Sociólogo y politólogo.  Profesor de la Universidad Autónoma de Madrid (2003/2022)

Rentas básicas: Garantía contra la vulnerabilidad social

 

II Congreso: Trabajo, Economía y Sociedad

Crisis y desigualdad: Alternativas sindicales

Fundación 1 de Mayo, 22 y 23 de octubre de 2015

Comunicación para el Taller 3: Economía política de la igualdad

RENTAS BÁSICAS:

GARANTÍA CONTRA LA VULNERABILIDAD SOCIAL

Antonio Antón

Departamento de Sociología - Universidad Autónoma de Madrid

antonio.anton@uam.es

Introducción

El incremento de la desigualdad, el empobrecimiento y la exclusión social hacen más necesario fortalecer unos mecanismos de garantía de rentas y recursos que permitan a toda la población vivir dignamente. Los procesos de ajuste económico y las medidas de recortes sociales y desmantelamiento del Estado de bienestar, dentro de la estrategia de austeridad dominante hoy en los países de la Unión Europea, tienden a dejar a las capas más desfavorecidas en una posición de mayor subordinación y desprotección pública (ANTÓN, 2009; 2012, y 2013). Para una orientación alternativa de cambio social y político es imprescindible mejorar los sistemas y prestaciones sociales que configuran (junto con otros como los subsidios de desempleo o las pensiones mínimas) la última malla de seguridad contra la pobreza, que afecta a cerca de una cuarta parte de la sociedad. Parto de la constatación de la clara insuficiencia de los actuales sistemas de rentas mínimas o ingresos de inserción, gestionados (con algunas diferencias significativas) por las distintas Comunidades Autónomas. No me detengo en su crítica. Las posibilidades de avanzar hacia un cambio institucional progresista hacen más apremiante definir mejor las propuestas transformadoras de las políticas sociales, en el marco del fortalecimiento de una democracia social más avanzada. Aquí, al calor del debate abierto, trato particularmente algunas cuestiones de enfoque sobre los fundamentos teóricos de las rentas básicas o sociales y su justificación ética según distintas concepciones de la justicia social, así como los criterios básicos de este tipo de mecanismo de garantía de rentas. Igualmente, expongo algunas reflexiones sobre algunas propuestas concretas de superación del actual marco de las rentas mínimas de inserción.   

1.      Dos modelos de rentas básicas

La corriente progresista basada en VAN PARIJS (1996) define, desde los años ochenta, la renta básica (RB) como una renta pública pagada por el Estado, individual, universal –igual y para todos e independientemente de otras rentas- e incondicional –sin contrapartidas ni vinculación al empleo-. Añaden dos aspectos fundamentales: debe distribuirse ‘ex-ante’ -al margen de los recursos de cada cual- y ‘sin techo’ -acumulando sobre ella el resto de rentas privadas y públicas-; además, consideran que deben ser sustituidas algunas prestaciones sociales.

Planteadas con los valores democráticos clásicos, las características fundamentales de ese modelo están basadas en la idea de libertad -o la no dominación-, dejando en un segundo plano subordinado los principios de igualdad y de fraternidad –o solidaridad-. La definición pura de ese modelo de RB mantiene una ambigüedad deliberada sobre su sentido social y comunitario, sobre a qué clases sociales beneficia y sobre el objetivo de una sociedad más solidaria y con mayor igualdad, aspectos fundamentales para concretar una distribución de la renta pública y el papel del gasto social.

Adelanto unas ideas básicas de mi punto de vista, que considero afín al de C. OFFE (1997) y desarrolladas en otra parte (ANTÓN, 2000; 2003, y 2005): en una sociedad segmentada, con fuerte precariedad y con una distribución desigual del empleo, la propiedad y las rentas, se debe reafirmar el derecho universal a una vida digna, el derecho ciudadano a unos bienes y unas rentas suficientes para vivir; son necesarias unas rentas sociales o básicas para todas las personas sin recursos, para evitar la exclusión, la pobreza y la vulnerabilidad social; se debe garantizar el derecho a la integración social y cultural, respetando la voluntariedad y sin la obligatoriedad de contrapartidas, siendo incondicional con respecto al empleo y a la vinculación al mercado de trabajo, pero estimulando la reciprocidad y la cultura solidaria, la participación en la vida pública y reconociendo la actividad útil para la sociedad; hay que desarrollar el empleo estable y el reparto de todo el trabajo y fortalecer los vínculos colectivos;  se trata de consolidar y ampliar los derechos sociales y la plena ciudadana social con una perspectiva democrática e igualitaria.

En resumen, parto de un modelo social con una perspectiva transformadora con la ampliación de los derechos sociales, con el objetivo de avanzar en la igualdad y promoviendo los valores de la solidaridad y la cultura de la reciprocidad, para garantizar la libertad y el acceso a la ciudadanía de todas las personas. Eso me lleva a tratar y formular de otra manera los criterios de universalidad e incondicionalidad y apostar por otra fundamentación, por otras bases teóricas y culturales, aunque haya muchas coincidencias prácticas. Por tanto, considero que hay que abandonar el modelo ‘ortodoxo’ de RB, sus principios centrales, y crear otro enfoque, reformulando las características de una renta social, igualitaria y solidaria.

2. Superar la oposición entre trabajo y rentas sociales

Desde el punto de vista histórico, estamos en una etapa de cambios y transición del pacto social de la sociedad keynesiana -del pleno empleo con Estado de bienestar y participación democrática-, con una nueva redistribución de la propiedad, la riqueza y las rentas, así como de la fiscalidad y del gasto social. En el plano cultural, hay una crisis, más profunda, de la cultura obrera y de la ética del trabajo. Las bases de la ciudadanía, de las instituciones básicas y de los acuerdos colectivos se están modificando a gran escala. El debate sobre el papel del trabajo y de la protección social o de la renta básica, sobre la correspondencia entre derechos y deberes, hay que situarlo en ese contexto.

Inicialmente, hay dos opciones extremas. Una, la tradición keynesiana y moderna, con la pretensión de que el trabajo -como fuente de rentas y estatus- y el deber cívico, continúen siendo las principales bases de la sociedad, exigiendo en esa medida los correspondientes derechos para facilitar la ‘cohesión social’. La universalidad de los derechos sociales correspondía a una sociedad de pleno empleo, cotizaciones sociales e integración sociopolítica y nacional. La segunda opción, parte del papel poco relevante del empleo, abandonando la ‘centralidad’ del empleo y el marco global de la corresponsabilidad social. En su forma extrema, señalan el ‘fin del trabajo’ y se desconsidera la problemática del trabajo y la reproducción social con una nueva centralidad, una nueva ‘base’ en la distribución –RB- o el consumo.

Ambas, además de economicistas, son unilaterales, por su pretensión de universalidad, en unas sociedades segmentadas y diversas; a mi parecer, hay que elaborar un tercer enfoque, más multilateral. Existen profundas transformaciones de la sociedad y del trabajo y hay que definir mejor el papel y sentido del trabajo y de los derechos sociales. Eso conlleva revisar las bases constitutivas de la modernidad y de la desigualdad socioeconómica y replantear el contrato social, con una nueva combinación de derechos y deberes.

VAN PARIJS propone, como alternativa al trabajo, una RB como base de la libertad y la ciudadanía, independientemente del resto de rentas y bienes y dejando en el ámbito individual, la elección y el comportamiento en el resto de la problemática económica y social. El modelo de RB –individual, universal e incondicional- de la Red Europea de la Renta Básica –BIEN- y sus defensores en España (RAVENTÓS, 1999), se presenta como opuesto al derecho al trabajo y a los criterios de reciprocidad. Pone el énfasis en una incondicionalidad total, en la defensa de unos derechos al margen de deberes, planteando que, en los planos distributivos y éticos, esa filosofía y esa cultura es superior a cualquier otra. Considera que la oposición principal se da entre las rentas salariales y la renta básica, es decir, entre la población trabajadora y las personas desempleadas –o inactivas-; de ahí su carácter más antagónico con los salarios –directos o indirectos- por sus intereses contrapuestos en la distribución de la riqueza, y en la culturas que conllevan ambas, la cultura del trabajo o la ‘distributiva’. Se ha modificado la clásica oposición capital-trabajo, o la de minorías pudientes-mayorías desposeídas.

El problema es que con la RB, en el umbral de la pobreza, no se consigue el objetivo proclamado de la libertad para vivir sin empleo, y que una mayoría seguiría viéndose forzada a emplearse. Pero, ese modelo no aborda el problema de las formas y características del acceso de la población al conjunto de las rentas, a su producción y distribución equitativa, y deja en manos de cada individuo, la elección de su preferencia, en materia de empleo y del resto de rentas, al margen de las constricciones, necesidades y compromisos colectivos.

Por otra parte, es preciso establecer el alcance de esa oposición y en qué plano se establece. El propio VAN PARIJS admite que la reciprocidad debe funcionar después del reconocimiento y distribución de la RB. Otros autores (NOGUERA, 2001, RAVENTÓS, 2001) también reconocen la complementariedad del empleo, pero a posteriori. Según ellos, es fundamental la incondicionalidad de la RB, la ausencia total de reciprocidad, y una vez aplicada es cuando se desarrollaría mejor la reciprocidad y la generación de empleo. Primero, presentan a esa RB, como una ‘base’ distributiva, ética y constitutiva de la sociedad, en oposición radical a la reciprocidad y al trabajo. Segundo, sólo a partir de esa distribución inicial, de esa función básica, justifican el mantenimiento y complementariedad de esos mecanismos institucionales basados en los demás contratos –laborales, mercantiles, de propiedad-.

La oposición se plantea en términos radicales en cuanto a ser la ‘base’ inicial, el punto de partida, en el plano material –rentas- y ético. Pero, en el segundo paso, aparece la incorporación complementaria y subordinada a esa base inicial, tanto del papel del empleo como de la cultura de la reciprocidad. Con lo primero destacan el carácter alternativo y superior de sus principios, con lo segundo, su ambigüedad práctica. Para garantizar el primer paso –la RB- se utiliza el Estado como garantía distributiva pero, a pesar de la complejidad y las mediaciones sociales, para el resto de problemas económicos y distributivos, no hay instituciones ni acuerdos sociales ni normas morales para regular la acción y las responsabilidades colectivas, sino elección racional de los individuos.

Por mi parte, considero que esa oposición entre trabajo y RB está mal planteada y expresada en forma sesgada. Hay elementos contradictorios entre derecho y reparto del trabajo y renta básica -derechos sociales-; pero, ambos pueden ser complementarios, no alternativos (ANTÓN, 2000). La oposición total se establece entre aquellos que consideran que sólo hay un elemento -el trabajo o la RB- exclusivo y central, en la sociedad o el individuo, tanto en la vertiente material como ética. Ambas posiciones suelen estar condicionadas por un pensamiento ilustrado fundamentalista, de buscar una única base o razón explicativa de la sociedad. Igualmente, en el plano de la cultura, de la filosofía social y de la educación cívica se debe superar esa dicotomía, de sólo deber –de trabajar- o sólo derecho –a disfrutar sin trabajar-.

La alternativa no está en situar al empleo o a los deberes por encima de los derechos universales, ni tampoco en la defensa unilateral de los derechos; está en la negociación y el establecimiento colectivo de unos nuevos acuerdos y reequilibrios entre derechos y deberes, con unos criterios igualitarios y solidarios. Así, se puede recoger la tradición universalista de los derechos individuales y colectivos, enmarcarla en una perspectiva social y contractualista, reconocer la vinculación social y englobar esa forma distributiva en el marco de un conflicto, más global, de la creación y reparto de la riqueza.

En el plano colectivo, no se puede obligar que toda la población trabaje, durante toda su vida, ni tampoco garantizar que nadie lo tenga que hacer. En la esfera económica, la decisión del nivel de la población activa ocupada y de las diferentes formas de contribución económica y participación social, junto a la garantía de unos derechos sociales universales y una compensación ajustada, debe ser fruto de debate y acuerdo público, no de imposición unilateral de los poderes económicos y políticos. Pero es un problema que desborda la referencia exclusiva a la elección individual. Una elaboración y gestión participativa y democrática de los recursos productivos y laborales que la sociedad necesita, proporcionaría una mayor legitimidad a la hora de distribuir, de forma equitativa, las tareas de producción y reproducción social, y supondría una mayor educación solidaria y más capacidad de exigencia moral y jurídica para exigir esas responsabilidades.

Esta cuestión tampoco se puede resolver de forma individualista, a la libre opción de cada cual, sino de forma colectiva. La voluntariedad y la posibilidad de elegir una opción vital, deben contemplar el proceso de participación pública en la conformación de las diversas oportunidades. En el plano material, quién y cómo se producen y se distribuyen los bienes y las rentas, cómo se participa en la ciudadanía y en la vida colectiva. Para negociar colectivamente una redistribución más igualitaria de una renta pública, se debe tener en cuenta el conjunto de bienes y rentas de la población, conocer sus condiciones materiales de existencia y establecer sus necesidades para vivir dignamente.

Ambos aspectos -trabajo y renta pública- son relativos, no esenciales ni universales, para todas las personas. La participación en el empleo y en el trabajo, de una parte importante de la población, es imprescindible para la sociedad. La garantía de unos medios suficientes para sobrevivir también. Aunque no sean absolutos, tienen un reflejo muy amplio en la realidad –socialización, cultura, acceso a rentas- y hay que ver su adecuación, su parcial oposición y su complementariedad.

En definitiva, hay que superar la dicotomía y la oposición esencialista de ambos elementos; superar la unilateralidad de la fundamentación en el ‘deber de trabajar’, sin apenas derechos, o en el derecho a una RB, universal e incondicional, al margen de los deberes negociados individual y colectivamente. La solución no está ni en una ni en otra y su confrontación, bajo esos esquemas, no aporta una buena solución para la renovación del pensamiento progresista. Se trata de defender el derecho al trabajo “y” a una renta social –a la protección social plena-, y conseguir un nuevo equilibrio de derechos y deberes, adecuado a las nuevas condiciones y necesidades sociales. Y dada la importancia de la individualización se requiere una nueva acción cultural para conformar una conciencia social más solidaria y facilitar la participación y la voluntariedad. En un plano más general, garantizar la libertad y la igualdad, reformular las bases y acuerdos e instituciones constitutivos de la sociedad y, en un plano teórico, renovar un pensamiento más crítico con respecto a las diferentes tradiciones.

4. Universalidad de los derechos y concreción según las necesidades sociales

Un conflicto a resolver es la tensión entre universalidad de la renta básica y acción contra la desigualdad. El modelo inspirado por VAN PARIJS pone el acento en la universalidad de la distribución de una RB igual, para todos, ex ante y sin comprobación de recursos. Pero entremezcla y confunde dos planos de la universalidad. Uno, que defiendo, es el derecho universal a la existencia, a unas condiciones dignas de vida, a que todas las personas tengan garantizados los medios y rentas suficientes para vivir sin caer en la pobreza. Esa es la universalidad de los derechos a unos objetivos igualitarios y de la garantía para todos de unas condiciones e ingresos mínimos (FERRAJOLI, 1999). Así, se puede hablar de derecho universal de todos los seres humanos a tener unas rentas básicas, como medio imprescindible para vivir dignamente. Esa garantía la debe facilitar el Estado. Otro plano, es el de la universalidad de los mecanismos concretos que, tal como se formulan, no comparto, ya que del derecho a la existencia no se deduce, mecánicamente, la universalidad distributiva de una renta pública igual y para todos. Esa universalidad de la RB no necesariamente es la plasmación ni la configuración de ese objetivo universal, ya que la sociedad en estos siglos se ha dotado de diversos mecanismos de distribución de bienes e ingresos, como la propiedad, el empleo, el gasto público o la solidaridad interpersonal, familiar o comunitaria, hoy día con eficacias diversas. Por tanto, la distribución pública de una renta básica no es universal, en el sentido de igual y previa a cualquier situación socioeconómica, sino que depende de la realidad existente de suficiencia o no de recursos que garanticen el objetivo a proteger: una existencia digna.  

Podemos añadir que similar enfoque se aplica a los derechos sociales. Por ejemplo, tenemos derecho universal a la sanidad pública pero se aplica en caso de necesidad (situación o prevención de la enfermedad), no se distribuye un cheque sanitario, igual para todas las personas e independientemente de su salud. Igual podríamos aplicarlo al caso de la vivienda o del empleo. Es responsabilidad de los poderes públicos garantizar el ejercicio de esos derechos.

Hay que distinguir derecho y garantía universales, de mecanismo distributivo. Los derechos sociales tienen esa especificidad, la combinación de su garantía universal con la distribución de los recursos materiales según las necesidades individuales y colectivas. La extensión de una renta pública a las clases medias y ricas necesitaría otra justificación adicional, que no es la acción contra la pobreza ni contra la desigualdad. Así, los defensores del primer modelo, para defender la universalidad de un mecanismo distributivo, tienen que confundir los dos planos, hacer un ejercicio de abstracción de la realidad y considerar el derecho a la RB al margen de las condiciones y necesidades de cada cual.

Esa escuela de pensamiento considera la RB como ‘base’ primera y principal, sin contar con la desigualdad distributiva de propiedad, recursos y rentas, realmente existentes; por tanto, no parten de la realidad de la pobreza, sino del sujeto abstracto. Así, al ‘distribuir igual para todos’, dejan en un plano más secundario la acción compensatoria por la mejora de las condiciones materiales de existencia de los sectores más vulnerables. En definitiva, el núcleo justificativo de esa universalidad distributiva mantiene la ambigüedad de su carácter social, de los beneficiarios, de los resultados netos redistributivos, del avance o no hacia una mayor igualdad.

Normalmente, no aclaran el sujeto concreto del deber ‘fiscal’, o se hacen alusiones genéricas al disfrute de la ‘riqueza acumulada’ por la humanidad, infravalorando la oposición de los poderes económicos o de las clases medias o desconsiderando la realidad de fuerzas sociales. Se abunda en las grandes ventajas para toda la población, ya que los beneficiarios serían ‘todos’, pero se margina el problema de dónde y de quién se retraen los recursos, quién puede salir más beneficiado o más perjudicado, en el saldo definitivo. Detrás de todo ello está siempre qué modelo contributivo, fiscal y redistributivo, se defiende. Por tanto, el criterio de igualdad, del avance hacia una sociedad más igualitaria, es fundamental para orientarse en estas sociedades segmentadas.

Cuando se pone el énfasis en los mecanismos distributivos universalistas ese modelo cae en un universalismo abstracto que choca con el núcleo duro distributivo: el que la propiedad, las rentas y el gasto público realmente existentes están ya distribuidos de forma desigual, y que su modificación progresista entra en conflicto con las clases pudientes. Es entonces cuando la imagen neutra y atractiva del universalismo abstracto, con su cara amable y compatible con los intereses de todas las clases e ideologías, pierde fuerza y se tiene que concretar. Cuando se pasa al problema de quién paga, de dónde se retraen los rentas o cómo se redistribuyen los recursos, aparece la diversidad de talantes progresistas o regresivos, la mayor o menor sensibilidad igualitaria o las tendencias al posibilismo, que dan lugar a diferentes versiones prácticas. Sin embargo, su punto de partida es ideal, el sujeto abstracto, que les lleva a mantener, al defender los principios, un carácter social ‘neutro’ y una perspectiva difusa de su modelo de sociedad, de la acción contra la desigualdad y redistribuidora de la riqueza.

A este primer principio general de este modelo sobre el carácter universal -igual y para todos e independientemente de otras rentas- de la distribución de una renta básica, yo le opongo otro enfoque; la redistribución –pública- de las rentas debe tener un objetivo igualitario: reequilibrar la desigualdad –privada-, responder a las ‘necesidades sociales’, erradicar la pobreza y combatir la precariedad laboral y social. La aplicación ‘estricta’ del primer enfoque beneficia, inicialmente, a todas las clases sociales, incluidos los ricos, pero suele esconder o ser plural en la segunda parte, en quién ‘paga’, y cuando se introducen correcciones fiscales se deja de aplicar el ‘principio’ inicial. El segundo se centra en garantizar un nivel de vida suficiente y el acceso a la plena ciudadanía de los sectores más vulnerables, que son los que más lo necesitan por su fragilidad, redistribuyendo de ricos a pobres.

Es verdad que en diversas propuestas de financiación elaboradas por algunos partidarios de ese modelo general se adoptan medidas fiscales progresivas en beneficio de las personas pobres, con aproximación al modelo aquí defendido. Pero hay que ser conscientes del enfrentamiento entre los dos criterios: el universalista –con la neutralidad fiscal para todos- y el igualitario –con redistribución hacia los desfavorecidos-. Veamos el conflicto y la combinación de ambos y el peso de cada principio. Partiendo de una distribución universalista, hay propuestas de financiación que van desde pagar la RB con los beneficios del capital, expropiándolos, hasta propuestas que defienden que se pague con el gasto social existente, reestructurando el Estado de bienestar, con una orientación conservadora. Algunas versiones, que denomino heterodoxas, mantienen una distribución ‘inicial’ universal –para intentar salvar la coherencia con ese principio o por consideraciones técnicas-, pero corregida posteriormente a través de la fiscalidad; ésta puede llegar a ser una fuerte corrección fiscal para que, en el resultado final, haya una transferencia neta de rentas de ricos a pobres. Así, se pone en primer plano la garantía para cubrir las necesidades básicas, y se asegura el criterio de progresividad y compensación en la distribución ‘real’, con el beneficio para la gente más frágil y no para las clases medias y ricas. Pero, en esa medida, se va diluyendo el principio de distribución universal –que todavía permanece como referencia retórica o como símbolo de cierta identidad-, destacando una aplicación concreta distributiva hacia los sectores más necesitados, con la prioridad del objetivo de garantizar la supervivencia. Entonces, lo que prima es el segundo enfoque, tal como lo defiendo: la prioridad del avance en la igualdad con una política ‘compensadora’; la no-aplicación, como resultado final, de una ‘distribución igual y para todos’ tal como definían los principios del primer modelo de RB.

En definitiva, si la distribución ‘real’ –incluida la gestión fiscal- favorece a los pobres y perjudica a los ricos, no es sólo un asunto operativo de la financiación sino que afecta al principio de universalidad, lo que, siendo consecuentes, habría que reflejar en los principios: la acción contra la pobreza, la exclusión y la vulnerabilidad social sería la prioridad central de una renta pública en una sociedad segmentada. A mi parecer, lo que importa, en el plano práctico, es cómo queda la distribución ‘final’, y si ese saldo fiscal neto sigue el principio distributivo de ‘igual para todos’, o se prioriza el objetivo de la igualdad, teniendo en cuenta los recursos de cada cual. 

Por tanto, lo fundamental no debe ser la universalidad distributiva –pública- sino el sentido de la equidad frente a la desigualdad privada. Ese sería el punto común. Sin embargo, si se mantiene la referencia al carácter universal de la distribución de una RB, especialmente si se le da una gran carga simbólica, se siguen conciliando ambos aspectos: mantener el ‘principio’ de la universalidad distributiva junto a una ‘aplicación fiscal’ compensatoria hacia los desfavorecidos. Ambos criterios son contradictorios y tienen un equilibrio inestable. Si realmente pesa lo segundo –reforma social concreta como objetivo central-, lo primero tiende a quedarse como mera referencia retórica o bien como una fase técnica no decisiva en el resultado fiscal neto; entonces, se acercan posiciones. Si pesa el interés por defender los principios puros, aunque sólo sea por motivos simbólicos o identitarios de una escuela, poniendo el énfasis en su universalidad distributiva y en su valor teórico como modelo social, este discurso sigue teniendo efectos culturales y educativos perniciosos, en conflicto con los valores de la igualdad.

Se puede relativizar todo el debate teórico, pero vuelve a surgir el conflicto cuando prevalece el interés de preservar como seña de identidad un valor, la distribución universalista, considerando los resultados progresistas e igualitarios aspectos ‘prácticos’ poco relevantes en el plano social o teórico. Cuando se pone el énfasis en esa definición pura se diluye el valor teórico, simbólico y cultural de la orientación social contra la desigualdad y las medidas prácticas resultan elementos secundarios.

Por tanto, caben dos dinámicas. Una, desde la prioridad por la función teórica que cumple ese ‘principio’, quedan subordinadas las ‘aplicaciones’ progresistas, que son permitidas o utilizadas como pretexto defensivo ante la tradición redistribuidora y fiscal progresivas; sería una mera ‘adaptación’ práctica poco significativa para introducir cambios en sus formulaciones teóricas y de principios, que se consideran esenciales. Otra, con la prioridad por una sensibilidad social, es insuficiente quedarse sólo en una mera aplicación, sino que, para legitimar esa orientación, es necesario el desarrollo y justificación programática y ética de esa acción contra la desigualdad; por ello, aparecen otros objetivos y principios igualitarios, que superando el plano pragmático, entran en conflicto con las definiciones abstractas de esa corriente.

Así, en la medida que se afirma la primera opción -el gran valor simbólico del principio de la universalidad en la distribución de la RB-, aparece con toda nitidez las implicaciones teóricas y culturales de este conflicto entre los dos enfoques. Si se defiende la universalidad distributiva –real- de la RB como aspecto fundamental e identitario, mantengo la crítica global de la ambigüedad social de ese modelo de RB, con respecto al objetivo de la igualdad. Mi discrepancia es de fondo, con esas bases teóricas, ya que el conflicto de posiciones permanece en el plano cultural y de valores y en relación con la actitud ante los grandes problemas de la desigualdad socioeconómica, la redistribución de la riqueza y los derechos sociales.

En conclusión, el equilibrio entre los dos aspectos –universalidad e igualdad- se consigue con la combinación entre la universalidad del derecho a una existencia digna y la concreción segmentada de la distribución de una renta pública. Por una parte, se resaltaría la importancia de unos objetivos, el derecho a unas condiciones dignas de vida, fortaleciendo la cultura universalista de los derechos y las garantías para todos y todas. Por otra parte, se clarificaría que el resultado neto redistributivo del Estado, el sentido de una renta pública y la protección social, debe ser compensatorio para los sectores desfavorecidos para avanzar en la igualdad socioeconómica y en el estatus de la ciudadanía social. Con ello se evitaría la confusión sobre los intereses sociales que se defienden. Se articularía mejor el conflicto entre universalidad e igualdad en una sociedad desigual.

5. Efectos culturales e implicaciones teóricas

La fundamentación de una RB universal e incondicional conlleva un tipo de problemas sobre su justificación ética y teórica, su ideología subyacente y los efectos culturales que genera. Ya he avanzado algunos aspectos teóricos sobre la relación universalidad / igualdad social e incondicionalidad / reciprocidad. Ahora considero otros fundamentos. Los defensores de ese modelo de RB expresan valores positivos como la libertad y la ciudadanía civil, pero dejan en un plano subordinado el objetivo de la igualdad, la cultura de la solidaridad y la consolidación de la ciudadanía social y los derechos colectivos.

El primer aspecto a destacar es su pretensión de superioridad ética y la importancia simbólica y cultural que esta escuela da a su modelo y a su divulgación, ya que conllevaría una nueva cultura alternativa, superior a cualquier otra. Oponen la ‘ética de los derechos’ frente a la ética de los deberes, situando el derecho a la ‘libertad’ por encima del ‘deber de trabajar’. Planteada así la alternativa es atractiva, la inclinación individual por lo primero, por la libertad y el derecho, frente al trabajo y el deber es una opción evidente. Pero, desde una óptica colectiva y solidaria queda sin resolver el sujeto del deber y el reparto negociado, equilibrado y justo de las obligaciones económicas, sociales y cívicas.

En los últimos siglos, ha sido fundamental la defensa de los derechos frente a la coacción de un régimen salarial y unas condiciones laborales de subordinación, así como frente a la opresión autoritaria en diferentes ámbitos institucionales. Sin embargo, la justificación de ese modelo se apoya en una filosofía abstracta e individualista –liberal o ácrata (diferente a la tradición colectivista e igualitaria libertaria). No valora que la base constitutiva de la sociedad, de sus valores, se debe fundamentar en una filosofía realista, contemplando una perspectiva más colectiva y contractualista.

Se debería partir de los individuos y su pertenencia social y de la negociación y equilibrio de las garantías y las responsabilidades individuales y colectivas, teniendo en cuenta el conjunto de sus necesidades y capacidades. El objetivo igualitario, no como trato sino como ‘resultado’, no es ‘compatible’ sino que es ‘conflictivo’ con la universalidad de una distribución pública igual y para todos. Estamos en  un conflicto de valores en la sociedad y la defensa de la libertad –o no dominación- es insuficiente, y se debe reequilibrar con los valores de la igualdad y la solidaridad. El reconocimiento del conflicto, la combinación y el necesario equilibrio entre estos tres valores de nuestra tradición ilustrada constituyen un buen marco de referencia.

El segundo aspecto problemático es el ecumenismo ideológico y justificativo, que esa escuela considera como bueno, al poderse defender su modelo por personas pertenecientes a diversas corrientes de pensamiento -neoliberalismo, liberalismo, republicanismo o  marxismo- (hay que aclarar que desde cada una de esas corrientes también se defienden otro tipo de enfoques y propuestas, a veces contrarios a la RB). En España los representantes de ese modelo tienen un pensamiento y un talante progresistas; sin embargo, estos mismos autores consideran una ventaja ese eclecticismo teórico, esa coincidencia en una misma alternativa de RB de personas y grupos con intereses socioeconómicos e ideologías contrapuestos.

El BIEN se caracteriza, así misma, por ‘la gran diversidad filosófica, política, económica y sociológica’ de sus componentes. Si a esa diversidad le añadimos otras personas y grupos que defienden una renta básica similar y no están organizados en esa Red, podemos decir que la defensa y el desarrollo de ese modelo de RB, inspirado por VAN PARIJS, se hacen desde múltiples corrientes de pensamiento. Por una parte, hay una definición común de la RB -individual, universal e incondicional-, que forma el núcleo de sus principios y que constituye su identidad. Pero, por otra, esa pluralidad ideológica expresa la existencia de intereses sociales, posiciones y desarrollos concretos que pueden llegar a oponerse. A mi parecer, ese ecumenismo ideológico, es un punto débil de ese modelo de RB, ya que refleja la ambigüedad de su doctrina, de los intereses que defiende y de su sentido social.

Tienen aspectos comunes: la representación y gestión común de una propuesta, o un hilo conductor común basado en un enfoque individualista. Ese liberalismo radical de fondo, defendido por su fundador VAN PARIJS, entra en confrontación con las versiones conservadoras, pero también va contra las tendencias contractualistas y redistribuidoras del Estado de Bienestar; en particular, debilita los valores de la solidaridad y la reciprocidad de la mejor tradición de la izquierda transformadora y presentes entre nuevos sectores alternativos y de jóvenes.

El tercer componente criticable es su individualismo radical. En el capítulo sobre la incondicionalidad ya lo he tratado. Las tendencias sociales dominantes van hacia la individualización –diferente a individualismo- que tiene algunos rasgos positivos como la afirmación de la autonomía moral de los individuos, y que está diluyendo los viejos compromisos y solidaridades. Pero, ante esa dinámica, el componente radical y abstracto de ese individualismo es pernicioso para la educación en los valores igualitarios y solidarios, y ese debate es fundamental para conformar un pensamiento crítico.

Es necesario un enfoque social frente al individualismo abstracto. Mi crítica a la primera característica fundamental –la universalidad- es que parte del sujeto abstracto, en vez del individuo concreto y de la sociedad segmentada. Con respecto a la segunda, con el énfasis en la incondicionalidad total, critico su individualismo. El individualismo abstracto es la base filosófica en que se basa ese modelo de RB, que defiende una distribución ex-ante, al margen de las condiciones, recursos y necesidades de los individuos. Contempla el sujeto abstracto, al que el Estado debe aportar una ‘base para su libertad’, desconsiderando las relaciones materiales, socioeconómicas e institucionales, que tienen ya los individuos concretos, y que histórica y socialmente han constituido sus bases de sociabilidad y de libertad. Por ello, esa distribución universal puede ser apoyada por ricos y pobres, por gente neoliberal, republicana o marxista; es decir, es ‘neutral’ para el objetivo de la igualdad. La alternativa es tener un punto de partida realista -las necesidades de los individuos concretos en una sociedad segmentada y desigual- para ejercer una redistribución progresista como garantía de acceso, de todos y todas, a la ciudadanía.

En definitiva, el énfasis en la universalidad y la incondicionalidad ‘totales’ del modelo puro de la RB y su doctrina justificativa no facilitan un proyecto de reforma social y de avance hacia una sociedad de bienestar, y no recogen el sentido social de la redistribución de una renta pública y de la protección social. Así, en el plano práctico, las características puras y la aplicación estricta de ese modelo, no afrontan el conflicto de intereses sociales en una sociedad segmentada, y es compatible con reformas fiscales regresivas y con el desmantelamiento del Estado de bienestar. En el plano cultural, puede tener efectos perversos al tender a diluir los valores igualitarios que quedan entre las clases populares y la cultura solidaria de sectores juveniles. Supone una adaptación a las tendencias ‘individualistas’ dominantes y la ausencia de una tensión crítica para fortalecer los vínculos comunitarios y la participación en la vida pública. Sólo en la medida que ese discurso pasa a un segundo plano y se sustituye por otra orientación, más igualitaria y solidaria, pueden contribuir a la educación cultural y la reforma social.

Sin embargo, en la medida que sus partidarios relevantes resaltan el alto valor cultural y ético de esos principios –universalidad, incondicionalidad- tiene importancia discutir esa filosofía subyacente, que denota también una visión antropológica optimista que infravalora la importancia de los problemas y dificultades de la sociabilidad. En mi caso, parto de una filosofía realista, concepto amplio, pero en oposición al idealismo y el formalismo más abstractos, alejada de una posición holista, y desde la consideración del doble componente, individual y social, de la persona.

6. Criterios de las rentas sociales o básicas

Una renta básica o social, es una medida distributiva y pertenece al campo de la economía, pero el aspecto principal a destacar es su función de garantía de unas condiciones mínimas de existencia. Se trata de un derecho y un valor humano, por encima del valor económico o ‘contributivo’ del individuo. Además de su componente de reforma social, su orientación y su discurso conforman un valor cultural, ya que tienen una vinculación con los modelos de sociedad y el papel del trabajo, los derechos sociales y la ciudadanía. Atendiendo a ese doble papel, un sistema de rentas públicas distribuidas por las administraciones del Estado, como garantía última de protección social, debe estar basado en los criterios y las características siguientes:

·         Todas las personas deben tener la garantía y el derecho subjetivo a unos ingresos y medios suficientes para mantener unas condiciones dignas de vida, garantizando la cobertura de las necesidades básicas de la población. El derecho universal a una existencia digna supone erradicar la exclusión social, la pobreza y la vulnerabilidad. Ello exige también la gratuidad de los derechos sociales básicos –sanidad, enseñanza, servicios sociales- y el abaratamiento y la subvención pública de otros –vivienda, transporte público, alimentos básicos-.

·         En una sociedad segmentada con amplias necesidades sociales se debe promover la redistribución de la riqueza, mediante una reforma fiscal progresiva que compense a las personas desfavorecidas con unos criterios de solidaridad y de igualdad social. Ello supone aumentar el gasto social y repartirlo con un criterio compensatorio hacia los sectores más vulnerables, con prioridad a las necesidades sociales.

·         Todas las personas sin recursos suficientes tendrán derecho a una renta social o básica sin condiciones o contrapartidas impuestas con respecto al mercado laboral. No obstante, se promoverán cauces y mecanismos de participación en actividades socioculturales y formativas, en particular, para los jóvenes a las que podrán tener acceso de forma voluntaria y negociada. Se desarrollarán políticas de empleo, en especial, para los colectivos –jóvenes, mujeres- con dificultades de inserción laboral, o especial discriminación –inmigrantes- para garantizar el derecho a un empleo decente a todas las personas desempleadas. Se deben establecer incentivos especiales para estimular la participación en actividades formativas, de inserción profesional o de trabajos voluntarios. Estas medidas favorecen la capacidad contractual de las personas y suponen un freno a la precariedad, una exigencia de empleo estable y una defensa de los derechos laborales. Igualmente, se deben revalorizar las actividades útiles para la sociedad, valorando el trabajo doméstico y la actividad familiar o la acción formativa y cultural. Todo ello configura el derecho a la integración social, laboral y cultural y favorece la cultura de la solidaridad y la reciprocidad, así como la equidad y la ética de los cuidados en las relaciones interpersonales.

·                    Todas las personas tienen el derecho a la ciudadanía plena. La generalización de los derechos sociales y, en particular, un sistema de garantía de rentas básicas o sociales, debe favorecer las tendencias democráticas y la cultura participativa. Todo ello supone fortalecer la solidaridad pública frente a la fragmentación y dualidad social y establecer unos nuevos equilibrios de deberes cívicos y contributivos y derechos sociales universales, con la perspectiva de una sociedad alternativa más igualitaria.

·                    Una protección social plena y un sistema de rentas sociales suponen una reforma social contra la situación de vulnerabilidad social. No sólo busca superar la pobreza y la exclusión sino que debe frenar la precariedad laboral y la contratación temporal y mejorar la organización y las condiciones de trabajo; es fundamental como defensa de los sectores de trabajadores y trabajadoras más desprotegidos.

·                    Una renta monetaria ‘suficiente’, superior al umbral de la pobreza (60% de la mediana de ingresos por unidad de consumo, según la Unión Europea). La renta o ingreso social es un derecho subjetivo de todas las personas residentes que se distribuirá, individualmente, a las personas ‘sin recursos suficientes’ para cubrir sus necesidades fundamentales. El objetivo es evitar caer en la pobreza y ser suficiente para garantizar la estabilidad, la integración social y la plena ciudadanía y la capacidad autónoma para desarrollar sus proyectos vitales. Por las personas menores o dependientes se incrementará la mitad de ese importe. Igualmente, se arbitrarán otras ayudas complementarias por necesidades específicas de la unidad de convivencia y, en particular, por el gasto de vivienda.

·                    La gestión fiscal es un instrumento idóneo para el control de recursos y la adecuación o devolución de la renta distribuida según cada nivel de rentas y de necesidades, evitando la estigmatización y el ‘control social’. Se podrán establecer fórmulas compensatorias por la vía fiscal a las personas con prestaciones públicas o ingresos salariales insuficientes, por contratos a tiempo parcial, discontinuos o por rotación con el desempleo, que no tengan otras fuentes de rentas.

Todos estos elementos de una renta social o básica proporcionarían más ‘libertad real’ y mayor ‘igualdad’ entre todos, generando una mentalidad y unos valores basados en la ‘solidaridad’. Están enmarcados en la cultura universalista de los derechos humanos y sociales, en el desarrollo de los valores de la reciprocidad y en la participación ciudadana y el acceso a la ciudadanía plena.

6. Una renta básica contra la vulnerabilidad social

En su programa para las elecciones autonómicas Podemos propone un Plan de garantía de renta. Plantea reformar, mejorar y coordinar mejor el actual sistema de rentas mínimas de inserción, claramente insuficiente, y fomentar la equidad y la integración social.

Expresa una concreción distinta a la formulada en las elecciones europeas en que se aludía a una renta básica universal. Y ha generado un fuerte debate sobre su significado y el carácter de este cambio. Aporto algunas reflexiones para su clarificación.

Esta nueva propuesta pone el acento en combatir la vulnerabilidad social de los sectores desfavorecidos, dentro de un plan más global de rescate ciudadano. Respecto de su posición anterior es una opción más realista y, además, más justa. Permite definir mejor las prioridades de la política social.

Frente a la interpretación de una distribución pública generalizada a toda la población, ahora se aclara el objeto de un sistema de garantía pública de ingresos: hacer frente a las necesidades sociales más imperiosas, precisamente cuando los distintos mecanismos existentes, privados y públicos, son insuficientes para garantizar una existencia digna a toda la sociedad. Lo podemos definir así: asegurar la protección pública de las capas vulnerables, como malla última para la seguridad socioeconómica colectiva; garantizar la plena integración social y cívica, cuando más se agrieta por las graves consecuencias de la crisis y las políticas de austeridad, con condiciones materiales y vitales desfavorables; promover la igualdad social, de capacidades y oportunidades para todas las personas, eliminando las desventajas socioeconómicas de amplios segmentos de la población.

La universalidad de los derechos sociales se debe reafirmar, especialmente, cuando asistimos a su vulneración y su no aplicación. Una renta social pública se debe asentar en una concepción fuerte de los derechos humanos. Dentro de la reciprocidad que supone el contrato social e intergeneracional, la participación en una comunidad con derechos y deberes, todas las personas, por el hecho de serlas y participar en una sociedad democrática, tienen derecho a una vida digna, a tener garantizadas sus condiciones básicas de existencia.

Pero la universalidad del derecho no conlleva una distribución pública generalizada e igual para todas las personas de una renta básica. La protección institucional se ejecuta en caso de necesidad social, para posibilitar esas condiciones de vida digna en ausencia o insuficiencia de recursos privados u otras prestaciones públicas.

Se deben combinar los dos planos: universalidad del derecho y distribución pública según necesidad. Dicho de otra forma, hay que asegurar, por un lado, la garantía jurídica, institucional y presupuestaria de un sistema de garantía de rentas y demás recursos básicos y, por otro lado, aplicarlo de acuerdo con las necesidades sociales e individuales.

Hay que distinguir entre derechos universales y mecanismo distributivo. Los derechos sociales tienen esa especificidad, la combinación de su garantía universal con la distribución de los recursos materiales e institucionales según las necesidades y los riesgos individuales y colectivos. Es el caso de la sanidad. Tenemos (deberíamos tener) un derecho universal a la sanidad pública, pero no recibimos todas las personas, sanas y enfermas, un mismo cheque sanitario, independientemente de su estado de salud y su gestión preventiva. Los dispositivos y el gasto sanitario se aplican ante la necesidad específica de cada persona de preservar su salud y atender a la enfermedad. Otro ejemplo similar sería la garantía pública de una vivienda digna y que nadie se quede sin techo. 

La extensión de una renta pública a las clases medias-altas y ricas no tiene justificación; menos en un plan de emergencia contra la pobreza, la exclusión social y la desigualdad. Tampoco tiene sentido defenderlo como garantía para su libertad, cuando ya tienen los recursos, el estatus y el poder  suficientes y superiores a la media de la población. La minoría poderosa no necesita más dosis de protección pública o libertad, con el reparto de una prestación social, sino, precisamente, lo contrario: debilitar su posición de dominio hacia la mayoría de la sociedad y garantizar su mayor contribución al erario público.

No hay que confundir una renta básica universal, y su carácter neutro desde el punto de vista de la igualdad, de las distintas propuestas de reforma fiscal existentes para su financiación. Estas reformas pueden ser progresivas o neoliberales, incluida la sustitución de otras prestaciones y servicios públicos por un ingreso o cheque monetario. Pero la distribución pública de una renta, igual para todas las personas, independientemente de su estatus social, económico y vital, no es más radical, ni más progresista o de izquierdas que el plan propuesto. No garantiza ni más igualdad ni más libertad. Parte de la concepción del sujeto abstracto, cuando la realidad social es más desigual, crecen los sectores empobrecidos y necesitan más cobertura pública y una acción compensatoria. La distribución pública de una renta básica no debe ser universal, en el sentido de igual y previa a cualquier situación socioeconómica, sino que depende de la realidad existente de suficiencia o no de recursos que garanticen el fin universal a proteger: una existencia digna.

Por tanto, el objetivo central de un mecanismo de garantía de rentas y bienes es la protección pública y suficiente de los sujetos frágiles en su estatus social y ciudadano, cuando alcanzan,  prácticamente, a un tercio de la población. Se trata de reequilibrar las desventajas sociales de los de abajo y afrontar los privilegios de los de arriba. Su justificación ética es superior a los fundamentos de una distribución generalizada de los limitados recursos públicos.

En caso de necesidad las administraciones públicas deben garantizar los mecanismos y prestaciones imprescindibles, para asegurar que todas las personas tengan garantizados los medios y rentas suficientes para vivir sin caer en la pobreza. No es la tradicional caridad hacia los pobres. Es un sistema de solidaridad colectiva para proteger a las personas en situaciones de riesgo social y económico. Es un componente fundamental de las democracias sociales más avanzadas.

La imperiosa necesidad de una reforma fiscal progresiva va ligada a garantizar la cobertura del conjunto de los derechos, prestaciones e instituciones sociales, es decir, a garantizar un Estado de bienestar avanzado. Aparte de promover el crecimiento económico, estimular el empleo decente y  reformar el sistema productivo, desde la perspectiva de una democracia social y participativa.

Este enfoque para superar los límites de los actuales sistemas de rentas mínimas de inserción de las Comunidades Autónomas (con diferencias sustanciales entre ellas), es similar al de otras organizaciones sociales y políticas, y es más adecuado, justo y progresista que una distribución generalizada de una renta pública. Además de garantizar la vida digna de las personas vulnerables y su plena integración social y cívica, permite avanzar hacia la igualdad. Además, facilita una mayor libertad real y autonomía individual y evita la subordinación y la dependencia de las capas precarias ante las dificultades socioeconómicas y las condiciones vitales y laborales desfavorables.

Ahora queda lo más difícil: conseguir suficiente apoyo ciudadano y forjar los acuerdos sociales y políticos necesarios para implementar desde las instituciones autonómicas y un Gobierno de progreso el impulso por la aplicación de un plan de garantía de rentas y rescate ciudadano que transforme y mejore sustancialmente el sistema actual de protección pública.

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