas y responsabilidades de las capas financieras y gobernantes que las han ampliado a costa de la mayoría de la sociedad. Su promesa es que ese (limitado y lento) crecimiento iría a mejorar la capacidad adquisitiva y el empleo de la población, esperando que el rechazo a la desigualdad pase a segundo plano.

El proceso de legitimación de la dinámica desigual adquiere nuevos argumentos: la (hipotética) mejoría de la situación de la gente, avalaría las políticas de ajustes y austeridad que han ampliado la desigualdad. Esta situación, según ese discurso, debería consolidarse y ampliarse como condición ‘inevitable’ para el crecimiento económico. Así se garantizaría, junto con su mayor poder y dominación, el incremento de las distancias y privilegios de las capas más pudientes frente al estancamiento de la mayoría de la sociedad; o, bien, se mantendría la existencia de una leve mejoría de una parte (minoritaria), junto con el agravamiento de la pobreza y el desamparo con mayor subordinación, en otra parte (mayoritaria).

1.5 La justificación neoliberal de la desigualdad

Para interpretar la realidad de la situación de desigualdad y valorar su significado se debe combinar su análisis con la justicia social y sus fundamentos éticos. Aquí es cuando aparecen las distintas interpretaciones éticas para definir lo justo y lo injusto y, por tanto, dar legitimidad o no a determinados grados de desigualdad aplicados según motivos, condiciones y contextos diferentes.

El pensamiento liberal dominante considera la desigualdad como justa, o racional, eficiente y conveniente. Admite cierta igualdad jurídica o formal, pero valora la desigualdad socioeconómica como necesaria e imprescindible para garantizar el crecimiento económico, al que le da el valor supremo, y la correspondiente apropiación de beneficios por las clases dominantes. Es decir, la mejora del bienestar de la población pasaría por la inevitabilidad de la desigualdad, la acumulación privada de la riqueza en las cúpulas oligárquicas y, por tanto, la subordinación de la sociedad a unas relaciones y estructuras desiguales. El valor de la mejoría económica relativa derivada del mercado estaría por encima del avance hacia la igualdad, sería compatible con la ampliación de las brechas sociales, y ese proceso se calificaría de ‘justo’. Las élites económicas tendrían legitimidad para aumentar sus privilegios y las distancias respecto de la mayoría de la sociedad, siempre que los sectores desfavorecidos mejoren algo su capacidad adquisitiva. Este último componente adicional era, primero, la caridad hacia los pobres, y después, el talante ‘social’ del liberalismo o las tradiciones cristianas. El actual discurso de la derecha, del cambio de tendencia económica y de empleo, con la consiguiente e hipotética leve mejoría para personas desempleadas, utiliza ese argumento para frenar la crítica ciudadana a la precarización, incertidumbre y desamparo de la mayoría, la ampliación de grandes brechas sociales y el enriquecimiento de las élites.

Así nos encontramos con datos actuales como que más del 90% del crecimiento diferencial de la renta se lo queda el 10% más rico, y que el 90% de la población se reparte el 10% restante de la renta. Pero como éstos también mejoran respecto de su situación anterior, aunque las distancias aumenten, sería una situación más justa y suficiente para justificar como ‘buena’ esa dinámica más desigual. Por tanto, algunos de criterios de justicia, liberales, demócrata-cristianos y de apariencia progresista, se utilizan también para justificar cierto nivel de desigualdad en determinadas condiciones de mejoría relativa de los más pobres.

En consecuencia, habrá que demostrar, primero, la existencia de desigualdad, y, segundo, su carácter injusto. Es evidente la conciencia social sobre la gravedad de la situación de mayor desigualdad y empobrecimiento cuando, al mismo tiempo, hay un descenso económico mayoritario. La interpretación es más ambivalente cuando hay cierto crecimiento económico, es decir, cuando se puede combinar dos dinámicas: mayor desigualdad (brechas sociales), junto con una mejora en la capacidad adquisitiva respecto a la situación anterior (es el caso actual de China).

El discurso utilitarista o neoliberal se centra en justificar la desigualdad y la subordinación popular como elementos fundamentales e imprescindibles para el crecimiento económico, para asegurar los beneficios e incentivar ‘adecuadamente’ a los principales agentes económicos (según ellos): los inversores (el capital financiero), los propietarios de los medios de producción y las capas gerenciales o corporativas. Según el pensamiento clásico liberal, la acumulación de riqueza privada llevaría a la prosperidad general. La realidad actual de la crisis económica, con una gran polarización de la riqueza, en manos de una minoría oligárquica, y una gran recesión o estancamiento económicos, cuestionan ese discurso. El aumento del dominio y el beneficio económico de las élites financieras no reporta en incremento de empleo (decente), y ese discurso apenas esconde su objetivo: intentar legitimar su apropiación desmesurada frente al interés general. La distribución de los beneficios de la actividad económica es desigual y se ampara en una estructura de poder que la impone, aunque esté sometida a procesos de legitimación social y política.

Por tanto, hay un conflicto entre igualdad y crecimiento económico. En un marco capitalista como el actual, con libertad empresarial y de capitales, los agentes económicos, propietarios y gestores, exigen ‘incentivos’ desiguales, comparativamente. ¿Cuál es el grado de desigualdad necesario o admisible, según esas relaciones económicas y de poder, para garantizar un crecimiento ‘sostenible’ y ‘eficiente’ que reporte beneficios al conjunto, mejorando su situación material aún a costa de determinada distribución desigual? O al contrario, ¿Cuándo una distribución igualitaria deja de ser eficiente y constituye un motivo de rebelión para las élites y el poder financiero que exigen incentivos (desiguales) y dominio económico y de poder, bajo la amenaza del aislamiento financiero?. La solución viene desde el campo político: la capacidad de la sociedad y sus instituciones políticas (Estado o gobernanza europea e internacional) para regular los procesos económicos (mercado) y definir los márgenes de una justicia distributiva desde una ética igualitaria y solidaria que garantice el ‘bien común’ de la humanidad. La cuestión es que es difícil ejecutarlo si no es, al menos, en el plano europeo. En todo caso seguiría siendo un problema político, es decir, de fuerzas sociales e instituciones públicas con suficiente apoyo ciudadano para consolidar procesos de gobernanza que regulen los mercados, superando las dependencias y subordinaciones a esos poderes financieros de las clases gobernantes, los Estados y las instituciones europeas.

En definitiva, las concepciones de la justicia social, de una igualdad de oportunidades más débil o más fuerte, junto con una fuerte cultura democrática y cívica, particularmente, en la conciencia popular, son fundamentales para valorar la desigualdad y la actitud ciudadana ante ella.

1.6 Justicia social frente a desigualdad

La desigualdad hay que valorarla desde los criterios de justicia social. Este concepto, ya clásico, es progresista pero algo ambiguo ya que incorpora dos grandes corrientes éticas: el liberalismo social (y el pensamiento social-cristiano), con la promoción de una igualdad de oportunidades ‘débil’; la tradición igualitaria de la izquierda democrática, con la defensa de una igualdad más ‘fuerte’. La propia idea de igualdad también es compleja y conlleva dos dinámicas: supone ‘trato igual’ en el acceso a bienes, recursos y capacidades, sin discriminación de ningún tipo; pero se combina con la garantía de ‘resultados igualitarios’, de cambiar las desigualdades de origen y contexto y obtener condiciones iguales. En situaciones y trayectorias desiguales el trato igual es insuficiente y reproduce desventajas de origen; por tanto, hay que cambiar y ‘compensar’ las desigualdades previas y las que condicionan el proceso para promover y asegurar capacidades y condiciones iguales. Ante posiciones socioeconómicas y de poder desiguales hay que reequilibrarlas para transformarlas en relaciones más iguales. Las situaciones de desigualdad devienen, sobre todo, de posiciones iniciales o estructurales desiguales, y son injustas. Ahora se trata de valorar los ‘medios’ (mecanismos y estrategias) para reducir la desigualdad y avanzar en la igualdad.

Hay que diferenciar entre desigualdad e injusticia, así como distinguir entre igualdad (de trato, condiciones, capacidades y resultados) y equidad (como proporcionalidad). Existen dos tipos de distribución desigual: una claramente injusta (injustificada), y otra reequilibradora en un sentido progresivo y con finalidad igualitaria. En este caso, su carácter justo es algo controvertido, al aplicar mecanismos distintos y tener una fundamentación más compleja. Una distribución desigual puede ser justa si es equitativa (justificada por la correspondencia con distintos méritos) o solidaria (protectora y adecuada a distintas necesidades individuales y grupales). Así, en el primer sentido, hay salarios, pensiones o calificaciones desiguales, justificados, al menos parcialmente, por el diferente esfuerzo o contribución personal (con condiciones iguales). En el segundo sentido, se aplica distinto gasto público sanitario, según el riesgo de enfermedad, mayor protección social ante el riesgo de pobreza, vulnerabilidad o desempleo, o una acción positiva para reequilibrar una situación de discriminación y acceder a la igualdad (por ejemplo, las becas). Aquí los criterios son iguales o universales: a igualdad de mérito igual reconocimiento o recompensa; a similar necesidad social similar apoyo público o compensación. Aunque como el punto de partida es desigual el contenido distributivo también lo es (se justifica) en la medida que persigue la igualdad, no los privilegios o la sobreprotección.

En otro plano, tal como enfatizan corrientes liberales, cierto grado de desigualdad puede ser valorado como necesario y menos injusto, al considerarlo subordinado a otros fines supuestamente superiores, como el aumento del bienestar de la población. Con ese enfoque, la distribución desigual se desliga de la ética, se considera amoral y se justifica por su papel en la eficiencia para el desarrollo económico.

En consecuencia, hay que separar ‘situación’ desigual y ‘medios’ (distribución) desiguales. Y deslindar una desigualdad (distributiva y de posición) injusta de otra desigualdad ‘justa’. Igualmente, valorar la mayor o menor gravedad de la desigualdad desde el punto de vista ético, es decir, en qué grado es merecida o inmerecida, justificada o no justificada. No toda distribución desigual, privada y pública, es injusta, o bien, no todo reparto o recompensa igual es justo. La igualdad no es el criterio único o absoluto para definir una relación equitativa o justa. Conviene también profundizar en la justeza de una distribución desigual pero que persigue la igualdad, equitativa o protectora, de determinados bienes y servicios, a partir de un nivel igualitario básico y suficiente.

La igualdad inmediata se debe combinar con los otros dos criterios distributivos clásicos: 1) la equidad como proporcionalidad entre recompensas y méritos personales (esfuerzos y contribuciones realizados), que podemos asimilar a reciprocidad, como equilibrio entre derechos y deberes; 2) la solidaridad, como distribución o protección social, adecuada y suficiente, según las distintas necesidades individuales o colectivas, como aseguramiento colectivo a partir de la mutualización de las garantías frente a los riesgos de impacto imprevisible y desigual (enfermedad, paro, vejez, dependencia, catástrofes…); supone fiscalidad (impuestos y gasto público) progresiva para compensar o reequilibrar la distribución regresiva privada, del mercado, o sea, no igual pero justa y solidaria, con el viejo criterio progresista de paga más quien más tiene y recibe más quien lo necesita más.

Ya hemos hecho alusión a la perversión del primer criterio por parte de élites que consideran ‘merecido’ su enriquecimiento ilegítimo. Hasta grandes especuladores o individuos y grupos corruptos, consideran merecidas sus ganancias fraudulentas porque las consideran originadas por sus ‘habilidades’ financieras o relacionales, cuando se basan en la manipulación ilícita de sus posiciones de ventaja y poder, sin control público. También existen individuos y grupos sociales que tienen ventajas en diferentes esferas, derivadas de mejores posiciones iniciales y condiciones sociales, económicas, políticas y académicas más favorables o mayores apoyos familiares e institucionales más o menos directos. Muchos de ellos, desde la defensa cortoplacista de su interés inmediato, tienden a valorar todas sus recompensas o incentivos como merecidos, es decir, adecuados exclusivamente a sus méritos y, por tanto, justos. Hacen abstracción de esas desigualdades de oportunidades a su favor que tienen respecto de otros individuos y grupos sociales con mayores desventajas o discriminaciones. Se oponen a las transformaciones que permiten reequilibrar esas condiciones, al considerarlas interferencias ‘externas’ injustificadas, y exigen la continuidad de esas condiciones favorables para ellos, o sea, conservarlas. Y a partir de esa situación desigual, desean recibir un trato público igual, sin avanzar en una auténtica igualdad de oportunidades o de desarrollo de capacidades desde la que reconocer los méritos diferenciados desde posiciones iguales. La condición desigual y la recompensa desproporcionada respecto de su auténtico mérito (esfuerzo) se obscurecen, legitiman y se reproducen con la falsa meritocracia.

Por otro lado, existen instituciones (desde tribunales como los académicos hasta los departamentos de recursos humanos) donde se reconocen o acreditan los méritos iniciales o sucesivos, que sirven para adjudicar las recompensas o remuneraciones supuestamente adecuadas, aunque no suelen ser neutrales y están sometidos a la presión de distintos grupos de interés y de poder. También está la propia soberanía popular que elige a sus representantes políticos y enjuicia su gestión desde la valoración de sus merecimientos para esa función, condicionada por los procesos de legitimación de esas élites, incluida la opinión publicada en los medios de comunicación. Incluso el sistema de contrato entre partes, supuestamente voluntario y libre, muchas veces esconde unas relaciones de poder desigual desde el que se impone reconocimientos, recompensas o derechos desiguales. Por ejemplo, en el contrato laboral la mayor autoridad del empresario establece una retribución inferior al valor (mérito) del trabajo aportado, especialmente para empleos de baja o media cualificación, con lo que se asegura una retribución superior (al merecido) para el beneficio empresarial y del capital y las capas gestoras.

Por tanto, la interpretación del mérito y la aplicación de la proporcionalidad de la recompensa están sometidas a la pugna de poder e influencia de los distintos grupos sociales. El mérito es un criterio distributivo menos injusto que otros (linaje o casta, origen étnico o nacional, sexo, relación familiar, estatus socioeconómico, grupo de poder…) y su correspondiente tráfico de influencias. Pero también es insuficiente y unilateral, incluso cuando es equitativo o pactado en contrato, para promover la igualdad.

También existe una instrumentalización del criterio de necesidad, para quitarle su sentido social, igualitario y progresista y justificar el apoyo público a las élites económicas o el dominante bloque financiero. Estos sectores pudientes reclaman que se atiendan sus necesidades particulares, aunque lo intenten justificar en el interés general. No todas las necesidades son iguales. Se deben priorizar las necesidades sociales de la población, con una redistribución ‘vertical’ progresiva, de arriba abajo, no regresiva, de abajo o del conjunto a las capas altas, el sector financiero o las grandes empresas. O, al menos, asegurar una distribución ‘horizontal’, de activos a pasivos de similares capas sociales, que, aunque no modifique la estructura social de desigualdad, sirva para colectivizar y asegurar la protección pública a segmentos vulnerables ante los riesgos sociales: sistemas de pensiones y de salud… Esos fundamentos solidarios del actual Estado de bienestar se están socavando por los planes de reestructuración regresiva, con procesos de desmantelamiento, reducción e individualización. Así se impulsa la privatización de los mecanismos de seguridad social y servicios públicos, que genera desprotección pública para las personas ‘necesitadas’, particularmente de las capas populares, mientras las capas acomodadas (que pueden) se aseguran con mecanismos privados en el mercado.

Por tanto, hay méritos (legítimos) y méritos (falsos y que esconden ventajas), y necesidades (sociales) y necesidades (de capas altas y grupos privilegiados). La pugna distributiva se ampara en la mayor o menor legitimación ciudadana al asociarla cada parte al valor fundamental de la igualdad (y la libertad), al mismo tiempo que al ‘interés general’ o el ‘bien común’.

En consecuencia, para impulsar una transformación igualitaria y democrática de la sociedad hay que profundizar en el sentido de la justicia social y fortalecer una conciencia cívica. Junto con la libertad, la combinación y la aplicación de tres criterios o valores éticos, igualdad, equidad y solidaridad, hay que realizarlas desde un enfoque social progresista (Antón, 2013c). Ello nos permitirá analizar y combatir mejor la desigualdad injusta, priorizar la pugna contra las auténticas injusticias, impulsar un nuevo y equilibrado contrato social, profundizar en la libertad real o no dominación y garantizar la convivencia y la integración social.

1.7 Insuficiencias de la justificación del liberalismo social

Nos centramos ahora en la insuficiencia de una justificación algo más compleja, que es la de los criterios de justicia de la tercera vía o el liberalismo social (Rawls, 1971, y 1997). Esta posición social-liberal (o democratacristiana, o del nuevo centro socialdemócrata) considera justo un sistema económico-político en el que se dé la condición (junto con el derecho a unas libertades básicas y la igualdad en el acceso a bienes primarios) de que beneficie al sector menos favorecido, o sea, que la gente humilde viva mejor que antes. La otra cara es que si los pobres avanzan en su capacidad adquisitiva sería indiferente que los ricos acumulen mucha más riqueza, con algunos límites simbólicos, y se incremente la distancia entre capas acomodadas y clases trabajadoras o segmentos desfavorecidos de la población. Y todo ello en el marco de unos mercados globalizados y desregulados y un papel subsidiario del Estado de bienestar, la protección social y la redistribución pública progresiva.

Esa posición intermedia es progresista respecto del neoliberalismo, pero es regresiva respecto de la tradición de ciudadanía social plena de la izquierda transformadora europea. Permite justificar una distribución desigual en el conjunto de una sociedad (y todavía más a nivel mundial), siempre que los sectores desfavorecidos mejoren algo. Es funcional para legitimar la estructura social y las relaciones de poder desiguales en etapas de crecimiento económico en las que los pobres también pueden salir algo beneficiados, aunque sea mucho menos que las capas medias y altas. Al mismo tiempo, las capas privilegiadas sacan mucha mayor ventaja y pretenden mayor legitimación y estabilidad para su posición económica, de estatus y autoridad. Ese discurso consolida la percepción de una desigualdad menos injusta cuando hay mejoras en la capacidad adquisitiva de la población y cierta mejora adquisitiva de sectores vulnerables, desconsiderando si las distancias o brechas económicas de poder, oportunidades y capacidades, entre los distintos segmentos sociales, aumentan o disminuyen.

Es evidente que en la conciencia de desigualdad injusta es determinante no solo el grado de desigualdad en un determinado momento, sino la comparación con la situación anterior, completada por la percepción de las trayectorias y las expectativas futuras. Si, como sucede ahora con esta crisis y la gestión regresiva dominante, existe un bloqueo o un descenso generacional de las condiciones materiales de los jóvenes respecto de los mayores, se refuerza en los primeros la conciencia de injusticia y la indignación. Pero con ligero crecimiento o con un impacto algo favorable para algunos segmentos, la economía de mercado o el capitalismo puede repartir más bienes que antes y disminuir la pobreza absoluta, aunque, al mismo tiempo, se pueda generar más desigualdad entre las distintas capas de la sociedad y entre países y en su interior. Así en el reparto de los bienes adicionales a todas las capas sociales les puede tocar algo; la cuestión es que, en esta época, los de arriba, con su mayor poder, se suelen llevar la mejor parte, refuerzan sus privilegios y acrecientan las distancias con los de en medio y los de abajo.

En una parte de clases medias y capas trabajadoras existe estancamiento o descenso de su capacidad adquisitiva y su estatus social y laboral; pero en otra parte puede haber mejoría y movilidad ascendente respecto de la situación anterior y, comparativamente, frente a otros segmentos descendentes. La cuestión es que, incluso en este segmento, su estatus puede situarse en un escalón más alejado respecto al de las capas altas que han ascendido mucho más, amplían sus privilegios y consolidan su poder, con lo que garantizan la reproducción de sus ventajas. El incremento de la desigualdad y la mayor apropiación de recursos y poder de los de arriba se complementa con una mejora relativa, pero comparativamente mucho menor, de los de abajo o sectores intermedios. Es la dinámica de legitimación del desarrollo capitalista y la gestión de las élites poderosas en épocas de crecimiento económico como la anterior a la crisis o, actualmente, en países emergentes como Brasil y China. Es el modelo ‘escalera’ en el que los de abajo suben un peldaño y los de arriba tres (o más), y la diferencia entre ellos es mayor. En ese caso, los de arriba pretenden legitimar sus privilegios con la justificación del beneficio de los de abajo, pero los de abajo no se conforman con esa mejoría relativa y quieren un reparto más equitativo o menos desigualitario de los bienes; es decir, también se indignan por el retroceso en la igualdad de oportunidades. En esa dinámica de ‘elevador’ general y relativa movilidad ascendente, como mayor capacidad de consumo, el pensamiento liberal tiende a infravalorar que los de arriba, comparativamente, acumulan mucha más riqueza y poder y que la igualdad de ‘oportunidades’ disminuye al generarse mayores ventajas, capacidades y distancias respecto de los de abajo, aunque, como decimos, también pueden mejorar su bienestar, cuestión no irrelevante. No obstante, en este periodo, las capas dominantes refuerzan la desigualdad y las relaciones de poder, consolidando el sometimiento de la mayoría de la sociedad. En sentido dinámico y relacional se bloquea o desciende la igualdad y se debilita la cohesión social y la democracia.

Pero esa situación y su legitimidad se quiebran cuando los de arriba se ‘pasan’ en la apropiación y la dominación, hacen ostentación de ello y se manifiestan las distancias, reales y percibidas, con los de abajo, ampliando las capas trabajadoras precarias, y los de en medio, bloqueando el ascenso de las clases medias. Es manifiesto en los casos de corrupción, con alta sensibilización en la opinión pública. O bien cuando la producción de bienes se estanca, la tarta global a repartir no crece suficientemente y, en la pugna distributiva, los de arriba imponen un mayor control y apropiación para ellos a costa del empobrecimiento y la subordinación para la mayoría. Esas dinámicas llevan a una sociedad más desigual, a no ser que sea corregida por la presión popular y las fuerzas progresistas y de izquierda. Pero en la primera situación, de crecimiento, la relación injusta está paliada por una mejora relativa de bienestar de las capas populares en relación a su situación anterior (cuando el avance es real), y en la segunda, de crisis, recesión o estancamiento, la mayor distancia o desventaja se percibe como más injusta al acumularse a la desigualdad comparativa el bloqueo o el descenso económico y social.

Por tanto, es clave abordar los procesos sociales y las justificaciones éticas que pretenden la ‘legitimación’ de la desigualdad y poder rebatir determinados criterios ‘desigualitarios’ de justicia. Con ello enlazamos con las concepciones de la justicia social y la igualdad, que explicamos a continuación, teniendo en cuenta la conformación de una cultura cívica y la configuración de la acción colectiva democrática y progresista frente a la injusticia, que tratamos más adelante.

1.8 El valor de la igualdad. Igualdad débil o fuerte

Igualdad y libertad son fundamentos de la justicia social, que es una relación social. Como se ha adelantado existe distribución desigual justa e injusta, o bien, legítima o ilegítima, según distintos criterios de justicia. Dicho con su contrario, la igualdad es un principio fundamental para regular las relaciones sociales y más específicamente en la tradición progresista y de izquierdas; aunque no es un principio único y absoluto, y no siempre el igualitarismo extremo es lo más justo. La realidad es la combinación de cierto nivel o ámbito de igualdad, con otros de desigualdad que, en esta época, se están reforzando. La ‘igualdad de trato’, sin discriminación, es un valor ético y democrático básico, incorporado en la modernidad frente a los abusos y discriminaciones derivados de distintos privilegios y posiciones de dominio o autoridad en distintas estructuras sociales: linaje, sexo, raza… Los argumentos más clásicos, desde Aristóteles, señalan que la distribución de bienes debe ser proporcional o equitativa a los ‘méritos’ o aportaciones a la sociedad y/o a las ‘necesidades’ de la población. Veamos algunas paradojas en la relación de los tres criterios de justicia distributiva.

Con el principio de equidad, como proporcionalidad, se admite que las personas o grupos sociales que ‘contribuyen’ (o se esfuerzan) más pueden recibir mayores recompensas; ello sin que necesariamente su acumulación deba pasar a sus herederos, ya que la distinta herencia familiar se convierte en un poderoso mecanismo de desigualdad y se debería compensar con un fuerte impuesto de herencia y sucesiones, tendencia contraria a la dinámica actual. O bien, se acepta que los que ‘necesitan’ más (desfavorecidos, enfermos, dependientes…) reciban más bienes y apoyos colectivos que los que necesitan menos. En el primer caso, la justificación del criterio distributivo es el ‘mérito’ o contribución; en el segundo caso es el estado de ‘necesidad’. Por ejemplo, todos tenemos las mismas garantías para la disposición del sistema de salud, pero esa institución y el gasto público sanitario se aplica y se distribuye según la ‘necesidad’, curativa o preventiva, para sanar o evitar la enfermedad; su volumen se aporta independientemente del mérito o contribución personal, social, laboral o de impuestos; tampoco lo recibido consiste en un ‘trato igual’ (un mismo cheque de gasto sanitario para todos), independiente de la gravedad o el riesgo de la enfermedad. Se asienta en el derecho igual a la salud, pero el mecanismo se adecúa a la situación concreta de necesidad que es desigual. Igualmente, existe el mismo derecho universal a una vida digna, pero es cuando se produce una ausencia de condiciones y mecanismos para asegurar su cumplimiento cuando la sociedad y el Estado deben proporcionar la acción protectora necesaria y suficiente. Se trata de garantizar ese derecho clave para la cohesión social y la propia dignidad del ser humano, en el marco de los derechos a la ciudadanía plena, precisamente a la gente necesitada y en dificultades para la integración social, no para las personas que ya tienen cubiertas las garantías para el ejercicio de ese derecho. Es el caso de las rentas sociales (mínimas o básicas) en la acción contra la pobreza y la exclusión social (Antón, 2003, y 2005).

En consecuencia, se establece una disociación: todas las personas tienen el mismo ‘derecho’ a la igualdad, a una vida digna, pero al partir o encontrarse distintos individuos o capas sociales de una situación, trayectoria o contexto de desigualdad diferente es necesaria una protección pública o distribución de bienes y recursos adecuada o proporcional, según la necesidad para reequilibrar ese déficit de igualdad de oportunidades. El reparto y la contribución iguales, no siempre son justos. Por el contrario, se trata de compensar esa desventaja y acceder a resultados de mayor igualdad o similares capacidades humanas.

La recompensa o el reconocimiento proporcional según el mérito se asocia a los campos salarial, de protección social –pensiones o desempleo ‘contributivos’- o educativo –calificaciones según el esfuerzo y los resultados académicos-. Aunque esos ámbitos también suelen ser insuficientemente equitativos y la meritocracia, aunque sea estricta, esconde otras desigualdades.

La distribución según necesidad debe ser ‘equitativa’, desigual en los medios pero justa, suficiente para reequilibrar la situación. Se aplica en el sistema sanitario –un enfermo recibe más gasto público que otro sano- y, en general, ante situaciones de dependencia o vulnerabilidad. Así, niños o ancianos, al igual que pobres o parados, reciben asistencia y prestaciones no contributivas, con aportaciones e impuestos de personas activas. También se aplica al campo de la fiscalidad con la progresividad fiscal –paga más quien más tiene-. Supone aplicar impuestos (o tipos impositivos) desiguales y progresivos, que se justifican con este principio de equidad o de reequilibrio compensador. Aquí las clases altas, sobre todo en el IRPF, tienden a reclamar un mismo (único) tipo impositivo y avalar la eliminación de otros gastos sociales para las capas trabajadoras y medias, apoyándose precisamente en la ‘igualdad de trato’, de pagar y recibir cada persona lo mismo del Estado. Hacen gala de un igualitarismo respecto de los impuestos (y gastos) progresivos con el mayor de los cinismos, ya que, globalmente, se benefician de una fiscalidad regresiva o casi nula en otros impuestos (consumo, patrimonio, herencia, deducciones en el de sociedades…) y se reafirman en sus privilegios derivados de la desigualdad del mercado o su mayor capacidad de control económico o poder político. Amparándose en la retórica de la contribución y la distribución iguales buscan un impacto regresivo y rechazan la fiscalidad progresiva, relativamente desigual pero equitativa (justa). Cuestionan la redistribución progresiva a favor de las personas ‘necesitadas’ o desfavorecidas, por el mercado, que son compensadas parcialmente por la sociedad o el Estado. Se oponen a corregir la gran desigualdad en la distribución privada derivada del mercado, la herencia o por su control institucional, y fuerzan otra fiscalidad regresiva.

La igualdad no es un valor absoluto, la desigualdad (distributiva) no siempre es negativa, o el igualitarismo extremo en todo y para todos no siempre es lo justo. La igualdad hay que combinarla con la libertad y también con la mejora del bienestar. Y relacionar el trato igual con el avance en los resultados de mayor igualdad, o vincular los medios legítimos, compensadores o solidarios, con los fines igualitarios. Existe una referencia normativa en la izquierda: cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad. Aunque se refiere a un contexto futuro, una visión optimista del ser humano y unas relaciones sociales más solidarias, a veces poco realistas, podemos retener dos aspectos. Uno, el tratamiento igual ante situaciones y necesidades desiguales no es equitativo, ya que reproduce la desigualdad; es un avance frente al trato desigual regresivo, pero es un retroceso respecto del trato compensador progresivo o acción positiva, como medio para asegurar la igualdad. Dos, el mérito o la contribución no siempre es el criterio distributivo más justo; la reciprocidad de obligaciones y derechos puede ser asimétrica; ante la necesidad humana, la equidad y la solidaridad es lo más justo; o en otro plano, la ética solidaria de los cuidados no se asienta en la estricta reciprocidad interpersonal, sino en una dinámica más amplia de la solidaridad social y la reproducción de la vida humana, en los vínculos entre generaciones y en las relaciones solidarias entre personas activas y pasivas o dependientes.

Las justificaciones utilitaristas o neoliberales pretenden legitimar directamente la desigualdad como beneficiosa para la creación de riqueza: los vicios (privados), el egoísmo, la codicia o el interés propio, crearían la riqueza (pública), el bienestar de la sociedad; luego el beneficio propio y la acumulación de riqueza de los grandes inversores, propietarios y especuladores financieros serían positivos porque, aunque una minoría se apropie mucho más y aumente la desigualdad, la mayoría, supuestamente, recibe algo y también se beneficia de esa dinámica; últimamente se llama ‘derrame’: no importa que los ricos se hagan cada vez más ricos, ya que a los pobres siempre les caerá algo. Es la base ética del liberalismo económico, de la desigualdad económica y de poder como base del desarrollo capitalista. En el caso de las élites ricas y poderosas, su acumulación desigual de riqueza y dominio, así como sus privilegios respecto del resto de la sociedad, los intentan justificar, además, como ‘merecidos’ por sus habilidades –inversoras- o sus relaciones sociales –tráfico de influencias-, cuando, sobre todo, los consiguen por unas posiciones de control y dominación desiguales e ilegítimas, muchas, heredadas. En su justificación de su estatus dominante, esconden las ventajas de sus condiciones y recursos desiguales y las pretenden camuflar con falsos merecimientos.

Ahora volvemos sobre dos concepciones progresistas de la justicia, más complejas de valorar. Tienen dos intensidades diferentes de la igualdad: el liberalismo social, con una igualdad (de oportunidades) básica o ‘débil’, y la idea de la izquierda redistribuidora o transformadora, con una igualdad sustantiva o ‘fuerte’.

La primera, ‘débil’ o de mínimos, considera la igualdad en el punto de partida, como acceso a capacidades o derechos básicos. Es compatible con una amplia desigualdad del mercado o la libertad empresarial y las relaciones desiguales de poder, propiedad, control y dominio en el resto de esferas y niveles; igualmente se puede combinar con la desigualdad derivada del distinto mérito.

La segunda, ‘fuerte’ o sustantiva, se plantea remover los obstáculos a lo largo de las trayectorias vitales, evitar privilegios por arriba y garantizar resultados más igualitarios. En ese sentido, apoya también la acción positiva o transformadora, para reequilibrar la desigualdad de origen, contexto y trayectoria y conseguir una situación o unos avances en igualdad. La acción ‘compensadora’, aunque contiene elementos operativos o medios desiguales (no privilegios, sino apoyos específicos) es más justa porque desde posiciones desiguales promueve la igualdad real de los sujetos. Significa el desarrollo de la ‘solidaridad’, como criterio más justo para afrontar condiciones desiguales y corrige y complementa el estricto trato igual. Esta igualdad más profunda supone elevar la igualdad en las ‘capacidades’ que permiten un desarrollo integral de las personas, una situación de libertad ‘real’ o no dominación, una igualdad sustancial de oportunidades en el acceso a bienes ‘suficientes’, no solo básicos, y el desarrollo vital integral. La desigualdad, privada o en el mercado, sería más limitada y regulada y estaría compensada con lo público. En todo caso, para el mantenimiento de una relativa desigualdad en la distribución de bienes, recursos o reconocimientos, se debe exigir legitimidad; es decir, comprobar si es solo ‘equitativa’, proporcional a los distintos ‘merecimientos’ reales, derivados del esfuerzo personal en similares condiciones, o a las diferentes ‘necesidades’, al tener posiciones de desventaja. O, simplemente, si es un privilegio ilegítimo, paternalista o contraproducente.

La cultura de los derechos humanos universales, básicos o mínimos, como derecho a la existencia digna y el trato igual y no discriminatorio, es fundamental, sobre todo para los sectores desfavorecidos. Su aplicación para gente empobrecida y discriminada, particularmente en los países poco desarrollados, supone una gran transformación igualitaria, además de una gran fuerza legitimadora de la igualdad y la justicia social. No obstante, su formulación formalista y de mínimos, habitual en muchos enfoques liberales (Rawls, 1997), es insuficiente al no abordar el resto de la realidad desigual en la distribución de bienes, recursos y capacidades en el conjunto de la estructura socioeconómica o las relaciones sociales. La garantía de unos derechos ‘básicos’, normalmente, se combina con la distribución desigualdad de rentas, recursos, poder y méritos ilegítimos, o bien con condiciones injustas de propiedad, posesión, dominación y herencia; o con el mantenimiento de una discriminación más profunda y sutil por sexo y origen familiar, étnico y nacional…

Especialmente, en los países más desarrollados, con mayores garantías de los derechos básicos, socioeconómicos y laborales, y unos servicios públicos y sistemas de protección social más elevados, la defensa ciudadana frente a su recorte necesita de una concepción más fuerte de la justicia y la igualdad que abarque derechos más sustantivos y la igualdad en el conjunto de la estructura social y las trayectorias vitales. Son las garantías, los mecanismos y la cultura de una ciudadanía social plena, por encima de los derechos y prestaciones básicos, que han definido el Estado de bienestar y el modelo social europeo, en su versión más avanzada. Una cultura cívica de igualdad fuerte es necesaria para impugnar el proceso de desmantelamiento del Estado de bienestar y evitar quedarse solo en la justificación de un Estado social de ‘mínimos’. Esa dinámica de protección pública mínima pretende reforzar, bajo esa coacción, la ‘activación’ individual o la ‘sociedad participativa’, como componentes de mayores esfuerzos adicionales de la población para complementar la red reducida o privatizada de seguridad social y servicios públicos, o bien justificar la menor protección pública por sus insuficientes ‘méritos’. Se complementaría con el aval a la dinámica desigual en el mercado y el desarrollo de mecanismos privados como salida para las capas acomodadas.

Por tanto, el amplio consenso en torno a los derechos humanos básicos legitima la exigencia ciudadana de garantías públicas, particularmente, para los sectores más desfavorecidos de los países desarrollados y, sobre todo, para amplias mayorías en los países poco desarrollados. Pero es insuficiente para defender unos servicios públicos y unas prestaciones sociales, de mayor calidad o superiores a los umbrales mínimos de supervivencia o de acceso básico, a los que tienen derecho todavía las amplias capas populares europeas y que se enfrentan a su recorte. La base de la legitimidad de su defensa se debe apoyar en una concepción más fuerte de la justicia social y más inclusiva del conjunto de la población en los sistemas públicos de educación, sanidad o protección social y en la calidad de un empleo decente, al mismo tiempo que se regulan las desiguales estructuras económicas y se democratiza el sistema político.

En definitiva, no solo hay que demostrar la existencia de desigualdad social sino explicar su carácter más o menos injusto, según su origen, dimensión y evolución. Se establece una pugna cultural y ética entre las interpretaciones de la ilegitimidad de la desigualdad injusta o su justificación. La deslegitimación de la desigualdad injusta es clave para generar su rechazo popular y una dinámica de cambio igualitario y solidario. El horizonte es el refuerzo de un Estado de bienestar más avanzado socialmente, en una Europa más democrática, solidaria e integrada.

2.    Desmantelamiento del Estado de bienestar[3]

El modelo social europeo es insostenible.

(Mario Draghi, Presidente del BCE, 2013).

El desequilibrio entre los imperativos del mercado y el poder regulador de la política ha sido identificado como el verdadero desafío.

(Habermas, citado por Ramoneda, diario El País, 14-6-2012).

El bloque de poder liberal-conservador de la Unión Europea –UE-, con una gestión regresiva, antisocial y autoritaria de la crisis, quiere imponer un modelo económico y social más desigual y una democracia más débil. Su política de austeridad y recortes sociales está acelerando el proceso de desmantelamiento del Estado de bienestar, que considera ‘insostenible’. Es la tendencia dominante.

Pero esta reestructuración regresiva carece de suficiente legitimidad ciudadana. Hay una fuerte pugna distributiva, política y cultural sobre la gestión de la crisis y el modelo de Estado y sociedad. Existe una amplia corriente social indignada, con una actitud cívica de justicia social, que rechaza esa dinámica. La cuestión es si hay fuerzas sociales consistentes para frenarla y hasta dónde. ¿Cuál es el impacto de una ciudadanía activa contra esa política regresiva y qué significado tiene un proyecto alternativo de un modelo social más igualitario, solidario y democrático?

Caben dos hipótesis extremas: ¿Es realista el catastrofismo fatalista o la idea de la inevitabilidad de la eliminación total de los derechos sociales, los servicios y prestaciones públicos o el propio Estado democrático y de derecho? ¿Es adecuada la idea contraria de que el futuro del Estado de bienestar está asegurado o que las ‘reformas estructurales’ lo hacen más fuerte y sostenible?

Aquí se mantiene una posición intermedia: no es previsible la destrucción inmediata y generalizada del Estado de bienestar, en el ámbito económico e institucional es dominante esa dinámica regresiva pero existe una importante oposición ciudadana que la condiciona; el horizonte inmediato es su reducción, segmentación y desmantelamiento, hacia otro modelo cualitativamente diferente, particularmente en el sur europeo. Pero el futuro no está decidido y depende de dinámicas sociopolíticas. Así, desde ese marco y con un enfoque crítico, se analizan estas tendencias ambivalentes y los discursos que pretenden legitimarlas.

Las consecuencias sociales derivadas de la prolongada crisis socioeconómica (paro masivo, incremento de la desigualdad, nuevas brechas sociales…) se están agravando. Las necesidades de protección pública se han ampliado frente a los mayores riesgos para la cohesión social. Las características principales de la política social dominante son la limitación del porcentaje de gasto público social por habitante respecto del PIB per cápita, la disminución de la intensidad protectora pública y una reestructuración institucional con mayor segmentación y privatización de servicios públicos. Al mismo tiempo, la mayoría de la población demanda empleo decente y garantías de derechos socioeconómicos y laborales. Los recortes y contrarreformas sociales, en este periodo, están condicionados por esa doble dinámica, con dos opciones básicas de salida de la crisis: 1) regresiva, con un proceso de desmantelamiento del Estado de bienestar, particularmente para el sur europeo, o 2) más equilibrada y equitativa, con una pugna sociopolítica prolongada por la garantía de unos derechos sociales y laborales fundamentales.

En esta investigación, primero, se analizan las medidas regresivas y la segmentación de la política social; segundo, se explica la conciencia popular frente a los recortes sociales; tercero, se señalan las perspectivas de la reforma social; cuarto, se valora el alcance del desmantelamiento, la percepción catastrofista y su relación con la acción colectiva progresista, y quinto, se expone la prolongada pugna sociopolítica que puede definir el futuro del modelo social europeo.

2.1 Medidas regresivas y segmentación de la política social

El paro masivo, la ampliación de la desigualdad, la débil protección social y la aplicación de la política de austeridad y recortes sociales expresan los déficit del Estado de bienestar en España, su debilidad comparada con los países europeos de nuestro entorno y su fragilidad para atender las necesidades y garantías de protección social de la población, puestas más de manifiesto ante la mayor gravedad de las consecuencias sociales de la crisis (Antón, 2013a, y 2014a; Piketty, 2014). A partir de esa valoración, ahora se profundiza en el sentido regresivo y segmentado que expresan los cambios de las políticas socioeconómicas. Se completa y fundamenta su interpretación considerando los análisis empíricos y teóricos propios desarrollados en otras investigaciones recientes (Antón, 2009; 2010; 2011, y 2012). Entre la literatura comentada en ellas se pueden destacar: Navarro (2006, y 2007), y Rodríguez Cabrero (2004).

Frente a la persistencia de la crisis socioeconómica y del empleo, que dura ya más de cinco años, en la Unión Europea, particularmente desde el Consejo Europeo de mayo de 2010, se ha consolidado una política liberal-conservadora, dominante entre las élites institucionales europeas, con las siguientes características (Krugman, 2009, y 2012; Navarro et al., 2011). El problema central sería el déficit público y la deuda (soberana), no la contracción económica y el paro masivo. Sus principales medidas no van dirigidas directamente a la reactivación económica y de empleo. Su prioridad es la ‘consolidación fiscal’ como garantía del cumplimiento de los Estados y agentes económicos de sus compromisos con los acreedores financieros, la devolución de las deudas contraídas por el masivo endeudamiento, privado y financiero, y luego público. Impulsa medidas de ajuste y austeridad (para las capas populares), con cambios regresivos del Estado de bienestar y deterioro de derechos sociolaborales. Supone, particularmente en países periféricos como España, prolongación de la crisis y reparto desigual de sus costes, en cada sociedad y entre países. En el plano sociopolítico refuerza el desequilibrio en las relaciones de poder, con una fuerte hegemonía conservadora en los países europeos centrales y las instituciones de la UE: mayor dominio de los poderes económico-financieros y empresariales; mayor subordinación de las clases trabajadoras, y debilitamiento de fuerzas progresistas, de izquierda y el sindicalismo.

La interpretación liberal-conservadora dominante ofrece apariencia ‘técnica’ o neutral, aunque sea ideológica y no realista, y solo es funcional para los poderosos y algunas capas medias/altas ascendentes. Ese discurso pretende diluir responsabilidades de sus gestores institucionales: ‘la culpa es de todos o de nadie’; ‘las consecuencias sociales son neutras e inevitables’. Trata de asegurar la continuidad de las políticas neoliberales y una salida conservadora a la crisis. Intenta salvar cierta cohesión social, aunque frente al descontento social, su versión más autoritaria pone el acento en el control social y la imposición normativa.

Esta orientación, ante la escasa legitimidad social de la política de recortes sociales, busca afianzar a los poderosos y relegitimar las élites políticas y gestoras. Apuesta por un nuevo reequilibrio de poder y de acumulación de riqueza, junto con el retroceso de condiciones y derechos sociolaborales y la protección social pública. Intenta justificar los planes de austeridad, la socialización de pérdidas financieras, la prolongación de la crisis y los desequilibrios en la UE, en perjuicio del Sur y de las capas populares europeas.

Las reformas en distintos países tienen particularidades. No obstante, el proceso se puede definir como cambio cualitativo, fundamentalmente regresivo. No hay una destrucción inmediata y total del Estado de bienestar, aunque haya presiones relevantes hacia su desmantelamiento progresivo. Tampoco se mantiene el estatus quo anterior, y menos hay una mejora global. Las características principales de esa reestructuración son tres: 1) contención del gasto público-social, con limitación del esfuerzo público -en relación al PIB- per cápita y recorte de derechos sociales y acción protectora pública; 2) ‘racionalización’, reajustes globales regresivos de derechos sociolaborales y diversas adaptaciones –neutras o mejoras parciales-; 3) incremento de la diferenciación interna, con mayor segmentación institucional y de la calidad de los servicios públicos junto con el desarrollo de privatizaciones parciales. Supone adaptar las políticas sociales a la segmentación laboral y de rentas y a la fragmentación social, y una transformación institucional hacia sistemas mixtos, públicos y privados (Antón, 2009, y 2013a; Rodríguez Cabrero, 2004).

Las transformaciones no son sólo en la esfera económica y laboral o en la orientación ideológica liberal de las políticas económicas. Esos aspectos, los primeros y más desarrollados, condicionan el sentido de los cambios específicos de las políticas sociales. Así, se subordinan a esos imperativos económicos que aparecen como incuestionables. Los mecanismos públicos de bienestar se adecuan a las desigualdades socioeconómicas y laborales existentes. La tendencia dominante es su continuada reestructuración institucional, particularmente defendida por los grandes poderes económicos. Conservan una parte básica de su función social, pero disminuye su intensidad protectora pública respecto de derechos anteriores, e incluyen componentes de ‘adaptación’ o racionalización.

El debilitamiento de la calidad de esos servicios públicos o la limitada intensidad protectora de las prestaciones públicas, aunque se mantengan todavía derechos subjetivos universales, facilita la ampliación de mecanismos privados para compensar las insuficiencias de seguridad pública. Ante esa fragilidad de garantías y coberturas de los sistemas públicos, constituye una salida para las capas acomodadas con capacidad financiera de un esfuerzo adicional. Una de las consecuencias de ese proceso es la ruptura de la confianza de parte de la ciudadanía en los sistemas públicos, el distanciamiento de segmentos de sus bases sociales, las clases medias (las capas altas ya confiaban en mecanismos privados), cuya actitud es más ambivalente: menos impuestos y adaptación al deterioro público con más inversión privada y cobertura complementaria. No obstante, el apoyo ciudadano a los principales mecanismos públicos de bienestar todavía es muy alto y ronda los dos tercios de la población (Antón, 2009, y 2013a; Arriba et al. 2006; Noya, 2004).

Existen, básicamente, dos ideas-fuerza, y la pugna social, cultural y política entre ellas es profunda y persistente. La primera, dominante en la esfera institucional y defendida por los grandes poderes económicos y políticos, considera el desarrollo del mercado como la palanca principal para resolver la cuestión social. Las políticas sociales deberían estar subordinadas al crecimiento económico y, ahora, con la crisis económica y el paradigma de disminuir el déficit público y la deuda pública -sin ampliar los ingresos-, habría que contener su financiación, reducir el esfuerzo público previsto. La segunda, con importante apoyo popular y legitimación social, defiende la consolidación y el avance de las políticas públicas y sociales; su punto de referencia son las ‘necesidades’ de la sociedad, las clásicas garantías públicas frente a los riesgos sociales (enfermedad, vejez, paro…). Siguen constituyendo demandas ciudadanas de cobertura de protección social pública suficiente en un contexto económico de mayor riqueza que cuando se consolidaron los Estados de bienestar europeos.

Dentro de la relativa ambigüedad del concepto de ‘modelo social europeo’, como pacto y equilibrio entre posiciones liberales y socialdemócratas, la orientación dominante va hacia un tipo de Estado de bienestar ‘débil’ (Antón, 2009): cumplir funciones mínimas de protección y seguridad a través de algunos servicios públicos universales pero básicos para asegurar la cohesión social. Es el campo ideológico del liberalismo social, predominante en los países centrales y las instituciones de la UE. Se debilita la función redistributiva del Estado, especialmente la ‘vertical’ hacia abajo, tanto en el plano de los ingresos (menos impuestos, especialmente los progresivos) cuanto en el del gasto (contención del gasto social e incremento de desgravaciones a empresas y rentas medias-altas).

2.2 Fuerte recorte de las pensiones públicas

La reforma del sistema de pensiones aprobada por el gobierno del PP, en el año 2013, supone un recorte medio del total a percibir por las nuevas pensiones públicas contributivas del 15,6%, en los próximos veinte años y respecto de los derechos actuales. Para el año 2033, el impacto de la reducción producida por el llamado factor de sostenibilidad –FS- será del 9,3% y la del factor de revalorización anual –FRA- del 22%.

Por tanto, calculando la media de 20,17 años de esperanza de vida en que permanecerán en el sistema los jubilados con 65 años en el año 2014, la pensión de su último año se habrá recortado hasta el 31,3%, 1,25% anual considerando la inflación media en el 2%, aunque como se sabe en estos primeros años la dinámica es de muy baja inflación (incluso de algún trimestre de deflación). Como la disminución es progresiva, el conjunto de las prestaciones percibidas, durante la permanencia del pensionista en el sistema, se verán disminuidas en el señalado 15,6%.

Las personas jubiladas en el año 2013, a las que no se aplicaría el FS, tendrían una rebaja media del total de sus percepciones del 11% (el 22% al final del periodo), y una media del 5,2% las que se jubilaron hace diez años (2003) y sean baja en el sistema en 2023, año en que cobrarían el 10,5% menos.

En todo caso, según sea la inflación y la voluntad gubernamental, con la aplicación de este proyecto se puede deducir una disminución del total global de las pensiones contributivas que se inician a partir de 2014, en una horquilla entre el 12% y el 27%, según se explica más adelante. Ese mínimo es inferior para los pensionistas actuales, anteriores a la norma, y el máximo es superior para los que se jubilen en las décadas de los años veinte y treinta, que no entramos a detallar.

Por tanto, respecto de sus derechos anteriores, el poder adquisitivo de las personas jubiladas va a disminuir en ese porcentaje medio. Nos centramos, primero, en clarificar los datos, con distintas variables y una interpretación sociológica rigurosa, y segundo, en comentar el impacto sociopolítico, especialmente la pugna por la deslegitimación social de esta fuerte medida regresiva y el condicionamiento del rechazo ciudadano.

Fuerte reducción global de la protección a la vejez

La reducción global de las pensiones públicas previstas, como se decía, se derivan del impacto de los dos factores aprobados por el Gobierno en su reforma: Factor de revalorización anual -FRA- (que se aplica a todos los pensionistas, actuales y nuevos), y Factor de sostenibilidad –FS- (llamado Factor de equidad generacional o FEI por el Comité de Expertos), que se aplica a los nuevos jubilados a partir de enero de 2014 y entra en vigor en el año 2019.

Respecto del primero aquí se utiliza la previsión de un recorte anual del 1,25% de poder adquisitivo, aunque luego se explican los resultados de una horquilla entre el mínimo declarado oficialmente del 0,75% (subida del 0,25% con una inflación del 1%, o un incremento del 1% con una inflación del 1,75%) y el máximo del 2,25% (aumento del 0,25% con una inflación del 2,5%, o hasta el 3% si el incremento fuera del 0,75%). El Gobierno solo garantiza un mínimo de 0,25% de revalorización anual con su previsión de inflación para el año 2014 del 1%. En los Presupuestos Generales para este año, el Gobierno propuso una reducción del 0,75%, porcentaje que contempla hasta el año 2019. Esa previsión, en el medio plazo, no tiene credibilidad y es un engaño para evitar el descontento ciudadano ante el fuerte impacto del recorte.

La cuestión es que, en el caso probable de aumento de la inflación por encima de ese dato en los próximos años, el proyecto gubernamental no garantiza la compensación de las pensiones por la diferencia con el IPC real, como ocurría con la norma anterior que garantizaba su revalorización. Hay que recordar que en el año 2011 el Gobierno socialista congeló las pensiones con una pérdida de capacidad adquisitiva de 2,9 puntos porcentuales, que en el año 2012 el Ejecutivo de la derecha subió un 1% solo a las pensiones de menos de mil euros, con una merma media del 2,4 puntos (1,9 las de menos de mil euros y 2,9 las de más) a la que hay que sumar la pérdida de 0,4% puntos en el año 2013 (por la subida del 1%, sin revalorizar a fin de año con una inflación del 1,4%). O sea, estos tres años acarrearían ya una pérdida media de 5,7 puntos.

El propio Plan de Estabilidad del Gobierno remitido a Bruselas adopta una previsión de inflación del 1,5% para el año 2014 (y del 1,7% para el año 2015, por lo que de mantener ese 0,25% la merma sería del 1,45%, no del 0,75% previsto); aunque no hay que descartar que para el año 2016, cuando se decida el porcentaje en vísperas de las elecciones generales previstas para noviembre de 2015, el Ejecutivo proponga un incremento superior o se atenga a ese recorte oficial del 0,75%.

Aquí, dejando de momento al margen la capacidad sociopolítica ciudadana para echar abajo estos planes de la derecha, se toma este indicador oficial del 1,5% de inflación para señalar que la voluntad política inicial del Gobierno, realmente, está más cerca de tratar de imponer una rebaja del 1,25%, que hemos tomado como referencia.

Pues bien, con las proyecciones hasta el año 2022, el total detraído a los pensionistas en el periodo de estos nueve años es de 54.060 millones de euros (en vez de los 33.000 que dice el Gobierno): 6.095 millones por la ‘sostenibilidad’ (FS) y 47.965 por la ‘menor revalorización anual’ (FRA). En ese año 2022 la rebaja anual alcanzaría el 1,2% del PIB (a euros constantes).

Si contemplamos el impacto hasta el año 2033, el periodo completo de permanencia media en el sistema de los jubilados en 2014, el importe total que se reduce del gasto en pensiones en los próximos veinte años es de 263.000 millones de euros (73.000 por el FS y 190.000 por el FRA), llegando ese año hasta más de 33.000 millones, el 3,3% del PIB.

Con la reforma del Gobierno del PP el impacto más probable es este recorte global. No obstante, hay que contemplar otras variables económicas y políticas. Entre las primeras está la evolución económica, con un relativo estancamiento o leve crecimiento económico en los próximos años (al menos cinco según instituciones internacionales), deflación de salarios y consumo e inflación más limitada. En todo caso, aun considerando la actual escasa inflación, a medio y largo plazo se puede valorar una inflación media de una horquilla  entre el 1% y el 2,50%, considerando que la inflación prevista en la eurozona es del 2% y que en España, en los últimos diez años ha sido del 2,5% (y el 2,9% en los últimos catorce años). En ese sentido, de mantenerse el incremento del 0,25% supondría, en el primer caso, una rebaja del 0,75% anual, que es la previsión del Gobierno para los próximos años, y en el segundo caso, el 2,25%.

Siguiendo con la elaboración propia, con el primer pronóstico de una pérdida de poder adquisitivo anual medio del 0,75%, el total de reducción del gasto en pensiones, hasta el año 2033, sería de 246.000 millones (79 mil del FS y 167 mil del FRA). Con el segundo pronóstico de una rebaja anual media del 2,25%, el impacto distributivo sería de nada menos que de 737.000 millones (237 mil del FEI y 500 mil del FRA). En ese año 2033 y tras los veinte años de cobro de la pensión, los jubilados en 2014, cobrarían una paga mensual recortada, respecto de sus derechos anteriores, entre un 24,3%, en la primera hipótesis, y un 54,3%, en la segunda.

Si, además, consideramos que la pensión media de jubilación en el Régimen General es el 66% del salario medio (el conjunto de pensiones de jubilación se quedan en el 56%), ese nuevo recorte de los derechos de protección a la vejez, va a producir un empobrecimiento generalizado y progresivo entre las personas ancianas. Pero también afecta a las condiciones futuras de inseguridad y menor protección de las actuales generaciones activas.

Por otro lado, existe una significativa desigualdad por sexo y por cuantía de la pensión. Con los datos disponibles de la Seguridad Social, en el año 2013, las pensiones de jubilación son las siguientes: muy bajas (menos de 800 euros) para el 55,9% (42,5% de hombres y 79,5% de mujeres); bajas (entre 800 y 1.200 euros) para el 16,5% (20,7% de hombres y 9,1% de mujeres); medio bajas (entre 1.200 y 1.600 euros) para el 11,3% (14,7% de hombres y 5,3% de mujeres, y medias (más de 1.600 euros) para el 16,3% (22,1% de hombres y 6,0% de mujeres). Es decir, el 72,4% de las personas jubiladas (59% de varones y 90,2% de mujeres) tienen una prestación baja o muy baja, inferior a 1.200 euros, con un fuerte sesgo de género. En la pensión de viudedad, en que un 92,9% son mujeres, la distribución es la siguiente: muy bajas, 81,7%; bajas, 13,2%; medio-bajas, el 5,1%, y medias el 0,1%. Vemos la penuria en que se encuentran esa gran mayoría de más del 80% de viudas (aunque una parte puede acumular otra pensión o ingresos).

Por último, hay que mencionar que los efectos de empobrecimiento de este proyecto del Ejecutivo de Rajoy se acumulan a los de la anterior reforma aprobada por el Gobierno de Zapatero-Rubalcaba, con la que según ellos mismos, cuando se aplicase completamente, se recortaba el gasto social previsto en 35.000 millones (un 3,5% del PIB) anuales. La estimación propia es de una rebaja de la pensión media de un 20%, respecto de los derechos anteriores. Por ello, los firmantes de aquella reforma, también deberían cuestionarse, al menos, la medida más impopular adoptada, la ampliación de la jubilación a los 67 años, a la que, según encuestas de opinión, se opone el 76% de la población. Su firma y aval les produjo una evidente deslegitimación social y supone un relevante deterioro de su credibilidad social para promover las garantías y la suficiencia de las pensiones públicas. No obstante, es positiva su reorientación actual frente a la actual reforma del PP y la necesaria oposición de todos, de forma unitaria, a estos planes regresivos de la derecha.

Deslegitimación de los recortes sociales

El plan del Ejecutivo de la derecha, amparado por la política liberal conservadora dominante en la UE, está enmarcado en su política de austeridad y recortes de los derechos sociolaborales y servicios públicos; se basa en el supuesto falso de la insostenibilidad del sistema público de pensiones, y apuesta por la reestructuración regresiva del Estado de bienestar (según el propio Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo, el Estado de bienestar europeo o modelo social es ‘insostenible’). Aparte del empobrecimiento masivo y la inseguridad y desprotección pública ya aludidos, el resultado es la mayor subordinación y dependencia para las capas populares, especialmente las más desfavorecidas, la prolongación de la crisis por el retraimiento del consumo y el refuerzo de los privilegios para el sistema financiero con el desarrollo de fondos privados de pensiones –para las clases medias acomodadas que pueden realizar un sobreesfuerzo financiero-. Se trata de una gran ofensiva del poder político y económico en la fuerte pugna distributiva, con deterioro en el nivel de cohesión social y solidaridad de nuestra sociedad y la calidad democrática de sus instituciones. Las dificultades reales de suficiencia financiera se deben resolver con un pacto distributivo, basado en el incremento a corto, medio y largo plazo de los ingresos del sistema, incluyendo la creación de empleo, los aumentos de los salarios medios y bajos (bases de cotizaciones) y la corresponsabilidad del Estado.

Todo ello, incluida la crítica al discurso legitimador basado en el determinismo económico y demográfico, se aborda en profundidad en otros documentos como el de diecisiete economistas y juristas, titulado “En defensa del sistema público de pensiones”, y en Antón (2013a).

En definitiva, esta profunda y regresiva reforma del sistema público de pensiones es un paso clave en la política dominante de austeridad, la prolongación del desempleo y la continuidad de los recortes sociales y laborales. Supone una disminución drástica de su capacidad adquisitiva, respecto de los derechos anteriores. Conlleva el empobrecimiento masivo para uno de los sectores más vulnerables, los ancianos. Se reduce el compromiso institucional de protección pública suficiente ante el riesgo de la vejez y se individualiza y privatiza parcialmente la cobertura de la protección social.

Lejos de la pretensión gubernamental de su justificación y su intento de legitimación como sacrificio necesario para salir de la crisis, esta Ley evidencia un deterioro de la protección pública de pensionistas y población trabajadora. Junto con otras realidades sociales (persistencia del paro masivo, deflación salarial, deterioro de la educación y la sanidad pública, menor cobertura al desempleo, desahucios…), la importancia de este mayor  empobrecimiento y vulnerabilidad de los actuales y futuros pensionistas incrementa la gravedad de la desigualdad social. La mayoría de la ciudadanía tiene claro su rechazo y el Gobierno de Rajoy se enfrenta a un proceso de deslegitimación social, con el impacto de su desafección electoral que ya se ha iniciado. A pesar de su ofensiva discursiva y mediática y de su intento de ofrecer un panorama irreal de comienzo de salida positiva de la crisis o de embellecimiento de su gestión, no puede esconder esa realidad social de empobrecimiento, incertidumbre y retrocesos sociales y laborales. Tampoco puede evitar el desacuerdo de la mayoría ciudadana con su política de ajustes y recortes sociales.

Las izquierdas sociales y políticas y el conjunto de fuerzas y grupos progresistas tenemos un gran desafío por delante: revertir esta reforma con una fuerte contestación social y un futuro gobierno alternativo y de progreso. Se trata de deslegitimar la actuación gubernamental de la derecha, activar a la ciudadanía con un compromiso social de derogar esta norma, desandar el camino de los recortes sociales y promover el empleo decente y una mejor democracia. La presión en la calle y la participación en las urnas, en las siguientes convocatorias electorales, podrá permitir desalojar a la derecha del amplio poder institucional que mantiene y abrir otro horizonte de refuerzo del Estado de bienestar y una democracia más social y participativa.

 

2.3 Conciencia popular frente a los recortes sociales

Para completar este diagnóstico solamente se seleccionan algunos datos sobre la conciencia social de la población respecto de algunos hechos significativos en este periodo de política de austeridad y recortes sociales, que explican la persistencia de una amplia cultura cívica, democrática y de justicia social, una cultura popular progresista frente al poder y sus políticas regresivas.

La posición de la sociedad respecto del aumento o el recorte del gasto público social y su impacto en los principales servicios y prestaciones públicos, se explica detalladamente en otras investigaciones (Antón, 2009; 2011; 2012, y 2013a). Aquí, en primer lugar, solo se seleccionan unos datos oficiales de una encuesta del CIS (gráfico 1), especialmente significativos para el tema que nos ocupa. Aunque fue diseñada durante el gobierno anterior socialista, los resultados están publicados en enero de 2012, ya con el Gobierno del PP, que trató de esconderlos porque, evidentemente, la opinión mayoritaria de la población iba en contra de sus planes de recortes sociales. La interpretación de la exigencia mayoritaria de incrementar ese gasto social es todavía más contundente ya que se confronta con la idea de subir impuestos, que oficialmente es denostada y tiene cierto apoyo entre sectores acomodados.

Gráfico 1: Posición de la población ante el gasto público social (%)

Fuente: CIS – Estudio 2930 – enero de 2012, y elaboración propia.

Así, ante la pregunta ¿Cuánto le gustaría que se gastara, aunque hubiera que subir impuestos?, la gran mayoría de la sociedad expresa su opinión de Mucho más y más gasto público en sanidad (71,8%), educación (73,9%), pensiones (63,8%) y (con menos porcentaje) protección al desempleo (49,4%). Solo en medio ambiente los que piden Lo mismo (40,1%) son mayoritarios; en este ámbito, el aval ciudadano a los recortes presupuestarios (17,1%), aunque también minoritario, es superior al del resto, quizá porque no prevén un impacto personal inmediato. Vemos que en tres gastos sociales fundamentales (sanidad, educación y pensiones) las personas que avalan su recorte llegan como máximo al 3% de la población, y hay una franja entre el 20% y el 30% que estaría de acuerdo en gastar lo mismo. En el caso de las prestaciones por desempleo el recorte lo aprueba el 7% y la continuidad del gasto el 36,6%.

Esta opinión crítica con los recortes sociales y de exigencia de mejora de los servicios y prestaciones públicos, no es coyuntural o aislada y permanece, con diversas variantes, a lo largo de este periodo de crisis económica, políticas laborales antisociales y reestructuración regresiva del Estado de bienestar. Todo ello a pesar del gran poder institucional y mediático en que se han amparado los recortes sociales y la fuerte determinación de los poderes financieros, la Unión Europea y el FMI en la política de austeridad, particularmente para los países del sur europeo. Pero la idea dominante de que el modelo social europeo es ‘insostenible’ (como dice Draghi, Presidente del BCE), no ha calado en la sociedad y no puede justificar la involución social ante la que la mayoría de la sociedad no se resigna.

Esta amplia conciencia popular de defensa de los derechos sociales y prestaciones públicas frente a los recortes sociolaborales y de empleo podemos ilustrarla, en segundo lugar, con otros datos complementarios de fuentes oficiales (CIS y Metroscopia). Se ha producido un desacuerdo muy amplio con las dos grandes reformas laborales (año 2010-PSOE y año 2012-PP), con más del 60% de la ciudadanía en contra, porcentaje superior en las bases electorales de izquierdas. Igualmente, desde hace años, en todas las encuestas oficiales sobre cuál es el principal problema para los ciudadanos, el paro aparece en primer lugar a mucha distancia del resto y de forma muy mayoritaria (en torno al 80%). Así mismo, se han expresado amplios desacuerdos ciudadanos con los recortes sociales en los servicios públicos (educación, sanidad…) y de protección social (prestaciones por desempleo y pensiones públicas).

Por otro lado, el apoyo ciudadano a las protestas sociales progresistas contra los recortes sociolaborales y por un giro más social y la democratización del sistema político, se ha mantenido por encima del 60%, siendo este porcentaje superior entre jóvenes e izquierda social. Al mismo tiempo, existe una amplia legitimidad popular de las huelgas generales y las mareas ciudadanas de sanidad y enseñanza, así como de acciones cívicas significativas como la acción contra los desahucios, la huelga de limpiezas en Madrid o las movilizaciones en el barrio de Gamonal en Burgos.

Al contrario, se percibe una masiva desconfianza hacia las élites políticas gobernantes, por su gestión regresiva y poco democrática y, especialmente, hacia los máximos líderes políticos: más del 80% se muestra en desacuerdo con la gestión del presidente Rajoy y otro 80% (de composición diferente) con la labor del líder socialista Rubalcaba, ya sustituido.

Similar contraposición hay entre la gran estima social de los servicios públicos (enseñanza, sanidad… y sus profesionales) y la poca confianza ciudadana en banqueros y clase política; un sector significativo de la ciudadanía la considera más un problema que una solución para la representación y la gestión de los asuntos públicos. Y, aunque una gran parte de la sociedad siga votando al bipartidismo gobernante, entremezclada, se manifiesta ampliamente la necesidad de una democratización del sistema político, la renovación de sus élites y el respeto a las demandas populares.

Las élites dominantes, amparadas por el poder y sus privilegios sociales y económicos, pueden soportar procesos amplios de deslegitimación social. Su mayor preocupación es cuando se genera un amplio movimiento de protesta que da consistencia a ese descrédito y pone en riesgo su hegemonía respecto del poder político. Todavía es considerado más peligroso si exige una profunda democratización, un incremento sustancial de la capacidad reguladora de la economía y un reequilibrio más igualitario de la estructura socioeconómica. Su reacción, entonces, puede ser represiva y/o neutralizadora y/o integradora, dependiendo de las fuerzas en presencia en un contexto determinado, así como los posibles (des)equilibrios sociopolíticos y sus efectos inmediatos y a medio y largo plazo.

En definitiva, frente a la reestructuración –regresiva- del Estado de bienestar está la mayoría de las sociedades europeas que, aunque con diversas ambivalencias y segmentaciones, expresa sus preferencias por una fuerte protección social y unos servicios públicos de calidad (Eurobarómetro nº 74/Eurostat-2011). Según un estudio de la Fundación BBVA, publicado hace más de un año (ver diario El País, 5-4-2013), el Gobierno debería aumentar el gasto público en sanidad (77,5% de los ciudadanos españoles), atención a mayores (72,8%), atención a los parados (69%) y educación (65,1%). Paralelamente, para los países de la UE, los porcentajes respectivos son: 67,3%, 59,1%, 40,8% y 52,8%; el nivel medio europeo en exigencia de refuerzo del gasto público social es también alto pero algo inferior al español, particularmente en protección al desempleo. Por otro lado, en España, solo en torno a un 1% de la población (0,7%, 0,3%, 1,0% y 1,2%, respectivamente) está de acuerdo con la disminución del gasto público en esas materias (recortes sociales); el resto, entre un 21% (sanidad) y un 33% (educación), prefiere mantenerlo (30% y 42%, respectivamente, en la UE). Igualmente, la gran mayoría de españoles (80,5%) prefiere una Seguridad Social amplia, aunque haya que pagar altos impuestos, siendo la media europea algo inferior (66,2%).

Esas diferencias de opinión se pueden explicar porque el gasto social europeo es bastante más elevado y, especialmente, el nivel de desempleo y el déficit de su cobertura protectora son muy inferiores, por lo que el sector de la población europea que prefiere mantener (y no aumentar) el gasto público social (particularmente en atención a los parados) es algo superior respecto del de nuestro país. Lo que está claro en la opinión de la ciudadanía española y europea es su amplia oposición a los recortes sociales y la exigencia mayoritaria (entre dos tercios y tres cuartas partes) de reforzar la calidad de los principales servicios públicos y el nivel de las prestaciones sociales que configuran los Estados de bienestar europeos, aumentando el gasto público social, aunque exista una parte significativa (entre una cuarta parte y un tercio) que solo quiera mantener ese gasto público social.

Es impresionante el bloque de los poderosos que trata de imponer ese retroceso de los derechos socioeconómicos. Pero la opinión ciudadana por garantizarlos es profunda y persistente. La actitud democrática de esas mayorías sociales, aun cuando la expresión electoral e institucional sea distinta, está condicionando el ritmo y la generalización de los recortes sociales.

En el plano cultural hay una reorientación hacia un ‘modelo intermedio’, de tipo social-liberal, con equilibrio inestable entre un Estado social de mínimos, según el postulado neoliberal, y la inercia institucional de los mecanismos clásicos, continentales o socialdemócratas. La brecha que se abre entre Norte y Sur de Europa afecta a que ese modelo intermedio se divide en dos, y para los países periféricos el bloque de poder apuesta por un paso más allá: forzar un peldaño inferior hacia un Estado de mínimos. Los discursos institucionales dominantes buscan el debilitamiento de la cultura y los derechos asociados a la ciudadanía social y laboral, para diluir esa resistencia ciudadana a las políticas regresivas. La consecuencia práctica de los reajustes de las políticas sociales es el deterioro de la integración social y la vertebración de las sociedades, con evidentes riesgos de mayores brechas sociales, menor cohesión social y dificultades para la convivencia intercultural. El resultado de la presencia de ambas fuerzas y dinámicas, al menos en el corto plazo, es ese retroceso significativo del Estado de bienestar, aunque no su destrucción inmediata. Ello significa deterioro de la calidad e intensidad protectora de los principales mecanismos del Estado de bienestar y, al mismo tiempo, continuidad de ciertas funciones de protección social, instituciones y formas de intervención públicas, con unas garantías básicas de carácter universal y el desarrollo de sistemas privados y mixtos.

La sociedad, atendiendo al estatus socioeconómico, se puede dividir en tres tercios (junto con una minoría elitista entre el 1% y el 5%). La reestructuración institucional, con el deterioro de servicios y prestaciones públicos y la promoción de sistemas privados o complementarios, adapta mecanismos mixtos para el tercio superior. El reequilibrio es mayor cobertura privada, hasta dejar la pública como complementaria. Para los otros dos tercios, intermedio e inferior, los sistemas públicos son los principales (con algún complemento privado secundario) o exclusivos.

Esa adaptación a la segmentación se corresponde con la diferenciación de los consensos fundamentales. Ese proyecto social ‘intermedio’, con segmentación de la protección, es frágil y sus fronteras son inestables. La apuesta liberal del Estado asistencial y de mínimos establece unas garantías públicas básicas para la supervivencia del tercio inferior, mientras debilita la calidad e intensidad de las coberturas públicas. Éstas son limitadas pero todavía suficientes para garantizar una protección sustancial al tercio intermedio, al que se pretende forzar hacia un esfuerzo privado adicional si quieren mantener similar protección. El horizonte ofrecido es la relativa inseguridad y la débil protección pública, su desenganche de esas instituciones públicas y su desplazamiento cultural y práctico hacia mecanismos privados o mixtos.

Algunos sistemas privados pueden ser funcionales para capas acomodadas. Pero, gran parte de esas personas exigen unos servicios públicos de calidad y prestaciones sociales suficientes, no mínimas, a los que puedan ‘complementar’ con un esfuerzo adicional limitado. Buscan diferenciación, garantías suplementarias y ‘calidad’ para ellos, pero a un coste relativo pequeño, como en la enseñanza. Sobre todo, para sectores intermedios e inferiores, es un sobrecoste difícil de asumir, especialmente en tiempos de incertidumbre económica, mayores necesidades sociales y menor poder adquisitivo.

En definitiva, se produce una fuerte segmentación de la protección social. Ante insuficiente intensidad protectora pública, responsabilidad institucional y solidaridad colectiva, se produce la trampa del traslado de la responsabilidad protectora a la familia –mujer-, el individuo o la ‘sociedad civil’ -tercer sector-. Es la idea liberal de la sociedad ‘responsable’, la cobertura privada de los riesgos, combinada por la ‘irresponsabilidad’ del Estado y su renuncia protectora con una distribución progresiva. Hay riesgo de desarrollar, por un lado, la asistencialización de sectores vulnerables y, por otro lado, el mercado para capas acomodadas. Las consecuencias son: dilución de derechos contributivos, deterioro de servicios públicos de calidad, incertidumbre e inseguridad para clases trabajadoras –intermedias- y riesgo de exclusión social para capas bajas.

La opción ciudadana mayoritaria sigue exigiendo empleo decente, particularmente juvenil, y servicios públicos de calidad. Y cobran mayor relieve las políticas de cohesión social y la convivencia intercultural, con una dinámica integradora de la inmigración. Los procesos de deterioro de los servicios públicos, con consecuencias de menor protección y seguridad social para la mayoría de la población, tienen dificultades para conseguir legitimidad social.

Existe una importante desconfianza ciudadana en las élites políticas actuales derivada de su gestión frente a la crisis con medidas impopulares de recortes sociales y sin solucionar el grave problema del paro y la incertidumbre socioeconómica. La clase política, junto con la corrupción, aparece, en los últimos Barómetros del CIS (desde julio de 2010), no como la solución, sino como el tercer gran problema de la sociedad, tras el paro y las dificultades económicas. En consecuencia, derivado de sus medidas de recortes sociales se amplía el grave problema de legitimidad social que tiene el Gobierno y las élites dominantes. El PSOE ha perdido más de cuatro millones de votos en las elecciones generales del 20 de noviembre de 2011 y ha vuelto a descender en las europeas de mayo de 2014. Pero, también el PP, a pesar de su victoria electoral, se ve afectado por la disminución de la confianza popular.

Así, ya en sus primeros meses de Gobierno y según la encuesta de opinión de Metroscopia (ver diario El País, 13-5-2012), el 61% de la población desaprueba la gestión de Rajoy como presidente del Gobierno (32% la aprueba), y en el caso de la gestión de Rubalcaba como líder de la oposición, el 64% la desaprueba (28% la aprueba). Pero todavía aumentan más los índices de desconfianza hacia ambos líderes: a tres cuartas partes de la sociedad les inspiran poca o ninguna confianza (73%, Rajoy; 79%, Rubalcaba), y en torno a una cuarta parte, mucha o bastante (26% Rajoy; 20% Rubalcaba); lo cual indica también las dificultades de renovación y legitimación del partido socialista y su labor de oposición en ese momento. A la pregunta si el Gobierno está sabiendo hacer frente de forma adecuada a la situación económica, la repuesta NO es del 60% (, el 33%), el mismo porcentaje que critica los recortes. Y como dato complementario, para la población los dos máximos responsables de la actual crisis económica española son los Bancos y Cajas (9,2 puntos en una escala de 0 a 10) y el Gobierno (8,2 puntos) –por no haber reaccionado a tiempo y no haber sabido adoptar las medidas necesarias.

No cabe duda que los Parlamentos y Gobiernos (central y autonómicos) tienen una gran representatividad y legitimidad derivada de sus amplios apoyos electorales, y que el PP aun no contando con el apoyo mayoritario en las urnas tiene mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados y un amplio margen de maniobra político y legal. Pero esa delegación representativa no es absoluta ni incondicional, y sigue erosionándose su legitimidad social. El deterioro del apoyo social y electoral al bipartidismo gobernante es evidente. Está claro que la mayoría de la sociedad, y especialmente la izquierda social, por un lado, sigue estando en desacuerdo con los recortes sociales, con poca credibilidad para la élite política y financiera, y por otro lado, simpatiza con unas movilizaciones populares masivas que cuestionan activamente esa política regresiva y reclaman otro tipo de gestión más progresista y democrática.

En conclusión, en España, según las fuentes citadas, existe un gran respaldo a un Estado de bienestar más protector, superior al 70%, especialmente a la sanidad, enseñanza y pensiones públicas. Al mismo tiempo, existe amplia percepción (50%) de importantes déficit en esos servicios públicos, y se rechazan los recortes sociales por el 80%. No obstante, hay diferencias significativas por la variable de clase social: entre las clases alta y media-alta ese apoyo es algo inferior; existen minorías significativas (entre el 20% y el 30%) que defienden opciones mixtas o privadas. Además, existe una profunda desconfianza en la clase política para gestionar los asuntos públicos, particularmente la política socioeconómica y de empleo.

Para gran parte de la ciudadanía es evidente el dominio de los grandes poderes económicos, con subordinación de la democracia y la sociedad, y el carácter injusto de la política de austeridad. Los discursos oficiales han querido justificar los recortes sociales con el argumento de ‘contentar’ a los mercados financieros. Los sacrificios exigidos a la población se presentaban como leves, transitorios e imprescindibles para una pronta recuperación económica y de empleo. La realidad y la percepción ciudadana mayoritaria es que persiste la crisis y se agravan sus consecuencias sociales, esos sacrificios no han sido equilibrados, sus causantes y responsables no asumen apenas ningún coste y se vuelve a descargar sus efectos en las propias capas populares. De ahí que sea poco creíble el discurso oficial de la bondad de un esfuerzo –popular- adicional y transitorio para un fin supuestamente próximo de mejora y bienestar. Ni tampoco goza de gran credibilidad la idea de que la política sociolaboral y de empleo mejora y favorece la situación de la mayoría de la sociedad. En una amplia conciencia social se instala la indignación hacia una dinámica socioeconómica y unas reformas estructurales valoradas como causantes de retroceso social e incertidumbre vital. Se consolida una fuerte disociación entre una significativa opinión ciudadana progresista y la orientación regresiva dominante de las políticas sociolaborales, plano social distinto al electoral, cuyo impacto es más limitado, y a la hegemonía conservadora en las principales instituciones políticas.

2.4 Renta básica: universalidad del derecho, distribución según necesidad

El incremento de la desigualdad, el empobrecimiento y la exclusión social hacen más necesario fortalecer unos mecanismos de garantía de rentas y recursos que permitan a toda la población vivir dignamente. Los procesos de ajuste económico y las medidas de recortes sociales y desmantelamiento del Estado de bienestar, dentro de la estrategia de austeridad dominante hoy en los países de la Unión Europea, tienden a dejar a las capas más desfavorecidas en una posición de mayor subordinación y desprotección pública. Para una orientación alternativa de cambio social y político es imprescindible mejorar los sistemas y prestaciones sociales que configuran (junto con otros como los subsidios de desempleo o las pensiones mínimas) la última malla de seguridad contra la pobreza, que afecta a cerca de una cuarta parte de la sociedad. Partimos de la constatación de la clara insuficiencia de los actuales sistemas de rentas mínimas o ingresos de inserción, gestionados (con algunas diferencias significativas) por las distintas Comunidades Autónomas. No nos detenemos en su crítica. Las posibilidades de avanzar hacia un cambio institucional progresista hacen más apremiante definir mejor las propuestas transformadoras de las políticas sociales, en el marco del fortalecimiento de una democracia social más avanzada. Aquí, al calor del debate abierto, solo tratamos sintéticamente algunas cuestiones de enfoque sobre los fundamentos teóricos de las rentas básicas o sociales y su justificación ética según distintas concepciones de la justicia social, teniendo en cuenta las investigaciones realizadas sobre este asunto (Antón, 2000; 2003; 2005, y 2012).  

Dos modelos de rentas básicas

La corriente progresista basada en Van Parijs (1996) define, desde los años ochenta, la renta básica (RB) como una renta pública pagada por el Estado, individual, universal –igual y para todos e independientemente de otras rentas- e incondicional –sin contrapartidas ni vinculación al empleo-. Añaden dos aspectos fundamentales: debe distribuirse ‘ex-ante’ -al margen de los recursos de cada cual- y ‘sin techo’ -acumulando sobre ella el resto de rentas privadas y públicas-; además, consideran que deben ser sustituidas algunas prestaciones sociales.

Planteadas con los valores democráticos clásicos, las características fundamentales de ese modelo están basadas en la idea de libertad -o la no dominación-, dejando en un segundo plano subordinado los principios de igualdad y de fraternidad –o solidaridad-. La definición pura de ese modelo de RB mantiene una ambigüedad deliberada sobre su sentido social y comunitario, sobre a qué clases sociales beneficia y sobre el objetivo de una sociedad más solidaria y con mayor igualdad, aspectos fundamentales para concretar una distribución de la renta pública y el papel del gasto social.

            Adelantamos unas ideas básicas de nuestro punto de vista, afín al de C. Offe (1997): en una sociedad segmentada, con fuerte precariedad y con una distribución desigual del empleo, la propiedad y las rentas, se debe reafirmar el derecho universal a una vida digna, el derecho ciudadano a unos bienes y unas rentas suficientes para vivir; son necesarias unas rentas sociales o básicas para todas las personas sin recursos, para evitar la exclusión, la pobreza y la vulnerabilidad social; se debe garantizar el derecho a la integración social y cultural, respetando la voluntariedad y sin la obligatoriedad de contrapartidas, siendo incondicional con respecto al empleo y a la vinculación al mercado de trabajo, pero estimulando la reciprocidad y la cultura solidaria, la participación en la vida pública y reconociendo la actividad útil para la sociedad; hay que desarrollar el empleo estable y el reparto de todo el trabajo y fortalecer los vínculos colectivos;  se trata de consolidar y ampliar los derechos sociales y la plena ciudadana social con una perspectiva democrática e igualitaria.

En resumen, partimos de un modelo social con una perspectiva transformadora con la ampliación de los derechos sociales, con el objetivo de avanzar en la igualdad y promoviendo los valores de la solidaridad y la cultura de la reciprocidad, para garantizar la libertad y el acceso a la ciudadanía de todas las personas. Eso nos lleva a tratar y formular de otra manera los criterios de universalidad e incondicionalidad y apostar por otra fundamentación, por otras bases teóricas y culturales, aunque haya muchas coincidencias prácticas. Por tanto, consideramos que hay que abandonar el modelo ‘ortodoxo’ de RB, sus principios centrales, y crear otro enfoque, reformulando las características de una renta social, igualitaria y solidaria.

Universalidad de los derechos y concreción según las necesidades sociales

Un conflicto a resolver es la tensión entre universalidad de la renta básica y acción contra la desigualdad. El modelo inspirado por Van Parijs pone el acento en la universalidad de la distribución de una RB igual, para todos, ex ante y sin comprobación de recursos. Pero entremezcla y confunde dos planos de la universalidad. Uno, que defendemos, es el derecho universal a la existencia, a unas condiciones dignas de vida, a que todas las personas tengan garantizados los medios y rentas suficientes para vivir sin caer en la pobreza. Esa es la universalidad de los derechos a unos objetivos igualitarios y de la garantía para todos de unas condiciones e ingresos mínimos. Así, se puede hablar de derecho universal de todos los seres humanos a tener unas rentas básicas, como medio imprescindible para vivir dignamente. Esa garantía la debe facilitar el Estado. Otro plano, es el de la universalidad de los mecanismos concretos que, tal como se formulan, no compartimos, ya que del derecho a la existencia no se deduce, mecánicamente, la universalidad distributiva de una renta pública igual y para todos. Esa universalidad de la RB no necesariamente es la plasmación ni la configuración de ese objetivo universal, ya que la sociedad en estos siglos se ha dotado de diversos mecanismos de distribución de bienes e ingresos, como la propiedad, el empleo, el gasto público o la solidaridad interpersonal, familiar o comunitaria, hoy día con eficacias diversas. Por tanto, la distribución pública de una renta básica no es universal, en el sentido de igual y previa a cualquier situación socioeconómica, sino que depende de la realidad existente de suficiencia o no de recursos que garanticen el objetivo a proteger: una existencia digna. 

Hay que añadir que similar enfoque se aplica a los derechos sociales. Por ejemplo, tenemos derecho universal a la sanidad pública pero se aplica en caso de necesidad (situación o prevención de la enfermedad), no se distribuye un cheque sanitario, igual para todas las personas e independientemente de su salud. Igual podríamos aplicarlo al caso de la vivienda o del empleo. Es responsabilidad de los poderes públicos garantizar el ejercicio de esos derechos.

Hay que distinguir derecho y garantía universales, de mecanismo distributivo. Los derechos sociales tienen esa especificidad, la combinación de su garantía universal con la distribución de los recursos materiales según las necesidades individuales y colectivas. La extensión de una renta pública a las clases medias y ricas necesitaría otra justificación adicional, que no es la acción contra la pobreza ni contra la desigualdad. Así, los defensores del primer modelo, para defender la universalidad de un mecanismo distributivo, tienen que confundir los dos planos, hacer un ejercicio de abstracción de la realidad y considerar el derecho a la RB al margen de las condiciones y necesidades de cada cual.

Esa escuela de pensamiento considera la RB como ‘base’ primera y principal, sin contar con la desigualdad distributiva de propiedad, recursos y rentas, realmente existentes; por tanto, no parten de la realidad de la pobreza, sino del sujeto abstracto. Así, al ‘distribuir igual para todos’, dejan en un plano más secundario la acción compensatoria por la mejora de las condiciones materiales de existencia de los sectores más vulnerables. En definitiva, el núcleo justificativo de esa universalidad distributiva mantiene la ambigüedad de su carácter social, de los beneficiarios, de los resultados netos redistributivos, del avance o no hacia una mayor igualdad.

Normalmente, no aclaran el sujeto concreto del deber ‘fiscal’, o se hacen alusiones genéricas al disfrute de la ‘riqueza acumulada’ por la humanidad, infravalorando la oposición de los poderes económicos o de las clases medias o desconsiderando la realidad de fuerzas sociales. Se abunda en las grandes ventajas para toda la población, ya que los beneficiarios serían ‘todos’, pero se margina el problema de dónde y de quién se retraen los recursos, quién puede salir más beneficiado o más perjudicado, en el saldo definitivo. Detrás de todo ello está siempre qué modelo contributivo, fiscal y redistributivo, se defiende. Por tanto, el criterio de igualdad, del avance hacia una sociedad más igualitaria, es fundamental para orientarse en estas sociedades segmentadas.

Cuando se pone el énfasis en los mecanismos distributivos universalistas ese modelo cae en un universalismo abstracto que choca con el núcleo duro distributivo: el que la propiedad, las rentas y el gasto público realmente existentes están ya distribuidos de forma desigual, y que su modificación progresista entra en conflicto con las clases pudientes. Es entonces cuando la imagen neutra y atractiva del universalismo abstracto, con su cara amable y compatible con los intereses de todas las clases e ideologías, pierde fuerza y se tiene que concretar. Cuando se pasa al problema de quién paga, de dónde se retraen los rentas o cómo se redistribuyen los recursos, aparece la diversidad de talantes progresistas o regresivos, la mayor o menor sensibilidad igualitaria o las tendencias al posibilismo, que dan lugar a diferentes versiones prácticas. Sin embargo, su punto de partida es ideal, el sujeto abstracto, que les lleva a mantener, al defender los principios, un carácter social ‘neutro’ y una perspectiva difusa de su modelo de sociedad, de la acción contra la desigualdad y redistribuidora de la riqueza.

A este primer principio general de este modelo sobre el carácter universal -igual y para todos e independientemente de otras rentas- de la distribución de una renta básica, le oponemos otro enfoque; la redistribución –pública- de las rentas debe tener un objetivo igualitario: reequilibrar la desigualdad –privada-, responder a las ‘necesidades sociales’, erradicar la pobreza y combatir la precariedad laboral y social. La aplicación ‘estricta’ del primer enfoque beneficia, inicialmente, a todas las clases sociales, incluidos los ricos, pero suele esconder o ser plural en la segunda parte, en quién ‘paga’, y cuando se introducen correcciones fiscales se deja de aplicar el ‘principio’ inicial. El segundo se centra en garantizar un nivel de vida suficiente y el acceso a la plena ciudadanía de los sectores más vulnerables, que son los que más lo necesitan por su fragilidad, redistribuyendo de ricos a pobres.

Es verdad que en diversas propuestas de financiación elaboradas por algunos partidarios de ese modelo general se adoptan medidas fiscales progresivas en beneficio de las personas pobres, con aproximación al modelo aquí defendido. Pero hay que ser conscientes del enfrentamiento entre los dos criterios distributivos (de lo público): el universalista –con la neutralidad fiscal para todos- y el igualitario –con redistribución hacia los desfavorecidos-. Veamos el conflicto y la combinación de ambos y el peso de cada principio. Partiendo de una distribución universalista, hay propuestas de financiación que van desde pagar la RB con los beneficios del capital, expropiándolos, hasta propuestas que defienden que se pague con el gasto social existente, reestructurando el Estado de bienestar, con una orientación conservadora. Algunas versiones, que denominamos heterodoxas, mantienen una distribución ‘inicial’ universal –para intentar salvar la coherencia con ese principio o por consideraciones técnicas-, pero corregida posteriormente a través de la fiscalidad; ésta puede llegar a ser una fuerte corrección fiscal para que, en el resultado final, haya una transferencia neta de rentas de ricos a pobres. Así, se pone en primer plano la garantía para cubrir las necesidades básicas, y se asegura el criterio de progresividad y compensación en la distribución ‘real’, con el beneficio para la gente más frágil y no para las clases medias y ricas. Pero, en esa medida, se va diluyendo el principio de distribución universal –que todavía permanece como referencia retórica o como símbolo de cierta identidad-, destacando una aplicación concreta distributiva hacia los sectores más necesitados, con la prioridad del objetivo de garantizar la supervivencia. Entonces, lo que prima es el segundo enfoque, tal como lo defendemos: la prioridad del avance en la igualdad con una política ‘compensadora’; la no-aplicación, como resultado final, de una ‘distribución igual y para todos’ tal como definían los principios del primer modelo de RB.

En definitiva, si la distribución pública ‘real’ –incluida la gestión fiscal- favorece a los pobres y perjudica a los ricos, no es sólo un asunto operativo de la financiación sino que afecta al principio de universalidad, lo que, siendo consecuentes, habría que reflejar en los principios: la acción contra la pobreza, la exclusión y la vulnerabilidad social sería la prioridad central de una renta pública en una sociedad segmentada. A nuestro parecer, lo que importa, en el plano práctico, es cómo queda la distribución ‘final’, y si ese saldo fiscal neto sigue el principio distributivo de ‘igual para todos’, o se prioriza el objetivo de la igualdad, teniendo en cuenta las necesidades y los recursos de cada cual. 

Por tanto, lo fundamental no debe ser la universalidad distributiva –pública- sino el sentido de la equidad frente a la desigualdad privada. Ese sería el punto común. Sin embargo, si se mantiene la referencia al carácter universal de la distribución de una RB, especialmente si se le da una gran carga simbólica, se siguen conciliando ambos aspectos: mantener el ‘principio’ de la universalidad distributiva junto a una ‘aplicación fiscal’ compensatoria hacia los desfavorecidos. Ambos criterios son contradictorios y tienen un equilibrio inestable. Si realmente pesa lo segundo –reforma social concreta como objetivo central-, lo primero tiende a quedarse como mera referencia retórica o bien como una fase técnica no decisiva en el resultado fiscal neto; entonces, se acercan posiciones. Si pesa el interés por defender los principios puros, aunque sólo sea por motivos simbólicos o identitarios de una escuela, poniendo el énfasis en su universalidad distributiva y en su valor teórico como modelo social, este discurso sigue teniendo efectos culturales y educativos perniciosos, en conflicto con los valores de la igualdad.

Se puede relativizar todo el debate teórico, pero vuelve a surgir el conflicto cuando prevalece el interés de preservar como seña de identidad un valor, la distribución pública universalista, considerando los resultados progresistas e igualitarios aspectos ‘prácticos’ poco relevantes en el plano social o teórico. Cuando se pone el énfasis en esa definición pura se diluye el valor teórico, simbólico y cultural de la orientación social contra la desigualdad y las medidas prácticas resultan elementos secundarios.

Por tanto, caben dos dinámicas. Una, desde la prioridad por la función teórica que cumple ese ‘principio’, quedan subordinadas las ‘aplicaciones’ progresistas, que son permitidas o utilizadas como pretexto defensivo ante la tradición redistribuidora y fiscal progresivas; sería una mera ‘adaptación’ práctica poco significativa para introducir cambios en sus formulaciones teóricas y de principios, que se consideran esenciales. Otra, con la prioridad por una sensibilidad social, es insuficiente quedarse sólo en una mera aplicación, sino que, para legitimar esa orientación, es necesario el desarrollo y justificación programática y ética de esa acción contra la desigualdad; por ello, aparecen otros objetivos y principios igualitarios y solidarios que, superando el plano pragmático, entran en conflicto con las definiciones abstractas de esa corriente.

Así, en la medida que se afirma la primera opción -el gran valor simbólico del principio de la universalidad en la distribución pública de la RB-, aparece con toda nitidez las implicaciones teóricas y culturales de este conflicto entre los dos enfoques. Si se defiende la universalidad distributiva –real- de la RB como aspecto fundamental e identitario, mantenemos la crítica global de la ambigüedad social de ese modelo de RB, con respecto al objetivo de la igualdad. Nuestra discrepancia es de fondo, con esas bases teóricas, ya que el conflicto de posiciones permanece en el plano cultural y de valores y en relación con la actitud ante los grandes problemas de la desigualdad socioeconómica, la redistribución de la riqueza y los derechos sociales.

En conclusión, el equilibrio entre los dos aspectos –universalidad e igualdad- se consigue con la combinación entre la universalidad del derecho a una existencia digna y la concreción segmentada de la distribución de una renta pública. Por una parte, se resaltaría la importancia de unos objetivos, el derecho a unas condiciones dignas de vida, fortaleciendo la cultura universalista de los derechos y las garantías para todos y todas. Por otra parte, se clarificaría que el resultado neto redistributivo del Estado, el sentido de una renta pública y la protección social, debe ser compensatorio para los sectores desfavorecidos y con necesidades fundamentales sin cubrir para avanzar en la igualdad socioeconómica y en el estatus de la ciudadanía social. Con ello se evitaría la confusión sobre los intereses sociales que se defienden. Se articularía mejor el conflicto entre universalidad e igualdad en una sociedad desigual.

Criterios de las rentas sociales o básicas

Para terminar, exponemos el contenido más concreto de esta posición. Una renta básica o social, es una medida distributiva y pertenece al campo de la economía, pero el aspecto principal a destacar es su función de garantía de unas condiciones mínimas de existencia. Es decir, se trata de un derecho y un valor humano, por encima del valor económico o ‘contributivo’ del individuo. Además de su componente de reforma social, su orientación y su discurso conforman un valor cultural, ya que tienen una vinculación con los modelos de sociedad y el papel del trabajo, los derechos sociales y la ciudadanía. Atendiendo a ese doble papel, un sistema de rentas públicas distribuidas por las administraciones del Estado, como garantía última de protección social, debe estar basado en los criterios y las características siguientes:

 Todas las personas deben tener la garantía y el derecho subjetivo a unos ingresos y medios suficientes para mantener unas condiciones dignas de vida, garantizando la cobertura de las necesidades básicas de la población. El derecho universal a una existencia digna supone erradicar la exclusión social, la pobreza y la vulnerabilidad. Ello exige también la gratuidad de los derechos sociales básicos –sanidad, enseñanza, servicios sociales- y el abaratamiento y la subvención pública de otros –vivienda, transporte público, alimentos básicos-.

·                    En una sociedad segmentada con amplias necesidades sociales se debe promover la redistribución de la riqueza, mediante una reforma fiscal progresiva que compense a las personas desfavorecidas con unos criterios de solidaridad y de igualdad social. Ello supone aumentar el gasto social y repartirlo con un criterio compensatorio hacia los sectores más vulnerables, con prioridad a las necesidades sociales.

·                    Todas las personas sin recursos suficientes tendrán derecho a una renta social o básica sin condiciones o contrapartidas impuestas con respecto al mercado laboral. No obstante, se promoverán cauces y mecanismos de participación en actividades socioculturales y formativas, en particular, para los jóvenes a las que podrán tener acceso de forma voluntaria y negociada. Se desarrollarán políticas de empleo, en especial, para los colectivos –jóvenes, mujeres- con dificultades de inserción laboral, o especial discriminación –inmigrantes- para garantizar el derecho a un empleo digno a todas las personas desempleadas. Se deben establecer incentivos especiales para estimular la participación en actividades formativas, de inserción profesional o de trabajos voluntarios. Estas medidas favorecen la capacidad contractual de las personas y suponen un freno a la precariedad, una exigencia de empleo estable y una defensa de los derechos laborales. Igualmente, se deben revalorizar las actividades útiles para la sociedad, valorando el trabajo doméstico y la actividad familiar o la acción formativa y cultural. Todo ello configura el derecho a la integración social, laboral y cultural y favorece la cultura de la solidaridad y la reciprocidad, así como la equidad y la ética de los cuidados en las relaciones interpersonales.

·                    Todas las personas tienen el derecho a la ciudadanía plena. La generalización de los derechos sociales y, en particular, un sistema de garantía de rentas básicas o sociales, debe favorecer las tendencias democráticas y la cultura participativa. Todo ello supone fortalecer la solidaridad pública frente a la fragmentación y dualidad social y establecer unos nuevos equilibrios de deberes cívicos y contributivos y derechos sociales universales, con la perspectiva de una sociedad alternativa más igualitaria.

·                    Una protección social plena y un sistema de rentas sociales suponen una reforma social contra la situación de vulnerabilidad social. No sólo busca superar la pobreza y la exclusión sino que debe frenar la precariedad laboral y la contratación temporal y mejorar la organización y las condiciones de trabajo; es fundamental como defensa de los sectores de trabajadores y trabajadoras más desprotegidos.

·                    Una renta monetaria ‘suficiente’, superior al umbral de la pobreza (60% de la mediana de ingresos por unidad de consumo, según la Unión Europea). La renta o ingreso social es un derecho subjetivo de todas las personas residentes que se distribuirá, individualmente, a las personas ‘sin recursos suficientes’ para cubrir sus necesidades fundamentales. El objetivo es evitar caer en la pobreza y ser suficiente para garantizar la estabilidad, la integración social, la plena ciudadanía y la capacidad autónoma para desarrollar sus proyectos vitales. Por las personas menores o dependientes se incrementará la mitad de ese importe. Igualmente, se arbitrarán otras ayudas complementarias por necesidades específicas de la unidad de convivencia y, en particular, por el gasto de vivienda.

·                    La gestión fiscal es un instrumento idóneo para el control de recursos y la adecuación o devolución de la renta distribuida según cada nivel de rentas y de necesidades, evitando la estigmatización y el ‘control social’. Se podrán establecer fórmulas compensatorias por la vía fiscal a las personas con prestaciones públicas o ingresos salariales insuficientes, por contratos a tiempo parcial, discontinuos o por rotación con el desempleo, que no tengan otras fuentes de rentas.

Todos estos elementos de una renta social o básica proporcionarían más ‘libertad real’ y mayor ‘igualdad’ entre todos, generando una mentalidad y unos valores basados en la ‘solidaridad’. Están enmarcados en la cultura universalista de los derechos humanos y sociales, en el desarrollo de los valores de la reciprocidad y en la participación ciudadana y el acceso a la ciudadanía plena.

2.5 Perspectivas de la reforma social

Tras esta interpretación de las políticas sociales y su legitimidad, se exponen diversos interrogantes y reflexiones que faciliten la discusión sobre las respuestas a los retos presentes y el futuro de la reforma social. El modelo social europeo se viene reinterpretando institucionalmente con un contenido cada vez más liberal, con mayor protagonismo del mercado para resolver la cuestión social y debilitando sus rasgos más igualitarios, participativos y solidarios. Las instituciones europeas ponen el énfasis en la responsabilidad y la activación individual como justificación para diluir los derechos adquiridos y controlar socialmente a los sectores inactivos y precarios (con derechos a protección pública). La solidaridad hacia los sectores débiles, la acción compensadora y una redistribución más justa, se intentan neutralizar con una cultura de apariencia universalista –el trato igual ante necesidades desiguales- que asegure la reproducción de las segmentaciones socioeconómicas y los privilegios de estatus. La igualdad de oportunidades se torna ‘débil’, la base común es mínima y hace abstracción de las desigualdades de origen y trayectorias y del contexto, cuestionando las bases de la ciudadanía social y laboral (Alonso, 2007; Judt, 2010; Marshall, 1998).

En una sociedad más fragmentada, con distintos riesgos y necesidades sociales, y con mayores discontinuidades en la intensidad y duración de las aportaciones individuales (deberes cívicos y de empleo, cotizaciones sociales e impuestos) es más difícil establecer la correspondencia de los derechos y fortalecer la equidad respecto del objeto a proteger. La reciprocidad entre derechos y deberes es fundamental como base del contrato social. La meritocracia, la proporcionalidad de las recompensas respecto de los méritos individuales, es más justa que otros tipos de distribución de posiciones sociales basados en privilegios o desigualdades previas, de origen, estatus o propiedad. Es el criterio dominante en el ámbito educativo o en algunas prestaciones sociales, como las pensiones contributivas. Pero es limitado para abordar todas las necesidades sociales desde una igualdad más fuerte y una dinámica integradora y solidaria. La aplicación restrictiva de la estricta proporcionalidad, como compensación exclusiva según lo aportado individualmente, es insuficiente. Rompe la cultura de los derechos universales, especialmente intensa en ámbitos como la sanidad y la acción contra la pobreza y la exclusión social. Por tanto, la reciprocidad, la combinación de derechos y deberes, hay que reinterpretarla y adecuarla, con una dimensión colectiva, de equidad y justicia social, y contemplando el conjunto de la dinámica social, los riesgos colectivos y todo el ciclo vital y generacional (Antón, 2000; 2003, y 2005).

El llamado ‘pluralismo’ de los sistemas de protección social tiene un carácter ambivalente. Para definir mejor su sentido hay que establecer su relación con la desigualdad socioeconómica y la segmentación de la seguridad y la protección públicas. Existe un conflicto entre igualdad, responsabilidad colectiva, institucional y social, y ‘libertad de elección’. El pluralismo puede permitir mejorar o reforzar la protección y la seguridad frente al Estado burocrático, o bien promover menor protección pública y su segmentación, con inseguridad para capas populares. Está clara la conveniencia del reforzamiento democrático y la eficiencia organizacional, no el poder adquisitivo del usuario, frente a la jerarquía y los privilegios burocráticos. 

En resumen, la propuesta normativa defendida aquí es más y mejor Estado ‘social’, defensa de lo público como garantía fundamental y provisión principal de servicios públicos y prestaciones sociales, junto con mayor participación democrática, descentralización, desburocratización y eficiencia de sus recursos. Y combinado con la acción asistencial y solidaria del tercer sector y la coexistencia y regulación de las actividades complementarias privadas y de mercado.

Existen grandes interrogantes para el futuro de la reforma social: ¿dimensión de las nuevas brechas sociales y los problemas de cohesión social y convivencia intercultural?; ¿qué modernización económica y cambio tecnológico con nuevos marcos de regulación socioeconómica y laboral?; ¿y la sostenibilidad medioambiental?; ¿qué expresión política, electoral y asociativa de la ciudadanía?; ¿individualización, fragmentación, desafección? En particular, existen incógnitas sobre dos aspectos sociopolíticos importantes: ¿qué nuevos proyectos y teorías del cambio social son necesarios?; ¿declive y/o renovación y regeneración de la socialdemocracia, de las izquierdas sociales y políticas? (Judt, 2010; Ramoneda, 2012; Sevilla, 2011; Touraine, 2011).

Contamos con algunos valores centrales en la tradición emancipadora, necesitados de impulso y renovación: igualdad, libertad, solidaridad, laicidad, democracia. En referencia a la política social y frente a la interpretación liberal-conservadora, hay que poner el énfasis en un enfoque ‘social’. Sus ejes centrales pueden definirse de forma siguiente: lo relevante es el objetivo ético y sociopolítico de la igualdad social, la participación cívica y la democracia social y económica avanzada; el horizonte debe ser el cambio de la política socioeconómica dominante y una orientación progresista de las instituciones estatales, europeas y mundiales; vigencia y refuerzo del Estado de bienestar y el modelo social europeo;  importancia de la plena ciudadanía social y laboral, la integración social y la convivencia intercultural. Por tanto, la solución es un nuevo papel de la política (Arias y Costas, 2011; Krugman, 2012) y la sociedad. La prioridad son las personas y no los mercados. Ese sustrato cultural tiene una amplia legitimidad social en Europa, aun con la fragmentación de las capas populares y la debilidad de las izquierdas.

La reforma social se desarrollará entre tres dinámicas: las inercias de las actuales instituciones del Estado de bienestar; los constreñimientos económicos y políticos de la mundialización, y el curso de los conflictos sociales y políticos en torno a las políticas sociales del futuro (Rodríguez Cabrero, 2004). Existe una hegemonía política conservadora en las instituciones europeas y los principales países, junto con relativo desconcierto y perplejidad de las izquierdas. No aparecen sujetos sociales consistentes para asegurar un cambio global emancipador e inmediato, pero la ciudadanía crítica es un factor de freno a la involución y estímulo para la transformación. Los condicionantes son la gestión de la crisis socioeconómica y la pugna social y democrática por el tipo de salida. Se ventila la consolidación de las políticas de ajuste y austeridad con contención del gasto público social y estancamiento económico y del empleo, o bien, la reorientación hacia una salida más equilibrada y con mayor cooperación y solidaridad en el marco europeo.

Estamos ante un nuevo ciclo histórico, en particular, para la política social. ¿Hasta dónde los sectores progresistas pueden desarrollar una dinámica activa, expresar un horizonte de cambio más igualitario y solidario, renovar los discursos, configurar un ‘reformismo fuerte’ y progresivo? Conviene plantearse interrogantes y aventurar respuestas basadas en elementos existentes para configurar ese proyecto. Primero, ¿qué vale de la tradición?: vigencia de valores ‘progresistas’, convenientemente renovados, igualdad, libertad, solidaridad, laicidad, democracia. Segundo, ¿qué modelo social?: refuerzo de las bases de la ciudadanía social y laboral, sociedad democrática, convivencia intercultural,  regulación pública y sostenibilidad medioambiental. Tercero, ¿es posible una democracia social y económica más avanzada para la próxima década?; ¿qué horizonte transformador?: no hay que descartarlo pero depende del dinamismo sociopolítico con renovados sujetos y élites sociales.

Desde el campo social de la aspiración a una sociedad más justa y solidaria, la conclusión normativa es sencilla aunque difícil de articular: necesidad de un nuevo pensamiento social más crítico, importancia de una ciudadanía activa y una acción sociopolítica basada en la igualdad.

2.6 Alcance del desmantelamiento, percepción y acción colectiva

Por otro lado, conviene analizar el sentido de la percepción ciudadana y de distintos agentes respecto de la continuidad del proceso de austeridad, con el empobrecimiento y el sufrimiento de amplias capas populares, así como del desmantelamiento o la reestructuración regresiva del Estado de bienestar, los servicios públicos y la protección social, sin horizontes de mejora del empleo y el bienestar.

Los lemas y la sensación ciudadana de ¡Van a acabar con todo! o ¡No tienen límite! expresan la incertidumbre por el futuro del llamado modelo social europeo, al menos en los países meridionales, y el retroceso material y de derechos de la mayoría de sus sociedades. Define el contenido regresivo profundo del proyecto neoliberal, aunque está por ver, dado los contrapesos existentes, el grado de cumplimiento de su programa máximo: destrucción del Estado de bienestar, la regulación y las garantías públicas y debilitamiento del sistema democrático o, en otro sentido, la vuelta a la implantación de la economía y el estado liberal del siglo XIX o primeras décadas del XX.

El temor ciudadano más realista se asienta en la perspectiva inmediata de un paro masivo y prolongado, con poca protección al desempleo y menguadas expectativas de empleo decente, un pronunciado desequilibrio en las relaciones laborales, con fuerte poder y discrecionalidad empresarial, un recorte sustantivo en los servicios públicos (sanidad y educación públicas), con un desmantelamiento progresivo de un débil aunque significativo Estado de bienestar y de protección social (pensiones, dependencia, prestaciones por desempleo y exclusión social). Se está produciendo una brecha profunda respecto de los países del norte, con gran parte de sus clases populares que, en términos comparativos, sobreviven menos mal a los efectos de la crisis y la política de austeridad (otra parte vive en la precariedad, aunque también menos mal que la franja baja del Sur –en paro y sin futuro-).

En ese sentido, la incógnita es hasta dónde el bloque de poder que representa Merkel y la Troika puede imponer ese retroceso cualitativo en las condiciones sociolaborales y la dependencia económica y política del sur europeo y, paralelamente, consolidar su hegemonía respecto de las sociedades periféricas, incluyendo el estado francés, sin romper el entramado institucional europeo o recibir un fuerte rechazo popular.

Se está imponiendo un retroceso ‘cualitativo’ (deflación) de las condiciones salariales, laborales y sociales de las sociedades europeas mediterráneas, afectando a Francia e Italia, y una dependencia de sus aparatos económicos y productivos. Se agravan las consecuencias sociales y los problemas de cohesión social y deslegitimación de sus élites. Se puede plantear el interrogante: ¿es realista el diseño del poder dominante de prolongar esta situación y cumplir la amenaza de dar otro paso más pronunciado y duradero de sometimiento popular, con mayor reducción salarial y del gasto social, estancamiento económico, descontento ciudadano y desvertebración política?

Se puede constatar la existencia de un proyecto regresivo del sector más neoliberal que no tiene límites y pretende acabar con todo. No obstante, conviene analizar las dificultades para su materialización o bien las tendencias o factores que condicionan la realización de ese programa de máximos de acabar con (destruir o desmantelar totalmente) el actual Estado de bienestar (Estado social, democrático y de derecho) o en otro sentido, consolidar un capitalismo especulativo e ‘inhumano’, con un sistema político autoritario, con dilución de su carácter social y democrático, aun conservando algunas formas mínimas de representación y legitimación política.

En primer lugar, hay que señalar el carácter destructivo de ese proyecto para el bienestar social de la mayoría de las sociedades europeas, su cohesión y vertebración, así como la deslegitimación de las élites políticas gobernantes. En las actuales circunstancias, la base de apoyo social para esos objetivos máximos sería muy limitada, por lo que el poder tendería a generar dinámicas de división popular con chivos expiatorios o falsos culpables: nacionalismos, racismo y xenofobia, populismos autoritarios. Podría acompañarlo de la involución política y democrática, fuerte control social y autoritarismo institucional (más o menos tecnocrático).

Sin embargo, un factor que condiciona o frena esa dinámica extrema es la propia mayoría de la sociedad con su cultura democrática y de justicia social; la cuestión es su grado de activación, la articulación en movimientos sociales de presión y de representación política e institucional progresista, como agentes sociales que reequilibren esa tendencia dominante. Por tanto, el resultado de esa doble tendencia puede significar la no implantación total del proyecto neoliberal y autoritario extremo.

No obstante, esas expresiones vaticinadoras de desastres, pueden tener una doble función sociocultural, de alerta y de temor. Por un lado, refuerza la denuncia del carácter regresivo profundo de ese proyecto y el riesgo de su materialización completa. Por otro lado, puede utilizarse, instrumentalmente, para generar otras dinámicas diversas, ambivalentes o contraproducentes, en la sociedad y la política: 1) el miedo, la paralización o la adaptación individual o grupal, con dinámicas y conflictos competitivos y disgregadores; 2) la deslegitimación del agente inmediato que  representa ese proyecto (derecha conservadora – PP) es positiva, pero si es superficial sería insuficiente para asegurar su recambio; 3) hasta ahora, toda la política comunicativa para evitar la desconfianza popular en la clase política y gerencial y sus políticas de austeridad ha fracasado, aunque si no se consolida existe el riesgo de neutralizarla con otra estrategia legitimadora más incisiva de cambios limitados o retóricos, o bien con otra forma de gestión consensuada entre las élites (pacto político y social, en posición subordinada para sindicatos y PSOE) sin variar lo sustancial de su estrategia; 4) la conformación de otras dinámicas racistas o xenófobas y representaciones institucionales de populismos autoritarios, como ha empezado a suceder en varios países europeos.

La activación ciudadana y la confrontación sociopolítica democrática, siendo realistas y firmes en el cambio de políticas y agentes, es la principal medida para impedir la involución social, erosionar la legitimidad de la política antisocial del poder económico e institucional dominante y neutralizar otras tendencias problemáticas o contraproducentes.

Es decir, un énfasis similar en el posible horizonte desastroso que espera a la mayoría de la sociedad, puede ser compatible con tres tipos de respuestas o apuestas normativas: a) resignación colectiva junto con un sálvese individual o grupal de carácter competitivo; b) un leve cambio institucional para relegitimar a los distintos agentes políticos y sociales; c) un cambio económico y político sustantivo con el empoderamiento de la mayoría ciudadana, el sujeto democrático y soberano, con una fuerte activación de fuerzas emancipadoras.

Por tanto, no es suficiente la explicación o el énfasis exclusivo en un diagnóstico catastrofista del futuro que nos espera. Estamos en otra fase, si cabe, más complicada. La cruda realidad se ha impuesto en la percepción de la sociedad y ha vencido a todos los intentos liberales y mediáticos de minusvaloración de la misma. El embellecimiento gubernamental de que ya estamos en plena recuperación económica y de empleo, no cuaja entre la mayoría de la población. La mayoría de la gente es realista al apreciar la fuerte desigualdad social y demuestra un fuerte sentido ético al juzgarla como injusta y señalar a sus responsables. Hay que seguir consolidando ese diagnóstico y su percepción popular. Sin embargo, ahora el paso principal es fortalecer esa cultura ciudadana de justicia social y sus valores igualitarios, profundizar en la motivación para la acción colectiva emancipadora y facilitar los mecanismos para su activación e impulso. Y el análisis empírico y la interpretación teórica de esta nueva dinámica son claves para desarrollar y mejorar esa tarea.

La realidad de la grave situación que padece la mayoría de la sociedad y la percepción social de las malas perspectivas, automáticamente o de forma unidireccional, no generan necesariamente una mayor disponibilidad para la acción colectiva transformadora. Su correspondencia mecánica (en un sentido o el contrario) sería una interpretación determinista del cuanto peor (empobrecimiento, recortes) mejor (protesta social). Junto con esa realidad, el deterioro de condiciones y derechos, su percepción y su denuncia, es necesaria la interacción de otros factores sociopolíticos que ayuden a su conformación en la actividad social igualitaria y solidaria. Esa mediación es fundamental. Se trata de la ‘experiencia moral’ (Thompson, 1977; 1979, y 1995) de segmentos amplios de la sociedad, con una cultura democrática y de la justicia social, que permita un juicio ético con la convicción del carácter injusto de esa realidad (situación socioeconómica, políticas regresivas, clase política gobernante antisocial) y configure una motivación profunda para cambiarla. Esa realidad y esa conciencia social y ética, que se incorpora a la realidad, facilitan y orientan la elaboración de demandas u objetivos a reclamar. Es cuando la predisposición de la ciudadanía indignada puede enlazar e interaccionar con las propuestas, la orientación y las iniciativas de los distintos agentes. Y se articula la expresión de esas exigencias, su carácter, dimensión y trayectoria, de acuerdo a las expectativas de su grado de incidencia, su capacidad transformadora, las oportunidades del momento y la credibilidad en los cauces, los lemas y los liderazgos.

2.7 Una prolongada pugna sociopolítica

Existen cuatro elementos, íntimamente interrelacionados, que se encadenan históricamente y que, con diversos antecedentes, conforman un nuevo escenario sociopolítico desde el año 2010. Se han producido cambios en las condiciones materiales y de conciencia social, estrategias regresivas del poder político, distanciado de la ciudadanía, y refuerzo de las demandas sociales de bienestar y democratización, con revitalización de una expresión pública relevante y nuevos o renovados actores sociales.

Así, se combinan y condicionan cuatro aspectos: a) deterioro socioeconómico, con paro masivo, desigualdad social y retroceso de condiciones y derechos sociales y laborales; b) carácter antisocial y poco democrático de la gestión de las élites dominantes y las altas instituciones políticas; c) configuración de una amplia conciencia ciudadana, progresista y crítica, frente a la injusticia social, con gran indignación popular y reafirmación democrática frente a los poderosos; d) expresión colectiva de una ciudadanía activa de carácter sociopolítico, democrático y pacífico, de composición de capas populares, con importante participación juvenil (con pocas perspectivas en su futuro laboral y vital y una mayor conciencia pública), por un lado, y de clases medias o con empleo cualificado (con dinámicas de descenso social y profesional), por otro lado.

Se ha abierto una profunda y prolongada pugna sociopolítica con el telón de fondo de posiciones contrapuestas: el reparto más o menos desigual de los costes de la crisis, el refuerzo o el desgaste del poder financiero con mayor o menor subordinación de las capas populares, el alcance de los procesos de deslegitimación de la política de austeridad y las élites gestoras junto con la tendencia hacia una democracia débil o una democratización profunda. Y en el campo cultural y de la conciencia social la incógnita está entre dos dinámicas: a) si la mayoría ciudadana asume los retrocesos democráticos y de bienestar social, bajo de argumento central de contener las demandas populares por su ‘insostenibilidad’ económica y con el refuerzo de los poderosos; b) si, dada la inmensidad de la riqueza generada, los derechos adquiridos por la ciudadanía y la amplia conciencia de justicia social, es la economía la que debe servir a la sociedad y se apuesta por una distribución más equitativa, una salida de la crisis más justa, solidaria y progresista y una regeneración democrática del sistema político.

Las opciones básicas son dos: 1) profunda reestructuración regresiva del Estado de bienestar europeo, particularmente en los países periféricos, con un retroceso de su modelo social, los derechos sociolaborales y la calidad democrática, así como una relegitimación de las actuales élites gestoras y los grupos dominantes de poder financiero; 2) dinámica sociopolítica que impida esa salida y apueste por una democratización del sistema político, una renovación profunda de las élites gobernantes, una regulación institucional de los mercados financieros, con una fiscalidad progresiva, y un refuerzo de un Estado de bienestar más avanzado, con empleo decente, así como una integración europea más solidaria.

El grupo dominante que ampara esas políticas de ajuste es fortísimo, está imponiendo su estrategia de reequilibrio de poder a su favor, reparto desigual e injusto de los costes de la crisis, gestión política con gran déficit democrático y subordinación de la ciudadanía. De momento van ganando. Es impresionante su empujón hacia mayor desigualdad social, desmantelamiento de derechos sociales y laborales y desamparo para las mayorías sociales, particularmente para las personas desempleadas. La dinámica principal apunta, a medio plazo, a la imposición de un fuerte retroceso del modelo social europeo, particularmente, en los países periféricos del sur de Europa. Pero el futuro está abierto por la presencia de los factores opuestos a esa tendencia y que permiten mantener la esperanza de conseguir otro horizonte. Es en este campo ideológico donde también se extiende la pugna cultural y democrática entre el fatalismo del sometimiento a la gestión y la salida regresiva (no hay alternativas), o la indignación, la resistencia y la apuesta por el cambio hacia una gestión política más democrática y una sociedad más justa e igualitaria (sí se puede; el cambio es posible).

Por tanto, los poderosos no tienen ganado todo el partido (o toda la liga, siguiendo con el símil futbolístico). Su debilidad principal es que su estrategia produce desempleo y sufrimiento popular masivo, no asegura suficiente cohesión social, no ofrece una modernización económica y social avanzada, no garantiza una salida justa y equilibrada de la crisis y carece de una legitimidad completa. Ese bloque de poder financiero e institucional es el que dicta la orientación de las políticas, las principales medidas de recortes sociales y fija los ritmos a imponer sobre los retrocesos de servicios públicos y derechos sociolaborales. Deben cuidar algunos límites: una mínima cohesión social de las sociedades europeas, una legitimidad básica con una democracia débil y un equilibrio político-institucional de la Unión Europea, evitando la desmembración del sur periférico. En su conjunto, la ciudadanía indignada, los movimientos sociales y grupos alternativos y las izquierdas sociales y políticas están a la defensiva. Las protestas sociales progresistas son, fundamentalmente, expresivas y de resistencia.

Las fuerzas progresistas están en un ciclo ‘defensivo’. Su principal función es impedir retrocesos en las condiciones y los derechos sociales y democráticos de la ciudadanía. No obstante, esa posición no necesariamente es defender el estatus quo, sino que es imprescindible completarla con un proyecto social y democrático, de transformación progresista. En ese sentido, sí que hay alternativas (Arias, 2011; Navarro, 2011; Ramoneda, 2012; Stiglitz, 2012; Torres, 2011).

En este ciclo la acción sociopolítica progresista tiene un mayor componente crítico, de denuncia y rechazo a las políticas de austeridad y el déficit democrático de la gestión regresiva de la clase política gobernante. Los resultados se miden más por el freno a las medidas antisociales y autoritarias que por los avances netos conseguidos. Puede conseguir mejoras relativas respecto de los planes regresivos, y porfía en su derrota. Pero, a pesar de la masividad e intensidad de la protesta social, todavía no es capaz de impedir la aplicación del grueso de las medidas; las condiciones socioeconómicas e institucionales finales son peores respecto a las de antes de la crisis. El nivel de movilización social es insuficiente para doblegar a los poderosos adversarios y, entre los sectores más comprometidos, deja un sabor de impotencia. Los de arriba imponen el empobrecimiento y la pérdida de derechos de los de abajo (y de en medio).

Sin embargo, siempre cabe la idea de que sin resistencia y deslegitimación de esa política, el bloque de poder liberal-conservador se hubiera atrevido (o intentaría más adelante) a nuevos y más profundos procesos regresivos para la sociedad y mayor apropiación de poder y riquezas para las élites y clases extractivas. Por tanto, la actividad cívica y la protesta social también tienen un impacto directo en las condiciones inmediatas de la población, frenando o suavizando los planes más agresivos e impopulares. Es el grado de eficacia esperable a corto plazo sobre los resultados reivindicativos en una situación defensiva para la mayoría ciudadana con una gran desigualdad de poder.

Al mismo tiempo, la acción sociopolítica de la ciudadanía indignada, incluida la movilización sindical, y la reafirmación democrática de la sociedad, es la mejor forma de restar credibilidad social a estas medidas. Y, sobre todo, asegura las bases alternativas para reformas o avances igualitarios, la regeneración del sistema político y la renovación y el fortalecimiento de los grupos alternativos y las izquierdas, sociales y políticas. La evaluación de la acción sociopolítica se hace más compleja y está sometida a su propia especificidad y referencias: articular un campo social progresista y democrático, con una orientación reformista fuerte, socioeconómica y sociopolítica. Y, complementariamente y con mutua influencia, una expresión político-electoral e institucional alternativa y de izquierdas y una teoría social crítica y avanzada.

En definitiva, lo que se ventila es la concreción del modelo social europeo, entre una salida de la crisis regresiva u otra justa y equitativa, entre el desmantelamiento del Estado de bienestar o las garantías para una ciudadanía social plena en una Europa más democrática, igualitaria y solidaria. El futuro no está predeterminado, depende del desarrollo de la pugna sociopolítica.

3. Igualdad y libertad: fundamentos de la justicia social[4]

Justicia es dar a cada uno lo que le corresponde; es decir, en proporción a su contribución a la sociedad, sus necesidades y sus méritos personales.

(Aristóteles, siglo IV a. c.).

El sujeto es individual porque es social (y viceversa).

 (Alonso, 2009: 63).

3.1 Concepto de justicia: principios normativos

Igualdad y libertad son principios fundamentales de la justicia. Son valores o componentes normativos que constituyen la idea de justicia. Desde Aristóteles la justicia ya era la virtud más importante desde el punto de vista relacional. El adjetivo de ‘social’, se incorporó en el siglo XIX y se consolidó con la constitución del moderno Estado social y de derecho, los actuales Estados de bienestar. La justicia social define el contenido sustantivo y procedimental de las normas que deben regular la interacción social: la distribución de los recursos y bienes económicos, políticos o culturales, así como la posición, el reconocimiento y la participación de los individuos y grupos en la estructura social.

En relación con el concepto de justicia social hay que distinguir sus fundamentos (igualdad, libertad), sus dimensiones (distribución, reconocimiento, representación) y los distintos tipos (solidaridad, derechos básicos, méritos o incentivos).

La definición de los fundamentos de la justicia hace referencia a los principios normativos que la constituyen e incorpora esos dos valores fundamentales, igualdad y libertad, aun con distintos énfasis y equilibrios. Así, diferentes autores hablan de “paridad (igualdad) participativa”, “reconocimiento” (igualitario), “igualdad de trato”, “igualdad de oportunidades” (o capacidades)... Esa expresión de la igualdad, como principio normativo, aunque se enuncie en primer plano, normalmente, se le hace depender jerárquicamente del objetivo de la libertad. Este último concepto posee también distintos matices: autorrealización, autonomía personal, capacidad de elección o desarrollo humano..., o bien, libertad ‘real’ o no-dominación. En distintas expresiones, junto con la idea de igualdad se enlazan otras como capacidad, oportunidad o participación, que son componentes sustantivos de la idea de libertad. Dicho de otro modo: se trata de asegurar una igualdad básica, incluido el derecho y el ejercicio de las libertades, para garantizar el bien individual y colectivo expresado, mayoritariamente, en términos de libertad.

Por tanto, aparece ya una cierta jerarquía, con el valor de la libertad como finalidad central y la igualdad como medio o condición para la realización de esa libertad de las personas. La concreción de la igualdad se establece a través de dos niveles: en el primero, es mínima y universal, derivada de la condición social y la dignidad del ser humano; en el segundo, los bienes y las posiciones sociales se deberían corresponder, de forma ‘equitativa’ o proporcional, al mérito o la contribución del individuo y el grupo social. El contenido de esa libertad también está lleno de diversos énfasis. Se puede poner el acento en la eliminación de interferencias externas, o bien en la superación de la necesidad y la subordinación. Puede ser expresada en términos de capacidad de elección, afirmación de identidad o participación.

Aquí nos centramos en los principios o fundamentos de la justicia social, la igualdad y la libertad, desde una perspectiva sociológica, atendiendo a su impacto en las relaciones sociales, entendidas en sentido amplio y multidimensional. La pregunta pertinente es qué igualdad y qué libertad. Se trata de definir qué grado o intensidad tienen cada uno de esos fundamentos. O, desde otro punto de vista, qué relación se establece con sus contrarios, qué equilibrios se producen y pueden ser justificados entre igualdad y desigualdad o bien entre libertad y dominación o subordinación. E, igualmente, abordaremos las diferencias entre los distintos igualitarismos y los conflictos entre diferentes derechos o libertades, siguiendo a Sen (1997: 73):

Si no se puede eludir el asunto de la igualdad, el hecho de que haya muchas nociones diferentes de igualdad implica que también hay que enfrentarse con los conflictos entre concepciones igualitaristas diferentes.

O bien, Sen (2004: 14):

Sostengo que el verdadero conflicto es el que existe entre los distintos tipos de libertades y no entre libertad ‘sin más’ y las ventajas en general.

Explicaremos las tensiones existentes en la interrelación entre los dos componentes. Ambos pueden ser complementarios y también conflictivos y son, al mismo tiempo, imprescindibles e irreductibles entre sí, dando lugar a una compleja combinación de ambos principios normativos. No estamos ante un ‘monismo moral’ sino ante la ambivalencia de valores con una relación compleja.

Ya hemos dicho que la justicia social hace referencia, fundamentalmente, al carácter relacional de los individuos. Especialmente, el fundamento de la igualdad remite a la comparación entre los individuos y grupos sociales, a la regulación equitativa de su relación. En la libertad aparecen más disociados los dos aspectos, el carácter individual y el social de la persona. Desde el punto de vista estrictamente individual este concepto se centra en el sujeto autónomo, su autorrealización, su dignidad y sus derechos individuales. Es un tema ya clásico en el pensamiento liberal e ilustrado, desde el humanismo renacentista y la reforma protestante hasta Hegel. La variante más reduccionista o economicista de la libertad sería la prioridad del derecho a la propiedad privada o la libertad de empresa, definido (por Locke y Smith) como el pivote desde el que se juzgaría la libertad individual o la capacidad de elección y el reconocimiento social.

Desde el plano de su componente social, la libertad hace referencia a unos vínculos libres de dominación y de subordinación, a los derechos civiles, políticos y sociales que garanticen a los individuos la superación de la dependencia en relación con la necesidad o la imposición del poder u otras estructuras sociales. Hacer hincapié en este enfoque social nos permitirá superar la primera acepción individualista de la libertad como el valor supremo y exclusivo del individuo. Para la variante más reduccionista, el componente social (las interacciones sociales) se considera ajeno o contraproducente al sujeto, a su individualidad y su libertad. Y, en esa medida, se infravalora ese segundo aspecto de los vínculos colectivos en que está metida la libertad. Igualmente, la igualdad se infravalora, como si fuera un componente externo al individuo, una constricción que frena su libertad y la libre expansión de sus intereses y sentimientos. Y se jerarquiza y hace depender de esa primera faceta de la libertad. La igualdad se acepta, pero en la medida que favorece la libertad como bien superior y específico del ser humano, es decir, como elemento secundario y variable dependiente. Cuando entran en conflicto, para esa lógica individualista extrema está clara la opción: el interés propio es la libertad, que sería la guía para la razón práctica. La igualdad aparece como medio instrumental y condición mínima para el desarrollo humano basado en la libertad. O bien se muestra como referencia ética genérica y ‘relacional’ favorable y complementaria a la libertad, aunque externa al individuo y dependiente de la misma. La igualdad sería, en todo caso, un criterio normativo para la sociedad, para mantener la cohesión social y aportar legitimidad a las instituciones sociales. Aunque se ve siempre un elemento de segundo orden, frente al componente de libertad, considerado el ‘esencial’ del ser humano. Pero la igualdad, la equidad en las relaciones interpersonales y sociales, es un principio constitutivo de la sociedad en su conjunto o los grupos sociales, y también de la propia persona, de su proceso en la construcción del yo.

En definitiva, igualdad y libertad están interrelacionadas, y constituyen dos polos fundamentales de la justicia social. Ambos componentes pueden ser complementarios pero también opuestos y entrar en conflicto. No se pueden reducir la una a la otra, ni priorizar o jerarquizar de forma absoluta la primera a la segunda o la segunda a la primera. Todas las doctrinas, al menos las modernas y democráticas, incluido las liberales y las de izquierdas, socialdemócratas o marxistas, tienen una base igualitarista. Es importante la interrogante planteada por Sen (2004, y 2010): ¿igualdad de qué? Este autor se refiere principalmente a dos opciones: 1) de recursos o bienes primarios (Rawls, 1971), o 2) de capacidades (Sen, 2010; Nussbaum, 2012). Y, frente al enfoque procedimental e institucional de la primera, apuesta claramente por la perspectiva sustantiva y ligada directamente a las personas, de la segunda. La primera posición consiste en opciones distributivas, de una igualdad específica en un aspecto de las necesidades y de nivel mínimo, como base para la libertad real de las personas. Por tanto, desde esa idea, con una base igualitaria básica aspiran a proporcionar a los seres humanos mayor libertad.

Una cuestión importante, como veremos, es la definición de ese umbral mínimo para la distribución igualitaria. A partir de él, la justicia, particularmente en Rawls, se basa en otro tipo distributivo relacionado con los incentivos proporcionales al mérito y, por tanto, desiguales. Al contenido del mérito se incorporan el patrimonio y el poder acumulado y ejercido.

En consecuencia, la combinación de los distintos tipos de justicia y su peso respectivo, tiene grandes implicaciones para la realidad social, la percepción popular de la justicia y la legitimidad de las instituciones. En la formulación de los actuales principios normativos de la justicia nos encontramos con distintos énfasis y conexiones entre ambos valores, igualdad y libertad. Desde ahí, analizaremos las dimensiones y los tipos de la justicia, después de clarificar la perspectiva sociológica.

3.2 Una interpretación social y crítica

Para comprobar la función social de la justicia habrá que establecer su conexión con la realidad social, es decir, contrastar las ideas de la justicia social con la situación actual de la sociedad y señalar su potencial transformador. Ello nos lleva a una breve alusión crítica de la desigualdad y la subordinación, ya explicada antes. El contexto social está definido por transformaciones profundas en diversas esferas: una situación de crisis socioeconómica, fuertes procesos de desigualdad social, grandes cambios productivos y demográficos, diversidad sociocultural y conflictos interétnicos; igualmente, existen tendencias sociales ambivalentes, con dinámicas de privatización, repliegue individualista y competitividad, por un lado, y procesos de indignación social, defensa de lo público y reafirmación democrática, por otro. En ese marco se sitúan los distintos agentes sociales y políticos y la existencia de una ciudadanía activa, con pugnas sociopolíticas y amplios procesos de activación y participación democrática junto con significativos déficits de confianza popular en las élites políticas gestoras.

Paralelamente, según distintas encuestas de opinión, en España y en el ámbito europeo, se expresa una amplia conciencia popular de justicia social que define el posicionamiento crítico de amplias franjas de la población frente a la existencia de injusticia social y el apoyo a los derechos sociales y los valores democráticos. Existe una significativa disociación entre una cultura de justicia social, presente en mayorías sociales, y las políticas liberal-conservadoras, dominantes hoy en la Unión Europea, que cuestionan la ciudadanía social y laboral. Frente a la prioridad por reducir el déficit público y aplicar medidas de austeridad, se levanta una significativa opinión ciudadana de defensa del empleo, unas condiciones socioeconómicas decentes y unos servicios públicos de calidad.

Todo ello supone una base y un estímulo para avanzar en una teoría social crítica, una posición normativa y ética que defina, renueve y adapte los fundamentos de la justicia social, necesarios para desarrollar una actitud transformadora.

El enfoque sociológico aquí utilizado parte del doble carácter del ser humano: individual y social. Reconocer esa ambivalencia es fundamental para evitar los dos extremos de distintas corrientes de pensamiento: el individuo aislado de lo social, cuyo desarrollo se contrapone a la sociedad vista como constricción de su libertad; o bien, la visión totalizadora o colectivista extrema, con la ausencia de la autonomía individual y la imposición de la realidad del grupo social o el poder. La sociedad no es solo la suma o agregación de individuos, ni un agente totalizador en el que se subsumen las personas. Y el sujeto no es solo su estricta individualidad, cuyo mayor reflejo es su componente biológico; su conciencia, su comportamiento y sus vínculos sociales conforman también su identidad individual y colectiva. Así,

el individuo real siempre actúa en grupos humanos concretos, y estos grupos son fundamentos reflexivos de las sociedades complejas (los grupos forman la sociedad, pero los grupos portan y reproducen los elementos instituyentes de lo social) (Alonso, 2009: 61).

No se trata ahora de detallar las características de las distintas corrientes teóricas para definir al ser humano o la sociedad. Solamente destacamos ese amplio campo de pensamiento, presente en los fundadores de la sociología (Marx, Durkheim y Weber), de integrar lo individual y lo social, frente a la unilateralidad de las corrientes extremas que apuestan por la exclusividad de un aspecto (individuo aislado o abstracto) o su contrario (sociedad como totalidad indiferenciada).

En estos mismos autores clásicos, así como en las diferentes escuelas, más o menos afines y heterogéneas que han tenido lugar en el siglo XX, ha sido difícil la interrelación de esos dos componentes del ser humano, el individual y el social. Ha habido inclinaciones más hacia un lado u otro, sin el equilibrio específico adecuado según los momentos y temas. En un extremo, desde ciertas tradiciones marxistas o colectivistas se ha llegado a despreciar al sujeto individual, a su libertad y autonomía, llegando a posiciones anti-pluralistas y totalitarias (Judt, 2010; del Río, 2007). En sentido contrario, en las últimas décadas también se ha exacerbado el individualismo antisocial o asocial, típico de algunas tendencias liberales y postmodernas, con la prioridad del interés propio ‘egoísta’ a costa o en conflicto con el bien de la sociedad. Como dice Sen (2011: 33): El enfoque egoísta de la racionalidad supone, entre otras cosas, un firme rechazo de la visión de la motivación ‘relacionada con la ética’. En particular, la justificación liberal de que el interés privado, el beneficio propio, iba a llevar a la prosperidad pública (Antón, 1997), ha sido contradicha por la actual experiencia de empobrecimiento masivo con fuertes desigualdades y brechas sociales, derivada de la crisis socioeconómica y las políticas de ajuste y austeridad (Milanovic, 2012; Stiglitz, 2012). En la perspectiva de combinar los dos componentes del sujeto, podemos apuntar otros autores actuales significativos, como Giddens (1993) y Victoria Camps (1999).

Por tanto, siguiendo con Alonso (2009: 67), es imposible la construcción aislada de una identidad individual, pues el individuo solo logra tomar conciencia de su individualidad por medio de la mirada del otro. Así, el vínculo social no es externo a la persona sino que es una de sus dimensiones constitutivas; la subjetivación solo puede formarse en procesos intersubjetivos, por lo que el individuo únicamente es capaz de individualizarse, en el sentido más literal de término, en la sociedad. Por ello, en la sociedad actual, los marcos de subjetivación y elección siguen estando fuertemente condicionados por la posición ocupada en la estructura social, que condiciona fuertemente el acceso, la cantidad y calidad de los recursos no solo materiales sino también culturales y expresivos. Y, continúa señalando este autor, todo ello nos lleva a considerar muy seriamente la necesidad de soportes colectivos (materiales, sociales, culturales, simbólicos), para el desarrollo de la individualidad. Estos soportes pasan por el grupo, la acción colectiva y las instituciones, instancias todas ellas íntimamente vinculadas e interpenetradas. Porque las instituciones no solo obligan, constriñen o limitan, sino también suministran recursos insustituibles para la construcción de la identidad. Los marcos de referencia colectivos no solo sujetan o encarcelan el yo, también le dan los modelos para pensar, ser y actuar.

Hay que ser conscientes del conflicto entre el ideal ético (bien común) y el pragmatismo (beneficio propio, bien parcial), ya planteado por Kant. El ‘bien’ debe ser del conjunto, de todos y de cada uno, cuestión compleja. Existe un conflicto de valores, particularmente entre los dos principales tratados aquí, la igualdad y la libertad. Pero también, entre ellos y otros como entre la libertad y la responsabilidad, o entre la igualdad y la mejora del bienestar, el crecimiento económico y el desarrollo humano. Resolver esas polarizaciones es fácil cuando existe homogeneidad sobre lo ‘bueno’ y lo ‘malo’, con una gran legitimidad social sobre las normas adoptadas. No obstante, es difícil la armonía social y el consenso ético en torno a unos valores universales aceptados de forma generalizada.

El riesgo es doble. Por un lado, el relativismo extremo, la ausencia de normas colectivas legítimas y una fragmentación y desagregación social. Por otro lado, el incremento de la competitividad individual y grupal por imponer la propia verdad o la capacidad de poder y apropiación de bienes, llegando hasta nuevas formas autoritarias y fundamentalistas. Cada vez existe mayor diversidad cultural y ética, así como intereses contradictorios por las graves brechas y desigualdades sociales. O, simplemente, queda patente la dificultad para definir lo moral y lo amoral de un hecho ya que también está sujeto a otras consideraciones no estrictamente éticas. Todo ello hace más problemática la elección y su carácter justo. A veces se produce la situación ‘trágica’, y solo cabe la elección entre dos males, debiendo escoger el mal ‘menor’, aunque como ‘mal’ también produce sufrimiento, desigualdad o deterioro de la libertad.

Para completar esta perspectiva sociológica, hay que citar la idea antropológica o filosófica con la que enfocamos este trabajo: la ambivalencia del ser humano, frente a una mirada unilateral y la visión esencialista o determinista. El sujeto no es, por naturaleza, ni absolutamente bueno ni absolutamente malo. No es adecuada una visión antropológica optimista (presente en Rousseau) que lleva al libre desarrollo ‘natural’ del niño, como perfeccionamiento de la ‘naturaleza’ humana. Tampoco es correcta la visión pesimista de la maldad (inadaptación o indisciplina) intrínseca del ser humano (y la idea de la bondad de la sociedad o el Estado, implícita en Comte), con la conclusión normativa del refuerzo institucional del control y el orden social y la imposición del Estado o la autoridad.

Por otro lado, hay que distinguir la polarización entre lo social y lo individual de los diferentes planos de la sociedad -y la naturaleza-. Y diferenciar el tipo de relaciones sociales (económicas, culturales y jurídico-políticas o institucionales), sus ámbitos (local-global, individuo-instituciones/orden social) y sus esferas (clase, sexo, etnia, nación, cultura…).

En conclusión, lo individual y lo social del ser humano incluye su autonomía moral y su vínculo social, su identidad individual y su identidad colectiva. Su componente social abarca las relaciones socioeconómicas, la dominación o la subordinación, la participación política y las relaciones interpersonales y culturales. Esta ambivalencia del ser humano y este rechazo a la visión esencialista o determinista, se completa con una visión social, histórica y contextual: los individuos y grupos sociales se construyen histórica y culturalmente en determinados contextos y condiciones sociales, y su desarrollo moral y humano está imbricado con la evolución de la sociedad.

3.3 Tipos de justicia: solidaridad, igualdad jurídica o derechos humanos y méritos

Históricamente, aparecen dos tipos o ámbitos distintos de la justicia como igualdad, anticipados en la cita inicial de Aristóteles: 1) la solidaridad respecto a las ‘necesidades’ individuales o grupales; 2) la proporcionalidad de las recompensas (incentivos y reconocimientos) en relación con las ‘contribuciones’ o los ‘méritos’. Le añadiremos un tercero, central en la modernidad: 3) los derechos básicos como ser humano o la igualdad jurídica fundamental de todos los individuos (o ciudadanos). Honnet (2006), discípulo y continuador de Habermas, habla también de tres tipos de justicia similares a los aquí planteados (aunque tienen un contenido parcialmente diferente, en el que no vamos a entrar). Son dependientes de su núcleo normativo basado en el reconocimiento: amor y afecto en el núcleo familiar, méritos e igualdad jurídica.

El primer tipo de justicia, la correspondencia de los bienes con la necesidad, se puede contemplar como fundamento de las relaciones familiares o de amistad, del pacto intergeneracional de los adultos respecto de los niños y ancianos, así como de la reciprocidad en las relaciones de pareja; de manera más institucional, es la base normativa de una parte de la acción protectora de los modernos Estados de bienestar. Está amparado en el reconocimiento de la ciudadanía social (Alonso, 2007; Marshall y Bottomore, 1998) en el contexto del pacto keynesiano o el contrato social de reciprocidad intergeneracional y de grupos sociales para hacer frente de forma mancomunada a los riesgos sociales (enfermedad, paro y vejez). Y se da por supuesto la contribución masiva en el empleo y los impuestos y las obligaciones cívicas. En particular, se aplica, sobre todo, para el sistema de salud y muchos servicios sociales: la pertenencia a determinada sociedad permite el derecho a recibir la atención y las prestaciones imprescindibles que se ‘necesitan’, independientemente del nivel contributivo o meritocrático concreto, para asegurar la salud. En un sentido más general, se fundamenta en el valor de la solidaridad (la ‘fraternidad’ de la ilustración francesa), también interrelacionado con la igualdad y la libertad. Más allá de las grandes transformaciones en el ámbito familiar y en las bases de la solidaridad ‘orgánica’, y lejos del optimismo del predominio de los lazos de cooperación entre los individuos y grupos sociales, este criterio de justicia como respuesta a la necesidad individual o social todavía existe en muchas relaciones interpersonales. Igualmente, fundamenta una parte de las responsabilidades y garantías institucionales de protección social de los Estados de bienestar, particularmente centroeuropeos y del norte socialdemócrata.

El segundo tipo, basado en la distribución proporcional al mérito, representa el sistema habitual de remuneración en el empleo: salario igual ante trabajo igual, pero proporcional a la cantidad o calidad –productividad- del trabajo, aspecto central en la remuneración empresarial y en la justificación liberal y marxista. Así, el derecho obrero a disfrutar del producto de su trabajo, era valorado por Marx como ‘derecho burgués’ y conllevaba una pugna por la distribución más equitativa respecto de las ganancias del capital. Pero, también, esta forma distributiva es la base del sistema (contributivo) de pensiones, con una prestación mensual proporcional al nivel contributivo previo (aunque indefinida en cuanto cubre todo el tiempo del riesgo de la vejez hasta la muerte). Igualmente, son contributivas otras prestaciones, como las de protección al desempleo. Este sistema está completado, ante la ausencia de ese derecho y la existencia de necesidad, con otra parte de subsidios o rentas básicas no contributivos, cuya justificación se basa en el tercer tipo de justicia. Por otro lado, la meritocracia, la recompensa proporcional a la aportación realizada o méritos demostrados, es también fundamental en el sistema educativo, como reconocimiento equitativo de las credenciales que corresponden a un nivel de esfuerzos, habilidades, competencias o capacidades alcanzado. Aunque la educación es un derecho universal (y un deber, en la etapa obligatoria), su acceso se basa en la igualdad de oportunidades y se asocia al siguiente tipo de justicia.

Existe un tercer tipo de justicia, la igualdad distributiva asociada a los derechos humanos: la igualdad de trato, sin discriminación, y la existencia de unos derechos básicos, individuales y colectivos. Ambos aspectos son dependientes de la dignidad del ser humano y como reconocimiento del vínculo social. Superados los criterios pre-modernos de linaje o de casta, se ha ido implantando progresivamente –con el precedente del derecho romano- la igualdad jurídica o ante la ley, los derechos civiles y políticos. Se empezó por los ‘propietarios’ y los varones o cabezas de familia, originarios de un país determinado, y se amplió a los llamados derechos humanos universales y a la moderna ciudadanía social. No deriva del nivel de aportación del individuo a la sociedad. Consiste en asegurar unas condiciones mínimas de supervivencia, participación cívica y productiva e integración social y cultural. No hay exigencia de contraprestación proporcional. No obstante, se dan por supuesto las relaciones de reciprocidad general dentro de un contrato social (o nacional) y los equilibrios globales entre derechos y deberes u obligaciones. Tiene sus fundamentos en la igualdad ante la ley de todos los individuos (igualdad jurídica) y en el derecho a unos bienes básicos, como ser humano y/o partícipe de una sociedad. Son fuente de la libertad y la autonomía individual, en el contexto de los vínculos cooperativos en la sociedad.

3.4 Dimensiones de la justicia: redistribución, reconocimiento y representación

La justicia social tiene tres dimensiones (Fraser, 2008; Fraser y Honneth, 2006): redistribución, reconocimiento y participación (o representación), cuya síntesis y desarrollo histórico se expone en Murillo y Hernández (2011). La distribución básica puede ser de bienes primarios (Rawls, 1971), recursos (Dworkin, 1981) o capacidades (Nussbaum, 2012; Sen, 2001; 2004, y 2010). Se trata de conseguir una igualdad mínima de medios que permita garantizar la libertad real de los individuos, sus capacidades reales y su ejercicio. El reconocimiento hace referencia a la necesidad de superar la insuficiencia de respeto o estima social, de discriminación o subordinación de un individuo o un grupo social respecto de otros, para garantizar una posición igualitaria en la interacción social. La representación, como cauce y expresión de la participación cívica en la esfera pública, es incorporada más tarde por Fraser (2008) y desarrollada por Nussbaum (2012) desde el enfoque de las capacidades. Vamos a comentarlo, dejando para más adelante las posiciones más específicas de Rawls y Sen.

Las dimensiones del reconocimiento y la participación se sostienen en principios igualitarios y están íntimamente relacionadas con la distribución y la ciudadanía (Alonso, 2003; Fraser, 2008; Fraser y Honneth, 2006). Es el derecho a ser tratado igual y sin discriminación, derivado de la propia dignidad humana, con derecho a la estima, el respeto y el reconocimiento sociales, así como a la participación cívica y política. También convendrá distinguir los niveles de capacidad participativa igualitaria, desde unos derechos y cauces básicos (Nussbaum, 2012) hasta llegar a la ciudadanía plena o la participación democrática en la regulación institucional de la economía y el control del poder político. Estas dimensiones de distribución, reconocimiento y representación, dada la grave y persistente crisis social y económica actual y su gestión regresiva y con déficit de legitimidad democrática, están cobrando una nueva magnitud que desborda el marco en que se situaban anteriormente.

Respecto de la distribución, Fraser (2006) ya apuntaba, en un plano más profundo que el enfoque de mínimos de Rawls, que era necesaria una amplia reestructuración económica progresista. El problema, ahora más evidente, ya no solo es ‘distributivo’, sino que afecta al conjunto de las relaciones económicas, en particular a la capacidad de ‘regulación’ institucional de los mercados. Con la actual crisis económica y financiera han pasado a primer plano la realidad de la desigualdad socioeconómica, el retroceso de condiciones y derechos sociolaborales y el desastre producido por la ausencia de controles (políticos, normativos y éticos) a la libertad de empresa o del mercado de capitales y los límites de una fiscalidad regresiva.

Por tanto, el problema se plantea en unos términos más amplios: redistribución profunda y progresiva (freno a la distribución regresiva), regulación política e institucional de la economía, defensa de la ciudadanía social, servicios públicos de calidad, equidad en la gestión y la salida de la crisis. Se ha demostrado el fracaso del modelo igualitarista de tipo soviético que llevó al estancamiento económico, además de los componentes autoritarios y elitistas de la burocracia de su poder político. El sistema capitalista, estas décadas pasadas, ha sido más eficiente y capaz de asegurar el crecimiento económico y la mejora de las condiciones laborales y sociales de la población (Milanovic, 2012). Pero, también se han evidenciado, masivamente, sus límites y lacras. Y una vez demostrado también el fracaso de las políticas neoliberales, dominantes estos últimos años, causantes de la actual crisis económica, se abre el espacio para el debate y la renovación de la tradición keynesiana y la izquierda democrática, del reequilibrio entre la política, la participación ciudadana y las instituciones democráticas respecto de los poderes económicos. Se vuelve a poner de actualidad la necesidad de un nuevo equilibrio entre el papel del Estado y las instituciones internacionales (desde los grandes Estados hasta el G-20, la ONU, la OMC o la OCDE) en relación con los mercados, particularmente, los financieros (Nussbaum, 2012). O bien, entre lo público y las garantías de igualdad y no subordinación, y lo privado y su amparo en la ley del más fuerte o la libertad del poderoso.

Todo ello supone avanzar en el reconocimiento y la participación de una ciudadanía plena y en la profundización democrática de los sistemas políticos representativos. El reconocimiento y la representación ya no se quedan en los importantes temas del papel de los nuevos movimientos sociales y los viejos movimientos sindicales, en la relación entre políticas de identidad y políticas de clase o en la regulación de la representación de los diversos agentes sociales (Alonso, 2007). Ya antes, tanto el movimiento sindical como los llamados nuevos movimientos sociales tenían una composición interclasista. No se podía afirmar que el primero era reflejo solo de los intereses económicos o distributivos de la clase trabajadora, y los segundos, respondían frente a opresiones sociales diversas (de sexo, etnia, origen nacional…), exclusivamente, con aspiraciones culturales de las clases medias. Esos contenidos y conflictos también eran transversales a las distintas clases sociales: las clases medias tienen problemas distributivos y las clases trabajadoras sufren ese tipo de discriminaciones y subordinaciones. En las características y la identidad de las clases trabajadoras es fundamental también su componente de ‘subordinación’ y las deficiencias de su libertad, es decir, su necesidad de mejorar su reconocimiento y su estatus. Y una de las particularidades de esta situación económica es el bloqueo o el descenso de la capacidad adquisitiva y el estatus socioeconómico de sectores de capas medias. La igualdad económica y la igualdad de estatus se entrelazan, las identidades son más débiles, pero más variadas e interrelacionadas (Antón, 2008a). Y el propio concepto de estatus se amplía, al ponerse en riesgo el llamado modelo social europeo, la integración social y cívica y la calidad democrática o la impotencia de las instituciones políticas. Así, se plantean nuevas propuestas de mejora democrática y de equidad socioeconómica.

En la actualidad, estas dimensiones se han transformado e integrado en una nueva dinámica más general, derivada de la crisis: la inestabilidad y el retroceso en el acceso a los bienes y recursos y las garantías de los derechos. En esta situación de ‘incertidumbre’ se ha puesto de manifiesto la fragilidad del estatus de ciudadanía y el déficit democrático de las grandes instituciones. Esto es debido a la disociación entre sus medidas políticas y la opinión ciudadana, no suficientemente reconocida cuando no despreciada por muchos poderes públicos y económicos.

En definitiva, reconocimiento y representación, cobran gran importancia y nueva dimensión: por un lado, la exigencia de reconocimiento público e institucional de una ciudadanía activa, como conjunto de movimientos sociales y expresiones colectivas en que se manifiesta una corriente social indignada y crítica; por otro lado, la demanda de regeneración democrática de las instituciones políticas, con un mayor impulso participativo, la revitalización del tejido asociativo y la integración social y cultural. El actual contexto de crisis socioeconómica se caracteriza por una gestión institucional predominantemente regresiva, con fuertes presiones y pugnas en torno al reparto más o menos desigual de sus costes o la exigencia de un tipo de salida justa o equitativa. Y aparece un profundo conflicto sociopolítico entre dos dinámicas: por una parte, la afirmación de la soberanía popular y el principio democrático de la participación cívica y política, como derechos fundamentales e igualitarios del conjunto de la ciudadanía; por otra parte, la libertad de los grandes poderes financieros que deciden unilateralmente sobre el movimiento de capitales y sus ganancias y condicionan la política fiscal y presupuestaria. Es un conflicto ético entre la defensa de la legitimidad de la capacidad de decisión de las sociedades articuladas en sus instituciones representativas y la de las minorías poderosas. Estas élites dominantes se defienden desde ‘su’ libertad al beneficio privado, pretenden evitar interferencias públicas o utilizan instituciones públicas y sus gestores para reforzar su autonomía respecto de la opinión democrática de la mayoría ciudadana.

Tradicionalmente, la legitimación del actual orden socioeconómico se ha amparado en los beneficios de crecimiento económico que esa dinámica reportaba a la sociedad, consistente en un reparto del conjunto de los bienes con una parte para los desfavorecidos (siguiendo el segundo principio de Rawls). Pero, dados los límites derivados de la actual crisis económica y siendo evidentes los desastres producidos por la explosión de la burbuja financiera y las dinámicas especulativas, ahora ha perdido legitimidad. Así, resulta insuficiente la justificación basada en la libertad económica, aunque mantengan su poder los grandes grupos financieros, con cierto amparo legal o en situación alegal, por ausencia de regulación precisa y suficientes instituciones internacionales (Milanovic, 2012). Esa justificación desde la libertad de empresa y su supuesta eficiencia general, entra en conflicto no solo con la igualdad, sino, específicamente, con la dimensión participativa y de reconocimiento de la ciudadanía. Esta faceta de la justicia adquiere una mayor importancia práctica y requiere una profundización de su valor y su legitimidad frente a la relativa impotencia de la acción democrática, particularmente en el plano internacional.

3.5 Desigualdad, bienes primarios (Rawls) o capacidades (Sen)

Rawls y Sen -que se declara deudor del primero- son dos autores con una gran influencia en las teorías de la justicia social. Ambos parten de la igualdad (distribución de bienes elementales o capacidades básicas) como base para la libertad. Libertad como elección de preferencias (Rawls), o como desarrollo de capacidades individuales y acumulativas (Sen). Sus diferencias se establecen, fundamentalmente, en el contenido de esa igualdad básica: bienes primarios o capacidades humanas. Ante el planteamiento ‘procedimental’ de Rawls, Sen hace una amplia valoración crítica de sus insuficiencias y le opone un enfoque ‘sustantivo’. La polarización se establece entre 1) la constitución de instituciones justas que garanticen la igualdad de bienes primarios para garantizar la libertad real; o 2) igualdad y desarrollo de capacidades (libertad sustantiva) para garantizar los logros de las personas y el valor propio de la libertad.

Así, Sen (2004: 97) cuestiona la pretendida suficiencia, para una teoría de la justicia orientada hacia la libertad, de esta atención a los ‘medios’ para conseguir la libertad, en vez de la ‘extensión’ de la libertad de que una persona goza realmente. Dado que la ‘transformación’ de esos bienes elementales y esos recursos, en libertad de elección entre combinaciones de ‘funcionamientos’ alternativos y de otros logros, podría variar de una persona a otra, la igualdad de bienes elementales o recursos puede ir unida a serias desigualdades en las libertades realmente disfrutadas por distintas personas. La cuestión clave, en este contexto, es si tales desigualdades de libertad son compatibles con la satisfacción de la idea fundamental de la concepción política de la justicia. En la valoración de la justicia basada en las capacidades, las demandas y los títulos individuales no tienen que evaluarse en términos de los recursos o de los bienes elementales de que realmente las personas disfrutan. Se deben valorar en relación con la capacidad o la posibilidad de poder elegir las vidas que definan con sus propias razones personales. Es esta libertad real la que está representada por las ‘capacidades’ de la persona para conseguir varias combinaciones alternativas de funcionamientos. Es importante distinguir entre, por un lado, la capacidad, que representa la libertad realmente disfrutada, y por otro lado, dos aspectos interrelacionados: 1) los bienes elementales y otros recursos, y 2) los logros, incluidos combinaciones de funciones realmente disfrutadas, y otros resultados alcanzados. Y termina afirmando que si nuestra inquietud es la igualdad de la libertad, es igualmente improcedente exigir la igualdad de sus ‘medios’ que buscar la igualdad de sus ‘resultados’.

Aun con esas diferencias, ambos combaten y superan el liberalismo clásico o el utilitarismo de Bentham, e incorporan ese componente fundamental de la igualdad como base de la libertad real, frente a la exclusividad por la libertad y su dimensión utilitaria en conseguir ‘resultados’ prácticos. Para el utilitarismo, el fundamento de la justicia es la ley, la libertad y la igualdad jurídica, aunque los distintos tipos de libertad aparecen jerarquizados. En el primer orden de los derechos civiles aparece la libertad de decisión sobre el patrimonio propio y su utilización. El estatus del individuo se basaría, fundamentalmente, en la propiedad privada o la posesión de bienes y recursos, cuyo origen no se cuestionaba y que constituía la fuente de obligaciones (contribución con impuestos) y derechos.

Por otro lado, particularmente, Rawls se diferencia de la tradición keynesiana y socialdemócrata en que se asientan los modernos Estados de bienestar europeos más avanzados (continentales y nórdicos), y enlaza, con matices, con el modelo liberal o anglosajón (Reino Unido, Estados Unidos, Japón y Australia). Amplía y renueva el bagaje normativo del liberalismo social (Darhendorf, 1994) y el liberalismo político (Rawls, 1997). Y, confluye, en cierta medida, con el giro hacia la tercera vía de sectores socialdemócratas europeos (Giddens, 1999). Sin embargo, la experiencia ciudadana de lo más avanzado de ese modelo social europeo y la tradición igualitaria de las izquierdas democráticas europeas, tienen una fundamentación ética de la justicia social, basada en una igualdad de oportunidades ‘fuerte’. Así que, respecto a esta tradición más igualitaria de las izquierdas europeas, las posiciones de ese liberalismo progresista representa un perfil intelectual y normativo que podemos definir como ‘débil’, respecto de la distribución y la igualdad. Esa insuficiencia está clara en la formulación de los bienes primarios de Rawls.

Nussbaum (2012) da un paso más con sus ‘capacidades combinadas’. En su caso, de las diez capacidades básicas, las dos principales son: 1) la de afiliación (poder vivir con y para los demás, reconocerlos y poder participar en la interacción social, así como disponer de unas bases sociales en que afirmar la dignidad), y 2) la razón práctica (poder formarse una concepción del bien y reflexionar críticamente acerca de la planificación de la propia vida). Es una base mínima importante que conlleva una igualdad básica en un primer peldaño. La cuestión es la definición de los límites a partir de los cuales es permisible la desigualdad derivada del mérito desigual y, sobre todo, de la persistencia de diversos factores socioeconómicos, políticos y culturales que continúan creando ventajas para unos y desventajas para otros.

En el caso de Sen, con una perspectiva mundial de los grandes déficits de pobreza, recursos y capacidades humanas, su propuesta y el horizonte promovido, particularmente desde sus responsabilidades en el Programa de Desarrollo Humano de la ONU, significa un gran avance progresista, que le acerca a una concepción de la igualdad más sustantiva. Su enfoque de capacidades llega más allá, al estar incardinado en el desarrollo humano, hacer hincapié en su carácter ‘inmanente’ y apostar por cubrir las necesidades fundamentales de educación y sanidad, todavía perentorias en muchos países poco desarrollados. Por tanto, puede desbordar los límites de un umbral mínimo y ser sensible a remover los obstáculos de todo tipo que impiden el desarrollo de estas capacidades básicas, sustantivas para ejercer la libertad y la autonomía de las personas concretas. Su enfoque de ‘capacidades’ o de ‘desarrollo humano’ enlaza con una igualdad de ‘oportunidades’ fuerte y una visión más densa de la libertad de las personas. Supone cierta diferencia con Nussbaum, más dependiente del enfoque de mínimos de Rawls y su liberalismo político convencional. En definitiva, al completar Sen su concepto de libertades ‘sustanciales’, con la realización práctica de capacidades humanas, desarrolla una orientación igualitaria fuerte, con significativo impacto transformador. 

La idea de justicia como equidad en Rawls está basada en la ‘imparcialidad’ de la correspondencia respecto de los méritos o proporcionalidad. La posición ‘original’ con el ‘velo de la ignorancia’ es partir de cero (sin contar intereses y opiniones) y es cuando surgen los principios de la justicia. Después viene el ‘trato igual’, apoyando a los más desfavorecidos con una base de bienes primarios mínimos. En Sen, ese concepto de equidad es ‘objetividad’ o neutralidad junto con tener en cuenta a los ‘otros’ y sus particularidades. Es decir, contempla sus condiciones concretas de existencia, sus necesidades, para estimular las capacidades que le puedan hacer libres y tomar sus decisiones.

Frente a la ‘trascendencia’ de un ‘modelo institucional justo’ de Rawls (procedimental), que sirva de referencia para aplicar por las instituciones políticas, Sen acentúa la ‘inmanencia’. Se trata de la vinculación directa a las personas, su comportamiento práctico y su desarrollo de capacidades, e incorpora la ‘libertad real’ o sustantiva derivada de sus capacidades y oportunidades (o posibilidad de transformar sus capacidades). Señala la dificultad e inconveniencia de diseñar una sociedad y un sistema alternativo o una teoría social completa y acabada. Los riesgos, en ese sentido, son la simple adaptación a lo existente y su legitimación como lo posible. Ello llevaría a valorar el necesario impulso ético y la dinámica transformadora, con la clarificación de qué sujetos, condiciones y bases normativas son necesarias: ciudadanía, élites, movimientos sociales, y su convergencia y sus bases sociales transversales de clase, sexo…, cuestiones en las que Sen apenas entra. E, igualmente, a tener una visión mundial y analizar la fragmentación entre bloques de países y su diferenciación interna, que trata parcialmente Nussbaum (2012) y que sí aborda ampliamente Fraser (2008).

La deficiencia teórica más significativa de los enfoques de Rawls y, parcialmente, de Sen viene determinada por la jerarquía dominante de la libertad y la dependencia de la igualdad, ya comentada, a la que se deja en una posición más secundaria. Sin embargo, existen diferencias significativas entre ambos. En el conflicto entre igualdad y libertad, en su explicación en el capítulo Igualdad ¿de qué?, Sen (2004: 15 y ss.) critica a Rawls el carácter indiferenciado de su propuesta de bienes primarios, respecto a las particularidades de las situaciones y necesidades de cada individuo y grupo social:

La ética de la igualdad tiene que adaptarse a las diversidades generalizadas que afectan a las relaciones entre los diferentes ámbitos. La ‘pluralidad’ de las variables focales puede crear una gran diferencia justamente por la ‘diversidad’ de seres humanos…

Sen plantea en esas páginas que la igualdad de capacidad es clave para la libertad, y, paralelamente, aborda la existencia de una igualdad mínima y la desigualdad como condición y expresión de la libertad. Además, en el mismo prefacio sostiene que el verdadero conflicto es el que existe entre los distintos tipos de libertades y no entre libertad ‘sin más’ y las ventajas en general. Es decir, vincula la libertad a la existencia de una igualdad sustancial, pero prioriza la libertad y justifica la existencia de la desigualdad si ésta viene derivada de la libertad.        

Por mi parte, ya he realizado una valoración crítica del enfoque teórico de Rawls (Antón, 2000); así como de algunas propuestas sobre el papel de los ingresos sociales mínimos o rentas básicas como fundamento de la libertad real y la ciudadanía (Antón, 2003, y 2005). Aquí solamente destacamos los límites de su teoría de la justicia para frenar la desigualdad social e impulsar la igualdad sustantiva.

Los dos principios de La teoría de la justicia de Rawls (versión de 1987) son:

1. Todas las personas tienen el mismo derecho a un esquema plenamente suficiente (en la versión de 1971 en vez de suficiente aparece más amplio posible) de libertades básicas iguales compatible con un esquema de libertades semejante para todos.

2. Las desigualdades sociales y económicas han de cumplir dos condiciones. Primera, tienen que corresponder a oficios y puestos accesibles a todos bajo condiciones de una equitativa igualdad de oportunidades; y segunda, tienen que beneficiar grandemente a los miembros menos favorecidos de la sociedad.

Ya hemos comentado el carácter limitado de esos bienes elementales aludidos en el primer principio y su distribución indiferenciada respecto a las condiciones y necesidades reales de la gente. La cuestión ahora es el segundo principio y la justificación de las desigualdades. Según la primera condición, son permisibles siempre que en el acceso a los empleos haya habido ‘igualdad de oportunidades’, cosa difícil si la interpretamos en un sentido fuerte, de superación de los condicionantes (socioeconómicos y de estatus) de origen, contexto y trayectoria. Esa situación de desigualdad, derivada del incumplimiento de ese principio, no es una cosa excepcional sino bastante amplia. Y si se concibe en un sentido débil, que es lo usual, se dejan de abordar muchas situaciones de injusticia. Pero, el acento más crítico se plantea respecto de la segunda condición: la legitimación de las desigualdades sociales y económicas siempre que se beneficie a los más desfavorecidos. Esa dinámica es la habitual en las grandes etapas de crecimiento económico bajo el capitalismo. Ha sido evidente en el largo proceso de la posguerra mundial, con altas tasas de crecimiento hasta finales de los años sesenta, época en que se sitúa Rawls. En menor medida, también se ha visto en las dos décadas anteriores a la actual crisis, los años noventa y primeros dos mil. En esos periodos, el conjunto de la sociedad, incluido los sectores pobres, han mejorado su situación económico-social, respecto de las generaciones anteriores. Se cumple el principio de mejora de los desfavorecidos. Pero ese principio hace abstracción de las distancias y brechas sociales que se producen entre las distintas clases sociales, es decir, la evolución de la desigualdad social. Así, ante la abundancia y el crecimiento del conjunto de los bienes a repartir siempre se deja algo para los pobres, que mejoran respecto a su situación anterior. No obstante, la distribución principal, cada vez más acumulativa y distanciada respecto de las capas bajas, se realiza en la cúpula económica y, parcialmente, entre las clases medias ascendentes.

Ello es especialmente evidente a escala mundial, con una fuerte desigualdad global, a la que Rawls no quiere aplicar sus principios, acotados a la escala de un país, en una sociedad ‘ordenada’. En palabras de Milanovic (2012), la brecha entre países ricos y pobres es enorme y creciente…, y según sus datos (p. 172) el 10% más rico del mundo recibe el 56% de la renta. Mientras el 10% más pobre recibe el 0,7%. El 5% más rico, el 37%, y el 5% más pobre el 0,2%. En dólares normales el 10% más rico recibe más de dos terceras partes de la renta mundial total, y el 5% más rico se apropia del 45%. Y siguiendo con su pirámide global (p. 178), en la que expone el porcentaje de habitantes del mundo necesario para generar los sucesivos 20% de la renta global, nos encontramos con una estratificación social con los siguientes cinco tramos, del más bajo al más alto: el primer tramo del 20% de la renta mundial es repartido entre el 77% (personas más pobres); el segundo tramo entre el 12% (personas no pobres pero por debajo de la media); el tercer tramo entre el 5,6% (en torno a la media, aunque algo más de la mitad por debajo de la renta media y algo menos de la mitad por arriba de la línea que define a la clase media-media); el cuarto tramo entre el 3,6% (la típica clase media-alta), y el quinto tramo entre el 1,75% (personas más ricas, la élite mundial). No hay una clase media global. Existe una gran capa pobre, baja o trabajadora precaria de más de las tres cuartas partes de la población mundial (77%), una minoritaria clase trabajadora medio-baja (15%), una clase media-media y media-alta de apenas el 6,2%, y las capas altas, las élites poderosas y ricas son el 1,75%.

Pero la desigualdad también es profunda en los países desarrollados. Con palabras de Stiglitz (2012), en EEUU los integrantes del 1 por ciento (superior) se llevan a casa la riqueza, pero al hacerlo no le han aportado nada más que angustia e inseguridad al 99 por ciento. Sencillamente, la mayoría de los estadounidenses no se ha beneficiado del crecimiento del país. Incluso en países emergentes con un gran crecimiento económico y aumento del nivel de vida general, como China, se hace patente el incremento de las desigualdades (con unos de los mayores índices GINI) y deben enfrentarse a graves problemas de cohesión social de sus sociedades, así como de legitimidad de sus poderes políticos.

En ese sentido, la justificación de que al mejorar también los pobres, la situación social es justa, no es asumida por amplias capas populares, por mucho que parte de ellas lo pueda ver como un problema menor. Así, mayorías sociales perciben el aumento desproporcionado de las riquezas (a veces, fraudulento) en los polos superiores de la estructura social y política. Se producen más distancias entre los aventajados y los no aventajados. Es un significado clave de la desigualdad social, como comparación de la situación ‘relativa’ entre las distintas capas y no solo como empeoramiento respecto a la situación anterior de cada cual. Además, con la actual crisis, amplios sectores sociales han visto descender sus condiciones de vida y sus derechos sociales y laborales. Así mismo, rebajan su estatus, con menos inclusión y participación democrática y con deterioro de su capacidad de influencia en la representación política y las grandes instituciones. Todo ello agrava la situación de desamparo y la deslegitimación social de los poderes económicos y políticos. Esa dinámica de empobrecimiento y retroceso absoluto todavía se puede combatir con los propios criterios de justicia de Rawls. De hecho, las políticas dominantes de ajuste y austeridad se ven, mayoritariamente, como injustas. Pero, como hemos explicado, esos criterios son insuficientes para abordar la justicia respecto de la actual crisis económica y social, la disminución de la desigualdad e, incluso, la garantía y el avance de la libertad desde una perspectiva más participativa y democrática, como la del republicanismo cívico (Pettit, 1999).

En definitiva, la posición de Rawls puede justificar una desigualdad creciente y muy amplia, en la que las ganancias adicionales recaigan desproporcionadamente sobre los ricos, siempre que se produzca alguna ganancia, aunque sea muy modesta, en la renta de los pobres (Milanovic, 2012: 46). Por otra parte, siguiendo con Milanovic (pp. 140 y ss.), el lugar de nacimiento explica más del 60% de la variabilidad en las rentas globales. Los niveles de renta de los distintos países son tremendamente diferentes y constituyen el principal factor para explicar la desigualdad global. Su ciudadanía y el nivel de renta de sus padres explican por sí solos más del 80% de los ingresos de una persona. El restante 20% se debe, por tanto, a otros factores sobre los que el individuo no tiene control (género, raza, edad, suerte) y a factores que sí puede controlar (esfuerzo o trabajo duro). Esta explicación de la renta personal deja bien claro que la porción debida al esfuerzo personal es muy pequeña respecto a la posición en la renta global (tiene mayor impacto respecto a la posición dentro del propio país). Así que los esfuerzos individuales, la buena actuación económica del propio país y la emigración son las tres maneras en que las personas pueden mejorar su posición en la renta global. Esta mención demuestra el poco peso que tienen en la distribución a escala global los derechos básicos así como los incentivos directos derivados de la meritocracia o los trabajos personales. No es de extrañar la amplia percepción, incluso en EEUU y Europa, de una grave situación de injusticia, condicionada en su expresión, entre otras cosas, por la profunda fragmentación social, la gran diversidad cultural y de los procesos de legitimación política, los distintos itinerarios por países y las dificultades de la solidaridad a nivel mundial o en ámbitos regionales, como el europeo.

Milanovic (2012) también habla de una desigualdad ‘mala’ y una desigualdad ‘buena’. Se refiere a que la igualdad no es un valor absoluto, siempre por encima de todo, en particular respecto de la ‘eficiencia’, como motor para ampliar la riqueza y, por tanto, para mejorar las condiciones de vida de la gente. Ya hemos comentado que el igualitarismo económico extremo no permite ‘incentivar’ suficientemente el esfuerzo y la inversión productiva de los distintos agentes y que el modelo soviético fracasó en esa tarea de incrementar la capacidad productiva y de bienes para asegurar el desarrollo económico y social de su población. Por tanto, estamos ante la necesidad de un nuevo equilibrio entre igualdad y desarrollo económico, entre la capacidad democrática de la sociedad mediante una adecuada regulación económica para asegurar el interés general (o el bien común), incluida la sostenibilidad medioambiental, y la libertad de los agentes económicos para producir y conseguir sus expectativas de beneficios privados. Dicho de otra forma, entre la libertad de los mercados y la regulación de los estados democráticos (u organismos internacionales), basada en una ética de la justicia social global.

La clásica cuestión social, la desigualdad socioeconómica y la diferenciación de capas sociales, cobra nueva importancia. No valen los mismos esquemas interpretativos rígidos del pasado sobre las clases sociales. Aparecen distintas formas y articulaciones, tanto en la diferenciación de capas sociales como en la conformación de nueva subjetividad de rechazo a la subordinación, de descontento respecto de los poderosos. Se han ido generando fuertes brechas sociales que ponen en riesgo la cohesión social y la legitimidad de las instituciones políticas, que pueden dar soporte a una mayor conciencia social de la existencia de minorías o élites, arriba, y mayorías sociales o capas populares, abajo, por supuesto, con sectores intermedios. Ello permite, desde la justicia social, generar nuevas demandas y sujetos colectivos progresistas y promover un cambio social más igualitario y justo. Así, en voz de Stiglitz (2012: 34):

En vez de corregir los fallos del mercado, el sistema político los estaba potenciando… aunque puede que intervengan fuerzas económicas subyacentes, la política ha condicionado el mercado, y lo ha condicionado de forma que favorezca a los de arriba a expensas de los demás… La élite económica ha presionado para lograr un marco que le beneficia, a expensas de los demás, pero se trata de un sistema económico que no es eficiente ni justo.

Esa percepción crítica, entre sectores amplios y más indignados, se extiende a los principales ejes del sistema económico y político, cuestionando la actual dinámica y exigiendo un cambio de rumbo que se puede resumir en dos ideas básicas relacionadas con nuestro hilo conductor de igualdad y libertad: 1) menor desigualdad social, mayor regulación de los mercados y suficientes derechos sociales, y 2) mejor democracia junto con mayor participación cívica, libertad y no-dominación.

3.6 Un reformismo fuerte: ampliar la igualdad y la libertad

Enlazando con los distintos tipos de justicia, hay que advertir las diferencias de grado o intensidad en los niveles garantizados con carácter universal y el mayor peso de los mecanismos complementarios o privados dependientes de otras contribuciones, méritos o incentivos. Es un aspecto clave de las desigualdades en los niveles de la ‘distribución’. Por tanto, aun manteniendo la retórica de la universalidad de ciertos derechos, muchos dispositivos, prestaciones y garantías concretas son desiguales, ya que deben ser adecuadas a las ‘necesidades sociales’ que pueden ser distintas. No son universales sino particulares, para determinados sectores o capas de la sociedad y fruto de segmentación y desigualdad en el ejercicio de esos derechos. Afecta, especialmente, a los llamados derechos sociales, económicos y laborales, a la específica ciudadanía social, en los que se combina la prestación pública de un nivel mínimo de bienes básicos (primarios, en palabras de Rawls) con la cobertura de otros niveles complementarios dependientes de otros tipos de justicia (meritocrática). El criterio de suficiencia de los bienes públicos se rebaja hasta el nivel de las necesidades básicas de los sectores más empobrecidos. Al mismo tiempo, los servicios públicos pierden calidad respecto de las exigencias, primero, de capas medias y, luego, de sectores intermedios de las clases trabajadoras. Así, se promueve una dinámica de traspaso a otros sistemas complementarios o privados si pueden ser sostenidos con nuevos compromisos de pago.

El proceso de reestructuración regresiva de la política social va desde el objetivo de una cobertura, intensidad y calidad suficientes de los mecanismos y bienes fundamentales para la gran mayoría de la población hacia la exclusiva responsabilidad de las instituciones públicas, en ese nivel mínimo de protección, del tercio más precarizado y empobrecido o incluso reducido solo a evitar la exclusión social. La lógica de la justificación ética se traslada desde una igualdad sustancial y para el conjunto de la ciudadanía a una igualdad de mínimos, asistencializada, y para los sectores desfavorecidos, merecedores todavía de la solidaridad pública para garantizar su supervivencia y asegurar la cohesión social.

La fundamentación universalista de los derechos humanos, el desarrollo de capacidades y el criterio de reciprocidad personal o solidaridad social ante las ‘necesidades humanas’ son fundamentales para entender los Estados de bienestar y la experiencia ciudadana de la justicia social, conformada durante las últimas décadas, desde la posguerra mundial. Pero esas bases de la ciudadanía social se producen dentro del pacto global (keynesiano) de los activos (y mientras se es activo o contribuyente) por garantizar la seguridad de los pasivos y necesitados frente a los riesgos sociales (vejez, enfermedad, paro…). Es decir, se amplió mucho la distribución horizontal en el interior de sectores socioeconómicos similares, y no tanto la redistribución vertical entre las clases sociales. En los últimos tiempos se acelera el desdoblamiento de dos niveles de coberturas de las prestaciones y servicios o intensidad protectora: uno contributivo, proporcional a las aportaciones (méritos), y otro no contributivo, derivado de la pertenencia colectiva y las garantías mínimas para todos. Es decir, en la igualdad distributiva hay una imbricación entre los tres tipos de justicia, y se reajusta la función de cada uno de ellos, conformando un nuevo (des)equilibrio.

Las bases de la ciudadanía social y laboral están en crisis (Alonso, 2007; Antón, 2008a). Los actuales procesos de reestructuración regresiva de los Estados de bienestar están reformulando sus fundamentos normativos, de tal forma que el contenido asistencial y la intensidad protectora públicos se están reduciendo, se rebaja la calidad de los servicios públicos y se segmentan los distintos mecanismos, con privatizaciones parciales o sistemas mixtos. Pierden peso el primer y el tercer tipo de justicia social, a lo que se resisten capas populares. Gana importancia el segundo, el contributivo (o directamente el aseguramiento privado), más apropiado para las capas medias.

Estamos ante dos niveles del concepto de igualdad de oportunidades: uno débil y otro fuerte. O, más allá de la formulación de la amplitud de los derechos humanos, ante un grado mínimo, todavía importante para muchos países poco desarrollados, pero muy insuficiente respecto a la experiencia de un grado máximo como los mecanismos y garantías construidas particularmente en los países más avanzados de Europa. No obstante, en la Unión Europea existe una relativa ambigüedad que permite cierta flexibilidad entre los dos niveles en distintos países. Sin embargo, la base común en que tiende a definirse el llamado modelo ‘social’ europeo se va quedando en el grado mínimo.

Todo ello tiene gran trascendencia para la educación, particularmente la tensión entre la igualdad (oportunidades o capacidades iguales para todos, atendiendo a los condicionantes del origen, contexto y trayectoria) y la libertad (de elección de centro y red escolar, tiempo y diseño de la carrera educativa, etc.) (Antón, 2013d).

En conclusión, la realidad social y los límites de las tradiciones dominantes en la fundamentación de la justicia, hace más imperiosa la necesidad de profundizar y renovar los fundamentos (igualdad y libertad) de la justicia social, reevaluar sus dimensiones (redistribución, reconocimiento y representación o participación) y reequilibrar sus distintos tipos (solidaridad, mérito, derechos básicos o igualdad jurídica). El enfoque aquí planteado es el de fortalecer la igualdad y la libertad, las capacidades reales de las mayorías sociales para definir un modelo social progresista y una sociedad más justa. Se enmarca en un reformismo ‘fuerte’, con grandes transformaciones en los distintos planos, en este proceso de gestión y salida de la crisis socioeconómica lleno de incertidumbres, con efectos particulares en países europeos periféricos, como España, que apuesta por una salida más equitativa y emancipadora.

4. Cambios en las clases sociales[5]

Las clases y capas sociales, cuya existencia pareció superada en el discurso público en un cierto momento, reclaman hoy de nuevo su protagonismo (Subirats, 2012: 23).

Clase es una categoría ‘histórica’… La clase y la conciencia de clase son siempre las últimas, no las primeras, fases del proceso real histórico (Thompson, 1979: 37).

Introducción

Para definir a las clases sociales de forma completa hay que considerar sus condiciones ‘objetivas’ y su ‘conciencia social’: subjetividad, identidad, sentido de pertenencia colectiva. Comparativamente son cuestiones más fáciles de explicar. Pero, sobre todo, hay que explicar su ‘comportamiento’ o experiencia: práctica social y cultural, estilos de vida, participación en el conflicto social o pugna sociopolítica. El concepto clase social expresa una relación social, una diferenciación con otras clases sociales. Su conformación es histórica y cultural y se realiza a través del conflicto social.

En los últimos años se han producido grandes cambios en los tres planos. Los más evidentes en la precarización de las condiciones materiales y de derechos de la mayoría de la sociedad, la configuración de una conciencia de indignación cívica frente a la injusticia social y una nueva dinámica sociopolítica.

Se ha generado una polarización de amplios sectores populares con el poder económico, financiero y gubernamental. En la agenda sociopolítica ha reaparecido un amplio y prolongado conflicto social. Es distinto a los procesos de la etapa anterior. Es la suma y convergencia de movilizaciones y grupos sociales pero, sobre todo, es la superación de cierta fragmentación representativa y expresiva, con una mayor dimensión, duración y polarización sociopolítica. Se va configurando una identificación del adversario común, así como una conciencia emergente de un bloque social alternativo y democrático en defensa de la mayoría social que padece el paro masivo, la austeridad y los recortes sociolaborales y de derechos, con una gestión política regresiva de la crisis socioeconómica. Son aspectos que aparecen como blanco de las movilizaciones y la contienda política de estos años y la deslegitimación del poder financiero e institucional, incluido el europeo. Es una dinámica social con importante impacto político-electoral que apunta a un cambio institucional significativo.

Se reconfiguran las clases sociales en su dimensión de actores y vuelven al espacio público agentes sociales con una dinámica de empoderamiento ciudadano frente a los poderosos. Se reafirma una cultura cívica de justicia social, se conforman nuevos y renovados sujetos colectivos con fuerte impacto sociopolítico, con un laborioso proceso, lleno de altibajos y vacilaciones, de conformación de una representación social, unitaria y arraigada en un amplio y diverso tejido asociativo, incluido el movimiento sindical. Todo ello ha cristalizado en el campo político, con el declive de la derecha, la emergencia de nuevas fuerzas alternativas y la conformación de nuevos gobiernos municipales y autonómicos de izquierda, así como la expectativa de un gobierno de progreso en España.

En esta investigación se exponen los cambios más significativos en este triple plano, de las condiciones objetivas de las distintas clases sociales, su conciencia social y su comportamiento sociopolítico.

4.1              Vuelven las clases y los sujetos sociales

Los sujetos sociales nunca se habían ido; aparte del movimiento sindical, ampliamente representativo (Antón, 2006a; 2011, y 2013), existía un extenso tejido asociativo, gran parte de carácter solidario. Las clases sociales tampoco se habían ido. Han sido una referencia clave para interpretar las sociedades desarrolladas en estas últimas décadas. La existencia de las clases medias siempre ha estado presente en el ámbito político y mediático.

No obstante, se habían difuminado, por un lado, los movimientos sociales y la existencia de las clases trabajadoras, con su fragmentación y pasividad, y por otro lado, la de las élites dominantes que aparecían, sobre todo, como la representación de la voluntad popular o las portadoras del interés general. Parecía que el sistema político-electoral era el cauce fundamental y casi exclusivo para expresar las demandas populares.

Sin embargo, desde hace ya varios años, asistimos a un cambio profundo del papel de los sujetos sociales y su impacto sociopolítico (desde el movimiento 15-M, las mareas ciudadanas o la Plataforma contra los desahucios, hasta el movimiento sindical, el feminista, el ecologista o el vecinal), con cierta disociación entre ciudadanía (indignada o crítica) y clase gobernante, gestora de la austeridad. Es necesaria una nueva interpretación para ver las dinámicas de fondo del cambio social y político.

Con la crisis económica y las políticas liberal-conservadoras de la élite gobernante, con el incumplimiento de sus compromisos democráticos y sociales, emerge nuevamente entre la opinión ciudadana la conciencia de la existencia de un grupo de poder, financiero e institucional, que practica una ofensiva regresiva. Se visualiza una clase dominante con un carácter oligárquico, antisocial y autoritario confrontada con los intereses y demandas de la mayoría de la sociedad.

A su vez, se ha generado un nuevo ciclo de la protesta social progresista, una nueva dinámica sociopolítica. Expresa la existencia de una corriente social indignada de carácter democrático. Una ciudadanía activa, basada en capas sociales descontentas y subordinadas, pugna contra la involución social y democrática. Tienen una base social popular, es decir, interclasista de clases medias y trabajadoras, incluyendo sectores precarios y desempleados.

Además, se ha producido una polarización con el poder económico, financiero y gubernamental. En la agenda sociopolítica ha reaparecido un amplio y prolongado conflicto social. Es distinto a los procesos de la etapa anterior. Es la suma y convergencia de movilizaciones y grupos sociales pero, sobre todo, es la superación de cierta fragmentación representativa y expresiva, con una mayor dimensión, duración y polarización sociopolítica. Se va configurando una identificación del adversario común, así como una conciencia emergente de un bloque social alternativo y democrático en defensa de la mayoría social que padece el paro masivo, la austeridad y los recortes sociolaborales y de derechos, con una gestión política regresiva. Son aspectos que aparecen como blanco de las movilizaciones y la deslegitimación del poder financiero e institucional, incluido el europeo.

Se reconfiguran las clases sociales en su dimensión de actores y vuelven al espacio público agentes sociales con una dinámica de empoderamiento ciudadano frente a los poderosos. Se reafirma una cultura cívica de justicia social, se conforman nuevos y renovados sujetos colectivos con fuerte impacto sociopolítico, con un laborioso proceso, lleno de altibajos y vacilaciones, de conformación de una representación social, unitaria y arraigada en un amplio tejido asociativo. En las elecciones europeas y, después, en las municipales y autonómicas, se ha confirmado la tendencia hacia una nueva recomposición del mapa político con el desgaste del bipartidismo, la debacle del PSOE, la irrupción del electorado indignado y el ascenso de Podemos y otras candidaturas populares y alternativas. Ha empezado a tener repercusión en el ámbito electoral, como se ha demostrado en las recientes elecciones municipales y autonómicas. La incógnita y la expectativa pública es en qué medida se va a expresar en las próximas elecciones generales, cómo se va a articular su representación política, hasta dónde va a influir en la renovación y reequilibrio entre las izquierdas y en el cambio político e institucional.

Como decíamos, para definir a las clases sociales de forma completa hay que considerar sus condiciones ‘objetivas’ y su ‘conciencia social’: subjetividad, identidad, sentido de pertenencia colectiva. Comparativamente son cuestiones más fáciles de explicar. Pero, sobre todo, hay que explicar su ‘comportamiento’ o experiencia: práctica social y cultural, estilos de vida, participación en el conflicto social o pugna sociopolítica. El concepto clase social expresa una relación social, una diferenciación con otras clases sociales. Su conformación es histórica y cultural y se realiza a través del conflicto social.

El concepto clase social es analítico, relacional e histórico. Existe una interacción y mediación entre posición socioeconómica y de poder, conciencia y conducta, aunque no mecánica o determinista en un sentido u otro. Aparte de otras variables y divisiones que aquí dejamos al margen. Además, utilizaremos distintas palabras (capas, segmentos, subclase, fracción de clase) para denominar categorías o tipos en que se agrupan individuos en partes significativas y diferenciadas en el interior de las clases o que las conforman, sin llegar a la fragmentación casuística. Así mismo, aludiremos a agrupamientos o bloques sociales por encima de las clases sociales; el principal, las llamadas ‘clases populares’ como suma de las clases trabajadoras y las clases medias (estancadas o descendentes).

4.2              Límites de las teorías convencionales y esfuerzo interpretativo

Sintéticamente, se apuntan las principales insuficiencias de las teorías convencionales sobre las clases sociales y el enfoque aquí adoptado.

No es adecuada la visión atomista, individualista extrema e indiferenciada, de carácter liberal o postmoderno que, fundamentalmente, contempla a individuos aislados y diferentes entre sí, sin posiciones similares con otros individuos y sectores de la sociedad. Su representación es el círculo o la manzana. La visión funcionalista de la agregación de individuos, con la distribución en estratos continuos, tiene insuficiencias; su forma es la pirámide o la pera. Igualmente, es unilateral el idealismo, presente en enfoques ‘culturales’, con la sobrevaloración de la subjetividad y el voluntarismo de la ‘agencia’ y la infravaloración de la desigualdad socioeconómica y de poder o el peso de los factores estructurales, contextuales e históricos.

Me detengo en la crítica a la idea marxista más determinista o estructuralista, de amplia influencia en algunos sectores de la izquierda. No es adecuada la posición de la prioridad a la ‘propiedad’ (no la posesión y el control) de los medios de producción –la estructura económica- que explicaría la conciencia social y el comportamiento sociopolítico, así como la idea de la inevitabilidad histórica de la polarización social, la lucha de clases, y la hegemonía de la clase trabajadora. El error estructuralista es establecer una conexión necesaria entre ‘pertenencia objetiva’, ‘consciencia’ y ‘acción’. El enfoque marxista-hegeliano de ‘clase objetiva’ (en sí) y ‘clase subjetiva’ (para sí) tiene limitaciones. La clase trabajadora se forma como ‘sujeto’ al ‘practicar’ la defensa y la diferenciación de intereses, demandas, cultura, participación…, respecto de otras clases (el poder dominante). La situación objetiva, los intereses inmediatos, no determinan la conformación de la conciencia social (o de clase), las ‘demandas’, la acción colectiva y los sujetos. Es clave la mediación institucional-asociativa y la cultura ciudadana, democrática y de justicia social.

La clase trabajadora, a diferencia de la burguesía que controlaba ya muchos resortes de la economía en su lucha contra el Antiguo Régimen, no domina los medios de producción y distribución, ni tampoco el Estado. No puede apoyarse en el control económico que no tiene, sino en desplegar su capacidad de influencia como fuerza social, su hegemonía política en la sociedad como sujeto transformador. De ahí que su acción sociopolítica, cultural y democrática sea más decisiva. Además de ser consecuentemente partidaria de las libertades civiles y políticas y la democratización del sistema político, debe apuntar a una democracia social y económica más avanzada. Es ahí donde entra en conflicto abierto contra la desigualdad socioeconómica y los privilegios de las capas acomodadas que utilizan los resortes del poder político e institucional para defender la estructura social y económica desigual. La conformación de ese sujeto es fundamental, pero no nace mecánicamente de su situación material de explotación sino de la evolución relacional e histórica de sectores sociales subordinados que se indignan frente a las injusticias, participan en el conflicto social y desarrollan la democracia.

Por tanto, es imprescindible superar ese determinismo económico, dominante en el marxismo ortodoxo, así como el determinismo político-institucional o cultural de otras corrientes teóricas.

En consecuencia, es importante la mediación sociopolítica/institucional, el papel de los agentes y la cultura, con la función contradictoria de las normas, creencias y valores. Junto con el análisis de las condiciones materiales y subjetivas de la población, el aspecto principal es la interpretación, histórica y relacional, del comportamiento, la experiencia y los vínculos de colaboración y oposición de los distintos grupos o capas sociales, y su conexión con esas condiciones. Supone una reafirmación del sujeto individual, su capacidad autónoma y reflexiva, así como sus derechos individuales y colectivos; al mismo tiempo y de forma interrelacionada que se avanza en el empoderamiento de la ciudadanía, en la conformación de un sujeto social progresista. Y todo ello contando con la influencia de la situación material, las estructuras sociales, económicas y políticas y los contextos históricos y culturales.

Como referencias intelectuales, todas ellas desde una posición democrática y de izquierdas, se pueden citar dos autores: E. P. Thompson (1977; 1979, y 1995), historiador británico riguroso y de orientación marxista, pero heterodoxo y anti-determinista, pionero en la crítica al enfoque estructuralista, y A. Touraine (2005, y 2009), sociólogo francés, que revaloriza el papel del ‘sujeto’ y los derechos humanos universales, particularmente los ‘culturales’ para hacer frente, principalmente, al conflicto étnico; no obstante, hoy es insuficiente (sus textos están escritos antes del impacto de la crisis, la austeridad y la fuerte involución social y democrática) para analizar la importancia de la nueva cuestión social y la pugna sociopolítica y cultural por los derechos sociolaborales y democráticos. Podemos añadir otro investigador (junto con estudiosos afines) de los movimientos sociales y la contienda política, Ch. Tilly (2010; McAdam et al., 1999, y 2005) que, para explicar los conflictos sociales, pone el acento en la estructura de oportunidades políticas y los procesos culturales ‘enmarcadores’; sin embargo, para explicar la conformación e intensidad de las demandas progresistas y el carácter de los sujetos populares deja algo de lado un aspecto fundamental: las dimensiones y características de los agravios e injusticias padecidos y la experiencia popular de su gravedad, ligada a su cultura democrática y de justicia social. Por último, podemos citar los intentos de superación de la rigidez marxista (y weberiana) sobre las clases y sujetos sociales, haciendo alusión a los trabajos de E. O. Writh (1994) y E. del Río (1986).

Por otro lado, también recogeremos algunos elementos empíricos de corte funcionalista, weberiano o de otras corrientes. Sobre estudios concretos respecto de la estratificación social, aparte del citado de la socióloga Marina Subirats (2012), señalamos solamente cuatro, con distintos enfoques: dos ya clásicos en la sociología convencional estadounidense (Kerbo, 2003, y Lenski, 1969), y dos españoles de reconocido prestigio en este ámbito (Requena et al, 2013, y Tezanos, 2002). No se trata de una mezcolanza ecléctica sino de construir un análisis riguroso, con fundamentación empírica, recoger algunos componentes valiosos de las distintas tradiciones teóricas y criticar y desechar las ideas más inadecuadas. Se trata de un esfuerzo analítico e interpretativo, asentado en un enfoque social y crítico.

Los factores principales de diferenciación socioeconómica y de poder son tres: 1) ingresos o rentas (jerarquía económica); 2) estatus profesional u ocupacional (dominio o control) y posición en la estructura de poder o autoridad (dominación / subordinación); 3) posición (propiedad o posesión / explotación) ante los medios de producción. Corresponde, básicamente, a las prioridades analíticas de las tres corrientes mencionadas: funcionalista, weberiana y marxista. Existen otros factores relacionales (sexo, origen…), estilo de vida y consumo, capacidad cultural, subjetividad... que solo aludiremos brevemente.

Para el análisis de los procesos sociopolíticos habrá que combinar: 1) la interpretación científica de la realidad; 2) la evaluación de las tendencias sociales, los sujetos colectivos y los escenarios sociopolíticos probables, y 3) las propuestas normativas de cambio social.

4.3              Clases sociales: características objetivas

Atendiendo a las características ‘objetivas’ de la población, a su diferenciación socioeconómica y de poder, existen tres grandes clases sociales: dominante, medias y trabajadoras. Sus contornos y características están sometidos a la selección de los datos de las diferentes fuentes y a distintas interpretaciones y marcos teóricos, tal como se ha explicado. En otra investigación más detallada (Antón, 2014), exponemos, primero, la clasificación de los individuos de la población activa por su situación profesional, tipo de ocupación y nivel de rentas; segundo, el impacto de la crisis en la composición de las clases sociales; tercero, la distribución por sexo y otras variables; cuarto, un estudio global sobre las clases en Cataluña. Aquí solo vamos a exponer sintéticamente la composición global de la población activa, según el tipo de ocupación –o desempleo- y la evolución de las clases sociales en España durante la crisis (un análisis del periodo anterior se puede ver en Antón, 2008, y otro específico sobre la precariedad laboral juvenil, en Antón, 2006).

El elemento fundamental para un análisis de clase ‘objetiva’, partiendo de la relevancia de la situación ‘material’ en las relaciones económicas, es el de la posición de dominio, control o posesión respecto de los medios de producción (y distribución y reproducción) y la fuerza de trabajo, incluida la capacidad de decisión y gestión productiva y de los recursos humanos (y su relación con los educativos y familiares).

Esta idea de clase social, por sus condiciones ‘objetivas’, anclada también en el (neo)marxismo de influencia weberiana (Wright, 1994), aborda mejor la realidad sustantiva de las posiciones de explotación y poder en las relaciones económicas y productivas. Es significativa la diferencia entre la posesión y el control efectivo y la situación derivada de la propiedad jurídica. Tenemos a altos ejecutivos (asalariados) cuya capacidad decisoria y de control de medios de producción es muy superior a la de muchos empresarios-propietarios de la pequeña y mediana empresa (e incluso a la de sus accionistas). Esas capas altas asalariadas, particularmente las vinculadas al sector financiero (capas ‘extractivas’), utilizan también su posición de control y poder de los instrumentos económicos, en un contexto institucional desregulador y permisivo, para apropiarse del valor creado por otras personas y empresas; son asalariados pero no están explotados sino que son explotadores. Pero, sobre todo, hay que considerar que del bloque de autónomos y similares, en torno al 70% (71,3% de los hombres y 69,1% de las mujeres) pertenecen a la clase trabajadora. Con un control relativo de sus medios de trabajo, una limitada autonomía y una dependencia mercantil y laboral vía subcontratación, este sector de autónomos (muchos son ‘falsos autónomos’) está más subordinado y dependiente que otras capas asalariadas, profesionales o gestores responsables de departamentos o áreas de negocio, con contrato laboral pero con gente asalariada (o autónomos) bajo su control, y que consideramos de clase media.

Por tanto, aquí la referencia principal para dividir a la población ocupada será esta posición sustantiva en la capacidad de dominio (o dependencia) de los medios de producción que, a su vez, tiene una vinculación con el grado de poder o autoridad efectivos y un impacto distributivo por la capacidad de apropiación y uso de los recursos económicos (el valor producido). Las dimensiones clave para este concepto de clase social, que definen la posición ‘objetiva’, son dos: las relaciones de apropiación, y las relaciones de dominación. El grado de explotación que tiene cada segmento de asalariados no viene determinado solo por la condición asalariada (frente al capital o los propietarios), sino por la posición jerárquica o de dominio y subordinación en el aparato productivo (y reproductivo), así como de su nivel retributivo o la parte del valor recibido por su fuerza de trabajo (o su capital y su poder).

Para su análisis utilizaremos los datos EPA sobre el tipo de ocupación (posición y capacidad real de control, autonomía o dependencia de cada tipo de empleo). Y solo aludimos a los resultados sobre la situación profesional formal o su tipo de contrato –laboral o mercantil- (asalariado, autónomo o empleador) o el nivel de ingresos, expuestos en la citada investigación. Estos datos sobre la posición ocupacional no dan una idea completa de esa situación sustantiva pero proporcionan los datos estadísticos más aproximados a este concepto. Además, hay un reconocimiento oficial de su validez y están vinculados con los criterios establecidos por la Encuesta socioeconómica europea (Eurostat), de influencia weberiana y centrada en la cualificación y la autoridad de cada empleo.

Así, junto a la típica ‘vieja’ clase media propietaria (pequeño burguesía en el lenguaje marxista), está la ‘nueva’ clase media asalariada –o autónoma- (técnicos, gestores y profesionales) con una posición superior, de control, autoridad e ingresos, a la de la clase trabajadora. A pesar de ser asalariados (y trabajadores) no forman parte de la misma, al tener una posición de menor subordinación, mayor dominio y capacidad decisoria y remuneraciones superiores a la media, aspectos que inciden en su estatus socioeconómico (capacidad adquisitiva, estilo de vida, ocio y consumo, trayectorias profesionales y expectativas vitales y culturales...).

En relación con el tipo de ocupación la EPA clasifica a la población ocupada en diez categorías, pero aquí se han agrupado en cuatro bloques, para resaltar las diferencias más significativas, considerando el nivel de cualificación y estatus del empleo y juntando los sectores industrial, de servicios y agrícola-ganadero. Así quedan: a) Directores y gerentes (tipo de ocupación 1); b) Técnicos y profesionales (2: Técnicos y profesionales científicos e intelectuales; 3: Técnicos; profesionales de apoyo); c) Trabajadores cualificados (4: Empleados contables, administrativos y otros empleados de oficina; 6: Trabajadores cualificados en el sector agrícola, ganadero, forestal y pesquero; 7: Artesanos y trabajadores cualificados de las industrias manufactureras y la construcción (excepto operadores de instalaciones y maquinaria), y d) Trabajadores poco cualificados -desde semicualificados hasta sin cualificar- (5: Trabajadores de los servicios de restauración, personales, protección y vendedores; 8: Operadores de instalaciones y maquinaria, y montadores; 9, Ocupaciones elementales; 0: Ocupaciones militares (son ochenta y cinco mil y como están sin especificar no se han distribuido en clases sociales).

El total de la población activa en el año 2014TII es de 22,97 millones de personas (17,35 ocupadas y 5,62 desempleadas) y en el año 2007 era de 22,35 millones (20,58 ocupadas y 1,77 desempleadas). En estos siete años de crisis, se ha reducido en empleo en más de tres millones y se ha incrementado en paro en casi cuatro millones. Nos centramos en la evolución de las distintas clases sociales, comparando los porcentajes de cada una de ellas respecto del total, en esos dos momentos (gráfico 1): han disminuido la clase alta (3,2 puntos, casi la mitad) y las clases medias (3,7 puntos), y se han incrementado las clases trabajadoras (9,3 puntos). En todo caso, el dato relevante es la composición ampliamente mayoritaria de las clases trabajadoras (79,6%), frente a las clases medias (16,8%) y la clase alta (3,6%). Si comparamos con los resultados (Antón, 2014b) de las mismas clases sociales en que agrupábamos la población asalariada (o sea, sin empresarios, autónomos y desempleados) por su nivel de ingresos, vemos una importante aproximación en el distinto peso de cada una de las tres grandes clases sociales en los dos ámbitos (población asalariada y población activa), con más de dos tercios de clases trabajadoras, entre el 20% y el 30% de clases medias y no llega al 4% de clase alta.

Gráfico 1: Evolución de la población activa en clases sociales (2007-2014) (%)

Fuente: INE-EPA-2007TII y 2014TII, y elaboración propia.

El gráfico 2 muestra la evolución solo de las clases trabajadoras, es decir, la población ocupada –asalariada y autónoma- sin las clases alta y medias (de empleo de alta cualificación, gestión o control) y añadiendo la población desempleada. El análisis se realiza con los datos del tipo de ocupación o cualificación de su empleo (o paro) según la EPA. Como se acaba de decir, el total de las clases trabajadoras, respecto del conjunto de población activa, era del 70,3% en el año 2007, y del 79,6% en el año 2014, con un incremento de más de cinco puntos. No obstante, aquí se comparan los porcentajes de cada segmento respecto del 100% del total de las clases trabajadoras de cada año.

El impacto de la crisis en sus cuatro segmentos significativos es el siguiente. Desciende el segmento de empleo cualificado de la clase trabajadora (trece puntos), se mantiene casi el de empleo semicualificado, disminuye el de poco cualificado (cerca de siete puntos) y aumenta el de desempleo (más de veintiún puntos). Si en el año 2007 las personas desempleadas o con empleo poco cualificado eran el 31% de las clases trabajadoras, en el año 2014 eran cerca de la mitad (45,5%); en la composición interna de las clases trabajadoras se produce una regresión en el tipo de ocupación o condiciones de cualificación del empleo.

Gráfico 2: Evolución de la composición de las clases trabajadoras (2007-2014) (%)

Fuente: INE-EPA 2007TII y 2014TII, y elaboración propia.

Podemos terminar esta sección diciendo que lo que ha pasado en nuestra sociedad no ha sido la desaparición de las clases, sino la ocultación de sus signos más evidentes, que ha servido para instaurar la idea más general de que tales divisiones habían dejado de existir (Subirats, 2012: 401).

4.4              Clases medias, clases trabajadoras e identificación de clase

Esta sección explica la evolución de las clases medias y los distintos resultados según el tipo de pregunta sobre la pertenencia. Uno de los aspectos más polémicos en la visión de la estructura de clases es la dimensión y el significado de las clases medias. La controversia empieza por su propia definición y cómo se cuenta. En los estudios convencionales se suele considerar de clase media a las personas con ingresos entre el 75% y 125% de la renta media del país; por debajo se situaba la llamada clase ‘baja’. Ese enfoque funcionalista y liberal trata de ‘engordar’ a las clases medias y diluir la clase trabajadora que no existe ni se visualiza. Aquí se ha considerado clase media (media-media y media-alta) a las personas con ingresos superiores a la media; la parte que ingresa menos de esa media se incluye entre las clases trabajadoras (con el matiz de media-baja) a la que definíamos no solo por sus ingresos sino por su posición ocupacional y profesional (aparte de los factores sociopolíticos y culturales). Pues bien, aquí con datos de Kerbo (2003), uno de los estudiosos más reconocidos e influyentes de la sociología convencional sobre estratificación social, nada sospechoso de izquierdismo, y aun con ese criterio distributivo más amplio para la clase media, tenemos los resultados siguientes reflejados en las tablas 1 y 2.

La tabla 1 recoge datos de los cambios de la dimensión de la clase media en distintos países desarrollados en un periodo de quince años de expansión económica. Como se aprecia, salvo en Suecia -52,7%-, en los otros tres países europeos más relevantes (Francia -39,4%, Alemania -43,9%- y Gran Bretaña -32,6%-) y, sobre todo, en EE.UU. -27,3%- la clase media, a pesar de ese criterio amplio, es menor que las llamadas clases bajas (la clase alta es muy minoritaria). La casi totalidad de países desarrollados no son de clase media como la ideología dominante pretende hacernos creer. Y la tendencia tampoco es necesariamente a su crecimiento, incluso en EE.UU., paradigma de sociedad de clase media, en esos años, ha disminuido 4,4 puntos, un 15%.

Tabla 1: Cambios en la clase media (1980-1995) en países desarrollados (%)

Cambios en la clase media, 1980-1995, en países desarrollados

% del total en 1995

Cambio 1980-1995

Francia

39,4

3,7

Alemania

43,9

2,4

Suecia

52,7

-1,3

Gran Bretaña

32,6

-3,9

EE.UU.

27,3

-4,4

Fuente: Kerbo, 2003.

Como con criterios objetivos no se puede justificar esa visión de sociedades de clase media, las interpretaciones liberales han utilizado la dimensión subjetiva de identificación de clase, pero de forma sesgada. Desde los comienzos de estos estudios sistemáticos sobre la identificación de clase, en los años cuarenta en EE.UU., de forma deliberada, en las preguntas a los individuos se ha contrapuesto la pertenencia a la clase ‘media’ frente a la de la clase ‘baja’. Así, contando con la percepción peyorativa que contiene este concepto, vinculado a los sectores pobres, y aprovechando la amplia tendencia a considerarse ‘normal’, de la ‘mayoría’ o simplemente ‘trabajador’ (pero no pobre), los resultados daban una abrumadora identificación de los individuos con la clase media, cercana al 80%, y una identificación muy minoritaria con la clase baja, del 15%.

Pero, desde esos mismos años cuarenta, en EE.UU., se demostró que cambiando la pregunta (en vez de clase ‘baja’ se ofrecía la respuesta de clase ‘trabajadora’), los resultados eran bien distintos (tabla 2): el 51% se consideraba de clase trabajadora y el 43% de clase media (de forma invariable el 6% afirmaba su pertenencia a la clase alta).

Pues bien, desde entonces, década tras década, incluido en los estudios del CIS, la sociología convencional insiste en que las personas se identifiquen entre la pertenencia a la clase media o la clase baja (opción A), con resultados tendenciosos, descartando la contraposición entre clase media y clase trabajadora (opción B). No estamos ante criterios metodológicos más o menos controvertidos, sino ante una deliberada estrategia ideológica y política, no científica. Esta tergiversación trata de impedir el análisis de la realidad para proseguir con la ocultación de la existencia de las clases trabajadoras y continuar con la versión irreal de sociedades de clase media, con unos pocos pobres. El objetivo principal para los poderosos es definir y llevar a cabo sus proyectos políticos, con cierta legitimidad al presentarlos de acuerdo a los intereses de esa hipotética sociedad de clase media, desconsiderar las demandas de las clases trabajadoras, como una cuestión marginal o tendente a su irrelevancia, y difuminar el carácter oligárquico y de control del poder y los recursos por parte de las clases altas o dominantes.

Tabla 2: Identificación de clase en EE.UU. (años 40) según la pregunta

Pertenencia de

clase



Opción A

Clase alta: 6%

Clase media: 79%

Clase baja: 15%

Opción B

Clase alta: 6%

Clase media: 43%

Clase trabajadora: 51%

Fuente: Kerbo, 2003: 144.

La percepción subjetiva de la población, su identificación de clase social, normalmente, no coincide totalmente con la situación objetiva de su posición ocupacional, su estatus socioeconómico y de poder. En particular, en las épocas de gran crecimiento económico y posibilidades (individuales) de movilidad ascendente, entre amplios sectores de la población se generan expectativas de ascenso en la estructura socioeconómica. Especialmente, entre jóvenes con estudios superiores y origen trabajador se han generado muchas esperanzas en trayectorias ascendentes, acceso a un empleo de alta cualificación y un estatus profesional superior al de sus padres. En ese caso, la identificación de clase tendía a conformarse, sobre todo, con lo que se desea ser, con esas aspiraciones de ascenso económico, social y de empleo. La realidad ha cambiado, se genera frustración ante la evidencia de sus límites actuales en su capacidad adquisitiva, la precariedad de su empleo o el paro.

Antes, entre jóvenes, particularmente con estudios superiores, también existían trayectorias laborales estancadas y una realidad de precariedad laboral, pero eran consideradas transitorias, su perspectiva era de trayectorias ascendentes y su identificación era con ese logro (casi) seguro. Ahora, existe un gran bloqueo laboral y vital, incluido las dificultades para la emancipación y obtener una vivienda propia. Incluso hay tendencias descendentes respecto de sus progenitores. La precariedad y el paro se convierten en dinámicas prolongadas, muchos jóvenes no ven ‘futuro’ ni expectativas de un empleo decente. Se consolida la percepción de la situación real de precariedad, la identificación con las capas subordinadas de las clases trabajadoras (precariado) a diferencia de las élites, en un proceso complejo de adaptación, frustración y rebeldía. Muchos componentes culturales y estilos de vida y consumo se adecúan a esas dinámicas y expectativas nuevas, con un sentimiento de pertenencia social frágil, ambivalente y en tensión. Por tanto, sigue existiendo una cierta disociación entre su situación material actual y sus deseos, y la identificación basada en esa aspiración a un empleo de alta cualificación y remuneración y un estilo de vida acomodado, asociado a la nueva clase media, entra en crisis.

En definitiva, en la época actual, con un bloqueo de esas expectativas de la mayoría de jóvenes y la frustración correspondiente por las dificultades para un ascenso profesional o un empleo decente y bien remunerado, la brecha con sus aspiraciones es más profunda y la autodefinición se hace más realista respecto de sus condiciones ‘objetivas’ actuales y su previsión inmediata con poco futuro de mejorar. La autodefinición puede contar también con esas expectativas de lo que se quiere ser solo que, ahora, las posibilidades de realización de esa elevación social y ocupacional son menores y esos jóvenes con alta cualificación académica se adaptan a esa realidad (o emigran). Puede permanecer la aspiración a pertenecer a la clase media, pero la mayoría de jóvenes se ve obligada a reducir sus expectativas, a desear un empleo decente y unas condiciones materiales dignas, que no son otras que las de una clase trabajadora, más o menos cualificada y con una garantía de derechos sociales y laborales. La cuestión es que no se produzca solo una adaptación colectiva y normativa sino que se impulse la activación para rechazar ese destino de precariedad, cambiar la dinámica de austeridad, paro y recortes sociales y se conforme una participación ciudadana por un giro político, social y económico. Pero, eso sería otro proceso de reafirmación de una actitud cívica y de acción colectiva progresista que configurase una mentalidad y conciencia popular frente a los poderosos, que tratamos aparte.

En resumen, es importante este dato de la pertenencia subjetiva y considerar los elementos educativos y culturales así como el peso de las aspiraciones individuales y grupales para explicar las identificaciones de una parte de capas trabajadoras (ilustradas o de algún sector de servicios) con la clase media. Pero, una vez eliminada la manipulación del tipo de pregunta y definidas adecuadamente las dos clases sociales, media y trabajadora, la diferencia entre ambos campos, objetivo y subjetivo, no suele alcanzar los diez puntos. Otra cosa es la profundidad y el significado de este sentido de pertenencia y su vinculación con otras identidades más o menos fuertes (nacionales, de género…), cosa que aquí no entramos.

4.5              Clases, actores y conflicto social

En España (y otros países europeos periféricos) se ha conformado una amplia conciencia popular progresista, social y democrática, de indignación frente a las consecuencias de la crisis y la gestión antisocial de las élites económicas e institucionales. Existe una fuerte deslegitimación de la política de austeridad y un amplio desacuerdo con la gestión política dominante.

El discurso oficial (La austeridad es inevitable -UE y Troika, 2010/2013-, o El modelo social europeo es insostenible -Mario Draghi – BCE, 2013-) no convence a la mayoría de la sociedad y no consigue su resignación. Persisten unos valores democráticos -libertades y participación política-, y de justicia social -derechos sociales, económicos y laborales-, casi universales hasta la crisis. Ahora, frente a la desigualdad social, el empobrecimiento, la austeridad y los recortes sociales, se ha generado mayor diferenciación popular respecto de las élites y su involución social y democrática. No se consolida el fatalismo, sino que se mantienen vivas la oposición a la dinámica regresiva y las aspiraciones al cambio progresista.

En este Estado, salvo dinámicas puntuales y locales, existe un escaso apoyo social a corrientes populistas antidemocráticas, de extrema derecha o xenófobas, irracionales o fundamentalistas. Tampoco hay revueltas violentas ‘antisistema’ y la protesta social es pacífica y democrática. Sí hay posibilidades para el desarrollo de dos dinámicas: por un lado, un conservadurismo fuerte y cierto autoritarismo por parte de la derecha y el poder; por otro lado, tendencias a la fragmentación, la competencia individualista o intergrupal y el desarraigo social o normativo que pudieran desencadenar una crisis social disgregadora.

En la mayoría de la sociedad se ha reafirmado una cultura cívica, basada en valores democráticos y de justicia social. Hay una mayor brecha social en relación con los ‘poderosos’, la minoría oligárquica o la llamada ‘casta’, que afecta a su menor legitimidad ciudadana. Existe una fuerte diferenciación ‘cultural’ entre la ciudadanía indignada, de defensa de derechos sociales y democráticos, respecto de las élites dominantes, que gestionan la austeridad y los recortes sociolaborales. Se configura una nueva conciencia social, con nuevos sujetos o movimientos sociales interclasistas o populares y de fragmentos de clases trabajadoras. Se basa, por un lado, en la percepción del poder y su carácter oligárquico, y por otra parte, en la expresión democrática y social de amplios sectores de la ciudadanía, con nuevas mentalidades, en particular entre jóvenes, y demandas locales y globales sobre elementos sistémicos.

Hay un proceso de diferenciación de clases sociales, distinto al de otras épocas pero que también conlleva cierta polarización social. El posicionamiento de amplios sectores populares ante intereses comunes y su participación en el conflicto social son fundamentales y previos para la ‘pertenencia’ y la ‘formación’ de las clases que se identifican y actúan como tales, es decir, que ‘existen’ como actores sociopolíticos. Los elementos de apoyo y configuración de cada agrupamiento social tienen distinto peso: las clases dominantes se apoyan en el control económico y del poder; las clases subordinadas, deben basarse en su experiencia de movilización social y democrática, su capacidad asociativa y su subjetividad. La situación material similar junto con, por una parte, la ofensiva regresiva del ‘poder’ y, por otra, la acción sociopolítica y la cultura popular crítica, va creando la percepción social de tres conjuntos con contornos difusos, fragmentación interna y denominaciones diversas, pero diferenciados entre sí: Arriba, abajo, intermedio; ganadores, mantenimiento o perdedores; poder (financiero y clase gobernante), capas medias, clases trabajadoras y desfavorecidas.

La crisis del empleo y los ajustes laborales han tenido un gran impacto, no solo para la mayoría de clases trabajadoras sino también para las clases medias, con un estancamiento o descenso de sus trayectorias profesionales, sus expectativas vitales y su situación socioeconómica. En particular, ha tenido una fuerte repercusión entre jóvenes de clase media, ilustrados, con altas capacidades académicas, con un bloqueo de sus aspiraciones laborales y su estatus vital, generándose una gran frustración e indignación, y mayor diferenciación con las élites dominantes.

En resumen, la protesta social progresista ha adquirido un nuevo carácter y dimensión, en un contexto de crisis sistémica y con unos rasgos particulares: lacras socioeconómicas ampliadas por la crisis económica; gestión regresiva de las principales instituciones políticas; contra unos adversarios o agentes poderosos: casta financiera o gerencial y clase política gobernante; conciencia popular progresista y reafirmación ciudadana en una cultura democrática y de justicia social.

Se ha ido configurando una corriente social indignada en torno a dos ideas fuerza: 1) Contra las consecuencias injustas de la crisis, los recortes sociales y la política de austeridad; 2) frente a la gestión poco democrática de la clase política gobernante. Y con dos objetivos básicos: a) giro socioeconómico con defensa de los servicios públicos y el Estado de bienestar, la vivienda digna, el empleo decente y el equilibrio en las relaciones laborales…; 2) democratización del sistema político y participación ciudadana. Emergen elementos culturales que afectan a la percepción ciudadana de la nueva cuestión social y la necesaria regeneración democrática, así como a la convivencia intercultural. Los sentimientos humanitarios y solidarios se enfrentan a nuevas realidades, se modifican y se amplían a nuevos sectores sociales.

Se ha abierto una nueva etapa sociopolítica. El cambio se conforma con la suma e interacción de tres componentes: 1) La situación y la experiencia de empobrecimiento, sufrimiento, desigualdad y subordinación. 2) La conciencia de una polarización, con una relación de injusticia social y democrática, entre responsables con poder económico e institucional y mayoría ciudadana. 3) La conveniencia, legitimidad y posibilidad práctica de la acción colectiva progresista, articulada a través de los distintos agentes sociopolíticos, aunque haya dificultades en la conformación de las élites asociativas y políticas y el cambio institucional. Se ha producido una nueva fase de la protesta colectiva progresista, con novedades respecto del periodo anterior. Son dinámicas emergentes, pero suficientemente consistentes, y con un particular impacto en los jóvenes: precariedad laboral y de empleo, frustración por los procesos precarios de inserción social y profesional, indignación y participación cívica. Aparece la necesidad del cambio político-institucional, la importancia del papel de lo social y nuevas élites sociopolíticas con el horizonte de una salida progresista de la crisis y la necesaria renovación y unidad de los sectores progresistas, las izquierdas sociales y políticas y los grupos alternativos. Todo ello constituye un estímulo para un pensamiento crítico y una nueva teoría social, así como una acción transformadora y democratizadora. Junto con mayor conciencia crítica personal y una actitud cívica igualitaria, vuelven nuevos y renovados sujetos sociales, palancas fundamentales para el cambio social y político progresista.

5. Alternativas sociopolíticas frente a la crisis sistémica[6]

Lo que falta es la capacidad de presentarse como alternativa a un sistema corrompido y depredador. Esta alternativa no puede ser ni una socialdemocracia que se ha acomodado y podrido ni el socialismo identificado al mundo soviético, que también falló… hay que reinventar el socialismo. Hay que recuperar la idea de que cabe esperanza de un sistema sin vicios de éste.

 (Josep Fontana, historiador, entrevista en El País, 20-7-2013).

Existe una crisis sistémica[7], fundamentalmente, socioeconómica y político-institucional, que afecta a la construcción de la Unión Europea y a la cuestión territorial y está acompañada de otros factores culturales, medioambientales, tecnológicos y geoestratégicos. A partir de este diagnóstico se trata de explicar las posibilidades y alternativas de cambio social y político progresista. Frente al discurso de la inevitabilidad de la política de austeridad y la hegemonía de su actual clase gestora, se defiende la idea de que sí se puede cambiar ambos. Así, se analizan las tendencias y los agentes sociales y políticos que pugnan por la deslegitimación y derrota de esa gestión regresiva para abrir una senda, al menos, de superar la subordinación de España y las capas populares del sur europeo y caminar hacia una Europa más social, democrática y solidaria. Dejamos al margen el detalle de las propuestas económicas (Antón, 2009; Arias y Costas, 2011; Krugman, 2009, y 2011; Navarro et al., 2011; Piketty, 2014; Stiglitz, 2012, y Torres, 2011). Desde la sociología crítica, nos centramos en las opciones sociopolíticas frente a la crisis sistémica (Antón, 2013a; 2013b, y 2014d; Ramoneda, 2012, y Touraine, 2011).

En primer lugar, se exponen algunos criterios teóricos para enmarcar la función e influencia de los factores sociopolíticos y, más en particular, el papel de la presión ciudadana progresista a través de la protesta social y los movimientos sociales, elemento fundamental para promover el cambio social. Se complementa con unas conclusiones sobre los cambios sociopolíticos y culturales.

En segundo lugar, se analiza la viabilidad y la legitimidad de las dos estrategias fundamentales que pugnan por la gestión y la salida de la crisis: 1) Por un lado, la opción dominante es la estrategia liberal-conservadora, basada en la política de austeridad, más o menos flexible y con componentes autoritarios. 2) Por otro lado, de forma subordinada, está la apuesta por una opción justa, democrática y solidaria.

En tercer lugar, se explica el camino hacia la conformación de una alternativa progresista, con la configuración de una corriente social indignada o crítica. Estamos en una nueva fase de la protesta social, con un contenido social y democrático, unas formas expresivas masivas y pacíficas y un carácter global o sistémico. Este movimiento popular es suficientemente consistente y duradero como para hablar de nuevos (y renovados) actores y sujetos colectivos. Se trata de una ciudadanía activa, basada en valores cívicos de justicia social, contra la austeridad, el reparto injusto de los costes de la crisis, los recortes sociales y el desmantelamiento del Estado de bienestar, así como por la democratización del sistema político.

Este proceso de empoderamiento cívico supone un factor fundamental para influir en la gestión de la crisis de las élites gobernantes. Su persistencia y su grado de desarrollo van a condicionar el presente y el futuro del modelo social europeo, la derrota del proyecto liberal-conservador, la reconfiguración de las izquierdas y grupos alternativos y la propia construcción europea.

5.1 Cuestiones de enfoque sobre el papel de los factores sociopolíticos

En primer lugar, se exponen algunos criterios teóricos para enmarcar la función e influencia de los factores sociopolíticos y, más en particular, el papel de la presión ciudadana progresista a través de la protesta social y los movimientos sociales, elemento fundamental para promover el cambio social y político.

Las ciencias sociales convencionales explican los hechos sociales a través de la interacción de dos elementos fundamentales de la realidad: estructura y acción (la tradición marxista mencionaba: condiciones objetivas y condiciones subjetivas). Por un lado, los componentes estructurales, contextuales e históricos de carácter social, económico, político-institucional, medioambiental y cultural o de mentalidades. Por otro lado, los componentes de ‘agencia’, los agentes o sujetos que influyen, condicionan o (re)construyen la realidad social: la sociedad (el pueblo soberano) distribuida en distintas capas sociales, con su articulación institucional (Estados, grupos de poder…) y sociopolítica (partidos políticos, movimientos sociales, sindicatos, asociacionismo…) y sus culturas, valores y subjetividad.

Señalamos el papel fundamental de las nuevas resistencias colectivas o movilizaciones sociales de carácter progresista, con unos contenidos u objetivos sociales y democráticos. Se enfrentan a una grave situación en una doble esfera: lacras socioeconómicas ampliadas por la crisis económica, y gestión regresiva de las principales instituciones políticas. Y contra unos adversarios o agentes poderosos, representativos del poder económico e institucional: casta financiera o gerencial y clase política gobernante. Esos tres elementos, junto con la reafirmación ciudadana en una cultura democrática y de justicia social, configuran este nuevo ciclo de la protesta social, con unos rasgos particulares. Respecto del periodo anterior, tiene elementos comunes y de continuidad, y otros diferenciadores y específicos. Por tanto, habrá que profundizar en las novedades de esta etapa y los horizontes que se abren.

Por último, un buen análisis es imprescindible para definir una posición normativa y poder participar mejor en la transformación de la propia sociedad. La primera tarea, analítica e interpretativa de las tendencias sociales, es muy compleja, mucho más que la de las dinámicas económicas. A ella se suman las dificultades derivadas de las implicaciones, intereses y procesos de legitimación de los distintos actores sociales y su papel sociopolítico. Supone un desafío para la teoría social crítica.

Es difícil la combinación de tres elementos: 1) la interpretación científica de la realidad; 2) la evaluación de las tendencias sociales, los sujetos colectivos y los escenarios sociopolíticos probables, y 3) las propuestas normativas de cambio social. Estas últimas están condicionadas por los dos puntos anteriores y, al mismo tiempo, por la conciencia social, los valores y, especialmente, por el grado de arraigo ciudadano de una concepción ética de la justicia social y la democracia. Dicho de otro modo, la ciencia social debe ser rigurosa y objetiva y, al mismo tiempo, combinada con un juicio ético igualitario y solidario conectado con los intereses y las aspiraciones de la mayoría de la sociedad (o sectores relevantes de la misma).

De forma sintética podemos avanzar un diagnóstico: la gestión dominante que están aplicando los Gobiernos e instituciones europeas, particularmente para los países del sur, es la política de austeridad, más o menos flexible, como ajuste económico regresivo y recortes sociales, frente a la opinión mayoritaria de las sociedades. Tenemos cuatro componentes principales de actual escenario de crisis sistémica:

1) La prolongación de la crisis socioeconómica, causada por los mercados financieros, con graves consecuencias sociales para la mayoría de la población.

2) La gestión antisocial e impopular de la clase política dominante, con una estrategia liberal-conservadora bajo la hegemonía del bloque de poder (centroeuropeo) representado por Merkel, con la colaboración o corresponsabilidad, primero, de los gobiernos socialistas en los países periféricos como España y, después, de los gobiernos de derecha.

3) Significativo proceso de deslegitimación social del contenido principal de esa política, el reparto injusto de los costes de la crisis, junto con la crítica hacia la involución de la calidad democrática del sistema político, conformándose en el sur europeo (con diferencias entre países) una importante corriente social indignada, un campo social diferenciado y en desacuerdo con esas medidas regresivas.

4) Ampliación de las protestas sociales y resistencias colectivas, configurándose una ciudadanía activa, particularmente en España, de fuerte contenido social, con un carácter sociopolítico progresista y democrático.

Por tanto, cobran una nueva dimensión y una interacción particular los elementos que explican la pugna sociopolítica frente a una gestión de la crisis sistémica liberal-conservadora y su cambio por otra orientación progresista.

La realidad de la grave situación que padece la mayoría de la sociedad y la percepción social de las malas perspectivas, automáticamente o de forma unidireccional, no generan necesariamente una mayor disponibilidad para la acción colectiva transformadora. Su correspondencia mecánica (en un sentido o el contrario) sería una interpretación determinista del cuanto peor (empobrecimiento, recortes) mejor (protesta social). Junto con esa realidad, el deterioro de condiciones y derechos, su percepción y su denuncia, es necesaria la interacción de otros factores sociopolíticos que ayuden a su conformación en la actividad social igualitaria y solidaria. Esa mediación es fundamental. Se trata de la ‘experiencia moral’ (Thompson, 1977; 1979, y 1995) de segmentos amplios de la sociedad, con una cultura democrática y de la justicia social, que permita un juicio ético con la convicción del carácter injusto de esa realidad (situación socioeconómica, políticas regresivas, clase política gobernante antisocial) y configure una motivación profunda para cambiarla. Esa realidad y esa conciencia social y ética (que se incorpora a la realidad) facilitan y orientan la elaboración de demandas u objetivos a reclamar. Es cuando la predisposición de la ciudadanía indignada puede enlazar e interaccionar con las propuestas, la orientación y las iniciativas de los distintos agentes. Y se articula la expresión de esas exigencias, su carácter, dimensión y trayectoria, de acuerdo a las expectativas de su grado de incidencia, su capacidad transformadora, las oportunidades del momento y la credibilidad en los cauces, los lemas y los liderazgos.

5.2 Cambios sociopolíticos y de mentalidad

En otoño de 2010 ya se dan en España los rasgos principales de un nuevo ciclo de la protesta colectiva (Antón, 2011): 1) amplia conciencia social de una situación injusta y una gestión económica y política regresiva y antisocial, es decir, la configuración de una amplia corriente social descontenta e indignada; 2) percepción social de un bloque de poder, con los responsables o causantes contra los que se dirigen el descontento y las  exigencias (Gobierno o clase política gobernante, poder económico y financiero, instituciones de U.E. y Troika, élites ricas o poderosas…); 3) amplia movilización colectiva de una ciudadanía activa, con unos agentes sociales definidos (primero el sindicalismo, luego el movimiento 15-M y después ambos, junto con nuevas plataformas mixtas, intermedias y con nuevos agentes asociativos ) y un ‘empoderamiento’ de la ciudadanía crítica, como sujeto activo (sí podemos), frente al fatalismo y la resignación (no hay alternativas ni margen de maniobra), y con capacidad de influencia; 4) motivos socioeconómicos (contra la austeridad y los recortes sociolaborales…) y políticos (otra gestión política, respeto gubernamental a los compromisos sociales, democratización…), donde se combinan objetivos más concretos (reforma de la ley electoral, No a la reforma laboral, No a los recortes y los desahucios, empleo decente,…) y más generales (rectificación de la política de austeridad, cambio global, derechos sociales, más democracia,…).

El encadenamiento de los cuatro tipos de factores, distintivos del periodo actual, marca la orientación, el carácter y la identificación social, democrática y progresista de estas protestas sociales. Se producen desde la esfera social hacia (o frente) las medidas y estrategias liberal-conservadoras y el déficit democrático de las grandes instituciones políticas; generan un brecha social con la clase política gobernante, conformándose un nuevo y más amplio campo sociopolítico progresista distanciado del gobierno socialista, gestor inicial de una política regresiva, y después, de forma más contundente, respecto del gobierno de la derecha.

En el campo cultural e ideológico, tal como se ha avanzado, se generan nuevas ideas en la izquierda social y, particularmente, entre gente joven. La cultura democrática y de justicia social de la ciudadanía progresista o los valores igualitarios y solidarios de los sectores juveniles más inquietos, se confrontan con las nuevas realidades socioeconómicas y políticas. Ante la gestión institucional y económica antisocial e impositiva, se desarrolla una nueva conciencia social sobre componentes sistémicos: desconfianza en el poder económico e institucional (responsables de la crisis y la gestión regresiva), pertenencia al segmento de los de ‘abajo’, los perjudicados y desfavorecidos, reafirmación de la indignación ciudadana desde la cultura igualitaria de la justicia social y legitimación de la acción social colectiva y democrática frente a la involución social y política.

Esas percepciones se van consolidando y conforman una nueva visión sobre la estructura social, el poder económico e institucional y los mecanismos y agentes de influencia sociopolítica y democrática, a diferencia de la mentalidad dominante en el periodo anterior. Es decir, se produce un choque entre las políticas dominantes de la clase política gobernante y los mercados financieros, que acentúan el deterioro de las realidades económicas e institucionales de la sociedad, y los intereses y la conciencia democrática y de justicia social de la mayoría de la ciudadanía.

Así, se generan elementos culturales emergentes que afectan a la percepción de la nueva cuestión social y la necesaria regeneración democrática. Y, dado el bloqueo institucional junto con la responsabilidad del PSOE por su giro antisocial, se abre paso la iniciativa popular y la protesta colectiva con una reafirmación de esa cultura democrática e igualitaria. La existencia de unas estructuras de movilización y la construcción de otras nuevas, permitirán articular esas protestas colectivas. Están enmarcadas, por una parte, por las agresiones de los poderosos, con sus recursos institucionales y el intento de subordinación de la ciudadanía, y por otra parte, por el descontento social derivado del sufrimiento, empobrecimiento e incertidumbre de la mayoría de la sociedad. El acierto en la elección del momento, los lemas y los cauces expresivos, será un complemento fundamental para lograr la masividad, la persistencia y la orientación social y democrática de este amplio y dual movimiento de protesta.

En consecuencia, hay que reconocer las nuevas evidencias, la nueva ‘cuestión social’ y de falta de legitimidad de las grandes instituciones políticas y el poder financiero y político, elaborar nuevos conceptos e interpretarlas con un nuevo esfuerzo teórico y un pensamiento crítico. Los actuales jóvenes inconformistas y sectores amplios de la ciudadanía activa van conformando algunas ideas fuerza (no ideologías) y su contenido y su orientación, en general, son realistas e igualitarios. Los tres factores se encadenan y cristaliza la protesta social: gravedad de los problemas y recortes socioeconómicos para la mayoría de la sociedad; gestión política e institucional regresiva, y cultura democrática y de justicia social con la activación de distintos agentes y movilizaciones sociales. Supone la combinación de tres dinámicas: 1) descontento por el empobrecimiento, la subordinación y la injusticia; 2) percepción de los responsables de esa situación y descrédito del poder, y 3) movilización colectiva, deseo de cambio y expectativas y oportunidades transformadoras o de influencia. Afecta a tres cuestiones clásicas de la teoría social, aunque de forma nueva: conciencia y pertenencia social (los de abajo, el pueblo…), conformación de actores o sujetos colectivos y aspiraciones transformadoras. La realidad de la crisis, la austeridad y el sistema político poco democrático, han chocado con una cultura democrática y de justicia social, asentada en una experiencia de derechos sociales y democráticos adquiridos y una ética o valores igualitarios.

La dinámica ordinaria de la participación electoral para que una representación política articule la gestión de los asuntos públicos, se ha mostrado insuficiente. El esquema liberal representativo (desarrollo económico capitalista y Estado de derecho), ha mostrado sus límites abocando a una crisis sistémica: las élites económicas y políticas han perdido credibilidad en su responsabilidad para gestionar la economía y los asuntos públicos. El sujeto soberano del pueblo o la ciudadanía, que expresa su opinión a través de su representación parlamentaria, ha sido desplazado por sectores minoritarios oligárquicos que controlan la economía y el poder institucional, y dictan el devenir regresivo de la sociedad. Ante esa subordinación se produce una dinámica contraria de empoderamiento de la propia sociedad, de reafirmación del auténtico sujeto soberano para definir los proyectos sociales, económicos y políticos. Es una vuelta a los fundamentos de la democracia, de la participación popular como fuente de legitimidad y decisión, a la necesidad de un nuevo proceso constituyente.

Los anteriores movimientos sociales –viejos, como el sindicalista, y nuevos, como los ecologistas, feministas, pacifistas o de solidaridad internacional- pugnaban por la redistribución y el reconocimiento. Se han forjado en la experiencia de distintos procesos contra la discriminación, la inseguridad y la desigualdad. Han promovido amplias resistencias colectivas frente a nuevas agresiones, retrocesos y recortes en distintos ámbitos y planos (desde la oposición a la entrada en la OTAN y a la guerra de Irak, pasando por el rechazo contra los riesgos medioambientales y la discriminación de las mujeres, hasta la protesta contra el paro, las reformas laborales o los desahucios). En los momentos más conflictivos y movilizadores, junto al avance respecto de los objetivos inmediatos, se llegaba a cuestionar elementos fundamentales de la estructura económica o de poder y generar un amplio cambio de mentalidades. En su conjunto, incluido el movimiento sindical, en los años anteriores habían pasado un periodo de cierta debilidad de su capacidad movilizadora y articuladora. Esos movimientos sociales y el tejido asociativo progresista, siguen teniendo vigencia y se deben reforzar. Ahora se añaden más motivos concretos para la protesta social y nuevos procesos de activación ciudadana.

Pero, además, en este ciclo sociopolítico, la ciudadanía activa, como suma y convergencia de la participación democrática y progresista en la protesta social, adquiere una nueva dimensión, más global o sistémica, y un carácter todavía más social y democrático, al cuestionar las dinámicas socioeconómicas desiguales y el déficit democrático de las grandes instituciones políticas. Es una faceta que está cambiando las mentalidades de amplios sectores de la sociedad y que incorporan también las organizaciones y grupos sociales progresistas existentes. Además, esa cultura cívica, democrática, igualitaria y de participación en los asuntos públicos, genera una motivación adicional y constituye un elemento identificador de los sectores activos y los que apoyan pasivamente o legitiman esta nueva protesta social masiva.

En definitiva, la conciencia social de amplios segmentos populares está cambiando, al ser más evidente la subordinación y el bloqueo vital de la mayoría de la sociedad. Se traduce en una percepción más realista respecto del carácter y distribución injustos del poder. La ciudadanía ha tenido que reafirmar y reelaborar sus fundamentos culturales y éticos. Finalmente, significativos segmentos populares han transformado sus preferencias u opciones sociopolíticas, afianzando la necesidad de promover el cambio social, arbitrando mecanismos expresivos y organizativos y legitimando la acción democrática de las nuevas movilizaciones ciudadanas y sus distintos agentes colectivos.

En conclusión, el factor sociopolítico de cambio se conforma con la suma e interacción de tres componentes: 1) la situación y la experiencia de empobrecimiento, sufrimiento, desigualdad y subordinación; 2) la conciencia de una polarización, con una relación de injusticia, entre responsables con poder económico e institucional y mayoría ciudadana; 3) la conveniencia y posibilidad práctica de la acción colectiva progresista, articulada a través de los distintos actores sociopolíticos. Y se desarrolla masivamente frente a agresiones inmediatas, en los momentos en que confluyen con mayor intensidad esos elementos y a través de los cauces con mayor credibilidad social para su capacidad expresiva e influencia transformadora. Son dinámicas emergentes, todavía falta por saber cómo van a evolucionar y si se consolidan o no. Pero son suficientemente consistentes como para hablar de un nuevo ciclo sociopolítico, una nueva fase de la protesta colectiva progresista y una influencia en el reequilibrio político, con mayor peso de una referencia alternativa a la izquierda de la socialdemocracia; son novedades relevantes respecto del periodo anterior. Constituyen un nuevo estímulo para un pensamiento crítico y una acción transformadora.

5.3 Dos proyectos para afrontar la crisis sistémica

Dos estrategias fundamentales pugnan por la gestión y salida de la crisis sistémica: 1) Por un lado, la opción dominante es la estrategia liberal-conservadora, basada en la política de austeridad. 2) Por otro lado, de forma subordinada está la apuesta por una opción justa, democrática y solidaria.

La primera admite dos posibles evoluciones: 1) la continuista remozada con cierta flexibilidad y una aplicación más lenta, la persistencia de los ajustes estructurales con la prioridad de reducir el déficit (y la deuda) público y nuevos reequilibrios económicos e institucionales, dentro de la UE y la zona euro, bajo hegemonía alemana, y 2) la deriva hacia una austeridad impuesta y autoritaria, especialmente regresiva, segmentada y de subordinación del sur, pero con importante precarización de las capas populares centrales, deslegitimación social de sus clases gobernantes con democracias liberales débiles, así como con riesgos de ruptura de la UE y el euro y fortalecimiento de nuevos movimientos populistas, con componentes derechistas, xenófobos o exclusivistas.

La segunda opción es un proyecto y un impulso de cambio, con una gran legitimidad social (en el sur), pero sin fuerzas sociales y políticas suficientes (y menos económicas) para implementarla a corto y medio plazo. Consiste en una política económica alternativa, expansiva del empleo y mejora del aparato productivo (del sur), la solidaridad e integración europea, la reafirmación del modelo social europeo y los derechos sociolaborales y la regeneración democrática de los sistemas políticos. Ese proyecto es defensivo, pero tiene sentido como orientación que refuerce la resistencia a la involución social y democrática, la cohesión de fuerzas progresistas y el condicionamiento sociopolítico hacia un sistema económico y político menos regresivo.

Cabe una tercera opción, ‘intermedia’ entre las dos anteriores, como agotamiento, derrota y cambio de la primera, pero sin suficientes fuerzas para garantizar la segunda. Supone cierto acuerdo o equilibrio entre parte del poder económico liberal e institucional y los intereses y la legitimidad de las sociedades europeas junto con la presión de las sociedades del sur (incluyendo Francia). Las expectativas iniciales del programa de F. Hollande (y Obama) podían apuntar al inicio del camino hacia esta opción, pero sus políticas siguen bloqueadas sin romper totalmente con la primera opción y ahora se disponen a aplicarla. Conllevaría un equilibrio inestable con tendencias contrapuestas: 1) hegemonía política liberal y de las principales fuerzas económicas y empresariales, con garantías (estabilidad sociopolítica, legitimidad social, competitividad respecto a terceros países…) para la reproducción del sistema económico y la legitimidad de su poder y distribución de rentas a medio y largo plazo; 2) persistencia de la presión popular y las fuerzas de izquierda y movimientos sociales alternativos y progresistas, con un modelo social y un sistema democrático ‘suficientes e integradores’. El último giro de ajuste regresivo del gobierno socialista francés, junto con el pacto de gobierno del partido socialdemócrata alemán con Merkel y su partido conservador y la reorientación liberal del gobierno italiano de centro-izquierda de M. Renzi, alejan la perspectiva de esa opción intermedia. La socialdemocracia europea gobernante no tiene, en su estrategia fundamental, una política diferenciada de la derecha europea, apuesta por el acuerdo con el establishment económico e institucional y solo aspira a introducir algunos matices en la política de austeridad dominante (o en otros campos) que le den cierta legitimidad entre sus bases sociales. No obstante, ante las dificultades de legitimación de ese giro liberal de la socialdemocracia y el riesgo de su declive político y electoral, permanece abierto el emplazamiento para una política distinta, al menos en el sentido de esta opción ‘intermedia’ aquí planteada.

En consecuencia, tenemos tres opciones de gestión de la crisis, con tres resultados distintos: 1) continuista con la austeridad con dos variables, una la autoritaria-populista y otra la austeridad de aplicación más lenta y flexible, con otros complementos o incentivos expansivos, que tiende a ser la dominante, que defiende el bloque de poder centroeuropeo y las derechas y al que se incorpora la socialdemocracia gobernante; 2) intermedia, con prioridad al crecimiento económico y del empleo junto con un nuevo pacto fiscal progresivo, sensible a la cohesión social y la legitimación y el equilibrio institucional, estatal y europeo, aunque con hegemonía de similares estructuras económicas y de poder; 3) de cambio sustantivo, justa y democrática, con refuerzo de la solidaridad (financiera y redistributiva) y el modelo social europeos, un desarrollo económico equilibrado con la modernización del aparato productivo del sur europeo, la democratización de los sistemas políticos y las instituciones de la UE y un peso significativo de las izquierdas y los movimientos sociales progresistas.

El bloque de poder, económico e institucional, dominante en la UE, apuesta por la primera opción. La mayoría de las sociedades del sur y sectores significativos de las del norte están en contra de la austeridad y los recortes sociales, con una clase política con escasa legitimidad social. Así, según la encuesta europea de IPSOS (ver diario El País, 7 de mayo de 2013), respecto de las consecuencias en la vida diaria, para el 60% de los europeos, las dificultades de la crisis la han hecho peor (20% mucho peor y 40% algo peor), para el 32% no ha cambiado nada, la situación es la misma, y para el 8% la han beneficiado. Existen diferencias significativas entre el sur y el norte. En España alcanzan un 76% los que ven solo consecuencias negativas de la crisis y rechazan los recortes sociales; en el caso de Alemania es el 54%, es decir, también son mayoría aunque menor. Además, en España, al 90% de sus ciudadanos, las dificultades económicas se han llevado a reducir su gasto en esta crisis (95% en el caso de Italia y el 76% la media europea). Tres cuartas partes de los encuestados europeos creen que la situación empeorará el año 2014, es decir, desconfían que las políticas implementadas proporcionen el crecimiento económico, que es el fruto prometido por los dirigentes institucionales. El pronóstico más sombrío se refiere a las generaciones futuras. La mitad de los encuestados temen que sus hijos estén peor que ellos cuando alcance la edad adulta y otra cuarta parte en una situación similar. Es decir, solo un 25% considera que la nueva generación va a mejorar respecto de la situación actual de sus padres; el horizonte de progreso social y económico se rompe, la frustración por la persistencia de las consecuencias negativas de la crisis se afianza y se amplía la desconfianza en las élites políticas dominantes y el propio diseño institucional de la UE, incapaz de ofrecer una salida más integrada y democrática.

Por otro lado, según diversas encuestas del CIS y Metroscopia existe un deterioro de la credibilidad social de la llamada ‘clase política’ que se considera un problema adicional en vez de solución. Y, en particular, la desconfianza en la gestión de los líderes políticos (Rajoy y Rubalcaba) alcanza al 80% de la población. Falta por saber el impacto de la reciente renovación de la dirección del PSOE en la recuperación de la confianza ciudadana. De momento, podemos añadir, según reciente encuesta de Metroscopia (diario El País, 10-8-2014), que para el 54% de la población la elección de Pedro Sánchez como nuevo Secretario General es considerada buena para el PSOE, aunque solo al 34% le inspira confianza y al 31% le parece que el PSOE está más unido que antes de las primarias (entre sus potenciales votantes el 81%, 49% y 65%, respectivamente).

La conciencia social mayoritaria de las consecuencias negativas de la crisis y la percepción de que la gestión institucional no garantiza una perspectiva mejorable, constituyen una gran impugnación a las actuales políticas de austeridad y sus gestores. Es una condición para poder conformar una base social de apoyo a la demanda de una opción progresista. No obstante, este deseo está mediado por la debilidad de la presión social activa, la fragmentación de su articulación organizativa y, particularmente, por el insuficiente peso de las fuerzas transformadoras en el ámbito electoral-institucional, parcialmente corregido en España en las elecciones europeas. En ese sentido, aquí  consideramos que el núcleo principal (Alemania) de la socialdemocracia europea, dominante en el electorado de centroizquierda de la mayor parte de países europeos, no se distancia claramente de la primera opción. Así, ante esa orfandad representativa y a pesar de cierta desafección a los partidos socialistas, corresponsables de la austeridad (Grecia, Portugal, España y, ahora, Francia e Italia), y el desplazamiento hacia opciones a su izquierda de una parte de sus electorados, no es de extrañar la débil confianza popular en las posibilidades de cambio institucional a corto plazo.

Por tanto, para promover el camino hacia la segunda (y tercera) opción, la reorientación de la política económica y la democratización del sistema político, ya se ha dado un paso sustancial: 1) la evidencia del fracaso de la política de austeridad, con una masiva indignación social contra su carácter regresivo; 2) la amplia crítica a sus gestores, con mayor deslegitimación ciudadana, y 3) la significativa participación democrática de una ciudadanía activa (desde el sindicalismo y distintos grupos sociales hasta el movimiento 15-M, derivados y nuevas plataformas ciudadanas, como expresión de la nueva oleada de protestas sociales).

Pero es necesario un segundo paso, con el refuerzo de esos tres factores positivos, que presenta dificultades particulares: 1) un potente movimiento social progresista, con la configuración de un campo sociopolítico transformador capaz de conseguir el apoyo de la mayoría de la sociedad; 2) un fortalecimiento, reorientación y unidad de las izquierdas políticas y grupos alternativos y su reflejo institucional, y 3) la renovación de discursos y liderazgos, la reorientación estratégica y la mejora de la calidad democrática y ética de las élites políticas, sindicales y asociativas progresistas, incluidas las intelectuales. 

5.4 El continuismo de la austeridad: autoritaria o ‘flexible’

La actual y ya vieja política de austeridad demuestra su fracaso, pero la nueva política, de crecimiento del empleo, reequilibrio de poder e integración solidaria europea, no termina de conformarse. El bloque dominante que lo impide sigue siendo poderoso e impone, ante todo, la salvaguarda de sus intereses inmediatos: devolución de la deuda pública y privada evitando el impago o la quita a los acreedores financieros, abaratamiento de costes laborales y garantías de altos beneficios empresariales, subordinación de las capas populares, reducción de los derechos sociales y prestaciones y servicios públicos, debilitamiento de las izquierdas y neutralización de la indignación ciudadana… Además, desconsidera las grandes repercusiones negativas para la sociedad, cada vez más graves y acumulativas, la deslegitimación de las instituciones y las fuentes de inestabilidad a medio y largo plazo. Su respuesta es intentar afianzar el control social desde el reforzamiento institucional y la instrumentalización del aparato mediático.

Por supuesto, también cabe que se consolide la opción autoritaria, fuertemente regresiva en lo económico y con débiles sistemas democráticos en lo político, con fuertes corrientes populistas de derecha, mayor fragmentación social y destrucción de la capacidad operativa de los movimientos populares progresistas y la izquierda crítica o los grupos alternativos.

Por otro lado, no se puede asegurar la realización de una salida ‘justa y progresista’ o el acercamiento a un horizonte social más avanzado, muy improbable a corto plazo. La cuestión relevante ahora es que tiene sentido ampliar el apoyo social en torno a un proyecto democrático y transformador, para cohesionar y fortalecer a esa base social progresista y condicionar el proceso de conjunto.

La apuesta de las élites europeas dominantes parece que camina hacia el continuismo de la política de austeridad con ligeras modificaciones: estímulos al crecimiento, unión bancaria, mutualización parcial de la deuda… Es la estrategia conservadora centroeuropea (alemana o del norte), que cuenta con el aval crítico de sus partidos socialdemócratas y con la relativa aceptación resignada de las élites dominantes, económicas y políticas, del resto países, aunque con cierta tensión por su reacomodo o grado de subordinación y su adaptación al nuevo estatus productivo e institucional. Esta estrategia pretende neutralizar los efectos más destructivos para el tejido económico y la cohesión social, así como la fuerte deslegitimación política y la desafección en el sur, evitando dinámicas desvertebradoras incontrolables. Intenta la relegitimación parcial de las élites dirigentes, el nuevo reequilibrio de poder y el diseño institucional ante la ciudadanía europea, sin democratización ni solidaridad entre los estados, ni de la gestión de la UE. Supondría, además de la hegemonía económica del ‘norte’, un reequilibrio político e institucional con predominio alemán y la subordinación tensa de Francia y los países periféricos (la Europa alemana). Es una salida lenta, gravosa para las sociedades europeas (incluido las capas precarias centroeuropeas) y de readaptación subordinada y empobrecida del sur europeo (incluido Francia e Italia), particularmente sus capas populares. Supone fragmentación y dependencia de sus aparatos económicos, fuerte desigualdad social y un débil Estado social con limitada legitimidad ciudadana.

Dada la persistencia de los valores democráticos e igualitarios en la mayoría de la ciudadanía europea y española, es previsible el mantenimiento de la indignación ciudadana y la deslegitimación social o la crisis de confianza hacia sus élites políticas, por su responsabilidad y su impotencia o pasividad respecto de una salida justa y democrática de la crisis sistémica. Está servida la pugna cultural entre el fatalismo pasivo y la indignación activa, entre la disgregación competitiva y la respuesta colectiva emancipadora. En el fondo está la tensión entre la continuidad o el cambio, entre, por un lado, la preponderancia del poder económico y la actual capa gobernante, con su discurso tecnocrático y, por otro lado, la capacidad de la ciudadanía, las personas, con su cultura democrática y de justicia social, con los valores de libertad, igualdad y solidaridad, fundamentos para promover un modelo social avanzado.

En el sur europeo el impacto de los dos primeros elementos, socioeconómico y político-institucional, configura un panorama duro y grave. La crisis económica y social es profunda, sus aparatos económicos son frágiles y dependientes y sus Estados de bienestar más débiles. Sus capas dirigentes han fracasado en la modernización económica de sus respectivos países y ahora están más endeudados, subordinados y dependientes respecto del eje de poder centroeuropeo (alemán) y mundial. Aunque existen importantes diferencias entre, por un lado, Grecia y Portugal (e Irlanda) y, por otro lado, España e Italia; después viene Francia. Supone un desafío para la renovación y relegitimación de sus élites, la modernización de sus economías y la democratización de sus sistemas políticos.

En definitiva, el fracaso de la actual política de austeridad ya se va haciendo evidente, incluso para sectores de las élites poderosas. El recambio inicial es la opción continuista remozada y el discurso relegitimador. La apuesta institucional europea es el continuismo de la política económica dominante, intentando contener los desequilibrios europeos, junto con una reorientación mínima –flexibilidad en la austeridad, estatalización de riesgos de la deuda soberana, elementos de crecimiento-. Aunque conlleve una abundante ofensiva retórica, esa opción es insuficiente para abordar los graves problemas estructurales, al menos, para estos países periféricos. Puede dar algo de oxígeno a su situación socioeconómica y paliar alguna situación más grave. Pero es insuficiente para garantizar la estabilidad socioeconómica y los derechos de las clases trabajadoras centroeuropeas y, particularmente para los países del sur europeo, no aporta soluciones equilibradas y razonables a medio plazo, ni neutraliza la conciencia social de miedo, frustración e indignación. Por tanto, el aspecto principal de esta estrategia es ‘cambiar algo para que nada cambie’, es decir, continuidad de la política económica y la estructura de poder actual, con pequeños cambios que permitan ampliar ciertas expectativas de avances hacia la salida de la crisis, acompañados de una ofensiva retórica que neutralice las grietas de legitimidad del sistema y consolide esa dinámica regresiva con fuertes desigualdades.

5.5 El camino hacia una alternativa justa y progresiva

Ya se ha dicho que las fuerzas progresistas están en una fase defensiva, de freno a la austeridad. Pero la resistencia colectiva frente a los recortes sociales y el déficit democrático del sistema político, permite la conformación de unos actores o sujetos colectivos, de un campo sociopolítico, diferenciados del poder económico e institucional que promuevan el cambio social y una gestión y una salida progresistas de la crisis sistémica. Así, es preciso dar otro paso: definir los escenarios probables y los proyectos que, sin caer en la especulación, nos sirvan para clarificar el horizonte y las propuestas normativas y conectarlos con los intereses y aspiraciones de la mayoría de la sociedad.

En primer lugar, podemos descartar la materialización inmediata de la visión catastrofista absoluta, con las expresiones ¡No tienen límites!, o ¡Van a acabar con todo! En todo caso, se pueden dejar abiertos algunos interrogantes: ¿Qué dimensión de inseguridad y retroceso conllevan, sobre qué elementos vitales y a qué capas sociales se refiere? ¿Qué función subjetiva o ideológica pretenden conformar? ¿Y ligado a qué alternativas de conflicto o amenaza para conseguir un improbable consenso social y político? ¿Cuáles son los factores sociopolíticos reales o las estrategias a determinar que suponen frenos o condicionan otra salida?  

En segundo lugar, hemos avanzado el carácter de la solución llamada intermedia. Supone un reequilibrio derivado de la derrota (o inaplicación) de la austeridad, como política hegemónica, así como la retirada o desplazamiento de sus gestores más recalcitrantes. Pero también es inestable porque conlleva dos dinámicas divergentes: 1) la garantía a los poderosos de su control económico-social y su hegemonía institucional, descartando un fortalecimiento y reequilibrio de las distintas corrientes de las izquierdas hacia posiciones más críticas y alternativas que puedan constituir un riesgo de inestabilidad para ellos; 2) la configuración de un bloque democrático-progresista, con fuerte presencia de la izquierda social y política y dentro de ella de su ala izquierda o alternativa y en pugna contra la fracción más neoliberal.

En tercer lugar, hemos aludido a una salida justa, progresista y democrática. Supone la consolidación de una cultura mayoritaria en la sociedad de carácter democrático participativo e igualitario-solidario, la conformación de nuevos sujetos transformadores y profundas transformaciones del poder económico e institucional (estatal, europeo y mundial).

Es difícil la materialización, a corto plazo, de un escenario o un desarrollo posterior de mayor y sostenida conflictividad social, ampliación del peso de una alternativa popular, un fuerte reequilibrio de fuerzas hacia la izquierda, una salida más equitativa a la crisis socioeconómica y una reversión de la involución política. Dejamos al margen otras fórmulas utilizadas en el pasado que ahora se utilizan en distintos ámbitos críticos de forma más o menos simbólica (revolución, ruptura radical antisistema…), pero que pueden confundir más que esclarecer las perspectivas del actual marco histórico. Se trata de pensar en un cambio social, político y económico profundo o una estrategia sociopolítica firme y prolongada de transformación de la sociedad y el sistema político. En ese sentido, se puede hablar de un ‘reformismo progresista fuerte y democrático’.

En el proceso de conformar una salida justa y democrática de la crisis económica, va a influir el impacto del factor socioeconómico (cohesión, desigualdad, modernización productiva…) y el sociopolítico (indignación, presión social…). La capacidad de movilización social y legitimación en la sociedad de las fuerzas sociales progresistas, reformadoras o alternativas es un factor clave para promover el cambio social, político e institucional. Desde el sindicalismo, los movimientos indignados, las mareas y plataformas ciudadanas y los grupos sociales solidarios hasta las distintas izquierdas políticas y grupos alternativos.

En la tradición política de las izquierdas se definía al sujeto sociopolítico con algunos conceptos utilizados en el pasado que definían un campo amplio de alianzas y que vuelven a la actualidad en distintos países europeos: ‘unidad de las izquierdas’, ‘coordinación y unidad progresista europea’, ‘bloque social o cívico alternativo’, ‘unidad popular activa’. No es nada nuevo, es la idea convencional de ‘frente popular’ de los años treinta o la ‘unidad de la izquierda’ de los partidos socialistas y, en general, de la izquierda democrática de los años setenta y ochenta, y posteriormente la experiencia de las izquierdas en ámbitos menores. El cambio más significativo es en cuanto al proceso de conformación que exige una amplia participación popular desde abajo. Así, se puede definir como un bloque social y político progresista y de izquierdas, unitario y plural, basado en la unidad popular y ciudadana frente al establishment (Antón, 2013a).

En el campo estrictamente electoral e institucional, ha habido distintos acuerdos o alianzas en espacios locales y autonómicos con pactos entre PSOE e IU (Andalucía, Asturias…) o incluyendo a la izquierda nacionalista (ERC en el tripartito catalán, o BNG en Galicia). No obstante, en el plano estatal y condicionado por la ley electoral que privilegia el bipartidismo (corregido con los nacionalismos periféricos), la dirección del PSOE siempre ha renegado de esa posibilidad para formar gobiernos y ha priorizado sus acuerdos con los nacionalismos de derecha (PNV y CIU) o grandes consensos con la derecha del PP en las llamadas cuestiones de Estado.

En todo caso, esa idea genérica de una alianza amplia de las izquierdas y los sectores progresistas y alternativos, construida con una amplia participación popular, está en conflicto con el giro hacia el centro político y la prioridad de los vínculos con las clases medias (y el poder económico) que elaboró y siguió la tercera vía, particularmente los partidos socialdemócrata alemán y laborista británico, en los años noventa y primeros dos mil y que todavía es la referencia de la actual dirección del partido socialista. Por otra parte, ese tipo de acuerdos necesitaría de adecuaciones al contexto actual, valorando, en primer lugar, las dificultades para la disponibilidad de las direcciones de los partidos socialistas por esa opción y, sobre todo, contar con la participación democrática de la ciudadanía crítica.

Aun así, para avanzar en una solución realmente progresista, aunque parcialmente impuesta y/o pactada con representantes de los poderosos, al menos en el marco europeo, junto con el apoyo de una mayoría social en los países más significativos, quedaría por comprobar tres aspectos fundamentales: 1) el alcance de la involucración de los aparatos socialdemócratas (alemanes, pero también centroeuropeos y del sur); 2) la existencia o no de cierta solidaridad europea (superando intereses nacionales del norte), y 3) la participación de una fracción del poder económico e institucional (liberal).  La apuesta es por una Europa más social, democrática y solidaria.

7.    Democracia social y desigualdad[8]

La democracia social es la alternativa frente a la desigualdad y la gestión conservadora y autoritaria de la crisis socioeconómica y política. Debe ser la base para la construcción de una Europa más justa y solidaria.

La desigualdad social se ha incrementado con la crisis económica y las políticas de austeridad. El paro masivo, la devaluación salarial, el amplio empobrecimiento, así como el recorte de prestaciones sociales y servicios públicos, han contribuido a ensanchar las brechas sociales. Una minoría va acaparando privilegios, riquezas y poder en perjuicio de la mayoría de la sociedad. Hace todavía dos años no había un claro reconocimiento institucional de la gravedad de esta desigualdad. Hoy día, este diagnóstico básico de la importancia de la desigualdad social ya es asumido por la mayoría de la gente y es admitido en los ámbitos políticos, académicos y mediáticos: Desde personalidades como Obama o el Papa Francisco hasta estudios rigurosos como los de Milanovic (2012) y Piketty (2014) o de distintos organismos internacionales.

Por tanto, no vamos a insistir en su explicación detallada, ya realizada en otros trabajos (Antón, 2014b, y 2014c). A título de introducción solamente vamos a señalar unos datos básicos, su relevancia y la percepción social de injusticia en el marco de la actual gestión liberal-conservadora y autoritaria de la crisis, dominante en la Unión Europea. Después, como tema principal, trataremos las características de la democracia social, sus dos componentes básicos, de más igualdad o justicia social y mayor democracia, así como su significado sociopolítico como alternativa al capitalismo regresivo.

1.      Desigualdad social e injusticia

Existen numerosos indicadores de la evolución negativa y la gravedad de la desigualdad social. Aquí solamente destacamos los datos oficiales del coeficiente GINI, considerado el indicador más completo para señalar la desigualdad entre los distintos segmentos de la sociedad. Como se ve en el gráfico 3, en España, desde la crisis económica se ha incrementado la desigualdad social. Se ha pasado de 31,3 puntos, en el año 2008, a 34,7 puntos en el año 2014; es decir, un incremento de 3,6 puntos, más del 10%.  Es más desigual que los principales países de la UE como Francia, Alemania, Italia y Suecia, y en un nivel similar al del Reino Unido.

Los factores principales que la provocan son el paro masivo, el empleo precario con bajos salarios, los recortes sociales y la insuficiencia de la protección social pública, acentuados por la gestión antisocial y autoritaria de la crisis del poder establecido. Se ha incrementado la acumulación de bienes, recursos y poder en una minoría oligárquica con una desventaja comparativa respecto de la mayoría social, gran parte empobrecida. En el marco de una financiarización y globalización desregulada del sistema económico las élites dominantes y capas ‘extractivas’ salen beneficiadas y las clases subalternas perjudicadas.

Gráfico 3: Coeficiente GINI de desigualdad social

Fuente: Eurostat. 100 expresa el máximo de desigualdad y 0 la ausencia de ella. Los países del mundo se sitúan entre 75 (algunos africanos y latinoamericanos) y 25 (varios europeos nórdicos).

Especialmente, este proceso se ha agudizado a nivel mundial: el 11% de la población tiene el 60% de la riqueza (el 1,8% de arriba el 20%), el 12% el 20%, y el 77% de la gente se reparte el 20% restante. En EEUU, el 1% más rico posee el 40% de la riqueza.

No obstante, para aquilatar el diagnóstico, conviene precisar otros datos complementarios. En el caso de España la trayectoria anterior había sido de cierto descenso de la desigualdad desde el año 1985 (37,1) y 1990 (33,7) hasta situarse en algo menos de 32 puntos en la década de los dos mil (derivado de la gran expansión del empleo) y hasta el impacto de la crisis económica y las políticas de austeridad, desde el año 2008 en adelante. En el caso de la media de la UE, en estos años de crisis apenas se ha movido el nivel de desigualdad (en los primeros años con datos de la UE-15 y en los últimos de la UE-27, aunque en ambos ámbitos no difiere sustancialmente). Hay que añadir, que es la Unión Europea la región del mundo con menor desigualdad, fruto entre otras cosas, de su llamado modelo social, sistema distributivo y redistributivo del Estado de bienestar, últimamente también cuestionado por el poder establecido. Por último, la desigualdad social es superior en EEUU (37,8) y, sobre todo, en China (61,0), que sigue subiendo, y Brasil (56,0), que ha bajado algo.

Desigualdad es un concepto relacional o comparativo. No define el avance o retroceso de la población en su poder adquisitivo o el crecimiento económico, sino las distancias distributivas entre los diferentes segmentos sociales. Ello significa que es compatible, como ha sucedido en varias épocas, el incremento de la desigualdad y la mejora de las condiciones de vida de la mayoría de la gente. Los de abajo pueden avanzar un peldaño, los de en medio dos y los de arriba cuatro. La desigualdad y las desventajas comparativas de condiciones y oportunidades se amplían, aunque las capas desfavorecidas vivan mejor que antes. En esa situación, en la conciencia social se relativiza esa situación de desigualdad al valorar que en términos de bienestar las clases subalternas están mejor que antes o que las generaciones anteriores. Es el poderoso factor de legitimación del desarrollo capitalista, cuando compatibiliza crecimiento económico (de empleo, bienes y consumo) y aumento de bienestar socioeconómico con aumento de las desventajas relacionales y las desigualdades en términos socioeconómicos y de poder de las capas populares respecto de los ricos y poderosos. Esa mejoría relativa de bienestar y consumo se combina con la disminución de la igualdad de oportunidades vitales de las mayorías sociales, la reproducción de las desventajas comparativas y la consolidación de las relaciones de subordinación.

No obstante, la experiencia actual de la gestión de la crisis social y económica nos indica que, además del incremento de la desigualdad, también se ha producido un doble fenómeno que la agudiza: por un lado, el estancamiento y retroceso de las condiciones de vida y de influencia política y democrática de amplias mayorías sociales, clases medias y trabajadoras; por otro lado, una apropiación desmedida, muchas veces corrupta o ilegítima, y un control oligárquico de grandes beneficios económicos, ventajas y privilegios sociales y de poder institucional en las élites dominantes.

Estamos en otra etapa diferente a la de las tres décadas gloriosas de la segunda posguerra mundial con gran desarrollo económico, distribución y protección públicas ascendentes y mayor participación democrática en una dinámica más equilibrada del capitalismo (de rostro humano). Se mantenía una gran legitimación social del sistema económico y político, compatible con la persistencia de grandes desigualdades. En los años ochenta y más claramente en los noventa, ese equilibrio se rompe parcialmente con la generalización de la globalización económica desregulada, el predominio de la financiarización de la economía y la preponderancia de las políticas neoliberales (Antón, 2009; Alonso y Fernández, 2012).

La etapa actual se caracteriza por la recesión, el estancamiento o el escaso crecimiento económico y, sobre todo, del empleo y por las políticas económico-sociales regresivas y medidas autoritarias. La dinámica dominante es de desmantelamiento del Estado de bienestar, restricción de los derechos sociales y laborales, abaratamiento de los costes laborales y subordinación de la mayoría de la población trabajadora, incluida la precaria y en paro. Se termina por combinar mayor desigualdad y menores expectativas y dinámicas de progreso en las trayectorias laborales y sociales de la mayoría social subalterna. La desigualdad se hace más injusta. No solo se notan más los agravios comparativos entre el polo más rico y la mayoría popular, sino que gran parte de ella vive peor que antes y que su generación anterior. Se frustran las aspiraciones de movilidad social ascendente. Es la base del descontento y la indignación de la mayoría de jóvenes de capas trabajadoras y medias. Este sentimiento de injusticia está agudizado por la percepción del contraste entre esa realidad de desigualdad y bloqueo de trayectorias y la situación de mayor capacidad académica y expectativas de ascenso social, confianza en el ‘progreso’ del sistema económico y una socialización relativamente libre, democrática e igualitaria en los ámbitos educativos e interpersonales, que actualmente se ven defraudadas.

Existe una amplia percepción ciudadana de la mayor gravedad de la desigualdad con escaso crecimiento económico, sin movilidad ascendente general y con la crisis de empleo y derechos que lleva a más desigualdad con retroceso de la mayoría y enriquecimiento de la minoría (más desigualdad ilegítima). El discurso de la recuperación económica (de unos pocos) puede ser suficiente como tendencia para una parte de la sociedad más acomodada, conservadora o con una posición relativa mejor. Es la que, en gran medida, justifica el continuismo de la austeridad ‘necesaria’, flexible pero inevitable, como salida de la crisis, con la reproducción de la desigualdad. Pero pierde credibilidad para la mayoría ciudadana que se resiste al incremento de sus desventajas comparativas y el empeoramiento de sus trayectorias y oportunidades vitales, y exige cambio.

En definitiva, la desigualdad social ha adquirido una nueva relevancia, derivado de su gravedad, su persistencia y sus consecuencias sociales, en el contexto del predominio de políticas regresivas y autoritarismo. Estamos en una crisis sistémica, con dificultades significativas de los principales sistemas, políticos, socioeconómicos e institucional europeo, aparte de profundas problemáticas en los ámbitos moral-cultural, ecológico y de relaciones internacionales. El malestar cívico por el deterioro vital tiene influencia en la deslegitimación del poder económico e institucional, con su gestión impositiva de la austeridad. La mayoría ciudadana lo contrapone con la cultura de justicia social y los valores democráticos. Por tanto, se realza la importancia de la nueva cuestión social, fuente de nuevos conflictos sociopolíticos. Además, estas nuevas realidades presentan insuficiencias interpretativas, lo que supone la necesidad de una nueva teoría social y otro lenguaje, particularmente para analizar su interacción con la acción colectiva de los agentes sociales y políticos y orientar el proceso de cambio social e institucional.

2.      Capitalismo regresivo frente a democracia social

Existe un conflicto de fondo entre el capitalismo regresivo y autoritario y la democracia social. Son dos opciones incompatibles de gestión y de salida de la actual crisis sistémica, socioeconómica, política y del modelo de integración europeo. Las alternativas básicas son entre la consolidación de la hegemonía del proyecto liberal-conservador o la posibilidad de un avance de fuerzas de progreso, en defensa de un proyecto más democrático, justo y solidario para Europa.

Dejamos al margen el debate más general sobre la compatibilidad o no del desarrollo capitalista y la persistencia de Estados democráticos, ya iniciado en las primeras décadas del siglo XX (Álvarez-Uría y Varela, 2004). La historia ha demostrado su convivencia, particularmente en los modernos estados sociales y de derecho europeos, donde nos centramos.

Existe el precedente keynesiano y del Estado de bienestar, con el llamado  capitalismo (de rostro) ‘humano’: desigualdad social y subordinación de las mayorías sociales, pero ligado a sistemas democráticos o representativos y con libertades públicas, junto con progreso material y protección pública de la población. El paso intermedio ha sido el del liberalismo social: igualdad y protección pública de ‘mínimos’ y desarrollo del mercado –financiero y desregulado-, con más desigualdad.

En las últimas décadas se ha producido un retroceso en la calidad democrática y participativa de sus regímenes, con menor capacidad de la población y sus órganos representativos para influir en los procesos económicos que afectan a la sociedad. Se ha generado el desborde o complacencia de muchos Estados y su clase gobernante (mediante su inacción y colaboración o la desregulación) respecto de los mercados financieros y el proceso de globalización. Se ha incrementado la pérdida de control político y democrático de la economía, incluso por los grandes Estados como EEUU y la UE y los organismos ‘reguladores’ internacionales. La política (la democracia), como expresión del interés general de la sociedad, ejerce menos control e influencia que los grandes agentes económicos guiados por su interés privado. Las instituciones políticas quedan más marginadas y deslegitimadas por esa dejación de funciones de representación y defensa del bien común o los derechos de la ciudadanía;  muchas veces aparecen como defensoras de los privilegios de las minorías poderosas.

En particular, en esta fase de capitalismo financiero y globalizado, más regresivo y autoritario, se acentúa su conflicto con la democracia, al menos con los componentes  más avanzados, participativos o sociales. El horizonte de la gestión y la salida liberal-conservadora de la crisis son unos Estados con una democracia más débil, con el respeto mínimo al sistema representativo, social y de derecho y una interpretación restrictiva de los derechos civiles y políticos. Particularmente, se está imponiendo un proceso de desmantelamiento del Estado de bienestar, de reducción de la suficiencia de los sistemas de protección social y prestaciones públicas y debilitamiento de las garantías de los derechos sociales y laborales plenos. Así, el neoliberalismo y el neoconservadurismo, la globalización de los mercados, desregulada y apoyada o consentida por los Estados, sin control ni aval democrático, y la involución sociopolítica y moral de las élites dominantes, están produciendo una ruptura del contrato social y político con la ciudadanía (Bauman y Bordoni, 2016; Innerarity, 2015; Maravall, 2013).

Se amplía la desconfianza de la mayoría de la población respecto de la clase política gobernante. Supone un debilitamiento de la representatividad de las élites, o desafección política, derivada de su gestión regresiva y autoritaria, separada y en contra de los intereses y demandas de mayorías populares. Por tanto, existe un déficit democrático, un autoritarismo de las élites institucionales y económicas. Su argumento para imponer la desigualdad, la apropiación de bienes y el poder de unos y la exclusión de otros es que la solución proviene del mercado y el individuo o de la gestión de los líderes o tecnócratas, eludiendo la participación cívica. Se rompe el proceso de integración social y territorial y se debilita una construcción europea solidaria, junto con el reajuste adaptativo de las élites dominantes y la subordinación de las mayorías populares del sur europeo (y mundial).  

Las actuales políticas dominantes en la UE están acentuando las brechas sociales en el interior de los Estados, especialmente los más débiles económicamente. Particularmente, están ampliando las brechas entre los Estados del Norte (acreedores y más desarrollados) y los del Sur (deudores y con fuertes déficit de sus aparatos productivos y sistemas públicos).  Es decir, están disgregando la unidad europea, vaciando el proceso de integración y alejando las instituciones comunitarias de las necesidades populares. Los sectores progresistas tienen (tenemos) el reto de derrotar la austeridad y la gestión liberal-conservadora y defender el avance y la consolidación de una democracia social. No solo en el ámbito de cada estado sino también en la conformación de unas instituciones europeas más democráticas, superando la actual dinámica prioritariamente ‘inter-gubernamental’ y elitista, al servicio de los grandes poderes oligárquicos, junto con el desarrollo de una política social y económica más justa e integradora. El modelo institucional europeo, frente a la tendencia contraria dominante, debe ser más social, más democrático y más solidario. El capitalismo regresivo y autoritario es incompatible con una democracia social avanzada y con una construcción europea solidaria e integradora.

En definitiva, ante el amplio apoyo social que tiene el estado social y de derecho, al proyecto liberal-autoritario se le opone una amplia resistencia cívica y la deslegitimación social. Frente a la involución regresiva, se produce una fuerte y prolongada pugna sociopolítica, cultural y ética en torno a esos dos ejes: democracia (participación ciudadana, control de gobernantes y  soberanía popular) frente a los poderes económicos y el autoritarismo, y un carácter social progresivo (favorable a las mayorías sociales y subalternas). El conflicto sigue abierto.

3.      Una igualdad fuerte, clave para el progreso

Existen, básicamente, dos concepciones progresistas de la justicia: liberalismo social, con derechos mínimos, de las tendencias centristas (mayoritarias en las direcciones socialistas), y modelo redistribuidor y protector, con ciudadanía social plena, de las izquierdas transformadoras o fuerzas alternativas. Y dos intensidades de la igualdad: a) igualdad de mínimos o derechos solo básicos; b) igualdad ‘fuerte’, con plenas garantías institucionales y suficiencia presupuestaria (Antón, 2013b).

La socialdemocracia europea hace tiempo que ha abandonado una orientación social igualitaria firme y avanzada. La tendencia mayoritaria del centro-izquierda socialista europeo se ha pasado al social-liberalismo de tercera vía o nuevo centro. Se han incorporado a la gestión liberal de la crisis económica y tienen problemas para elaborar un discurso propio y diferenciado de las derechas para mantener una frágil igualdad de mínimos o un Estado de bienestar básico; la tendencia dominante, el consenso liberal-conservador-socialdemócrata europeo, es hacia el debilitamiento de su función pública, protectora, distribuidora y reguladora y la reafirmación del mercado como base de la (in)seguridad social (Navarro, 2015).

Son significativos los intentos de algunos intelectuales, de ese ámbito de influencia socialista, de articular un nuevo discurso autónomo del liberal dominante. Así, el prestigioso catedrático, ensayista y actual presidente del Círculo de Economía, Antón Costas, en su interesante artículo ‘Un nuevo progresismo’ (El País, 11-10-2015) apunta a la necesidad de un nuevo discurso progresista “para sustituir a la sociedad desigualitaria e injusta que colapsó en 2008” y plantea: 1) Instituciones para la estabilidad macroeconómica y preservación de servicios públicos fundamentales. 2) Fortalecer la política contra los monopolios y los privilegios concesionales y corporativos, con regulación de los mercados financieros. 3) Giro radical a las políticas empresariales; virar el rumbo desde la rentabilidad hacia la productividad; no a las devaluaciones salariales… y sí a la educación, la inversión y el I+D. 4) Un Estado menos intervencionista y más innovador y emprendedor; replanteo de la relación Estado-mercado. 5) Un nuevo Estado social volcado en la igualdad de oportunidades; virar desde la protección a los mayores y clases acomodadas hacia la de los jóvenes.

Puede ser una base de debate sugerente, particularmente en los tres primeros puntos. Pero es insuficiente, especialmente en los dos últimos puntos: El Estado, las instituciones públicas, con mayor participación cívica, deben articular un papel más (no menos) intervencionista (regulador de la economía, garantía de derechos y bienes públicos y gestor de servicios fundamentales); la sociedad en su conjunto, incluido los mayores –sistema de pensiones, sanidad pública…- necesita mayor protección social pública (no menor o una simple reestructuración interna entre distintos segmentos), así como suficiencia y calidad de los servicios públicos esenciales; desde luego, la prioridad es la atención a los sectores más desfavorecidos, con planes de emergencia social o rescate ciudadano, combinado con mayor carga impositiva para los más acomodados y, especialmente, los más ricos; y, en particular, para la mayoría de jóvenes es imprescindible incrementar la calidad e igualdad del sistema educativo y garantizar sus procesos de inserción laboral y profesional de forma más digna sin la imposición de las actuales trayectorias precarias. Se puede avanzar un desarrollo programático de las políticas sociales, pero hay que diferenciar esa doble opción: un reformismo fuerte, con plenas garantías, o una simple adaptación a la dinámica de desigualdad, con leves medidas superficiales y retóricas.

Por otro lado, cuando hablamos de democracia ‘social’, nos referimos no solo a las estructuras socioeconómicas sino a todas las ‘relaciones sociales’ de dominación / subordinación y de reciprocidad / cooperación. Así, existen distintas oportunidades en el acceso, posesión, control y disfrute de recursos y poder, derivadas de condiciones ‘no legítimas’ (origen étnico-nacional, sexo, otras opciones ‘culturales’) y ‘discutibles’, según la cultura y la pugna legitimadora (herencia, propiedad, control, estatus, familia). Por tanto, se mantienen en muchos ámbitos relaciones de ventaja-privilegios frente a desventaja-discriminación; o, bien, de dominación-explotación con efectos de opresión-subordinación-sometimiento. Todo ello, debe ser considerado en una perspectiva amplia del avance de la igualdad.

La percepción cívica de la injusticia social es clave para generar rechazo popular y dinámica de cambio. Es fundamental la reafirmación popular en la cultura democrática y de justicia social opuesta a la austeridad y la prepotencia de los poderosos (Sen, 2010, y 2011).

Un primer nivel es el de los ‘derechos humanos iguales’ (civiles, políticos y socioeconómicos), derivados de la pertenencia a la humanidad o una ciudadanía con la contraparte de los deberes del Estado (o la sociedad). O bien, la igualdad de oportunidades ‘débil’ o mínima y de punto de partida (acceso, mínimos de supervivencia, capacidades básicas). Es compatible con la libertad de mercado (empresarial) o la desigualdad en el resto de condiciones por imposición de poder, propiedad, dominio y control.

Un segundo nivel es remover obstáculos en las trayectorias personales, evitar privilegios por arriba y garantizar a la gente derechos sociolaborales y participativos y resultados igualitarios y emancipadores. Desde la concepción de una ciudadanía social plena, se trata de consolidar un fuerte Estado de bienestar y una democracia avanzada, con sólidas garantías de los derechos sociales y laborales, fuertes instituciones y servicios públicos, amplia protección social y suficiente capacidad fiscal y redistribuidora. Se trata también de la acción positiva o transformadora, para reequilibrar la desigualdad de origen, contexto y trayectoria. Es la idea de promover la igualdad en las capacidades individuales y grupales que permitan un desarrollo integral de las personas, su libertad real o no-dominación.

La cultura de los derechos humanos (básicos o mínimos, como derecho a la existencia, y el trato igual o no discriminatorio) es fundamental, sobre todo, para los sectores desfavorecidos. Pero es insuficiente al no abordar el resto de la realidad desigual de necesidades y de recursos existentes en la estructura socioeconómica o las relaciones sociales: la distribución desigual de rentas, recursos y poder según méritos (i)legítimos y/o condiciones ilegítimas de propiedad, posesión, dominación, familia-herencia, nacionalidad...  Por tanto, es imprescindible defender y avanzar en ese proyecto de igualdad fuerte y Estado de bienestar avanzado, ligado a mayor democracia.

4.      Carácter de la democracia social

La democracia social, como propuesta normativa, está basada en dos pilares fundamentales y entrelazados: a) Democracia plena: derechos y libertades garantizados, sistema representativo y participación cívica; b) igualdad sustantiva: justicia social y giro socioeconómico igualitario, Estado de bienestar avanzado con un fuerte sector público y capacidad regulatoria de la economía.

La democracia es un sistema de gobierno mediante representantes elegidos por el pueblo (soberano). Hay una ligazón y legitimidad entre gobernantes y gobernados a través de su gestión del ‘interés general’ o ‘bien común’, bajo el ‘consenso’ constitucional, normativo o político (Engelken et al., 2015).

La exigencia de más y mejor democracia (deliberativa, participativa, relacional…), expresa la necesidad de mayor respeto de los gobernantes a los gobernados y la ampliación de la participación de la base popular. La desconfianza ‘creativa’ de la ciudadanía activa y crítica respecto de la élite política dominante es un factor democratizador. Puede generar desafección hacia la clase gobernante, pero reforzar los procesos participativos y los mecanismos democráticos. La indignación social en España está derivada de la virtud cívica democrática-igualitaria como oposición al retroceso socioeconómico (recortes, subordinación, segregación), político-institucional (prepotencia, dominación) y moral (disgregación, insolidaridad). Está basada en la ética de justicia social y la cultura democrática: cumplimiento del contrato social y político con la ciudadanía. El movimiento de protesta social, crítico con las élites gubernamentales, no es antipolítico. Todo lo contrario, renueva y refuerza la política: ha supuesto una mayor preocupación y participación ciudadana en los asuntos públicos, ha obligado a regenerar las instituciones políticas y, finalmente, ha configurado un nuevo electorado indignado y una nueva representación política, especialmente articulada en torno a Podemos y sus aliados.

La tarea de la democracia social es doble y combinada:

a)      Poner coto a la desigualdad, las ventajas y los privilegios de unos pocos, y favorecer a las capas populares y al conjunto de la sociedad.

b)      Incrementar la participación cívica, garantizar el respeto de las instituciones y élites políticas a los compromisos sociales y democráticos con la ciudadanía y llevar a cabo una profunda democratización del sistema político.

No se trata solo de un recambio de élites, debido a su corrupción, afianzando la honestidad democrática de los representantes públicos, sino, además, de la transformación profunda de su papel sustantivo, su gestión prepotente y regresiva.

El simple continuismo, representado por el PP, está desacreditado. Existe un significativo aval representativo a PSOE y Ciudadanos, con el riesgo de que se consolide un cambio superficial y limitado o, bien, un continuismo de fondo con algo de renovación de élites y políticas. No obstante, hay una amplia demanda de cambio sustancial, cuyo cauce ha hegemonizado Podemos pero que va más allá incluso de sus aliados directos y de IU-Unidad Popular. Todo ello afecta a la profundidad del cambio en los dos aspectos básicos: giro socioeconómico igualitario y democratización, incluida la problemática de la plurinacionalidad (Cataluña…).

En todo caso, hay que evitar una doble unilateralidad en la orientación política al centrar el cambio solo en el factor de democracia o solo en la igualdad social (o en la superficialidad de uno de ellos o de ambos). Algunos planteamientos deducen que con más y mejor democracia (igualdad política) se podrían adoptar políticas igualitarias (económicas y de relaciones sociales). El problema es que no es automático y el cambio se puede quedar en el recambio de élites. Además, sin igualdad socioeconómica hoy no se puede fortalecer la democracia: el sistema político, las élites gobernantes (con la correspondiente renovación), deben aceptar y recomponer un nuevo contrato social y político-democrático, en favor de las clases populares, así como el control y la restricción de los privilegios de los poderosos. Es decir, es ineludible avanzar en mayor igualdad social y mayor igualdad política, junto con más participación y libertades individuales y colectivas. En sentido contrario, hay posiciones, más o menos economicistas, que solo ponen el acento en las mejoras sociales y económicas desdeñando la gran tarea democratizadora y de recomposición institucional y representativa. La democracia no se puede separar de su contenido social.

5.      Democracia social, palanca del cambio

El capitalismo financiero y ‘extractivo’ de las actuales élites dominantes impone la regresión socioeconómica y política y acentúa la crisis social y moral. Lo hace desde la coerción del llamado mercado (la propiedad privada de los grandes poderes económicos y financieros) y los aparatos estatales. Se avala por el Estado de derecho y los valores conservadores. La opción dominante de la gestión de la crisis es la autoritaria y regresiva, con la hegemonía del poder liberal-conservador.

Ese plan intenta la integración (conflictiva y globalizadora) de las élites dominantes de los países periféricos (incluido Francia), la contención de reacciones nacionalistas para salvar las instituciones comunitarias y una mínima cohesión social y legitimidad democrática. No obstante, caben los siguientes interrogantes: ¿Es posible una Europa liberal-conservadora alemana, con readaptación subordinada de las demás élites estatales-nacionales? ¿Es capaz de contener, por una parte, las dinámicas xenófobas y etno-nacionalistas excluyentes y, por otra parte, la marginación y discriminación de amplias capas populares -muchas de origen inmigrante- de sus propios países, del sur europeo y mundial?. ¿Es compatible un nuevo equilibrio entre, por un lado, la hegemonía del poder liberal-conservador, con democracia limitada, mayor subordinación popular y de países débiles y un fuerte control social con capacidad extractiva de riquezas y competitividad mundial –productos avanzados y mano de obra barata-, y por otro lado, mantener la neutralización del descontento popular, los procesos de deslegitimación ciudadana hacia el poder establecido y las tendencias progresivas, alternativas y de izquierda?

Uno de los aspectos de esta transición en la conformación de fuerzas progresistas es el papel contradictorio de la socialdemocracia europea y su articulación en distintos países por su doble carácter: por una parte, gestor del poder establecido, con el consenso con las derechas, liberales y conservadoras, y leve diferenciación; por otra parte, función representativa de un segmento de capas populares sobre las que tiene que seguir legitimándose, con unas políticas más justas y democráticas. La dinámica mayoritaria de sus dirigentes, especialmente desde las responsabilidades gubernamentales, se sitúa en la primera tendencia social-liberal (Alemania, Grecia, Francia, Italia, España, Holanda…), cogestora de la estrategia de austeridad, más o menos flexible, con fuertes déficit democráticos y solidarios en la construcción europea. No obstante, existen en esos mismos países sectores internos significativos e incluso  otros, como Reino Unido y Portugal, donde alcanzan una dimensión mayoritaria que, ante los riesgos de la creciente pérdida de legitimidad ciudadana y representatividad electoral, son más sensibles a la segunda tendencia: una gestión basada en la justicia social y el respeto a las demandas populares; más integradora entre países y en su  interior, y más democrática y participativa en sus Estados y, particularmente, en su relación con las instituciones comunitarias.

A corto plazo, no se vislumbran suficientes fuerzas sociales y políticas para forzar un cambio sustancial en el poder dominante europeo, económico-financiero y político-institucional. No obstante, por otro lado, en distintos países, sobre todo del sur y empezando por España, gran parte de la ciudadanía muestra su rechazo a una orientación regresiva y a la involución social y democrática y se ha generado una oposición activa de carácter progresivo. Específicamente, fuerzas progresistas y alternativas han experimentado avances relevantes en su expresión electoral, su representación política, incluso su acceso significativo a instituciones gubernamentales, locales o regionales. El proceso transformador, así como la constitución de suficientes fuerzas sociales y políticas con un horizonte emancipador, igualitario y de progreso, es difícil y complejo.

A nivel más general, cabe un interrogante sobre el futuro del cambio político a medio plazo. ¿Existe una ventana de oportunidad en Europa del sur para frenar, al menos, la fuerte hegemonía liberal-conservadora, favorecer una reorientación de la socialdemocracia –o en su caso, que profundice su declive representativo- y consolidar una dinámica alternativa de progreso?. Hemos visto las lecciones griegas, con las dificultades del gobierno de Syriza (Antón, 2016b) y los problemas para la reforma europea; igualmente, el compromiso liberal y hegemónico de la socialdemocracia alemana y los límites de la francesa e italiana. Sin un cambio significativo de la articulación social y política en esos países centrales de la UE, es difícil el avance hacia una Europa más justa, más social y más democrática. Pero ese es el desafío: una construcción europea a través de la justicia social, la solidaridad y la integración, así como la participación democrática y popular frente al poder establecido.

Por tanto, están interrelacionados los dos aspectos: un proyecto de cambio progresista basado en el camino hacia una democracia social avanzada, y la conformación de nuevas dinámicas populares y fuerzas políticas críticas y alternativas que impulsen el avance hacia ese horizonte. Ante la crisis sistémica y la pretensión hegemónica y reaccionaria del poder liberal-conservador, la opción más adecuada de las fuerzas alternativas es una respuesta democratizadora (emancipadora y participativa), progresista en lo social y económico (igualitaria) y europea-integradora (solidaria).  Expresa la oposición al continuismo estratégico de las élites dominantes y sus estructuras de poder y la ruptura de su hegemonía político-cultural y su legitimidad social, evitando su recomposición renovada. Supone conseguir un nuevo equilibrio sociopolítico e institucional, con nuevas fuerzas progresivas y dinámicas populares emancipadoras. Precisa una renovación de la teoría social y los viejos discursos del cambio: socialdemócrata o social-liberal de tercera vía, marxistas-revolucionarios, populistas y nacionalistas.

Estamos ante una nueva época, con una nueva configuración del bloque de poder, las tendencias socioculturales y los actores sociales y políticos. Exige la elaboración de nuevos proyectos de cambio y nuevas estrategias transformadoras, con otros conceptos y nuevo lenguaje. Por una parte, para conectar con la experiencia sociopolítica y la conciencia social de los sectores populares más críticos y avanzados; por otra parte, para definir mejor el diagnóstico de la compleja realidad y la perspectiva de cambio desde una óptica igualitaria, solidaria y emancipadora. En ese sentido, los ejes normativos propuestos se reúnen mejor bajo este concepto de democracia social. Recoge la experiencia institucional, política y moral de las mejores tradiciones cívicas europeas, apuesta por un contenido claro democrático y democratizador y de giro social y económico favorable a las capas populares y subordinadas; así mismo alude a una oposición rotunda del actual orden económico y político y una apuesta firme por su profunda transformación.

En definitiva, frente a una gestión regresiva y autoritaria de la crisis la apuesta de progreso es una Europa más justa, social, solidaria y democrática. Se puede abrir un periodo de cambio profundo, democratizador en lo político y progresista en lo social y económico. Pero no hay que descartar un retroceso, una derrota impuesta por el poder liberal-conservador y la imposición del poder económico y financiero, con la consolidación de la involución social e institucional para las fuerzas progresistas y las condiciones vitales de las mayorías sociales. En el próximo lustro, ligado al tipo de salida de la crisis socioeconómica, al conflicto sociopolítico existente y a los procesos de legitimidad ciudadana de los distintos actores e instituciones, se van a ventilar los nuevos equilibrios políticos y la orientación del nuevo modelo social, económico, institucional y europeo. La perspectiva de una democracia social avanzada ofrece una alternativa de progreso, susceptible de suficiente apoyo popular para influir en la solución positiva a ese dilema.

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